6

Huevos, bacon, salchichas, tomates, champiñones y... ¿riñones? Kincaid apartó un poco los productos dudosos con la punta de su tenedor. Podía soportar los riñones en el pastel de carne, pero riñones para desayunar... eso ya era demasiado. Por lo demás, el Chequers no tenía de qué avergonzarse. Mientras inspeccionaba el desayuno dispuesto sobre el mantel blanco, completado con tetera de porcelana y un jarrón con dragonarias rosas y amarillas, empezó a pensar que debería estar agradecido por la influencia de Sir Gerald Asherton. Rara vez llegaba su alojamiento a estos estándares de calidad cuando tenía un caso fuera de la ciudad.

Como había dormido hasta tarde, los más madrugadores hacía rato que habían terminado sus desayunos, de modo que tenía el comedor para él. Mientras comía miró la húmeda y ventosa mañana a través de las ventanas emplomadas, disfrutando de este poco habitual momento de ocio. Las hojas se movían y arremolinaban empujadas por el viento. Su color dorado y rojizo contrastaba con el fondo de la hierba aún verde del cementerio. Los feligreses empezaron a llegar para el servicio y en poco tiempo los arcenes de los callejones de alrededor de la iglesia se llenaron de coches.

Estaba preguntándose perezosamente por qué una iglesia de un pueblo tan pequeño podía atraer a tanta gente, cuando de repente le asaltó el deseo de verlo por sí mismo. Dio un último mordisco a la tostada con mermelada. Todavía masticaba cuando corrió escaleras arriba. Cogió una corbata de su habitación y se hizo el nudo de camino abajo.

Se sentó discretamente en el último banco justo cuando las campanas empezaron a repicar. Los avisos colgados en el vestíbulo respondieron rápidamente a su pregunta. Ésta era la iglesia del distrito, no sólo la del pueblo. Había vivido demasiado tiempo en la ciudad para no darse cuenta. Era muy probable que fuera la iglesia de los Asherton. Se preguntó quién los conocía y si algunos de los aquí reunidos había venido por curiosidad, esperando ver a la familia.

Sin embargo, ninguno de los Asherton estaba presente, y mientras el servicio se desarrollaba en tranquilo orden, su mente se trasladó a las revelaciones de la tarde anterior.

* * *

Le había costado unos cuantos minutos calmarla y obtener su nombre —Sharon Doyle— e incluso entonces, ella había cogido su identificación y la había examinado con la intensidad de los casi analfabetos.

—He venido a por mis cosas —dijo, empujando la tarjeta hacia él como si le quemara en los dedos—. Tengo derecho a cogerlas. No me importa lo que digan.

Kincaid retrocedió hasta llegar al sofá, luego se sentó en el borde.

—¿Quién le ha dicho que no puede? —le preguntó con naturalidad.

Sharon Doyle cruzó los brazos empujando sus pechos hacia arriba, contra el fino tejido del suéter.

—Ella.

—¿Ella? —repitió Kincaid, resignado a participar en un juego de paciencia.

—Ya sabe. Ella. Su mujer, Julia —dijo, imitando un acento bastante más preciso que el suyo propio. La hostilidad parecía estar venciendo el miedo, pero aunque se acercó un poco a él, seguía con los pies separados y plantados firmemente en el suelo.

—Tiene una llave —dijo Kincaid, más bien como una afirmación que como una pregunta.

—Con me la dio.

Kincaid miró la cara ligeramente redondeada, joven bajo la capa de maquillaje y las bravuconadas. Dijo, con tacto:

—¿Cómo ha sabido que Connor ha muerto?

Lo miró fijamente, con los labios apretados. Al cabo de un momento las manos le cayeron a los lados y su cuerpo flaqueó como una muñeca de trapo que hubiera perdido el relleno.

—En el pub —respondió tan quedo, que prácticamente leyó sus labios en lugar de oír sus palabras.

—Será mejor que se siente.

Se dejó caer en la silla de enfrente de Kincaid, como si no fuera consciente de su propio cuerpo. Explicó:

—Ayer por la noche. Había ido al George. No me había llamado cuando dijo que lo haría, así que pensé: «No me voy a quedar sentada en casa sola». Un tipo me invitó a una copa, ligó conmigo. Con lo tenía merecido. —Su voz vaciló y tragó saliva, luego se humedeció los labios con la punta rosada de la lengua—. Los clientes asiduos estaban hablando del tema. Primero pensé que me estaban tomando el pelo. —Calló y apartó la mirada de él.

—Pero la convencieron.

Sharon asintió.

—Un chico del pueblo entró. Es agente de policía. Dijo: «Pregúntale a Jimmy. Él te lo dirá.»

—¿Lo hizo? —Kincaid la empujó a hablar tras un momento de silencio, preguntándose lo que podría hacer para aflojarle la lengua. Estaba acurrucada en la silla, otra vez con los brazos cruzados. Mientras la estudiaba creyó ver un leve matiz azulado alrededor de los labios. Recordó haber visto un carrito de bebidas cerca de la estufa de madera, cuando estaba examinando la habitación. Se levantó y fue hacia él. Eligió dos copas de jerez entre las que había en la balda superior. Sirvió una cantidad generosa de jerez de una botella que encontró en el nivel inferior.

