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—División del trabajo —dijo Kincaid a Gemma mientras paraban para una comida rápida en el pub de Fingest—. Tú encárgate de confirmar la coartada de Sir Gerald. Esto te permitirá pasar una noche o dos en casa con Toby. Yo me encargaré de Henley. Quiero ir al piso de Connor Swann y quiero hablar con... ¿Cómo dijo Julia que se llamaba? Simons, eso es. Trevor Simons. En su galería. Me gustaría averiguar algo más acerca de los movimientos de Julia aquella noche —añadió. Gemma lo obsequió con una mirada que no supo interpretar.
Acabaron sus bocadillos bajo la mirada vigilante de Tony. Luego Gemma subió arriba a hacer su maleta. Kincaid esperó en el aparcamiento, jugueteando con el cambio en sus bolsillos y haciendo surcos en la grava con el pie. Los Asherton resultaban muy convincentes, pero cuanto más lo pensaba más le costaba encontrarle el sentido a lo que le habían explicado. Aparentemente tenían buena relación con un yerno que su hija apenas toleraba y, sin embargo, ellos también hacían todo lo posible por evitar enfrentarse a Julia. Dibujó con el zapato una J en la grava y luego la borró con cuidado. ¿Qué había sentido realmente Julia Swann por su esposo? La vio de nuevo con su cara delgada y los ojos oscuros fijos en los suyos y pensó que no le convencía ese aire de mujer dura que aparentaba con tanto éxito.
Gemma salió con su maleta y se dio la vuelta un momento para decir adiós a Tony. El sol brillaba en su cabello. Sólo entonces se dio cuenta Kincaid de que finalmente había salido de entre las nubes que durante toda la mañana lo habían ocultado.
—¿Listo, jefe? —preguntó Gemma mientras colocaba sus cosas en el maletero y se sentaba tras el volante del Escort. Kincaid dejó a un lado las especulaciones y se sentó en el asiento del pasajero. Gemma le parecía una mujer tan poco complicada que daba gusto y le agradeció en silencio, como hacía a menudo, su competente alegría.
Dejaron atrás las colinas y tomaron la ancha carretera hacia Henley. Vislumbraron el río que pasaba bajo el puente de Henley. Luego, cuando el sistema de una dirección única los desvió hacia el centro de la ciudad, el río desapareció por detrás de ellos.
—¿Podrás regresar al pub, jefe? —preguntó Gemma cuando paró para dejar a Kincaid en el mercado de Henley.
—Les pediré a los chicos de aquí que me lleven. Podría hacer valer mis privilegios y requisar un coche, por supuesto, —añadió riendo—. Pero creo que prefiero no tener que preocuparme de aparcar el maldito trasto.
Salió del coche y dio un golpecito de despedida en la puerta, como si le diera una palmada a un caballo. Gemma soltó el freno pero antes de volver a sumergirse en el tráfico bajó la ventanilla del pasajero y le gritó:
—Ten cuidado.
Él la saludó airosamente y luego miró como el coche desaparecía por Hart Street. El repentino tono de preocupación en la voz de Gemma le extrañó. Era ella la que conducía de regreso a Londres, mientras que él tan sólo iba a realizar un interrogatorio sin previo aviso y a registrar el piso de Connor Swann. Se encogió de hombros y sonrió... Había llegado a encariñarse con estos ocasionales brotes de preocupación.
La comisaría de Henley estaba justo al otro lado de la calle, pero tras dudarlo un momento se dio la vuelta y subió las escaleras del ayuntamiento. Un letrero de cartón pegado a la pared informaba de que la oficina de turismo se encontraba en el piso inferior. Al bajar arrugó la nariz en señal de desaprobación por el estado de los equipamientos estándar del edificio público: linóleo resquebrajado y hedor ácido de orina.
Por cincuenta peniques compró un plano de la ciudad y lo desplegó mientras salía, gracias a Dios, de regreso al sol. Vio que su objetivo lo llevaba por Hart Street, junto al río. Así que se metió el plano en la chaqueta y las manos en los bolsillos y bajó la cuesta. El campanario cuadrado de la iglesia parecía flotar contra el fondo de colinas de colores suaves, más allá del río. Se sintió atraído como por un imán. Santa María la Virgen, dijo en voz alta al llegar. Pensó que para ser un anglicano las sílabas habían brotado de su boca con una resonancia muy católica. Se preguntó dónde iban a enterrar a Connor Swann. ¿Era irlandés católico, protestante? ¿Importaba? No lo conocía lo suficiente como para aventurar una respuesta.
