3
A Kincaid el olor a desinfectante siempre le recordaba la enfermería del colegio, donde la enfermera vendaba las rodillas con rasguños y ejercía el poder de enviar a uno a casa si la herida o la enfermedad era suficientemente seria. Los residentes de esta sala, sin embargo, ya no podían disfrutar de los cuidados de la enfermera y el desinfectante no acababa de disimular del todo el penetrante y esquivo olor a descomposición. Sintió que los brazos se le ponían de carne de gallina por el frío.
Tras una breve llamada al CID de Thames Valley, se habían dirigido al Hospital General de High Wycombe, donde se iba a hacer la autopsia al cuerpo de Connor Swann. El hospital era viejo y la morgue no dejaba de ser un lugar cubierto de azulejos y con lavabos de porcelana. No había filas de armarios de acero inoxidable donde se guardaban los cadáveres para que no se vieran. En su lugar, las camillas de acero que estaban alineadas contra las paredes contenían formas abultadas envueltas en sábanas blancas y de cuyos dedos gordos de los pies pendían etiquetas.
—¿A quién desean ver? —preguntó la encargada del depósito, una joven alegre, de nombre Sherry según su tarjeta de identificación, cuya conducta parecía más propia de un parvulario.
—Connor Swann —dijo Kincaid, mirando divertido a Gemma.
La chica caminó junto a la hilera de camillas y mientras lo hacía golpeaba suavemente las etiquetas con los dedos.
—Aquí está. Número cuatro. —Abrió la sábana y la bajó hasta la cintura con precisión experta—. Éste está bien limpio. Facilita algo el trabajo, ¿no creen? —Les sonrió como si fueran mentalmente discapacitados, luego se dirigió a las puertas de vaivén y, entreabriéndolas un poco, gritó: «Mickey»—. Necesitamos que alguien nos ayude a moverlo —añadió, volviéndose hacia Kincaid y Gemma.
Mickey apareció un momento más tarde, abriendo las puertas cual toro cargando desde el redil. Los músculos de sus brazos y hombros tensaban la fina tela de su camiseta y se había enrollado las mangas cortas hacia arriba, por lo que mostraba varios centímetros más de bíceps.
—¿Puedes ayudar a estas personas con el número cuatro, Mickey? —Sherry articuló sus palabras con cuidado. Sus modales de parvulista se mezclaban ahora con un toque de exasperación. El chico simplemente asintió impasible, con la cara inflamada de acné, y se sacó del bolsillo trasero un par de guantes de látex—. Tómense todo el tiempo que deseen —añadió Sherry, dirigiéndose a Kincaid y Gemma—. Simplemente avísenme cuando estén listos, ¿de acuerdo? ¡Hasta luego! —Pasó junto a ellos y salió por las puertas de vaivén.
Avanzaron unos pasos hasta la camilla y se quedaron parados. Durante el silencio que siguió, Kincaid oyó a Gemma respirar suavemente. El cuello y hombros al descubierto de Connor Swann eran delgados y bien formados; su espesa y lisa cabellera marrón tenía un toque de caoba. Kincaid pensó que era probable que en vida hubiera sido uno de aquellos hombres de tez encendida que se ponía rojo al enfadarse o excitarse. Era verdad que tenía un cuerpo extraordinariamente perfecto. A lo largo del brazo y en el hombro izquierdos había contusiones y cuando Kincaid miró de cerca vio unas leves marcas oscuras a cada lado de la garganta.
—Algunas magulladuras —dijo Gemma con desconfianza—, pero no la oclusión de cara y cuello que se espera en una estrangulación manual.
Kincaid se inclinó para ver más de cerca el cuello.
—No hay signos de ligaduras. Mira, Gemma, en el pómulo derecho. ¿No es un moratón?
Gemma miró la mancha de color más oscuro.
—Podría ser. Pero es difícil de distinguir. Podría haberse golpeado la cara contra la compuerta.
Connor Swann había tenido la suerte de nacer con una buena estructura ósea, pensó Kincaid: alto, pómulos anchos y una nariz y mentón fuertes. Encima de los labios tenía un bigote rojizo, espeso, pulcramente recortado y curiosamente intenso en comparación con la palidez gris de la piel.
—Un tipo guapo, ¿no crees, Gemma?
—Probablemente atractivo, sí... a menos que fuera demasiado engreído. Tengo la impresión de que era un donjuán.
Kincaid se preguntó lo que pensaba sobre esto Julia Swann. No le había causado la impresión de ser una mujer que se quedara en casa dócilmente mientras su marido se dedicaba a perseguir faldas. También se preguntó si su propio deseo de ver a Connor tenía relación con evaluar las pruebas físicas o más bien con su curiosidad personal por la esposa del fallecido.