Mirando con más detenimiento vio que la estufa estaba preparada, de modo que la encendió con una cerilla de una caja que había en la chimenea de azulejos y esperó a que las llamas empezaran a parpadear con intensidad.

—Esto le quitará el frío —le dijo a Sharon cuando regresó, y le ofreció la bebida. Ella lo miró sin ánimo y alargó la mano. Dio un ligero golpe a la copa cuando la quiso coger y derramó el líquido color oro pálido por encima del borde. Kincaid le puso los dedos alrededor del pie de la copa, y los notó helados—. Está usted congelada —le dijo, reprendiéndola—. Tenga. Póngase mi chaqueta. —Se sacó su americana de tweed y se la puso sobre los hombros. Luego dio vueltas por la habitación hasta que encontró el termostato de la calefacción central. Decidió que el estilo mediterráneo de cristal y baldosas proporcionaba un ambiente agradable, pero que no iba muy bien con el clima inglés.

—Buena chica. —Se sentó y levantó su propia copa. Ella ya había bebido parte de su jerez y Kincaid creyó ver cierto rubor en sus mejillas—. Eso está mejor —añadió, sorbiendo su jerez. Luego dijo—: Lo debe de haber pasado muy mal desde ayer noche. ¿Le preguntó al agente de policía sobre Connor?

Ella volvió a tomar un trago y se secó los labios con la mano.

—Me dijo: «¿Por qué lo quieres saber?». Y me miró con esos ojos de sospecha, así que supe que era verdad.

—¿Le explicó por qué lo quería saber?

Sharon negó con la cabeza, lo que provocó que los tirabuzones rubios rebotaran.

—Le dije que lo conocía, eso es todo. Entonces empezaron una bronca para ver a quién le tocaba pagar la ronda y me fui por la puerta que está junto a los servicios.

Sus instintos de supervivencia habían funcionado bien, incluso bajo el shock, pensó Kincaid. Era una buena indicación de que tenía mucha experiencia cuidando de sí misma.

—¿Qué hizo entonces? —preguntó—. ¿Vino aquí?

Negó tras dejar pasar un rato largo.

—Estuve fuera durante horas. Y hacía un frío de mil demonios. Todavía pensaba, sabe, quizás... —Intentó parar el temblor de sus labios poniendo los dedos de ambas manos sobre su boca.

—Usted tenía una llave —le dijo con delicadeza—. ¿Por qué no entró y esperó?

—No sabía quién podría venir. Podrían decirme que no tenía derecho.

—Pero hoy se ha armado de valor.

—Necesitaba mis cosas, ¿no? —respondió, pero apartó la mirada y Kincaid tuvo la impresión de que había algo más.

—¿Por qué otra razón ha venido, Sharon?

—No lo entendería.

—Pruebe.

Sus miradas se encontraron y a Sharon le pareció ver en los ojos de Kincaid la posibilidad de cierta empatía, pero al cabo de un rato dijo:

—Yo no soy nadie, ¿entiende? Pensé que nunca más tendría la oportunidad de estar aquí, como... Con y yo pasamos buenos ratos aquí. Quería recordar.

—¿No pensó que Con podría haberle dejado el piso? —preguntó Kincaid.

Miró dentro de la copa y removió las últimas gotas de jerez.

—No podía —lo dijo tan bajito que Kincaid tuvo que inclinarse hacia delante para poder oírla.

—¿Por qué?

—No era suyo.

La copa no había hecho gran cosa para lubricarle la lengua, pensó Kincaid. Sacarle algo era más difícil que arrancar un diente.

—¿De quién es entonces?

—De ella.

—¿Connor vivía en el piso de Julia? —La idea le pareció realmente extraña. ¿Por qué no lo había echado y se había quedado ella, en lugar de volver a casa de sus padres? Parecía un arreglo demasiado amistoso para una pareja que supuestamente no se hablaba.

Pero, añadió para sí mismo mientras examinaba a la chica que tenía sentada delante suyo, podía no ser verdad. Quizás Connor había necesitado una excusa práctica.

—¿Es por eso que Connor no la invitó a mudarse aquí con él?

La chaqueta se escurrió de los hombros de Sharon cuando ella los encogió. Los pálidos y turgentes senos volvieron a estar expuestos a través del tejido del suéter rosa.

—Dijo que no era correcto, que era el piso de Julia, y todo eso.

Kincaid no se había imaginado a Connor Swann como hombre de grandes escrúpulos morales. Pero el caso es que estaba resultando ser una caja de sorpresas. Echó una ojeada a la cocina de planta abierta y preguntó:

—¿Cocina?

Sharon lo miró como si estuviera loco.

—Claro que sé cocinar. ¿Por quién me ha tomado?

—No. Me refiero a... ¿Quién cocinaba aquí, usted o Connor?