Cruzó la bulliciosa calle y se paró un rato en el puente de Henley. El Támesis se desplegaba pacíficamente ante él, muy distinto a la estruendosa masa de agua que atravesaba Hambleden Weir. El curso del río iba hacia el norte después de Henley, viraba hacia el este antes de llegar a Hambleden y luego serpenteaba hacia el noreste antes de dirigirse hacia el sur, a Windsor. ¿Podía Connor haber caído en el río aquí, en Henley, y haberse ido a la deriva corriente abajo hacia Hambleden Lock? Pensó que era muy improbable, pero se hizo una nota mental de que tenía que preguntarlo a los de Thames Valley.
Dio una última mirada a las sombrillas de color rojo y blanco de las bebidas Pimm que lo tentaban desde la terraza del pub Angel. Tenía cosas más importantes que hacer.
Unos cuantos metros más allá del pub encontró la dirección que buscaba. Al lado de un salón de té un discreto cartel anunciaba THE GALLERY, THAMESIDE. Una única pintura con un elaborado marco dorado adornaba el escaparate. La campanilla de la puerta sonó electrónicamente cuando Kincaid la empujó. La cerró suavemente detrás de él dejando atrás el zumbido de la orilla del río.
El silencio se asentó a su alrededor. Una gruesa alfombra bereber que cubría el suelo amortiguó sus pasos. Parecía que no había nadie. En la parte trasera de la tienda había una puerta abierta tras la cual se veía un pequeño jardín amurallado, y detrás de éste había otra puerta.
Kincaid miró la sala con interés. Las pinturas, espaciadas generosamente por las paredes, parecían acuarelas de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. La mayoría eran paisajes ribereños.
En el centro de la habitación, un pedestal sostenía una elegante escultura de bronce de un gato agazapado. Kincaid pasó la mano por el frío metal y pensó en Sid. Había quedado con su vecino, el comandante Keith, para que lo cuidara mientras él estaba fuera. Si bien el comandante profesaba un desagrado hacia los gatos, cuidaba de Sid con la misma áspera ternura que había mostrado hacia la anterior dueña del gato. Kincaid pensaba que para el mayor, al igual que para él, el gato era un vínculo vivo con la amiga que ambos habían perdido.
Cerca de la puerta del jardín había una mesa cuya atestada superficie contrastaba con la sobria pulcritud que había visto en el resto del lugar. Kincaid ojeó rápidamente los desordenados papeles y luego pasó a la segunda habitación, que estaba a un nivel inferior.
Contuvo la respiración. La pintura que colgaba en la pared opuesta era un rectángulo estrecho y largo —quizás medía 90 centímetros de ancho y 30 centímetros de alto— y una lámpara montada justo encima la iluminaba. El cuerpo de una chica ocupaba casi toda la tela. Vestía camiseta y tejanos y estaba estirada en un prado con los ojos cerrados. Llevaba un sombrero inclinado hacia atrás sobre su cabello castaño y junto a ella, en la hierba, había una cesta de manzanas que se habían volcado encima de un libro abierto.
Era una composición sencilla, casi fotográfica por su claridad y detalle, pero poseía una calidez y profundidad imposibles de capturar con una cámara. Uno podía sentir el sol en la cara de la chica vuelta hacia el cielo. Uno podía sentir la satisfacción y placer que ese día ofrecía.
Otras pinturas del mismo artista colgaban cerca: retratos y paisajes con los mismos colores vivos y la misma luz intensa. Al mirarlas Kincaid sintió nostalgia, como si tal belleza y perfección estuvieran fuera de su alcance a menos que él, como Alicia, pudiera entrar en la tela e introducirse en el mundo del artista.
Se había inclinado para ver la firma garabateada cuando una voz detrás de él dijo:
—Bonitas ¿no?
Kincaid, sobresaltado, se puso derecho y se dio la vuelta. El hombre estaba de pie en la entrada trasera. Su cuerpo estaba en la sombra, mientras que el sol iluminaba el jardín que había detrás de él. Cuando entró en la habitación Kincaid lo pudo ver con más claridad: alto, delgado y de facciones cuidadas, con una mata de pelo gris y lentes que le daban un aire de contable en contraste con el suéter y pantalón informales que vestía.