Se volvió hacia Mickey y arqueó la ceja inquisitivamente.
—¿Podemos ver el resto?
El joven los complació sin decir nada, retirando la sábana por completo.
—Estuvo de vacaciones, pero diría que no fue recientemente —comentó Gemma al ver la leve marca de bronceado en su estómago y muslos—. O simplemente fue en barco por el Támesis durante el verano.
Kincaid decidió que bien podía imitar el estilo no verbal de Mickey. Asintió y le indicó con la mano que le diera la vuelta al cuerpo. Mickey deslizó ambas manos enguantadas por debajo del cuerpo de Connor Swann y le dio la vuelta con aparente facilidad, si bien lo delató un resoplido apenas audible.
Espaldas anchas, levemente pecosas; una delgada y pálida línea en el cuello justo en el nacimiento del pelo, evidencia de un reciente corte de pelo; un lunar justo donde la nalga empieza a subir desde la parte baja de la espalda... Todo cosas triviales, pensó Kincaid, pero todas probaban la singularidad de Connor Swann. Siempre llegaba un momento en la investigación en que el cuerpo se convertía en persona, alguien a quien quizás le gustaban los bocadillos de queso y pepinillo, o las comedias de Benny Hill.
—¿Suficiente, jefe? —preguntó Gemma, cuya voz sonaba un poco más apagada de lo normal—. Por este lado está limpio como una patena.
Kincaid asintió.
—No hay mucho más que ver. Y nada nos es de utilidad hasta que no hayamos hecho un seguimiento de sus movimientos y sepamos la hora aproximada de la muerte. Está bien, Mickey —añadió al ver la expresión en la cara del joven, que parecía indicar que podían haber estado hablando en chino—. Creo que es todo. Busquemos a Sherry Sunshine. —Kincaid miró atrás cuando llegaron a la puerta. Mickey ya había dado la vuelta al cuerpo de Connor y lo había tapado con la sábana tan cuidadosamente como antes.
Encontraron a Sherry en un cuchitril, justo a la izquierda de las puertas de vaivén, inclinada con diligencia sobre el teclado de un ordenador, tan alegre como siempre.
—¿Sabe para cuándo han programado la autopsia? —preguntó Kincaid.
—Veamos. —Estudió un horario impreso pegado a la pared con cinta adhesiva—. Es probable que Winnie pueda encargarse de él mañana por la tarde a última hora o bien temprano al día siguiente.
—¿Winnie? —preguntó Kincaid, esforzándose por borrar de su imaginación la absurda visión del oso Winnie the Pooh [5] realizando una autopsia.
—El doctor Winstead. —A Sherry se le hicieron unos bonitos hoyuelos—. Lo llamamos así... Es que es un poco rechoncho.
Kincaid contempló con resignación asistir a la autopsia. Hacía tiempo que había superado toda truculenta emoción ante el procedimiento. Ahora simplemente lo encontraba desagradable, y le parecía insoportablemente triste esta máxima violación de la privacidad de un ser humano.
—¿Me avisará tan pronto como la programe?
—En un abrir y cerrar de ojos. Lo haré yo misma. —Sherry le sonrió.
Por el rabillo del ojo Kincaid vio la expresión de Gemma y supo que le tomaría el pelo por darle jabón al personal.
—Gracias, encanto —le dijo a Sherry, ofreciéndole su mejor sonrisa—. Ha sido de gran ayuda. —La saludó con la mano—. ¡Hasta luego!
—No tienes vergüenza, —le dijo Gemma tan pronto como hubieron cruzado la puerta exterior—. Esa pobre chica es influenciable como un bebé.
Kincaid sonrió.
—Pero así se consiguen las cosas, ¿o no?
* * *
Gemma no estaba familiarizada con el sistema viario en sentido único de High Wycombe por lo que, tras dar unos cuantos rodeos, lograron finalmente salir de la ciudad. Siguiendo las indicaciones de Kincaid, Gemma condujo hacia el suroeste de regreso a las colinas de Chiltem Hills. Su estómago rugía un poco, pero habían decidido que iban a interrogar otra vez a los Asherton antes del almuerzo.
Repasó mentalmente los comentarios de Kincaid y Tony acerca de la familia y le picó la curiosidad. Miró a Kincaid —en los labios tenía una pregunta a punto— pero su mirada perdida le indicó que estaba ausente. A menudo se ponía así antes de un interrogatorio, como si necesitara encerrarse en sí mismo antes de centrar intensamente su atención.
Gemma se concentró otra vez en la carretera, pero de repente fue extraordinariamente consciente del excesivo espacio que ocupaban las piernas de Kincaid en el asiento del pasajero de su Escort, así como de su silencio.
