8
La rotonda de High Wycombe le recordó un juguete que Kincaid había tenido de niño, una serie de engranajes de plástico entrelazados que giraban alegremente cuando uno daba vueltas a la manivela. Pero en este caso, cinco mini rotondas rodeaban una rotonda grande. Los seres humanos metidos en cajas de acero eran los que giraban y nadie en la hora punta de ese lunes estaba alegre. Vio un hueco en el tráfico que venía en dirección contraria y se lanzó, sólo para ser recompensado con el dedo de un camionero impaciente.
—Lo mismo digo, colega —farfulló Kincaid mientras escapaba, agradecido, de la última de las mini rotondas.
Un atasco en la M40 lo había retrasado y llegó al Hospital General de High Wycombe media hora tarde para la autopsia. Kincaid llamó a la puerta de la sala de autopsias y la abrió lo justo para dejar pasar su cabeza. Dando la espalda a Kincaid había un hombre pequeño, vestido con un pijama quirúrgico verde, que estaba de pie frente a una mesa de acero inoxidable.
—El doctor Winstead, ¿supongo? —preguntó Kincaid—. Perdone que llegue tarde. —Entró en la sala y dejó que la puerta oscilara hasta que se cerró detrás de él.
Winstead le dio un toque al interruptor de pie de la grabadora mientras se daba la vuelta.
—¿Comisario Kincaid? —Desplazó el micrófono de la boca con el dorso de la muñeca—. Siento no poder estrecharle la mano —y a modo de demostración levantó una mano enguantada—. Me temo que se ha perdido casi todo lo más divertido. He empezado un poco antes para tratar de avanzar faena. Tendría que haber terminado a su tipo el sábado, o ayer a más tardar. Pero hubo un incendio en unas viviendas subvencionadas y nos pasamos el fin de semana identificando restos.
Era rechoncho, tenía una mata de pelo grisáceo rizado y unos ojos negros como de animalito de peluche. Winstead hacía honor a su nombre. Kincaid pensó que su visión de Winnie the Pooh, bisturí en mano, no andaba tan errada. Y como tantos patólogos forenses que había conocido, Winstead parecía indefectiblemente jovial.
—¿Ha encontrado algo interesante? —preguntó Kincaid, igualmente contento de que el cuerpo de Winstead bloquease parte de la mesa de acero. A pesar de haberse acostumbrado a ver la enorme incisión en forma de Y y el cuero cabelludo levantado, nunca disfrutaba de la vista.
—Me temo que nada para lanzar cohetes. —Dio la espalda a Kincaid y puso a trabajar de nuevo sus manos enguantadas—. He de terminar un par de cosas y luego podríamos escaparnos un momento a mi despacho, si quiere.
Kincaid se quedó mirando mientras el aire frío de los ventiladores le llegaba a torrentes por detrás del cuello. Al menos no tenía que lidiar con los olores ya que el agua fría y la refrigeración habían retrasado bastante los procesos naturales del cuerpo. A pesar de que soportaba ver casi todo, todavía tenía que esforzarse mucho para reprimir las arcadas que le venían en respuesta a los olores de un cuerpo en descomposición.
Una mujer joven en pijama quirúrgico entró en la sala y dijo:
—¿Estás listo, Winnie?
—La tarea de recoger se la dejo a mi asistente —le dijo Winnie a Kincaid por encima del hombro—. A ella le gusta hacer el trabajo bonito. ¿No es así, Heather, querida? —añadió sonriéndole—. Le proporciona una sensación de satisfacción en el trabajo. —Se sacó los guantes, los tiró en un cubo de la basura y se lavó bien las manos en el lavabo.
Heather puso los ojos en blanco con indulgencia.
—Es que tiene celos —dijo por lo bajo a Kincaid—, porque soy más cuidadosa que él. —Se puso un par de guantes y continuó—. Para cuando haya acabado, la madre de este chico se sentirá orgullosa de él. ¿No es así, Winnie?