La puerta sonó justo cuando Kincaid empezó a hablar. Entró un joven cuya cara blanca contrastaba con el negro de la ropa que vestía y con el pelo teñido. Llevaba bajo el brazo una maltrecha carpeta de cuero. Su indumentaria habría resultado ridícula si no hubiera sido por su mirada de súplica. Kincaid hizo un gesto de asentimiento a Trevor Simons —ya que supuso que era él el hombre que había venido del jardín— y dijo:
—Adelante, no tengo prisa.
Para sorpresa de Kincaid, Simons estudió detenidamente los dibujos. Al cabo de un rato negó con la cabeza y los metió de nuevo en la carpeta. Sin embargo Kincaid oyó que le indicaba otra galería donde el chico podía probar.
—El problema es —explicó a Kincaid cuando oyeron la campanilla de la puerta al cerrar —que no sabe pintar. Es una vergüenza. Dejaron de enseñar dibujo y pintura en las facultades de bellas artes en los sesenta. Artistas gráficos. Esto es lo que todos quieren ser. Sólo que nadie les dice que no hay trabajo. Así que salen de la facultad como este chiquillo. —Hizo un gesto hacia la calle—. Van de galería en galería intentando vender sus mercancías como vendedores ambulantes. Ya lo ha visto. Basura realizada bastante competentemente con aerógrafo, pero sin pizca de originalidad. Si tiene suerte encontrará trabajo friendo patatas o conduciendo una camioneta de reparto.
—Pero usted fue cortés —dijo Kincaid.
—Bueno, hay que tener compasión, ¿no? No es culpa suya que sean ignorantes, tanto en técnica como en las realidades de la vida. —Haciendo un ademán como quitándole importancia—. Bueno, ya he charlado suficiente. ¿En qué puedo ayudarle?
Kincaid señaló las acuarelas de la segunda sala.
—Esas...
—¡Ah! Ella es una excepción —dijo Simons sonriendo—. En muchos aspectos. Autodidacta por un lado, lo que probablemente fue su salvación, y con mucho éxito por el otro. No con éstas —añadió rápidamente—, pero creo que lo tendrá. El éxito lo tiene con los trabajos que realiza por encargo. Tiene tal demanda que no puede aceptar encargos durante los dos próximos años. Es muy difícil para una artista que tiene éxito poder dedicar tiempo para hacer trabajos creativos. De modo que esta exposición ha significado mucho para ella.
Sabiendo la respuesta mientras hacía la pregunta —y sintiéndose un completo idiota— Kincaid dijo:
—La artista, ¿quién es?
Trevor Simons puso cara de perplejidad.
—Julia Swann. Pensé que lo sabía.
—Pero... —Kincaid trató de conciliar la impecable si bien emocionalmente rigurosa perfección de las flores de Julia con estas pinturas vibrantes y vivas. Podía reconocer similitudes en técnica y ejecución, pero el resultado era asombrosamente distinto. Tratando de recobrar la calma, dijo—: Mire. Creo que debería salir y volver a entrar. He enredado un poco las cosas. Me llamo Duncan Kincaid —mostró sus credenciales—, y he venido a hablarle de Julia Swann.
Los ojos de Trevor Simons pasaron de la identificación, a Kincaid y luego de nuevo a la identificación. Con la cara inexpresiva dijo:
—Parece un carné de biblioteca. Siempre me he preguntado el aspecto que tenían. Ya sabe, por las series de la televisión. —Sacudió la cabeza y frunció el ceño—. No lo entiendo. Sé que la muerte de Con ha sido una horrible sacudida para todos, pero pensaba que había sido un accidente. ¿Por qué Scotland Yard? ¿Y por qué yo?
—Thames Valley ha tratado el asunto como muerte sospechosa desde el principio y ha pedido nuestra ayuda a petición de Sir Gerald Asherton.
Kincaid se expresó sin entonación, pero Simons arqueó las cejas y dijo:
—Vaya.
—En efecto —respondió Kincaid y cuando sus ojos se encontraron con los de Simons se le ocurrió que en otras circunstancias podrían haber sido amigos.
—¿Y yo? —preguntó Simons otra vez—. ¿No creerá que Julia haya podido tener algo que ver con la muerte de Con?