Ella frunció el labio inferior haciendo un mohín.

—No me dejaba tocar nada de la cocina. Era como si fuera una maldita iglesia o así. Decía que los fritos eran asquerosos y que no hervía en esta cocina nada más que huevos y el agua para la pasta. —Con la copa sujeta distraídamente, Sharon se levantó y se acercó a la mesa del comedor. Pasó un dedo por la superficie—. Cocinaba para mí. Ningún tío lo había hecho. Nadie ha cocinado nada para mí excepto mi madre y mi abuela, ahora que lo pienso. —Levantó los ojos y se quedó mirando a Kincaid como si lo viera por primera vez—. ¿Está casado?

Asintió.

—Lo estuve. Hace tiempo.

—¿Qué pasó?

—Se fue. Conoció a alguien. —Soltó las palabras cansinamente, con la facilidad que otorgan los años de práctica. Sin embargo, aún le asombraba que palabras tan sencillas contuvieran tanta traición.

Sharon reflexionó y luego meneó la cabeza.

—Con me preparaba la comida... Cena, quiero decir. Siempre me recordaba que dijera «cena». Velas, la mejor vajilla. Me hacía sentar mientras iba trayendo cosas. «Prueba esto, Shar. Prueba aquello, Shar.» Cosas raras, también. —Obsequió a Kincaid con una sonrisa—. A veces me sentía como una niña jugando a disfraces. ¿Haría algo así por una chica?

—Lo he hecho. Pero me temo que no llego a la altura de Con. Mis capacidades culinarias están más cerca de las tortillas y tostadas con queso. —No añadió que nunca había tenido inclinación alguna por hacer de Pigmalión.

La animación que brevemente había iluminado la cara de Sharon desapareció. Regresó lentamente a la silla con la copa vacía cogida con las puntas de los dedos. La colocó en la mesa. Con voz queda dijo:

—Nunca más me pasará algo así.

—No sea boba —la regañó, y oyó la falsedad del entusiasmo puesto en su voz.

—No como con Con. No sucederá. —Miró directamente a Kincaid y dijo—: Sé que no soy el tipo de mujer que los tíos como Con buscan. Siempre dije que era demasiado bueno para ser cierto. Un cuento de hadas. —Se restregó los lados de la cara con los dedos, como si las mandíbulas le dolieran por no haber derramado lágrimas—. No ha salido nada en los periódicos. ¿Sabe algo de... los preparativos?

—¿No le ha llamado nadie de la familia?

—¿Llamarme? —Parte de la anterior agresividad había vuelto—. ¿Quién demonios cree que me habría llamado? —Se sorbió la nariz y luego agregó, con voz afectada—: ¿Julia? ¿Dame Caroline?

Kincaid tomó en consideración su pregunta. Julia parecía determinada a ignorar el hecho de que su esposo hubiera existido, por no mencionar el hecho de su muerte. ¿Y Caroline? Podía imaginarla cumpliendo una desagradable aunque necesaria obligación.

—Quizás sí. Si hubieran sabido algo de usted. Por lo que veo no sabían nada, ¿no es así?

Bajó la mirada a su regazo y dijo con resentimiento:

—¿Cómo voy a saber lo que Con les contó? Sólo sé lo que él me contó a mí. —Se apartó el pelo de la cara con sus dedos regordetes y Kincaid se dio cuenta de que la uña del dedo índice estaba rota, en carne viva. Cuando habló de nuevo, la actitud desafiante había desaparecido de su voz—. Dijo que se ocuparía de nosotras, de la pequeña Hayley y de mí.

—¿Hayley? —dijo Kincaid, sin comprender.

—Mi pequeña. Tiene cuatro años. Fue su cumpleaños la semana pasada. —Sharon sonrió por primera vez.

Este era un giro que no esperaba.

—¿Es hija de Con?

Negó con la cabeza vehementemente.

—Su padre se largó tan pronto supo que iba a tenerla. Cerdo asqueroso. No he sabido de él desde entonces.

—¿Pero Con sabía de su existencia?

—¡Por supuesto! ¿Por quién me toma, por una fulana?

—Claro que no —dijo Kincaid con voz tranquilizadora. Observó el vaso de Sharon y fue discretamente a por la botella—. ¿Entonces Con se llevaba bien con Hayley? —Repartió el jerez que quedaba entre los dos.

Al ver que no respondía pensó que quizás se había pasado con el jerez, pero al cabo de un momento Sharon dijo:

—A veces yo me preguntaba... si era a ella a quien de verdad quería, y no a mí. Mire. —Rebuscó en su bolso y sacó un desgastado billetero de piel—. Esta es Hayley. Es preciosa, ¿verdad?

Se trataba de un vulgar retrato de estudio, pero ni la pose artificial ni los accesorios deteriorados estropeaban la belleza de la niña. Era una rubia natural como debía de haberlo sido su madre cuando era niña. Se le dibujaban hoyuelos en las mejillas y su angelical cara tenía forma de corazón.

—¿Es tan buena como guapa? —preguntó Kincaid enarcando las cejas.