Por lo menos la amantísima madre de Connor Swann se había ahorrado admirar la maestría de Heather, pensó Kincaid. Se preguntó si Julia desafiaría las convenciones hasta el punto de evitar tanto el depósito como el funeral.
Mientras Winstead acompañaba a Kincaid fuera de la sala, dijo:
—Tiene razón. Yo hago el trabajo, pero ella es una perfeccionista y su mano es mucho más precisa que la mía. —Condujo a Kincaid por distintos corredores y paró por el camino a recoger dos cafés de máquina—. ¿Solo? —preguntó, oprimiendo los botones con familiaridad.
Kincaid aceptó el vaso de plástico y sorbió el contenido. Encontró el líquido igual de atroz que el café de Scotland Yard. Siguió a Winstead a la oficina y se paró a examinar un cráneo humano que decoraba el escritorio del médico. Había unos pequeños cilindros de goma sujetos a la cara mediante alfileres. Cada uno tenía una altura distinta y llevaba un número en tinta negra en la punta.
—¿Arte o vudú, doctor?
—Una técnica de reconstrucción facial que me ha prestado un colega antropólogo. El sexo y la raza se suponen midiendo ciertas características del cráneo, luego se colocan los marcadores de profundidad de la piel de acuerdo a información obtenida de tablas estadísticas. Se añade arcilla según el grosor que indiquen los marcadores y, voilà, ya tienes una cara humana otra vez. En realidad es bastante eficaz a pesar de que esta etapa parezca sacada de Pesadilla en Elm Street. Heather está interesada en la escultura forense y con las manos que tiene no dudo de que lo hará muy bien.
Antes de que Winstead se entusiasmara demasiado con el tema de los encantadores atributos de Heather, Kincaid pensó que sería mejor cambiar de tema.
—Dígame, doctor —dijo, mientras se sentaban en unas sillas de cuero viejas—, ¿se ahogó Connor Swann?
Winstead frunció el ceño, lo que le daba un aire más cómico que fiero, y pareció que regresaba al tema del cuerpo en cuestión.
—Es un bonito problema, comisario, como estoy seguro de que ya sabrá. El ahogamiento es imposible de probar mediante una autopsia. En realidad se trata de un diagnóstico por exclusión.
—Pero podrá decirme si tenía agua en los pulmones...
—Un momento, comisario, déjeme acabar. El agua en los pulmones no es algo necesariamente significativo. Y no le he dicho que no pudiera explicarle nada, sólo que no podía ser demostrado. —Winstead hizo una pausa y bebió del vaso, poniendo cara de asco—. Soy el eterno optimista, supongo... Siempre tengo la esperanza de que este brebaje sea mejor de lo que es. En cualquier caso, ¿dónde estaba? —Sonrió benévolamente y tomó otro sorbo de su café.
Kincaid decidió que Winstead estaba fastidiándolo adrede y que cuanto menos se preocupara más rápidamente obtendría resultados.
—Iba a explicarme lo que no podía probar.
—Heridas de bala, apuñalamiento, traumatismo por objeto contundente... todo bastante sencillo, la causa de la muerte se determina fácilmente. Un caso como éste, sin embargo, es como un rompecabezas. Y los rompecabezas me gustan. —Winstead pronunció estas palabras con tanto deleite que Kincaid casi esperó verle frotarse las manos, regocijado ante la expectativa—. Hay dos cosas que contradicen el ahogamiento —continuó, levantando dos dedos—. No hay cuerpos extraños presentes en los pulmones. No hay arena, ni bonitas algas del fondo del río. Si uno inhala grandes tragos de agua en el momento de ahogarse, también suele tragar unos cuantos objetos no deseados. —Dobló un dedo y movió el que quedaba levantado ante Kincaid—. Segundo, la rigidez del cadáver se demoró bastante. La temperatura del agua explicaría cierto grado de retraso, por supuesto, pero en un ahogamiento normal y corriente la persona lucha con violencia, reduciendo el adenosín trifosfato de los músculos. Esta disminución acelera considerablemente el inicio del rigor mortis.