—¿Estuvo con Julia toda la noche del jueves? —dijo Kincaid, presionando de forma un poco más agresiva a pesar de que el tono de incredulidad de la voz de Simons le había parecido genuina.
Simons, sereno, se apoyó en su mesa y cruzó los brazos.
—Más o menos. Aquí había una batalla campal. —Con un ademán indicó las dos salas pequeñas—. La gente estaba apretada como en una lata de sardinas. Supongo que Julia pudo haber salido un minuto al baño o a fumar un cigarrillo y yo no lo hubiera notado. Pero no creo que más que eso.
—¿A qué hora cerró la galería?
—Hacia las diez. Habían bebido y comido todo y habían dejado una estela de basura como si fueran los hunos. Tuvimos que empujar a los últimos rezagados por la puerta.
—¿Tuvimos?
—Julia me ayudó a recoger.
—¿Y luego?
Trevor Simons apartó la mirada por primera vez. Estudió el río durante un momento, luego se volvió otra vez hacia Kincaid con expresión reacia.
—Estoy seguro de que ya ha visto a Julia. ¿Le dijo que había pasado conmigo la noche? No creo que sea tan tonta como para proteger mi honor. —Simons hizo una pausa, pero antes de que Kincaid pudiera hablar prosiguió—. Bien. Es verdad. Estuvo aquí, en mi apartamento, hasta poco antes del amanecer. Un pequeño intento de ser discreta: salir sigilosamente al rayar el alba. —añadió con una sonrisa forzada.
—¿No lo dejó en ningún momento antes del amanecer?
—Creo que lo hubiera notado —respondió Simons, esta vez con un genuino destello de diversión. En seguida se serenó y añadió—: Mire, señor Kincaid. No suelo hacer este tipo de cosas. Estoy casado y tengo dos hijas adolescentes. No quiero hacer daño a mi familia. Lo sé —continuó con prisa, como si Kincaid fuera a interrumpirle—, debería haber considerado las consecuencias de antemano. Pero uno no lo hace, ¿no es así?
—No lo sé —respondió Kincaid en el soso lenguaje policial mientras pensaba: ¿No lo hace o bien uno contempla las consecuencias y elige actuar de todas formas? Le vino a la mente la imagen de su ex esposa, con su rubio cabello liso cayéndole por su inescrutable cara. ¿Había considerado Vic las consecuencias?
—¿Entonces no vive aquí? —preguntó, interrumpiendo bruscamente su línea de pensamiento. Señaló la puerta al otro lado del jardín.
—No. En Sonning, un poco más arriba. El apartamento estaba incluido en el inmueble cuando compré la galería y lo uso principalmente como estudio. A veces me quedo cuando estoy pintando, o cuando tengo una inauguración.
—¿Usted pinta? —preguntó Kincaid algo sorprendido.
Simons sonrió compungido.
—¿Soy un hombre práctico, señor Kincaid? ¿O simplemente comprometido? Dígamelo usted. —La pregunta parecía ser tan sólo hipotética porque Simons continuó—. Sabía cuando dejé la facultad que no iba a ser lo suficientemente bueno. No poseía esa combinación tan única de talento y suerte. De modo que utilicé un poco de dinero de la familia y compré esta galería. Es algo irónico que la inauguración de Julia coincidiera con mi veinticinco aniversario en este sitio.
Kincaid no sentía inclinación por dejar que se librara, aunque sospechaba que su curiosidad era más personal que profesional.
—No ha respondido a mi pregunta.
—Sí, pinto, y me siento insultado cuando alguien se refiere a mí como «artista local» en lugar de «artista que pinta en la zona». Es una diferencia sutil, ¿comprende? —añadió con sorna—. Un poco ridículo, ¿no?
—¿Qué es lo que pinta? —preguntó Kincaid recorriendo con la vista las pinturas que colgaban en las paredes de la pequeña sala.
Simons siguió su mirada y sonrió.
—A veces cuelgo mis propios trabajos, pero ahora no tengo ninguno expuesto. He tenido que dejar sitio para las pinturas de Julia y, francamente, tengo otras cosas que se venden mejor que lo mío, aunque pinto paisajes del Támesis. Utilizo óleos. No soy suficientemente bueno aún como para pintar acuarelas, pero algún día lo seré.