Sharon rió.

—No. Pero uno nunca lo diría al ver esta foto, ¿no cree? Connor la llamaba su pequeño ángel. Le tomaba el pelo. Le decía cosas con su ridícula voz irlandesa. «Mi niña preciosa» —dijo en un creíble acento irlandés—. Ya sabe, cosas así. —Por primera vez sus ojos se llenaron de lágrimas. Se sorbió la nariz y se la limpió con el revés de la mano—. Julia no quería tener hijos. Por eso él quería el divorcio, pero Julia no se lo quería dar.

—¿Julia no le quería dar el divorcio? —Kincaid pensó que, aunque nadie lo había dicho, ésa no era la impresión que había obtenido de Julia o de su familia.

—Cuando hubieran pasado dos años él iba a divorciarse. Eso es lo que se tarda en obtener el divorcio sin el consentimiento de la otra parte, ¿sabe? —Dijo la última parte con tanta precisión que Kincaid pensó que la debía de haber memorizado. Quizás, para consolarse, repetía algo que Connor había dicho.

—¿Y usted iba a esperarlo? ¿Otro año más?

—¿Por qué no iba a hacerlo? —dijo, subiendo la voz—. Con nunca me dio razón alguna para pensar que no fuera a cumplir su palabra.

En efecto, ¿por qué no? pensó Kincaid. ¿Qué otras perspectivas de futuro tenía? La miró, ahora ligeramente recostada en la silla, con el labio inferior algo agresivamente sobresalido y ambas manos sujetando el pie de la copa de jerez. ¿Había amado a Connor Swann, o lo había visto meramente como un hombre con quien tendría el futuro asegurado? ¿Y cómo había empezado esta relación tan insólita? Kincaid dudaba de que ambos se movieran en los mismos círculos sociales.

—Sharon —dijo con cuidado—, dígame cómo se conocieron Connor y usted.

—En el parque —señaló con la cabeza hacia el río—. Justo allí, en los prados. Lo puede ver desde la carretera. Fue en primavera. Estaba empujando a Hayley en los columpios y se cayó. Se peló la rodilla. Con se acercó y se puso a hablar con ella y en un instante había dejado de berrear y se reía de él. —Ella sonrió al recordar—. Él y su labia irlandesa. Nos trajo aquí para curar su rodilla. —Cuando Kincaid arqueó las cejas al oír esto, ella se apresuró a decir—: Ya sé lo que debe de estar pensando. Al principio creí que podría ser... bueno, ya sabe, un poco raro. Pero no lo era en absoluto.

Sharon parecía relajada y había entrado en calor. Estaba sentada con las piernas estiradas y los pies en esos absurdos zapatos. Sostenía la copa de jerez encima de su regazo.

—¿Cómo era? —preguntó con un suave tono de voz.

Se tomó tiempo para responder mientras estudiaba su copa. El abanico que formaban sus pestañas con rímel oscuro producía sombras en sus mejillas.

—Divertido. Debido a su trabajo parecía como si Con conociera a todo el mundo. Siempre había comidas, cenas, copas y golf. Estaba muy ocupado, ¿sabe? Era importante. —Levantó los ojos y miró a los de Kincaid—. Creo que estaba solo. A pesar de tantas citas no tenía nada más.

Kincaid pensó en la agenda de sobremesa que había visto arriba, con sus interminables citas.

—Sharon, ¿en qué consistía el trabajo de Con?

—Estaba metido en publicidad. —Arqueó una ceja al decir—: Blakely, Gill... Nunca me acuerdo. Era en Reading.

Ahora el contenido de la agenda cobraba sentido. Recordando los resguardos de ingresos, dijo en voz alta:

—Blackwell, Gillock and Frye.

—Eso es. —Le sonrió, complacida por su inteligencia.

Kincaid repasó mentalmente el registro del talonario. Si Connor hubiera ayudado financieramente a Sharon lo debía de haber hecho en efectivo. No había cheques firmados a su nombre. A menos que hubiera pasado el dinero a través de un tercero. Le preguntó, con indiferencia:

—¿Conoce a alguien llamado Hicks?

—¡Ese Kenneth! —respondió furiosa. Se incorporó y derramó lo que quedaba de su bebida—. Pensé que usted era él cuando entré y lo oí arriba. Pensé que venía a por lo que pudiera coger, como un maldito buitre.

¿Era por eso que se había asustado tanto?

—¿Quién es, Sharon? ¿Qué conexión tenía con Connor?

Ella respondió, como excusándose:

—A Con le gustaban los caballos. Ese Kenneth trabajaba para un corredor de apuestas y llevaba las de Con. Siempre estaba rondando por aquí. Me trataba como a la mierda.

Si ése era el caso, Connor Swann no había apostado frívolamente.

—¿Sabe para qué corredor de apuestas trabajaba Kenneth Hicks?

Se encogió de hombros.

—Alguien de por aquí. Lo que le digo, siempre estaba rondando por aquí.

Kincaid recordó todas las anotaciones relativas al Red Lion de la agenda. Se preguntó si ése había sido su lugar de reunión habitual.