—¿Y si hubiera habido lucha antes de entrar en el agua? Su garganta estaba magullada. Quizás estuviera inconsciente. O muerto.
—Hay varios indicios que señalan que murió unas cuantas horas antes de que su cuerpo fuera descubierto —admitió Winstead—. El contenido de su estómago estaba parcialmente digerido, de modo que, a menos que el señor Swann cenara tarde, opino que ya debía de estar muerto antes de medianoche, o tan cerca de la medianoche que no importa la diferencia. Cuando vuelvan del laboratorio los análisis del contenido del estómago quizás pueda precisar la hora de esa última comida.
—Y las magulladuras...
Winstead levantó una mano con la palma hacia fuera, como un policía de tráfico.
—Existe otra posibilidad que explicaría si el señor Swann estaba vivo cuando cayó al agua. Ahogamiento en seco. La garganta se cierra el entrar el cuerpo en contacto con el agua, constriñendo las vías respiratorias. Pero como el laringoespasmo se relaja después de la muerte, es imposible de probar. Explicaría, sin embargo, la ausencia de cuerpos extraños en los pulmones.
—Entonces, ¿qué causa un ahogamiento en seco? —preguntó Kincaid, dispuesto a ser paciente y dejar que el doctor se divirtiera un poco.
—Éste es uno de los misterios de la naturaleza. El shock sería la mejor explicación-comodín. —Winstead hizo una pausa y bebió del vaso. Su expresión indicaba sorpresa porque el café no había mejorado milagrosamente desde el último sorbo—. Respecto al tema de la garganta que tanto le interesa. Me temo que tampoco sea concluyente. Había magulladuras externas... Según creo, estuvo usted en el depósito, ¿no? —Cuando Kincaid asintió, Winstead continuó—: Entonces las habrá visto... Sin embargo, no había los daños internos correspondientes, no había aplastamiento de los procesos hioideos. Tampoco encontramos ninguna oclusión de la cara o el cuello.
—¿No había manchas en los ojos?
Winstead le sonrió.
—Exactamente. No había petequias. Por supuesto, es posible que, ya sea por accidente o deliberadamente, alguien hiciera suficiente presión en la arteria carótida para dejarlo inconsciente, y luego lo empujara al río.
—¿Podría una mujer emplear tanta presión?
—Bueno, una mujer sería totalmente capaz físicamente, creo. Pero entonces habría esperado ver algo más que sólo magulladuras: marcas de uñas, abrasiones. Y no las había. Estaba totalmente limpio. Y dudo que una mujer hubiera podido dejarle inconsciente sin que sus manos sufrieran algún traumatismo con el forcejeo.
Kincaid digirió la información durante un instante.
—De modo que lo que me está diciendo es —tocó la punta de uno de sus índices con la del otro— que, a: no sabe cómo murió Connor Swann y, si no puede darme la causa de la muerte, he de asumir que b: no aventurará una teoría acerca del modo de la muerte.
—La mayoría de los ahogamientos son accidentales y, casi siempre, están relacionados con la ingesta de alcohol. No sabremos la cantidad de alcohol en su sangre hasta que vuelvan los resultados del laboratorio, pero apostaría que era muy alto. Sin embargo —de nuevo la mano en alto del policía de tráfico mientras Kincaid abría la boca para hablar—, si quiere mi opinión extraoficial... —Winstead sorbió su café otra vez. Kincaid hacía tiempo que había abandonado el suyo y había encontrado un sitio discreto para el vaso entre los trastos del escritorio de Winstead—. La mayoría de los ahogamientos accidentales son también bastante sencillos. Un tipo sale a pescar con sus amigos, todos beben de más, el tipo cae al agua y sus amigos están demasiado cabreados para sacarlo. Corroboraciones de varios testigos... caso cerrado. Pero en esta ocasión —fijó los inteligentes ojos de peluche en Kincaid—, yo diría que hay muchas cuestiones por responder. ¿No hay indicios de suicidio?