—Entonces, ¿lo que hace Julia es difícil? —Kincaid se permitió estudiar la pintura de Julia y descubrió que se había estado resistiendo a hacerlo. Le atraía, como ella, de una manera que le parecía a la vez familiar y peligrosa—. Siempre pensé que uno sencillamente elegía óleos o acuarelas dependiendo de los gustos.
—Pintar a la acuarela es mucho más difícil —dijo Simons pacientemente—. Con el óleo uno puede cometer todos los fallos que quiera que se pueden tapar. Cuantos más mejor. Las acuarelas exigen confianza en uno mismo, incluso una cierta dosis de crueldad. Tienes que hacerlo bien al primer intento.
Kincaid vio las pinturas de Julia con otros ojos.
—¿Dice que es autodidacta? ¿Por qué no fue a la facultad, con su talento?
Simons se encogió de hombros.
—Supongo que su familia no se la tomaba en serio. Los músicos tienden a ser más bien unidimensionales, incluso más que los artistas visuales. Nada más existe para ellos. Comen, duermen y respiran música, e imagino que para Sir Gerald y Dame Caroline las pinturas de Julia eran meros toques de color en un trozo de papel. —Bajó a la habitación inferior y caminó hacia una pintura de gran tamaño, mirándola fijamente—. Cualquiera que sea la razón, ello permitió que se desarrollara a su modo, libre de la mediocridad gráfica.
—Tienen ustedes una relación especial —dijo Kincaid observando cómo el fino cuerpo de Trevor Simons bloqueaba la pintura con una postura casi protectora—. Usted la admira. ¿Tiene también celos de ella?
Tras un momento Simons respondió, todavía de espaldas a Kincaid:
—Quizás. ¿Podemos evitar sentir envidia de aquéllos que han sido tocados por los dioses, aunque sea por poco tiempo? —Se volvió y los ojos marrones tras las lentes miraron a Kincaid con franqueza—. No obstante llevo una buena vida.
—¿Entonces porqué la ha puesto en peligro? —dijo en voz baja Kincaid—. Su esposa, familia... quizás incluso su negocio.
—Nunca tuve la intención de hacerlo. —Simons soltó una risa de auto burla—. Nunca digas de este agua no beberé. Es que era simplemente... Julia.
—¿Qué más no tuvo intención de hacer, Trevor? ¿Hasta dónde lo llevó su equivocación?
—¿Piensa que podría haber matado a Connor? —Sus cejas aparecieron por encima de las gafas y se rió de nuevo—. No puedo reivindicar pecados de tal magnitud, señor Kincaid. ¿Y por qué habría de querer librarme del pobre hombre? Julia ya había masticado y escupido los restos parcialmente digeridos.
Kincaid rió.
—Muy bien descrito. ¿Hará ella lo mismo con usted?
—Ah, sí, eso creo. Nunca he sido capaz de autoengañarme lo suficiente como para pensar lo contrario.
Kincaid empujó una desordenada pila de papeles, se sentó en el borde de la mesa de Simons y estiró las piernas.
—¿Conocía bien a Connor Swann?
Simons se metió las manos en los bolsillos y cambió de posición a la manera de un hombre repentinamente desplazado de su territorio.
—Sólo de vista. Antes de separarse venía con Julia alguna que otra vez.
—¿Cree que podía estar celoso de usted?
—¿Con? ¿Celoso? Eso sería una hipocresía. Nunca entendí por qué Julia lo aguantó durante tanto tiempo.
Una transeúnte paró y miró detenidamente el cuadro del escaparate tal como habían hecho otros desde que Kincaid había llegado a la galería. Detrás de ella la luz había cambiado y las sombras de los sauces se extendían más largas por el pavimento.
—No entran —dijo Kincaid viendo cómo la mujer se iba hacia el salón de té y desaparecía de vista.
—No. No muy a menudo. —Simons indicó las pinturas alineadas en la pared—. Los precios son algo elevados para la compra por impulso. La mayoría de mis clientes son asiduos, coleccionistas. Aunque a veces alguno de éstos que miran escaparates entra y se enamora de una pintura, luego se va a casa y ahorra peniques de la compra o de las cervezas hasta que tiene suficiente para comprarlo. —Sonrió—. Estos son los mejores. Los que no saben nada de arte y compran por amor. Es una respuesta genuina.
Kincaid miró la pintura iluminada de la chica en el prado, con los ojos ligeramente cerrados, la cara pecosa girada hacia el sol, y reconoció su propia experiencia.