—¿Iba Con a menudo al Hotel Red Lion? El que está al lado de la igl...

Ella lo interrumpió, negando con la cabeza.

—Ése ha sido remodelado para los turistas. Un puto pijo, como lo llamaba Con, donde no podías conseguir una cerveza decente.

La chica era una imitadora nata con buena memoria para los diálogos. Cuando citaba a Con, Kincaid podía escuchar la cadencia de su voz, incluso el leve deje de acento irlandés.

—No —continuó Sharon—, el que le gustaba era el Red Lion de Wargrave. Un pub de verdad, con buena comida y a un precio decente. —Sonrió, mostrando unos hoyuelos como los de su hija—. La comida era lo importante, ¿sabe? Con no iba a ningún sitio donde la comida no le gustara. —Se puso la copa en los labios y la levantó para escurrir las últimas gotas de jerez—. Hasta me llevó allí un par de veces. Pero sobre todo prefería quedarse en casa.

Kincaid meneó la cabeza ante tantas contradicciones. Por lo que decían todos, el hombre había vivido una vida a toda máquina, de bebedor, haciendo apuestas, y sin embargo, había preferido quedarse en casa de su amante y la hija de ella. Según la agenda, Connor también había ido a almorzar con sus suegros todos los jueves del último año.

Kincaid recordó el período que siguió a la ruptura de su matrimonio. A pesar de que Vic lo había dejado, los padres de ella habían logrado de alguna manera convertirlo en el malo de la película y nunca más supo de ellos, ni siquiera por una felicitación de Navidad o de cumpleaños.

—¿Sabía lo que hacía los jueves, Sharon? —preguntó.

—¿Por qué iba a saberlo? Lo mismo que cualquier otro día, por lo que yo sé. —Frunció el ceño.

De modo que ella no sabía nada del habitual almuerzo con los suegros. ¿Qué más le había ocultado convenientemente Con?

—¿Qué hay del pasado jueves, el día en que murió? ¿Estuvo con él?

—No. Fue a Londres. Aunque no creo que tuviera planes de hacerlo. Cuando terminé de darle la cena a Hayley vine aquí y él justo había llegado. Estaba muy excitado. No se podía estar quieto.

—¿Le dijo dónde había estado?

Negó despacio con la cabeza.

—Dijo que tenía que volver a salir. «A ver a un tipo por un perro», dijo, pero era sólo su manera de hacer el tonto.

—¿Y no le dijo adónde iba?

—No. Me dijo que no me pusiera nerviosa, que volvería. —Se sacó las sandalias de tacón, metió los pies en el sillón y se frotó los dedos con repentina concentración. Levantó la mirada. Sus ojos habían aumentado de tamaño debido a la capa de humedad que los cubría—. Pero no me podía quedar porque era la noche en que la abuela juega a bridge y tenía que cuidar de Hayley. No pude... —Estrechó las pantorrillas entre sus brazos y ocultó la cara tras las rodillas—. Ni siquiera... —susurró, con la voz amortiguada por la tela de sus tejanos—...le di un beso cuando se fue.

Ella le había estado haciendo mohines, él le había herido los sentimientos y la había desairado, pensó Kincaid. Era un pequeño error, una exhibición del comportamiento ordinario entre amantes, del que más tarde uno se podría reír en la cama. Pero esta vez no habría reconciliación. De detalles tan pequeños están hechas vidas enteras de culpa y lo que ella buscaba en Kincaid era la absolución. En fin, él le daría lo que estuviera en su mano dar.

—Sharon. Míreme. —Se movió hacia la joven, alargó la mano y dio palmaditas en las de ella—. No podía saberlo. Ninguno de nosotros es tan perfecto como para vivir cada minuto de su vida como si fuera el último. Con la quería y sabía que usted lo quería. Es lo único que importa.

Sus hombros se movieron convulsivamente. Kincaid se deslizó hacia atrás silenciosamente, mirándola, hasta que vio que su cuerpo se relajaba y empezaba a balancearse de manera casi imperceptible. Luego dijo:

—¿Con no le dijo nada más acerca de adónde iba o a quién iba a ver?

Negó con la cabeza sin levantar los ojos.

—He pensado y pensado. Cada palabra que dijo, cada palabra que yo dije. Nada.

—¿Y no lo volvió a ver aquella noche?

—Ya le he dicho que no lo vi, ¿no? —respondió, levantando la cabeza de entre las piernas. El llanto le había dejado manchas en su pálida piel, pero se sorbió la nariz y se pasó los nudillos por debajo de los ojos con naturalidad—. ¿Y por qué quiere saber todo esto?

Al principio, su necesidad de hablar, de liberar parte de su dolor, había sido más importante que todo lo demás. Pero ahora Kincaid vio que recobraba su natural recelo.

—Con, ¿había bebido? —preguntó.

Sharon se recostó en la silla, desconcertada.

—No lo creo. Al menos no lo parecía. Pero a veces no se notaba, al principio.