Kincaid negó con la cabeza.
—No.
—Entonces diría que no hay duda de que fue ayudado a caer al río de una manera u otra. Pero también diría que le va a costar lo suyo probarlo. —Winstead sonrió como si acabara de dar una buena noticia.
—¿Qué hay de la hora de la muerte?
—En algún momento entre la última vez que fue visto y cuando fue encontrado. —Winstead se rió de su propio chiste—. En serio, comisario, si quiere que aventure una respuesta yo diría que aproximadamente entre las nueve y medianoche, o quizás entre las nueve y la una.
—Gracias, supongo. —Kincaid se levantó y ofreció su mano—. Ha sido... em, sumamente servicial.
—Me alegro de haberle sido útil. —Winstead estrechó la mano de Kincaid y sonrió. El parecido con Winnie the Pooh era más acusado que nunca—. Le enviaremos el informe tan pronto como lleguen los datos del laboratorio. ¿Podrá encontrar la salida? Hasta luego, entonces.
Kincaid miró hacia atrás al salir. El cráneo parecía estar superpuesto sobre el cuerpo regordete de Winstead, y cuando éste lo saludó con la mano, Kincaid hubiera jurado que el cráneo desplegaba una ancha sonrisa.
* * *
Kincaid dejó el hospital sintiendo que no había avanzado mucho. Aunque ahora estaba más seguro, seguía sin tener pruebas de que Connor hubiera sido asesinado. Tampoco tenía un motivo convincente, ni verdaderos sospechosos.
Llegó al coche e, indeciso, miró la hora. Una vez Gemma hubiera localizado a Tommy Godwin, se pondría en camino para interrogar a Dame Caroline. Mientras ella estuviera encargándose del tema de los Asherton sería mejor que él se concentrara en Connor. Connor era la clave. Hasta que no supiera algo más sobre él, nada encajaría.
Había llegado la hora de husmear en la parte de la vida de Connor que no parecía tener conexión con los Asherton. Llamó para averiguar la dirección de Gillock, Blackwell y Frye. Luego enfiló la carretera hacia el sur, hacia Maidenhead y Reading.
* * *
Nunca iba a Reading sin pensar en Vic. Ella había crecido allí, había ido a la escuela, y cuando Kincaid entró en la ciudad por el norte se desvió un poco para pasar por la calle donde habían vivido sus padres. Los suburbios alardeaban de cómodas casas semiadosadas y jardines bien cuidados con algún gnomo asomando ocasionalmente por detrás de un seto. Kincaid había encontrado el vecindario espantoso entonces, y ahora descubría que el tiempo no había hecho nada para suavizar su opinión.
Detuvo el coche y con el motor en marcha estudió la casa. Tan igual parecía que se preguntó si habría permanecido en una clase de éxtasis mientras el tiempo giraba alrededor y él cambiaba y envejecía. La vio exactamente igual que la había visto la primera vez que Vic lo llevó a su casa a conocer a sus padres. Hasta el decidido brillo del buzón de latón era el mismo. Mostraron su distinguida desaprobación, consternados porque su bella y erudita hija hubiera iniciado una relación con un policía. Con una punzada de dolor recordó que se había sentido levemente avergonzado de su nada convencional familia. Sus padres estaban más interesados en libros e ideas que en la adquisición de posesiones de clase media, y su infancia en la intrincada casa de la campiña de Chesire estaba lejos de parecerse a este cuidado y ordenado mundo.
Puso la primera y cuando soltó el embrague, escuchó el familiar petardeo del motor. Quizás Vic había elegido a alguien más apropiado en el segundo intento. Él, al menos, ya no tenía nada que ver con ella. Con este pensamiento le sobrevino una sensación de liberación y comprendió, por fin, que lo creía de verdad.