—Sí, lo puedo entender.
Se levantó y miró a Trevor Simons quien, cualesquiera que fuesen sus pecados, parecía un hombre perspicaz y decente.
—Un consejo, señor Simons, que probablemente no le debería dar. Una investigación como ésta se extiende como las ondas. Cuanto más tiempo dura, más anchas son las ondas. Si yo fuera usted haría un control de los daños... Explíquele a su esposa lo de Julia, si puede. Antes de que lo hagamos nosotros.
* * *
Kincaid se sentó en la mesa más cercana a la ventana del salón de té. La tetera goteó al servirse y su taza dejó un círculo mojado en el mantel moteado de plástico. En la mesa de al lado vio a la mujer que se había parado delante del escaparate de la galería unos minutos antes. Era de mediana edad, corpulenta y su pelo canoso tenía unos rizos prietos. A pesar de que el ambiente en el salón era lo suficientemente cálido como para dejar levemente empañados los cristales, ella no se había quitado el impermeable que llevaba encima de una gruesa chaqueta de punto. ¿Temía acaso que fuera a llover dentro del local? Cuando levantó la vista, él le dedicó una sonrisa, pero ella miró hacia el otro lado. En su cara había una expresión de leve decepción.
Mirando despreocupadamente hacia el río, Kincaid toqueteó la llave que tenía en el bolsillo de los pantalones. Junto con los informes iniciales, Gemma había obtenido de Thames Valley la llave del piso de Connor, la dirección y una descripción del edificio. Hasta hacía un año, Julia y Connor habían vivido juntos en el piso que Kincaid pensaba que podía estar junto al bancal, cerca de las islas llenas de sauces que podía ver desde la ventana. Es posible que Julia entrara a menudo aquí a tomarse un café por la mañana o una taza de té por la tarde. De pronto se la imaginó, sentada en el reservado que tenía delante, con un suéter negro, fumando con brusquedad, frunciendo el ceño por la concentración. En su mente la vio levantarse y salir a la calle. Se quedaba de pie delante de la galería un momento, titubeante. Luego imaginó la campanilla de la puerta que ella abría para entrar.
Kincaid sacudió la cabeza y se bebió el resto de té de un trago. Salió del reservado y mostró la cuenta empapada a la chica de detrás del mostrador. Luego persiguió el fantasma de Julia entre las sombras alargadas.
Caminó hacia los prados que había junto al río, mirando alternativamente la plácida masa de agua a su izquierda y los bloques de pisos a su derecha. Le sorprendió que estos edificios junto al río no fueran más elegantes. Uno de los más grandes era de estilo neogeorgiano, otro Tudor, y ambos eran algo sórdidos, como matronas en batas de casa. Los arbustos crecían vigorosamente en los jardines, tan sólo animados por las flores secas color rojo oscuro de las siemprevivas y los esporádicos ásteres azul claro. Pero después de todo era noviembre, pensó Kincaid, benévolo, al mirar el tranquilo río. Hasta el quiosco que anunciaba excursiones fluviales y embarcaciones de alquiler tenía el cerrojo echado y estaba con los postigos cerrados.
El camino se estrechó y los grandes bloques de edificios dieron paso a construcciones más bajas y a alguna casa aislada. Aquí el río parecía menos alejado de tierra. Cuando llegó a una alta valla negra de hierro forjado la reconoció por la descripción garabateada que llevaba en el bolsillo. Agarró dos de las barras acabadas en punta con sus manos y echó una ojeada. Una placa de cerámica conmemorativa colocada en la pared del edificio más cercano informaba de que los pisos habían sido construidos recientemente, de modo que Julia y Connor habían sido de los primeros en vivir en ellos. Parecidos a cobertizos para embarcaciones, los pisos se habían construido en ladrillo rojo, con abundantes ventanas de marcos blancos, barandas blancas para las terrazas y blancos tejados a dos aguas adornados con filigranas ostentosas. A Kincaid le parecieron un poco exageradas pero de una forma agradable, porque armonizaban tanto con el paisaje natural como con los edificios de alrededor. Pensaba, como el príncipe Carlos, que la mayor parte de la arquitectura contemporánea arruinaba el paisaje.