A los pocos minutos llegaron a una intersección que no le era familiar. Antes de poder preguntar, Kincaid dijo:
—Por aquí. Badger’s End está a mitad de camino por esta carretera. —Con la punta del dedo trazó una línea imaginaria en el mapa, entre los pueblos de Northend y Turville Heath—. No está indicado. Supongo que debe de ser un atajo para la gente de por aquí.
Regueros de agua se escurrían al otro lado del camino, donde el cauce de un arroyo pasaba entre los árboles y cruzaba la estrecha carretera. Una señal triangular indicaba «PELIGRO: INUNDACIONES», y de repente sintió muy cercana la historia de Matthew Asherton.
—Aquí mismo a la izquierda —dijo Kincaid, y señaló adelante. Gemma giró el volante. Los taludes en el camino que tomaron eran altos, y el espacio era justo para que el Escort pasara indemne. A cada lado, los gruesos árboles se arqueaban hasta que sus ramas se encontraban y entrelazaban en lo alto. El camino ascendía sin cesar y los taludes se elevaban situando las raíces de los árboles a la altura de los ojos. A su derecha y cuando el follaje lo permitía, Gemma pudo ver los campos dorados que descendían hasta el valle. A la izquierda, el bosque se espesaba, misteriosamente impenetrable. La luz que se filtraba a través del dosel de hojas que cubría el camino parecía verde y líquida.
—Trineos —dijo Gemma de repente.
—¿Qué?
—Este camino me hace pensar en un trineo. Ya sabes, el bobsleigh. O el luge olímpico.
Kincaid rió.
—Yo no soy de los que deja volar la imaginación. Ahora vigila. Verás un camino a tu izquierda.
Parecía que ya se acercaban a lo alto de la pendiente cuando Gemma vio un hueco en el talud izquierdo. Aflojó la marcha y entró en un sendero cubierto de hojas que siguió y que luego empezó a descender levemente hasta tomar una curva y llegar a un claro.
—Vaya —susurró sorprendida. Había esperado encontrarse delante de una casa con la cómoda estructura de piedra y madera de las construcciones que había visto en los pueblos cercanos. El sol, que había intentado atravesar de manera irregular la masa de nubes, halló un hueco y creó un diseño veteado sobre las paredes de piedra caliza de Badger’s End.
—¿Te gusta?
—No estoy segura. —Gemma bajó la ventanilla mientras apagaba el motor. Estuvieron un rato sentados, escuchando. En las profundidades del bosque oyeron un zumbido grave—. Resulta un poco inquietante. No es exactamente lo que imaginaba.
—Pues espera —dijo Kincaid mientras abría la puerta del coche— a conocer a la familia.
* * *
Gemma supuso de inmediato que la mujer que les abrió la puerta tenía que ser Dame Caroline Stowe: pantalones de lana de buena calidad, hechos a medida, blusa, chaqueta azul marino, pelo corto y oscuro con mechones grises, un corte elegante... Todo en ella delataba buen gusto, conservador y maduro. Pero cuando la mujer los miró sin comprender, con el tazón de café suspendido a mitad de camino de la boca, y les dijo, ¿En qué puedo ayudarles?, la certeza de Gemma empezó a ceder.
Kincaid se identificó e hizo lo propio con Gemma. Luego preguntó por Sir Gerald y Dame Caroline.
—Vaya, lo siento. Acaban de irse. Han ido a la funeraria. Se están encargando de los preparativos. —Pasó el tazón de café a su mano izquierda y les tendió su derecha—. Por cierto, soy Vivian Plumley.
—¿Usted es el ama de llaves? —preguntó Kincaid y Gemma supo, por su pregunta nada diplomática, que lo habían cogido desprevenido.
Vivian Plumley sonrió.
—Podría decirse que sí. En cualquier caso, no me ofende.
—Bien. —Gemma observó que Kincaid había recobrado el aplomo y la sonrisa—. Nos gustaría hablar con usted también, si nos lo permite.
—Vengan a la cocina. Prepararé café. —Se dio la vuelta y los condujo por el pasillo enlosado de pizarra. Luego se apartó para dejarlos pasar por la puerta de la cocina.
Ésta había escapado a la modernización. Si bien Gemma suspiraba al ver las fotos de flamantes cocinas de diseño en las revistas, ella sabía por instinto que aquéllas no tenían ni punto de comparación, a nivel emotivo, con un espacio como éste. Nudosas alfombras trenzadas quitaban rigor al suelo de pizarra; una vieja mesa de refectorio de roble y las sillas con respaldo de listones dominaban el centro de la habitación; y junto a una de las paredes una cocina Aga esmaltada en rojo irradiaba calor y confort.