La maraña de tráfico de Reading no había mejorado desde su última visita. Tamborileó los dedos en el volante mientras hacía la cola para el aparcamiento. Recordó lo mucho que le desagradaba este sitio. Combinaba lo peor de la arquitectura moderna con mala planificación urbana y los resultados eran suficientes para subirle la tensión arterial a cualquiera.
Una vez hubo aparcado el coche encontró sin dificultad el moderno bloque de oficinas que albergaba la agencia de publicidad. Una bonita recepcionista lo saludó con una sonrisa cuando entró en la suite del tercer piso.
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó. En su voz había cierta curiosidad.
Sabía que ella debía de estar catalogándolo. No era un cliente o proveedor conocido, no llevaba cartera ni muestras para ubicarlo como comercial... Kincaid no pudo resistir tomarle un poco el pelo. Su corta melena oscura y su cara en forma de corazón le daban un aire de atractiva inocencia.
—Bonita oficina —dijo, mirando despacio por el área de recepción. Muebles modulares, espectacular iluminación, pósters de anuncios art deco cuidadosamente enmarcados y colocados... Todo demostraba un uso inteligente de unos fondos limitados.
—Sí. ¿Desea ver a alguien? —preguntó con un poco más de energía mientras su sonrisa se desvanecía.
Kincaid sacó sus credenciales y le mostró la identificación.
—Comisario Duncan Kincaid, de Scotland Yard. Me gustaría hablar con alguien sobre Connor Swann.
—Vaya. —Miró la cara de Kincaid, luego la tarjeta y de nuevo la cara. Sus ojos castaños se llenaron de lágrimas—. ¿No es horrible? Nos hemos enterado esta mañana.
—¿De verdad? ¿Quién les ha notificado? —preguntó, recuperando su tarjeta con indiferencia.
La chica se sorbió la nariz.
—Su suegro, Sir Gerald Asherton. Llamó a John... el señor Frye.
Una puerta se abrió en el vestíbulo que había detrás de la mesa de recepción y por ella salió un hombre que se estaba poniendo una americana.
—Melisa, cielo, me voy a... —Cuando estaba enderezándose la corbata con la mano, vio a Kincaid y se paró.
—Aquí está el señor Frye —dijo la recepcionista a Kincaid y luego añadió, para su jefe—: Es de Scotland Yard. Está aquí por Connor.
—¿Scotland Yard? ¿Connor? —repitió Frye. Su momentánea perplejidad le dio a Kincaid la oportunidad de estudiarlo. Dedujo que debía tener más o menos su edad, pero era bajo, moreno y ya estaba adquiriendo esa capa adicional de relleno que viene con la prosperidad y el confinamiento a un escritorio.
Kincaid se presentó y Frye se recuperó lo suficiente como para estrechar su mano.
—¿Qué puedo hacer por usted, comisario? Quiero decir, por lo que ha dicho Sir Gerald, no esperaba...
Desarmándolo con su sonrisa, Kincaid dijo:
—Sólo le haré unas preguntas de rutina sobre el señor Swann y su trabajo.
Frye pareció relajarse un poco.
—Bien, justo iba al pub de la esquina a almorzar y tengo una reunión con un cliente tan pronto como regrese. ¿Podríamos hablar y comer algo al mismo tiempo?
—Me viene bien. —Kincaid se dio cuenta de que tenía un hambre voraz, un efecto secundario típico tras asistir a una autopsia. Pero la perspectiva de las delicias culinarias de un pub de Reading no le apetecía demasiado.
De camino hacia el pub, Kincaid estudió a su acompañante. Llevaba un traje de tres piezas de diseño caro en gris carbón. El chaleco le tiraba por los botones. Llevaba el pelo brillante peinado hacia atrás, a la moda yuppie, y mientras Kincaid adaptaba sus zancadas a los pasos más cortos del hombre, le vino el olor a almizcle del aftershave. Pensó que Connor había prestado la misma atención a su apariencia. Después de todo, la publicidad era un negocio de la imagen.