Esquivando una serie de barcas y remolques, Kincaid caminó junto a la valla hasta que encontró la entrada. Los pisos se elevaban escalonados detrás de un jardín bien cuidado y ninguno de ellos era idéntico al otro. Encontró la casa con facilidad. Era uno de los modelos a tres niveles, construido sobre pilotes. Cuando metió la llave en la cerradura se sintió como si estuviera entrando sin autorización. Sin embargo, nadie le llamó la atención desde las terrazas colindantes.
Había imaginado blanco y negro.
Algo carente de lógica, si tenía en cuenta la intensidad de los colores de las pinturas de Julia. La paleta de aquí era más suave, casi mediterránea, con paredes amarillo pálido y suelos de terracota. En el salón había muebles rústicos y una alfombra de flecos marroquí adornaba el suelo de baldosas. Junto a una pared había una plataforma revestida de azulejos sobre la que se erigía una estufa de leña esmaltada. Sobre una mesita pintada situada frente al sofá había un tablero de ajedrez. Kincaid se preguntó si Connor había jugado o si se trataba de un mero objeto decorativo.
En el respaldo de una silla había una americana arrugada. Una pila de periódicos yacía en el sofá y algunos ejemplares se habían caído al suelo. Un par de zapatos náuticos asomaban por debajo de una mesa de centro. El desorden masculino parecía fuera de lugar, como una intrusión en una habitación esencialmente femenina. Kincaid pasó un dedo por encima de una mesa y se limpió en el pantalón la pelusa gris recogida. A Connor no le iban las tareas de la casa.
Kincaid pasó a la cocina. No tenía ventanas pero se abría a la sala de estar con vistas al río. A diferencia de la sala, la cocina estaba inmaculada. Unas latas de aceite de oliva y unas botellas coloreadas de vinagre contrastaban como brillantes banderas con los armarios de roble y las encimeras amarillas. Una estantería cercana a los fogones contenía una serie de libros de cocina muy usados. Julia Child, leyó Kincaid, The Art of Cooking. The Italian Kitchen. La Cucina Fresca. Había más. Algunos con espléndidas fotografías a color que le abrieron el apetito sólo de mirarlas. En otra estantería había botes de vidrio llenos de pasta.
Kincaid abrió la nevera y la encontró bien abastecida de condimentos, quesos, huevos y leche. El congelador contenía unos cuantos paquetes de carne y pollo bien envueltos y etiquetados, una barra de pan y unos cuantos contenedores de plástico con algo que Kincaid supuso que era caldo casero. Junto al teléfono había un bloc en el que se leía el principio de una lista de compras: berenjenas, extracto de tomate, lechuga de hoja rizada roja, peras.
Las descripciones de Connor Swann que Kincaid había oído no le habían llevado a pensar que fuera un cocinero consumado y entusiasta. Obviamente este hombre no había recurrido a despacharse comidas congeladas en el microondas.
En la primera planta estaba el dormitorio principal y un baño en los mismos tonos amarillo suave de la planta baja. Además había una habitación pequeña que servía aparentemente de despacho. Kincaid continuó subiendo hasta el último piso.
Había sido el estudio de Julia. Las amplias ventanas dejaban entrar un torrente de luz al atardecer. Por encima de los sauces se podían ver los meandros del Támesis. En el centro de la habitación había una mesa sin nada encima y en un antiguo escritorio junto a una pared se veían algunos cuadernos de bocetos usados a medias y una caja de madera llena de restos de tubos de pintura. Kincaid rebuscó con curiosidad entre ellos. No sabía que las acuarelas para profesionales vinieran en tubos. Rojo Winsor. Escarlata. Azul ultramar. Los nombres recorrieron su pensamiento como poesía, pero los tubos le dejaron un fino polvillo de abandono en las puntas de los dedos. La misma habitación parecía desolada y sin estrenar.
Volvió sobre sus pasos y paró una vez más en la puerta del dormitorio. La cama había sido hecha con prisas y sobre una silla había un par de pantalones con el cinturón colgando.
Había en el aire una palpable sensación de una vida interrumpida. Connor Swann había tenido intención de hacer la compra, preparar la cena, recoger los periódicos, lavarse los dientes y deslizarse bajo el cálido edredón azul y amarillo de la cama. Kincaid sabía que a menos que llegara a comprender quién había sido Connor Swann, tenía pocas esperanzas de descubrir quién lo había matado. Y se dio cuenta de que todas sus percepciones y todo lo que conocía de él le llegaba filtrado por Julia y su familia.