—Por favor, siéntense —dijo Vivian Plumley y les hizo un gesto indicándoles la mesa. Gemma apartó una silla, se sentó y notó en sus músculos la tensión que no había percibido hasta entonces—. ¿Querrán un tentempié? —añadió Vivian y Gemma negó rápidamente con la cabeza. Temió que fueran a perder totalmente el control del interrogatorio, seducidos por el confort de la habitación.
Kincaid dijo: «No, gracias» y se sentó en una silla del final de la mesa. Gemma cogió su cuaderno de notas del bolso y lo sostuvo discretamente en su regazo.
La cafetera de goteo funcionaba con la rapidez que exigía su aspecto caro. En tan sólo unos instantes el olor a café recién hecho empezó a invadir la cocina. Vivian preparó en silencio una bandeja con tazones, crema de leche y azúcar. Era una mujer lo suficientemente segura de sí misma como para no verse forzada a dar conversación. Cuando la cafetera finalizó el ciclo, ella llenó los tazones y llevó la bandeja a la mesa.
—Sírvanse. Me temo que se trata de nata de verdad, no un sucedáneo. Tenemos un vecino que tiene un par de ejemplares de vacas Jersey.
—Un lujo que no nos hemos de perder —dijo Kincaid sirviéndose generosamente. Gemma sonrió. Sabía que normalmente lo tomaba solo—. ¿No es usted entonces el ama de llaves? —continuó con soltura—. ¿He metido la pata?
Vivian hizo tintinear la cuchara un par de veces en su tazón y suspiró.
—Les explicaré sobre mi misma si lo desean, pero es que suena tan terriblemente victoriano. En realidad soy pariente de Caroline. Primas lejanas, para ser exactos. Tenemos la misma edad. Y fuimos juntas al colegio. —Hizo una pausa y tomó un sorbo de la taza, luego hizo una leve mueca, como de molestia—. Demasiado caliente. Nos distanciamos, Caro y yo, una vez terminamos el colegio. Nos casamos las dos, su carrera prosperó. —Vivian sonrió.
—Entonces falleció mi marido. Un aneurisma. —Dio una palmada con las manos—. Así, un segundo y ya estaba muerto. Estaba sola, sin hijos, sin habilidades para poder encontrar trabajo y sin dinero suficiente para arreglármelas. Esto ocurrió hace treinta años, cuidado, cuando no todas las mujeres eran educadas para que trabajaran. —Miró directamente a Gemma—. Una educación muy distinta a la suya, estoy segura.
Gemma pensó en su madre, que se había levantado de madrugada cada día de su vida de casada para hacer pan y después trabajaba en el mostrador de la panadería desde que abrían hasta la hora de cerrar. La posibilidad de no trabajar jamás se le ocurrió a Gemma, o a su hermana. La ambición de Gemma la impulsó a elegir su propia profesión y no hacer algo simplemente por la necesidad de poner un plato de comida sobre la mesa.
—Sí, muy distinta, —dijo, respondiendo a la afirmación de Vivian Plumley—. ¿Qué hizo entonces?
—Caro tenía dos niños pequeños y una carrera que le exigía mucho. —Se encogió de hombros—. Parecía una solución sensata. Tenían espacio, yo disponía de suficiente dinero como para no depender totalmente de la familia, y adoraba a los niños como...
Si fueran mis propios hijos. Gemma acabó la frase por ella y sintió como un torrente de empatía por esta mujer que parecía haber sacado el máximo provecho de lo que le había proporcionado la vida. Gemma pasó los dedos por la mesa y notó leves listas de color incrustadas en las vetas de la madera.
Vivian la miró y dijo cariñosamente:
—Los niños hacían todo en esta mesa. Casi todas sus comidas las tomaban en la cocina, claro. Puesto que sus padres viajaban tanto, las cenas familiares eran un lujo excepcional. Los deberes del colegio, proyectos de la clase de arte... aquí pintó Julia sus primeras obras, cuando cursaba la enseñanza secundaria.
Los niños esto, los niños lo otro... A Gemma le parecía como si el tiempo se hubiera parado con la muerte del niño. Pero Julia había estado ahí después, sola.
—Esto debe resultarle muy difícil a Julia —dijo, tratando el tema con delicadeza—, después de lo que le pasó a su hermano.
Vivian apartó la mirada mientras agarraba el borde de la mesa con una mano, como si estuviera dominando físicamente el deseo de levantarse. Al cabo de un momento dijo:
—No hablamos del tema. Pero sí, estoy segura de que la muerte de Con ha hecho la vida de Julia más difícil. Ha hecho más difícil la vida de todos nosotros.
Kincaid, que había permanecido sentado en silencio con la silla un poco apartada de la mesa y el tazón en sus manos, se inclinó hacia delante y dijo: —¿Le gustaba Connor, señora Plumley?