Charlaron con desgana hasta que llegaron a su destino. Cuando entraron en el White Hart, Kincaid se animó considerablemente. Sencillo y limpio, el pub disponía de una amplia carta escrita en una pizarra. Estaba lleno de fugitivos de otras oficinas, todos comiendo y hablando afanosamente. Kincaid, cuyo estómago rugía de hambre, escogió la platija con patatas fritas y ensalada. Dirigiéndose a Frye le preguntó:
—¿Qué va a beber?
—Limonada. —Frye puso cara de disculpa—. Estoy a régimen. Me encanta la cerveza, pero va directa a mi cintura. —Dio unos toques a su chaleco.
Kincaid le invitó a limonada y pidió una cerveza sin sentir la más mínima culpa por dar envidia a su acompañante. Cogieron sus bebidas y se abrieron paso hasta una pequeña mesa cercana a la ventana.
—Hábleme de Connor Swann —dijo Kincaid cuando se instalaron en sus asientos—. ¿Durante cuánto tiempo trabajó para usted?
—Algo más de un año. Gordon y yo necesitábamos a alguien para las ventas. Ninguno de los dos somos buenos vendiendo y habíamos adquirido suficientes clientes para justificar...
—¿Gordon es su socio? —interrumpió Kincaid—. Creía que eran tres. —Tomó un sorbo de su cerveza y se limpió la espuma de los labios con la lengua.
—Vaya, lo siento. Será mejor que empiece desde el principio, ¿no? —Frye miró la cerveza de Kincaid con nostalgia y suspiró—. Yo soy Frye, por supuesto, Gordon es Gillock, y no hay ningún Blackwell. Cuando nos instalamos por nuestra cuenta tres años atrás, pensamos que Gillock y Frye sonaba a pescadería. —Frye sonrió algo tímidamente—. Blackwell era para dar un toque de clase. En fin, yo soy el director creativo y Gordon se ocupa de los medios y supervisa la producción. De modo que estábamos al límite de nuestras capacidades. Cuando supimos por un amigo que Connor podría estar interesado en un puesto de ejecutivo de cuentas, pensamos que nos venía como anillo al dedo.
La camarera apareció con los platos. Era alta y rubia; podría haber sido una valquiria en tejanos y suéter. Los obsequió con una sonrisa cautivadora mientras les servía sus almuerzos, luego se volvió a perder entre la muchedumbre.
—Ésa es Marian —dijo Frye—. La llamamos la Dama de Hielo. Todos están enamorados de ella y ella está encantada.
—¿El nombre se refiere a su aspecto o a su manera de ser? —Kincaid miró el plato de ensalada de Frye y empezó a clavar el tenedor en su pescado y patatas humeantes.
—Tampoco puedo comer fritos. —Frye miró la comida de Kincaid con añoranza—. El temperamento de Marian es alegre, pero no es muy generosa con sus favores. Incluso Connor se llevó un chasco.
—¿Intentó ligar con ella?
—¿Acaso no amanece todos los días? —respondió Frye con sarcasmo y empujó un ramito de berros que tenía en la comisura de su boca con el dedo meñique—. Pues claro que Con intentó ligar con ella. Para él ligar era tan natural como respirar... —Calló, afligido—. Vaya, qué falta de tacto. Lo siento. Es que todavía no lo he asimilado.
Kincaid exprimió un poco más de limón en su excelente pescado y preguntó:
—¿Le caía bien? Personalmente, quiero decir.
Frye pareció pensativo.
—Bien, sí, supongo que sí. Pero no es tan sencillo. Al principio estábamos muy contentos de tenerlo, como ya he dicho. Por supuesto, nos preguntábamos por qué habría dejado una de las mejores empresas de Londres por nosotros, pero dijo que había estado teniendo problemas domésticos y que quería estar más cerca de casa, escapar de la feroz competitividad de Londres, ese tipo de cosas. —Tomó otro poco de ensalada y masticó pausadamente.