—Tenía un buen saque ¿no?

Se encogió de hombros.

—A Con le gustaba la cerveza, pero no se pasaba, como otros.

—Sharon, ¿qué cree que le pasó a Con?

—¡Ese estúpido cabrón se fue a pasear a la esclusa, se cayó y se ahogó! ¿A qué se refiere con «qué le pasó»? ¿Cómo diablos voy a saber yo lo que le pasó? —estaba casi gritando y le aparecieron unas brillantes manchas de color rojo en las mejillas.

Kincaid supo que acababa de ser víctima de la ira que Sharon no podía descargar en Con. Estaba enfadada con Con por morirse, por dejarla.

—Es difícil que un hombre adulto se caiga en el canal y se ahogue, a menos que haya tenido un ataque al corazón o esté completamente borracho. Hasta que no hayamos hecho la autopsia no podremos descartar estas posibilidades, pero creo que descubriremos que Connor tenía buena salud y que estaba relativamente sobrio. —Mientras hablaba, los ojos de Sharon se ensancharon y se echó atrás en la silla, como si así pudiera escapar de la voz de Kincaid. Pero él continuó implacable—. Su garganta tenía magulladuras. Pienso que alguien lo ahogó hasta que perdió el conocimiento y luego lo empujó oportunamente al río. ¿Quién le habría hecho eso, Sharon? ¿Lo sabe?

—La puta —dijo en un suspiro. Por debajo del maquillaje su cara palideció.

—¿Qué...?

Se levantó impulsada por su propia ira. Se tambaleó y perdió el equilibrio hasta caerse de rodillas delante de Kincaid.

—¡Esa puta!

Unas finas salpicaduras de baba le llegaron a la cara. Pudo oler el jerez en su aliento.

—¿Quién, Sharon?

—Ella hizo todo lo que pudo para arruinarle la vida y ahora lo ha matado.

—¿Quién, Sharon? ¿De quién está hablando?

—De ella. De Julia, claro.

* * *

La mujer que tenía al lado lo golpeó con el codo. Los fieles se estaban poniendo en pie, cogiendo y abriendo los misales. Sólo había oído fragmentos del sermón, expuesto con voz suave y erudita por el vicario calvo. Kincaid se levantó rápidamente, buscó un misal y miró a su vecina para encontrar la página.

Cantó distraído. Repitió mentalmente su entrevista con la amante de Connor Swann. A pesar de las acusaciones de Sharon, no pensaba que Julia Swann tuviera la fuerza física necesaria para estrangular a su marido y empujarlo al canal. Tampoco había tenido tiempo, a menos que Trevor Simons estuviera dispuesto a mentir para protegerla. Nada tenía sentido. Se preguntó cómo le debía estar yendo a Gemma en Londres, si habría descubierto algo útil en su visita a la ópera.

El servicio concluyó. A pesar de que los feligreses se saludaron unos a otros y charlaron alegremente mientras salían de la iglesia, no oyó mencionar ni a Connor ni a los Asherton. Le echaron una curiosa ojeada un poco tímidamente, pero nadie se dirigió a él. Siguió a la gente hasta el cementerio, pero en lugar de regresar al hotel, se levantó el cuello de la chaqueta, metió las manos en los bolsillos y fue a pasear entre las lápidas. Oyó en la distancia los sonidos de puertas de coches cerrándose y motores arrancando. El viento zumbaba en sus oídos. Las hojas se movieron encima de la gruesa hierba como pequeños ratones marrones.

Encontró detrás del campanario, bajo un extenso roble, lo que había estado buscando.

—La familia —dijo una voz detrás de él— parece haber sido bendecida y maldita más de lo ordinario.

Sobresaltado, Kincaid se dio la vuelta. El vicario estaba de pie contemplando la lápida con las manos entrelazadas y los pies ligeramente separados. El viento agitó las vestiduras contra sus piernas y sopló mechones de fino cabello gris por encima de su huesudo cráneo.

La inscripción decía sencillamente: MATTHEW ASHERTON, AMADO HIJO DE GERALD Y CAROLINE, HERMANO DE JULIA.

—¿Lo conocía? —preguntó Kincaid.

El vicario asintió.

—En muchos aspectos era un niño extraordinario, transformado en algo superior por el mero acto de abrir la boca. —Levantó la vista de la lápida y Kincaid vio que sus ojos eran de un elegante gris claro—. Ah, sí. Lo conocía. Cantaba en mi coro. También le enseñé el catecismo.

—¿Y a Julia? ¿También conocía a Julia?

El vicario, estudiando a Kincaid, dijo:

—Lo vi antes, una nueva cara entre los fieles. Un extraño paseando resueltamente entre las lápidas. Pero no me parece que usted sea un mero curioso. ¿Es amigo de la familia?

A modo de respuesta, Kincaid sacó sus credenciales del bolsillo y abrió la funda.

—Duncan Kincaid. Estoy investigando la muerte de Connor Swann —dijo, pero mientras pronunciaba las palabras se preguntó si ésa era toda la verdad.