—¿Gustarme? —respondió sin comprender, frunciendo el ceño—. Jamás pensé si debía gustarme o no. Era sencillamente... Connor. Imparable como la misma naturaleza. —Sonrió al pensar en la analogía que acababa de hacer—. Un hombre muy atractivo de muchas maneras distintas, y sin embargo... siempre me dio algo de pena.
Kincaid arqueó una ceja, pero no dijo nada y Gemma siguió su ejemplo.
Vivian explicó, al tiempo que se encogía de hombros:
—Ya sé que suena un poco tonto que una diga que le da pena alguien tan excitante como Con. Pero es que Julia lo frustraba. —Los botones dorados de su chaqueta atraparon la luz al moverse ella en la silla—. Él nunca fue capaz de hacerla reaccionar de la manera que él quería y no había tenido experiencia en estas cosas. De modo que a veces se portaba... de manera poco apropiada. —La puerta de la entrada se cerró de golpe. Vivian ladeó la cabeza, escuchando. Medio levantada de la silla, dijo—: Ya han vuelto. Déjenme avisar...
—Una cosa más, señora Plumley, por favor —dijo Kincaid—. ¿Vio a Connor el jueves?
Se sentó de nuevo, pero en el borde de la silla, con la postura provisional de alguien que no tiene intención de quedarse por mucho tiempo allí.
—Claro que lo vi. Preparé el almuerzo —ensaladas y queso— y comimos todos juntos en el comedor.
—¿Todos excepto Julia?
—Sí. Pero ella a menudo trabaja durante el almuerzo. Yo misma le subí un plato.
—¿Parecía Connor el de siempre? —preguntó Kincaid en un tono familiar, pero Gemma sabía por su tranquila concentración que estaba atento a su respuesta.
Vivian se relajó mientras reflexionaba. Se apoyó de nuevo en el respaldo y siguió distraídamente el diseño floral en relieve de su tazón con los dedos.
—Con siempre estaba bromeando y contando chistes, pero quizás parecía algo forzado. No lo sé. —Miró a Kincaid con el ceño fruncido—. Es muy posible que esté distorsionando las cosas tras los hechos. No estoy segura de confiar en mi propio criterio.
Kincaid asintió.
—Aprecio su franqueza. ¿Mencionó si tenía algún plan para más tarde ese mismo día? Es importante que podamos seguir sus movimientos.
—Recuerdo que miró su reloj y dijo algo sobre una reunión, pero ni dijo dónde ni con quién. Eso fue hacia el final de la comida y tan pronto como terminamos todos vine aquí a lavar los platos. Luego me fui a echar a mi habitación. Pueden preguntar a Caro o Gerald si les dijo algo más a ellos.
—Gracias, lo haré. —Kincaid respondió con tal cortesía que Gemma estaba segura de que Vivian Plumley no se había dado cuenta de que le había dicho cómo hacer su trabajo—. Es una mera formalidad, por supuesto, pero he de preguntarle por sus movimientos del jueves por la noche —añadió, como disculpándose.
—¿Una coartada? ¿Me pide una coartada por la muerte de Connor? —preguntó Vivian y sonó más sorprendida que ofendida.
—Todavía no sabemos exactamente cuándo murió Connor. Y se trata más de elaborar con datos conocidos... cuanto más sepamos acerca de los movimientos de todo aquél relacionado con Connor, más fácil será ver los huecos. Huecos lógicos. —Trazó un círculo con sus manos.
—Está bien. —Sonrió Vivian, apaciguada—. Es fácil. Caro y yo cenamos temprano frente a la chimenea del salón. Lo hacemos a menudo cuando Gerald está fuera.
—¿Y después?
—Nos sentamos junto al fuego, leímos, miramos la televisión, charlamos un rato. Preparé cacao hacia las diez y cuando nos lo hubimos tomado subí a mi habitación. —Y añadió con un toque de ironía—: Recuerdo que pensé que había sido una noche tranquila y agradable.
—¿Nada más? —preguntó Kincaid. Se enderezó y apartó el tazón vacío.
—No —dijo Vivian. Pero hizo una pausa y miró al vacío por un momento—. Recuerdo algo, pero es un poco tonto. —Kincaid asintió, animándola a seguir—. Justo poco después de caer dormida creí oír el timbre de la puerta, pero cuando me incorporé y escuché la casa estaba totalmente en silencio. Debía de estar soñando. Gerald y Julia tienen sus propias llaves, así que no había necesidad de esperarlos despierta.
—¿Oyó llegar a alguno de ellos?
—Creo que oí llegar a Gerald alrededor de medianoche, pero no estaba despierta del todo. Lo siguiente que oí, ya al amanecer, fue el horrible jaleo que arman los grajos en las hayas que hay afuera, junto a mi ventana.