Ésta era la casa de Julia. Cada habitación llevaba su sello y, excepto en la cocina, Connor parecía haber rozado únicamente la superficie. ¿Por qué había dejado Julia la casa, como si fuera un comandante con todas las ventajas que se bate en retirada de la ciudadela?
Kincaid se dio la vuelta y se dirigió al despacho. En la habitación no había más que un escritorio con una silla de cara a la ventana y un sillón de orejas con una lámpara para leer. Se sentó en la silla frente al escritorio, encendió la lámpara de mesa con la pantalla verde y empezó a rebuscar sin entusiasmo entre el desorden.
Lo primero que le llegó a las manos fue una agenda. Empezó a hojear despacio por el mes de enero. Lo primero que le llamó la atención fueron los nombres de los hipódromos: Epsom, Cheltenham, Newmarket... Se alternaban según los meses. Algunos tenían anotadas las horas al lado, otros tenían signos de exclamación. ¿Significaría un buen día?
Kincaid regresó al principio, empezando con más cuidado. Entre carrera y carrera empezó a ver las pautas de la vida social de Connor. Citas para comer, cenar, copas, a menudo acompañadas por un nombre, una hora y las palabras Red Lion. Demonios, pensó Kincaid, el hombre llevaba una vida social agotadora. Y para empeorar las cosas, los pubs y hoteles llamados Red Lion eran tan comunes como las ovejas en Yorkshire. Supuso que el sitio más lógico por donde comenzar era el viejo y lujoso hotel de Henley, situado al lado de la iglesia.
A menudo aparecían citas para jugar a golf, así como la anotación Quedar con J. seguida de un guión y diferentes nombres, algunos crípticos; otros, como Tyler Pipe o Carpetland, eran obviamente empresas. No parecía que fueran compromisos sociales, sino más bien reuniones de negocios en las que entretenía a clientes. Kincaid había supuesto que Connor vivía del patrimonio de los Asherton y nada en los informes de Thames Valley lo había llevado a pensar lo contrario. Pero quizás ése no era el caso. Cerró la agenda y empezó a revolver los papeles de la mesa. Luego tuvo una idea y volvió a abrir la agenda. Almuerzo en B.E. aparecía cada jueves con la regularidad de un reloj.
La pila de papeles se dividía en facturas corrientes, boletos de apuestas, un juego de formularios de apuestas, un informe corporativo de una empresa de Reading y un catálogo de una casa de subastas. Kincaid se encogió de hombros y siguió con el inventario. Clips de papel, un abrecartas, un tazón con la leyenda HENLEY ART FEST que contenía un puñado de bolígrafos de promoción.
Encontró el talonario de Connor en el cajón de la izquierda. Una mirada rápida en el registro puso de manifiesto los pagos mensuales normales así como ingresos regulares bajo el nombre de Blackwell, Gillock and Frye. ¿Sería un bufete de abogados? se preguntó Kincaid. Empezó a ver una pauta interesante. Volvió al principio del registro para verificar una cosa. El primer cheque escrito tras cada ingreso se realizaba a nombre de un tal K. Hicks y las cantidades, aunque no las mismas, eran considerables.
Distraído por sus propias especulaciones, tardó unos segundos en ser consciente del suave clic proveniente de abajo. Levantó la vista. Durante el rato que había pasado trabajando en la casa había anochecido. A través de la ventana vio el contorno color carbón de los sauces destacando en el cielo violeta.
Los sonidos eran ahora más concretos: un clic más ruidoso seguido de un chirrido. Kincaid se levantó de la silla y se movió silenciosamente hacia el pasillo. Escuchó un momento, luego bajó rápidamente las escaleras manteniendo los pies en el exterior de los peldaños. Cuando llegó al último escalón se encendió la luz del salón. Volvió a escuchar y dobló la esquina.
Ella estaba en la puerta de la entrada con la mano todavía en el interruptor. La luz de las lámparas mostró unos tejanos pitillo, un suéter peludo rosa de un punto tan abierto que evidenciaba la línea del sujetador, tacones altísimos y tirabuzones de cabello rubio a lo Medusa. Kincaid pudo ver como bajo el suéter el pecho subía y bajaba.
—Hola, —dijo y probó de sonreír.
Ella inspiró profundamente antes de gritar.
—¿Quién demonios es usted?