El vicario cerró los ojos por un momento, como si estuviera comunicándose en privado. Luego los abrió y parpadeó antes de fijarlos con una penetrante mirada en Kincaid.

—¿Por qué no pasa adentro a tomar una taza de té? Podremos hablar protegidos de este deplorable viento.

—La brillantez es suficiente carga para un adulto, y mucho más para un niño. No sé cómo hubiera salido Matthew Asherton si hubiera vivido para hacer realidad lo que se esperaba de él.

Se sentaron en el estudio del vicario y tomaron té en tazas disparejas. El vicario se había presentado como William Mead, y mientras encendía la tetera eléctrica y ponía los tazones y el azucarero en una bandeja, le dijo a Kincaid que su esposa había fallecido el año anterior.

—Cáncer, la pobre —levantó la bandeja e indicó a Kincaid que lo siguiera—. Ella estaba segura de que no me las podría arreglar solo. Pero de alguna manera uno llega a arreglárselas. Aunque —añadió, mientras abría la puerta del estudio—, debo admitir que mantener una casa nunca fue uno de mis fuertes.

El estudio lo confirmaba, pero se trataba de una clase cómoda de desorden. Parecía como si los libros hubieran saltado de las estanterías y se hubieran esparcido por toda superficie disponible como un ejército invasor amigo. Las zonas de pared que no contenían libros estaban cubiertas por mapas.

Kincaid dejó el tazón en el pequeño espacio que el vicario había vaciado para él y fue a examinar un ejemplar de aspecto antiguo cuidadosamente preservado tras un cristal.

—Mapa de Chilterns por Saxton, 1574. Es uno de los pocos que muestra Chilterns entero. —El vicario tosió un poco detrás de la mano, luego añadió con honestidad, hábito que Kincaid pensó que debía tener de toda la vida—. Sólo es una copia, por supuesto. Pero lo disfruto de todas maneras. Es mi hobby: la historia del paisaje de Chilterns.

»Me temo —continuó con aire de confesión—, que requiere más tiempo e interés del que debería, pero cuando uno ha escrito un sermón a la semana durante casi medio siglo... la novedad disminuye. Y en estos tiempos, incluso en una parroquia rural como ésta, nuestro trabajo consiste mayoritariamente en salvar cuerpos en lugar de almas. No puedo recordar cuándo fue la última vez que vino alguien con una pregunta sobre la fe. —Sorbió su té y sonrió compungido a Kincaid.

Kincaid se preguntó si él tenía el aspecto de necesitar ser salvado. Devolvió la sonrisa y regresó a su silla.

—Entonces debe conocer bien el área.

—Cada sendero, cada prado, o casi. —Mead estiró sus piernas mostrando las zapatillas de deporte que se había calzado cuando regresó a la casa—. Mis pies deben haber viajado tanto como los de Pablo de camino a Damasco. Ésta es una campiña antigua, señor Kincaid, —antigua en el sentido en que el término se utiliza en historia del paisaje— a diferencia de la campiña planificada. A pesar de que estas colinas forman parte de la espina calcárea que hay debajo de gran parte de Inglaterra, poseen bosques más espesos que la mayoría de las áreas de caliza, y esto junto con la capa de arcilla y pedernales de la tierra, ha evitado el desarrollo de la agricultura de envergadura.

Kincaid sujetó su tazón con las dos manos y colocó los pies cerca de las resistencias de la estufa eléctrica. Estaba preparado para escuchar cualquier tesis que pudiera ofrecerle el vicario.

—Por esto tantas de las casas de por aquí están construidas con pedernales. —Recordó lo fuera de lugar que le habían parecido las pálidas y lisas paredes de piedra caliza de Badger’s End, brillando al anochecer—. Me había dado cuenta, pero no le había dado más vueltas.

—Entiendo. También habrá notado los diseños de los campos y setos en los valles. Muchos se remontan a épocas prerromanas. Se trata de la «Tierra de Emanuel» de El progreso del peregrino de John Bunyan... «bosques, viñedos, frutas de todas clases, flores, manantiales y surtidores de belleza singular».

»Lo que quiero decir, señor Kincaid —continuó el vicario, guiñándole el ojo—, si tiene paciencia conmigo, es que a pesar de ser una campiña preciosa, un verdadero Edén si lo prefiere, es también un lugar donde las cosas cambian muy lentamente y donde tampoco se olvida con facilidad. En Badger’s End ha habido lo que se podría calificar de vivienda al menos desde tiempos medievales. La fachada de la casa actual es victoriana —aunque por su aspecto uno no lo diría— si bien algunas de las partes menos visibles de la casa se remontan a mucho más atrás.

—¿Y los Asherton? —preguntó Kincaid intrigado.

—La familia ha estado aquí durante generaciones y sus vidas están muy ligadas al tejido social de este valle. Nadie de los que viven aquí olvidará el mes de noviembre en que Matthew Asherton murió ahogado. Puede llamarlo memoria colectiva. Y ahora esto. —Meneó la cabeza. La expresión de su cara reflejaba una compasión genuina, desprovista de ese placer culpable por la desgracia ajena.