—¿Podía haber sido Julia? —preguntó Kincaid.
Pensó un momento, arrugando el entrecejo.
—Supongo que sí, pero cuando no es demasiado tarde Julia me viene a ver antes de subir a su habitación.
—¿Y no lo hizo aquella noche?
Cuando Vivian negó con la cabeza, Kincaid le sonrió y dijo:
—Muchas gracias, señora Plumley. Ha sido de gran ayuda.
Esta vez, antes de levantarse, Vivian Plumley lo miró y dijo:
—¿Les aviso de que están aquí?
* * *
Sir Gerald Asherton estaba de pie con las manos detrás dando la espalda a la chimenea. Gemma pensó que era la perfecta imagen de un caballero rural del siglo diecinueve, con los pies abiertos en una postura relajada y su enorme cuerpo vestido con prendas de un tweed algo peludo. Llevaba incluso parches de ante en los codos de la chaqueta. Lo único que faltaba para completar el cuadro era una pipa y un par de perros de caza tumbados a los pies del amo.
—Siento haberlos hecho esperar. —Fue hacia ellos, les dio un fuerte apretón de manos y les hizo un gesto para que se sentaran en el sofá.
Gemma encontró que era de una cortesía que desarmaba y sospechó que ésa era la intención.
—Gracias, Sir Gerald —dijo Kincaid, respondiendo con la misma moneda—. ¿Y Dame Caroline?
—Ha subido a echarse un poco. Me temo que el asunto con los de la funeraria la ha afectado bastante. —Sir Gerald se sentó en la butaca que había frente a ellos, cruzó un pie sobre la rodilla y se ajustó la pernera. Entre el zapato y el dobladillo del pantalón apareció una franja de calcetín de rombos en naranja y marrón otoñal.
—Si no le importa que se lo diga, Sir Gerald —dijo Kincaid sonriendo—, resulta algo extraño que su hija no se hiciera cargo de los preparativos ella misma. Después de todo, Connor era su marido.
—Cuidado, —respondió Sir Gerald con algo de aspereza—. A veces es mejor dejar estos asuntos a quienes no están tan involucrados. Y es bien sabido que los directores de funerarias se aprovechan de las emociones de quienes acaban de enviudar. —Gemma notó una punzada de piedad al recordar que este hombre corpulento y seguro de sí mismo, era alguien que había sufrido la peor experiencia personal posible.
Kincaid se encogió de hombros y cambió de tema.
—Debo preguntarle acerca de sus movimientos del jueves por la noche. —Al ver que Sir Gerald arqueaba las cejas, añadió—: Es una mera formalidad, ¿comprende?
—No hay razón para no complacerlo, señor Kincaid. Todo el mundo lo sabe. Estaba en el Coliseum, dirigiendo una representación de Pelléas et Mélisande. —Les concedió una gran sonrisa que destacaba unas encías saludablemente rosadas—. Extremadamente visible. Nadie se podía haber hecho pasar por mí, se lo aseguro.
Gemma se lo imaginó enfrentándose a la orquesta y estuvo segura de que dominaba la sala tan fácilmente como dominaba este pequeño salón. Desde donde estaba sentada podía ver encima del piano una fotografía de él junto a otras en marcos de plata similares. La más cercana mostraba a Sir Gerald en esmoquin, batuta en mano, y con el aspecto de encontrarse igual de cómodo que cuando vestía la ropa de tweed. En otra fotografía rodeaba con su brazo a una pequeña mujer de cabello oscuro y belleza voluptuosa que sonreía a la cámara.
La fotografía de los niños estaba situada más al fondo, como si nadie tuviera interés en mirarla a menudo. El chico estaba más en primer plano, robusto y rubio, con una pícara sonrisa desdentada. La chica era varios centímetros más alta, con el pelo oscuro como su madre y la cara delgada tenía una expresión solemne. Era Julia, por supuesto. Julia y Matthew.
—¿Y después? —oyó que decía Kincaid y regresó a la conversación algo avergonzada por el pequeño lapsus.
Sir Gerald se encogió de hombros.
—Después de una actuación tardo un poco en relajarme. Me quedé en mi camerino durante un rato, pero me temo que no controlé el tiempo. Luego conduje directamente a casa, lo que me debe situar aquí después de las doce.
—¿Lo debe situar? —preguntó Kincaid. Su voz sonó algo escéptica.
Sir Gerald alargó su brazo derecho y mostró la muñeca peluda para que Kincaid la inspeccionara.
—No llevo reloj, señor Kincaid. Nunca los he encontrado cómodos. Y es una molestia sacárselo para cada ensayo o actuación. Siempre los perdía. Y el reloj del coche nunca ha funcionado bien.
—¿No paró?