Kincaid se preguntó si la triste expresión de Frye reflejaba su opinión sobre su almuerzo o sus sentimientos por Connor.
—¿Y? —lo forzó a continuar con suavidad.
—Supongo que fuimos algo ingenuos por habernos creído sus explicaciones. Pero Con podía ser muy encantador. No sólo con las mujeres; también gustaba a los hombres. Eso era parte de lo que le convertía en un buen vendedor.
—¿Era bueno en su trabajo?
—Sí, muy bueno. Cuando se lo proponía. Pero ése era el problema. Estaba tan entusiasmado al principio —planes e ideas para todo— que yo creo que Gordon y yo fuimos arrastrados por su entusiasmo. —Frye hizo una pausa—. Si miro atrás puedo ver un cierto frenesí en su comportamiento, pero en aquel momento no me di cuenta.
—Vuelva un poco atrás —dijo Kincaid con el tenedor lleno de patatas en suspenso—. Ha dicho que fueron algo ingenuos por creerse las razones de Connor para venir a trabajar con ustedes. ¿Acaso descubrió que no eran ciertas?
—Digamos que no mencionó bastantes cosas —contestó Frye con arrepentimiento—. Unos meses más tarde empezamos a oír rumores sobre qué había pasado en realidad. —Frunció el ceño—. ¿No se lo dijo su mujer? ¿Ha hablado con la esposa?
—¿Decirme qué? —Kincaid evitó responder a la pregunta y trató de encajar mentalmente la vívida imagen de Julia en ese posesivo neutro. La esposa.
Frye hizo un pulcro montoncito en el centro del plato con la ensalada de jamón y la zanahoria rallada.
—La empresa de Con en Londres llevaba la cuenta de la ENO. Así es como la conoció, en alguna que otra recepción. Supongo que debió de asistir con su familia. Así que cuando ella lo dejó, él tuvo... —Frye parecía más bien apurado. Estudió su plato y jugueteó con la comida—. Supongo que se podría decir que tuvo una crisis nerviosa. Por lo visto, perdió la cabeza. Rompía a llorar delante de los clientes, ese tipo de cosas. La empresa lo mantuvo todo muy en secreto. Supongo que creían que no podían arriesgarse a ofender a los Asherton echándolo a la calle ignominiosamente.
Todos habían sido muy discretos, pensó Kincaid. ¿Tuvo la compasión algo que ver?
—¿La empresa le había dado una carta de recomendación cuando vino a verlo?
—No lo hubiéramos contratado de otro modo —contestó Frye con sinceridad.
—¿Cuándo empezaron a ir mal las cosas?
Una expresión de culpa sustituyó a la de apuro.
—No es que Con fuera un desastre total. No quería darle esa impresión.
—Estoy seguro de ello —Kincaid lo tranquilizó y esperó que Frye no le viniera con el pudor típico de no hablar mal de los muertos.
—Fue algo gradual. Faltaba a citas con los clientes... Siempre con una buena excusa, cierto, pero si se repiten varias veces hasta las buenas excusas se convierten en viejas excusas. Prometía cosas que no podíamos cumplir —meneó la cabeza consternado al recordar—. La pesadilla de un director creativo. Y todas esas nuevas cuentas que iba a traer, todos esos contactos que tenía...
—¿No se hicieron realidad?
Frye negó con pesar.
—Me temo que no.
Kincaid apartó su plato vacío.
—¿Por qué no lo despidió, señor Frye? Parece que pasó de ser un activo a ser una obligación.
—Llámeme John, por favor. —Frye se inclinó hacia delante con aire de confidencialidad y continuó—: Lo divertido es que hace unos meses, Gordon y yo nos armamos de valor para despedirlo, pero entonces las cosas empezaron a mejorar. Nada extraordinario, pero parecía que se podía contar con él, parecía más interesado.
—¿Alguna idea sobre qué fue lo que pudo provocar este cambio? —Kincaid pensó en Sharon y la pequeña Hayley.
Frye se encogió de hombros.
—Ni idea.
—¿Sabía que tenía una novia?
—Novias, dirá. En plural —enfatizó Frye. Y añadió, con el aire resignado del que lleva casado mucho tiempo—: Después de que mi mujer coincidiera con él un par de veces... En fin, me dio a entender que pondría algo más que mi vida en juego si llegaba a tomar una cerveza con él después del trabajo. Ella estaba segura de que me haría caer en la tentación. —Sonrió—. Afortunadamente —o desafortunadamente, según el punto de vista— nunca tuve la habilidad de Connor con las mujeres.
La clientela del mediodía había disminuido. Liberada de la aglomeración de la barra, Marian fue a recoger los platos.
—¿Algo más, chicos? ¿Un postre? Queda un pastel fantástico...
—Por favor, no me tortures. —Frye gimió, tapándose la cara con las manos.
Marian recogió el plato de Kincaid y le hizo un guiño todo lo contrario a gélido. Silenció una risita y pensó que la mujer de Frye no tenía razones para preocuparse de la influencia de Connor. Las debilidades de su esposo caían en otra dirección. Esa línea de pensamiento le hizo acordarse de otra debilidad concreta que no habían tratado.
—¿Tenía conocimiento de las deudas de juego de Connor?
—¿Deudas? —Frye apuró la última gota de limonada de su vaso—. Sabía que le gustaban las carreras, pero no tenía ni idea de que fuera tan serio.
—¿Ha oído hablar de un tipo llamado Kenneth Hicks?
Frye frunció el ceño un momento, luego negó con la cabeza.
—Pues no.
Kincaid empujó su silla hacia atrás, pero paró al ocurrírsele otra pregunta.
—John, ¿llegó a conocer a su esposa, Julia?
La reacción de Frye le sorprendió. Tras carraspear tímidamente, miró a Kincaid a los ojos.
—Bien, esto; no es que la llegara a conocer exactamente.
Kincaid arqueó una ceja.
—¿Cómo se puede no conocer a alguien exactamente?
—La vi. Es decir, la fui a ver, y la vi. —Al ver la expresión de duda de Kincaid Frye se ruborizó y dijo—: A la mierda. Me siento como un idiota. Un verdadero imbécil. Sentía curiosidad por ella, después de todo lo que había oído. De modo que cuando vi la noticia en el periódico de su exposición en Henley...
—¿Fue a la inauguración?
—Mi esposa iba a pasar la noche fuera, con su madre, y pensé, bueno, por qué no. No le hago daño a nadie.
—¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó Kincaid, algo perplejo.
—Quiero pintar —dijo sencillamente Frye—. Para empezar, ésa fue la razón por la cual estudié bellas artes. Mi mujer piensa que es una frivolidad, con dos hijos que mantener y todo eso...
—¿...y los artistas ejercen mala influencia? —Kincaid acabó la frase por él.
—Algo parecido. —Sonrió compungido—. A veces exagera un poco. Supongo que piensa que si alguien agitara un pincel en mi cara, me largaría y los abandonaría a su suerte.
—Entonces, ¿qué pasó en la inauguración? ¿Conoció a Julia?
Frye miró más allá de Kincaid con ojos soñadores.
—Es muy atractiva, ¿verdad? Y sus pinturas... Bueno, si yo supiera pintar así, no me pasaría la vida haciendo bocetos para Carpetland o para suministros de fontanería White. —Hizo una mueca de desaprobación—. Pero no sé. —Se centró de nuevo en Kincaid—: No la llegué a conocer, pero no por no intentarlo. Había bebido mi copa de champán barato —gran parte había caído en mi camisa por los codazos— y casi me había abierto camino por entre la masa de gente cuando vi que ella salía por la puerta de la entrada.
—¿La siguió?
—Conseguí llegar a la puerta a codazos, pensando que al menos podría presentarle mis respetos al salir.
—¿Y? —insistió impaciente Kincaid.
—No estaba por ninguna parte.