Sir Gerald negó con la cabeza y respondió con la firmeza de alguien acostumbrado a que su palabra sea la ley:
—No.
—¿Habló con alguien al entrar en la casa? —preguntó Gemma, pensando que ya era hora de que metiera las narices.
—La casa estaba en silencio. Caro dormía y no la desperté. Sólo puedo suponer lo mismo de Vivian. De modo que si está buscando una coartada, joven —hizo una pausa y le guiñó un ojo—, supongo que no la tengo.
—¿Y su hija? ¿Estaba dormida también?
—Me temo que no lo sé. No recuerdo haber visto el coche de Julia en la entrada, pero supongo que alguien la podía haber traído a casa.
Kincaid se levantó.
—Gracias Sir Gerald. Necesitaremos hablar de nuevo con Dame Caroline, cuando a ella le vaya bien, pero ahora nos gustaría ver a Julia.
—Creo que ya conoce el camino, señor Kincaid.
* * *
—Por Dios, siento como si me hubieran soltado en medio de una maldita comedia costumbrista. —Gemma se volvió para mirar a Kincaid, que subía las escaleras detrás de ella—. Todo modales y nada de substancia. ¿A qué juegan en esta casa? —Al llegar al primer rellano se paró y se volvió para tenerlo de frente—. Y por la manera en que Sir Gerald y la señora Plumley las miman uno diría que estas mujeres están hechas de cristal. «No hay que molestar a Caroline... No hay que molestar a Julia» —le dijo a Kincaid entre dientes, recordando un poco tarde que debía bajar la voz.
Kincaid se limitó a arquear una ceja de ese modo imperturbable que Gemma encontraba tan exasperante.
—No estoy seguro de que Julia Swann sea una buena candidata a ser mimada. —Empezó a subir el siguiente tramo, Gemma lo siguió y el resto del camino lo hizo sin comentarios.
La puerta se abrió tan pronto como los nudillos de Kincaid la hubieron rozado.
—Bendita seas, Plummy. Estoy muerta... —La sonrisa de Julia Swann desapareció de repente cuando los reconoció—. Vaya. Comisario Kincaid. ¿Tan pronto de vuelta?
—Hasta en la sopa —contestó Kincaid, dedicándole la mejor de sus sonrisas.
Julia Swann se colocó en la oreja el pincel que sostenía en la mano y se retiró lo suficiente para que pudieran pasar. Gemma, que la estaba estudiando, la comparó con la niña delgada y seria de la foto de abajo. Aquella Julia estaba desde luego presente en ésta, pero la niña desgarbada se había convertido en una mujer elegante, con estilo, y la inocencia de la mirada de la niña se había perdido hacía muchos años.
Los estores estaban levantados y una luz pálida, acuosa, iluminaba la habitación. La mesa de trabajo del centro, vacía excepto por la paleta y el papel blanco cuidadosamente pegado a una tabla, mitigaban la sensación de desorden general del estudio.
—Normalmente, a esta hora Plummy me trae un bocadillo, —dijo Julia, mientras cerraba la puerta y regresaba a la mesa. Se apoyó en ella, equilibrando con gracia su peso. Gemma tuvo la clara impresión de que el apoyo que recibía de la mesa era más que físico.
En el tablero había una pintura acabada de una flor. Gemma se dirigió a la pintura casi por instinto, con la mano estirada.
—Es preciosa —dijo en voz baja, a punto de tocar el papel. La pintura, que era un diseño sobrio y seguro, tenía un aire casi oriental. Los verdes y morados intensos de la planta brillaban sobre el papel blanco mate.
—Es para ganarme la vida —dijo Julia. Su sonrisa mostraba un esfuerzo obvio por ser cortés—. Tengo toda una serie que me han encargado para una colección de tarjetas. Ya sabe, en la línea de la National Trust, pero de lujo. Y voy retrasada. —Julia se frotó la cara dejando una mancha de pintura en la frente y Gemma vio de repente el cansancio que el elegante corte de pelo, el moderno jersey de cuello alto y las mallas no podían camuflar.
Gemma rozó con un dedo el rugoso borde del papel de acuarela.
—Pensé que las pinturas de abajo debían de ser suyas, pero éstas son muy distintas.
—¿Los Flint? Ya me gustaría. —Los modales de Julia volvieron a ser un poco cortantes. Cogió un cigarrillo del paquete que había en una mesa auxiliar y lo encendió con una cerilla.
—También me lo preguntaba. —dijo Kincaid—. Algo en ellas me resulta familiar.
—Probablemente haya visto alguna de sus pinturas en libros de su infancia. William Flint no era tan conocido como Arthur Rackham, pero hizo algunas ilustraciones maravillosas. —Julia se apoyó contra la mesa de trabajo y entrecerró los ojos al subirle el humo del cigarrillo—. Luego llegaron los «pechajes». [6]
—¿Pechajes? —repitió Kincaid, divertido.
—Técnicamente son brillantes si no te importa lo banal. Y desde luego esto le permitió vivir holgadamente en su vejez.
—¿Y usted no lo aprueba? —La voz de Kincaid tenía un toque de burla.
Julia tocó la superficie de su propia pintura como comprobando su valor y luego se encogió de hombros.
—Supongo que resulto algo hipócrita. Estas pinturas me alimentan, y mantenían el estilo de vida al cual Connor se había acostumbrado.
Para sorpresa de Gemma, Kincaid no picó y preguntó:
—Si no le gustan las acuarelas de Flint ¿por qué están colgadas en casi todas las habitaciones de la casa?
—No son mías si es lo que está usted pensando. Hace un par de años a papá y mamá les picó el gusanillo del coleccionismo. Los Flint causaban furor y se subieron al carro. Quizás pensaron que me complacerían. —Julia los obsequió con una pequeña sonrisa de crispación—. Después de todo, en lo que a ellos concierne, vista una acuarela vistas todas.
Kincaid le devolvió la sonrisa. Cruzaron una mirada de entendimiento, como si hubieran compartido un chiste. Julia rió y su melena oscura osciló siguiendo el movimiento de la cabeza. Gemma se sintió de repente excluida.
—¿Exactamente qué estilo de vida necesitaba llevar su esposo, señora Swann? —preguntó, un poco demasiado rápido, y notó en su voz un tono acusatorio no intencionado.
Julia se apoyó en su taburete de trabajo y balanceó una pierna que lucía una bota negra para poder apagar en un cenicero el cigarrillo fumado a medias.
—Todo lo habido y por haber. A veces pienso que Con se sentía moralmente obligado a vivir según la imagen que había creado de sí mismo: whiskey, mujeres y buen ojo para los caballos, todo lo que uno espera del estereotipado bribón irlandés. No estoy segura de que lo disfrutara tanto como quería que creyésemos.
—¿Había alguna mujer en particular? —preguntó Kincaid en tono coloquial, como si hubiera preguntado por el tiempo.
Ella lo miró burlonamente.
—Siempre había una mujer, señor Kincaid. Los detalles no me concernían.
Kincaid se limitó a sonreír, como negándose a escandalizarse por su cinismo.
—¿Connor se quedó en el piso que compartían en Henley?
Julia asintió, bajándose del taburete para sacar otro cigarrillo del arrugado paquete. Lo encendió y se volvió a apoyar en la mesa. Cruzó los brazos. El pincel seguía en su oreja y le daba un aire de laboriosidad ligeramente desenfadado, como si fuera una periodista de Fleet Street tomándose un descanso en la redacción.
—Estuvo en Henley el jueves por la noche, ¿no? —continuó Kincaid—. ¿Una inauguración en una galería?
—Muy listo, señor Kincaid. —Julia lo obsequió con una sonrisa—. Trevor Simons. Thameside.
—¿Pero no vio a su marido?
—No. Nos movemos en círculos distintos, como podrá haber adivinado —dijo Julia, disimulando menos su sarcasmo.
Gemma miró la cara de Kincaid a la espera de una respuesta intensificada, pero él se limitó a responder perezosamente:
—Sí, desde luego.
Julia apagó el cigarrillo que apenas había fumado y Gemma pudo ver en la postura de su boca y hombros cómo liberaba la tensión.
—Ahora, si no les importa, de verdad que tengo que volver al trabajo. —Esta vez incluyó a Gemma en su sonrisa, tan parecida a la de su padre, sólo que más marcada en las comisuras—. Quizás podrían...
—Julia.
Era una vieja técnica de interrogatorio, el uso repentino e imperativo del nombre del sospechoso, que rompía barreras e invadía el espacio personal. Aun así, en la voz de Kincaid había una familiaridad que impactó a Gemma. Era como si él conociera a esta mujer en profundidad y pudiera apartar cada brizna de artificio con un rápido chasquido.
Julia quedó paralizada a mitad de la frase. Sus ojos estaban fijos en la cara de Kincaid. Podían haber estado solos en la habitación.
—Estaba a sólo unas pocas yardas de distancia del piso de Connor. Podría haber salido a fumar por el río, encontrarse con él, quedar con él más tarde.
Pasó un segundo, luego otro y Gemma oyó el crujido de la mesa de trabajo cuando Julia cambió de posición. Luego dijo despacio:
—Podría, pero no lo hice. Era mi exposición, ¿sabe? Mis quince minutos de gloria. Y no salí de la galería en ningún momento.
—¿Y después?
—Pienso que Trev puede responder por mí. Dormí con él.