—Dígame lo que recuerda de aquel noviembre.

—La lluvia. —El vicario sorbió su té, luego sacó un pañuelo blanco y arrugado del bolsillo de su chaqueta y se dio unos ligeros toques en los labios—. Empezaba a contemplar en serio la historia del arca de Noé. Los ánimos decaían a medida que subía el nivel del agua. Recuerdo que dudé que mis fieles pudieran encontrar que un sermón sobre el tema les levantara el ánimo. ¿No está familiarizado con la geografía del lugar, no es así, señor Kincaid?

Kincaid supuso que la pregunta era retórica, ya que el vicario se había dirigido a su escritorio y había empezado a hurgar entre los papeles mientras hablaba. Pero respondió igualmente.

—No, vicario, no lo estoy.

El objeto de su búsqueda demostró ser un mapa destrozado del Servicio Oficial de Cartografía que el vicario desenterró con obvia satisfacción de debajo de un montón de libros. Lo abrió con cuidado y lo desplegó delante de Kincaid.

—Las colinas llamadas Chiltern Hills son un legado de la última época glaciar. Se extienden transversalmente en un ángulo horizontal del noreste al sudoeste. ¿Lo ve? —Señaló un rectángulo verde oscuro con el dedo—. El lado norte es escarpado, en el sur está la pendiente y los valles se deslizan por ella como dedos. Algunos de estos valles llevan ríos —el Lea, el Bulbourne, el Chess, el Wye, y otros— y todos son afluentes del Támesis. En otros, los manantiales y las corrientes superficiales sólo aparecen cuando el nivel freático llega a la superficie, como durante el invierno o en épocas de grandes lluvias. —Suspiró mientras daba con el índice un suave golpecito sobre el mapa antes de volver a doblarlo—. De ahí que se les llame arroyos invernales. Bonito, ¿no? Muy descriptivo. Pero pueden ser muy traicioneros cuando se desbordan y eso, me temo, fue la perdición del pobre Matthew.

—¿Qué pasó exactamente? —preguntó Kincaid—. Tan sólo he oído la historia por terceros.

—La única persona que sabe exactamente lo que pasó es Julia, puesto que ella estaba con él —dijo el vicario con una minuciosidad digna de un policía—. Pero haré lo posible por reconstruir la historia. Los niños regresaban del colegio y tomaron un conocido atajo a través del bosque. La lluvia nos había dado un breve respiro por primera vez en varios días. Matthew, satisfaciendo su deseo de juguetear a lo largo de la orilla del arroyo, cayó adentro y fue atrapado por la corriente. Julia trató de alcanzarlo y se adentró peligrosamente en el agua, pero al no lograrlo corrió a casa a buscar ayuda. Ya era demasiado tarde. Creo muy probable que el niño dejara de respirar antes de que Julia lo dejara.

—¿Le explicó ella la historia?

Mead asintió mientras tomaba un sorbo de su té, luego dejó la taza y continuó.

—En fragmentos y me temo que muy poco coherentes. Verá. Ella estuvo luego muy enferma debido al shock y el frío. Nadie pensó en ella hasta horas más tarde y había estado empapada hasta los huesos. E incluso entonces fue todo cosa de la señora Plumley. Los padres estaban demasiado consternados como para acordarse de ella.

»Contrajo neumonía. Estuvo en una situación crítica por un tiempo. —El vicario meneó la cabeza y acercó las manos a la estufa eléctrica, como si el recuerdo le hubiera provocado frío—. La visité cada día e hicimos turnos con la señora Plumley para sentarnos junto a ella durante los peores momentos.

—¿Y qué pasaba con los padres? —preguntó Kincaid, notando como empezaba a indignarse.

La angustia provocó que la delicada cara del vicario se arrugase.

—El dolor en aquella casa era tan denso como el agua que mató a Matthew, señor Kincaid. No había sitio en sus mentes o corazones para nada más.

—¿Ni siquiera para su hija?

Apenas audible, casi para sí mismo, Mead dijo:

—Creo que no podían soportar verla, saber que ella estaba viva y él no. —Sus ojos se encontraron con los de Kincaid y añadió con más brío—: Vaya, he dicho más de lo que debería. Hacía mucho tiempo que no pensaba en ello y la muerte de Connor lo ha vuelto a traer a la memoria.

—Hay algo más que no me está diciendo. —Kincaid se sentó un poco más adelante. No estaba dispuesto a dejar pasar el asunto.

—No me corresponde juzgarlos, señor Kincaid. Fue un momento difícil para todos los implicados.

Kincaid lo interpretó como que, en opinión de Mead, los Asherton se habían comportado de forma abominable, pero que él no se permitía decirlo.

—Sir Gerald y Dame Caroline están ahora pendientes de su hija.

—Y como he dicho, señor Kincaid, hace mucho tiempo de todo esto. Lo único que siento es la nueva pérdida de Julia.

Un movimiento junto a la ventana llamó la atención de Kincaid. El viento había levantado un remolino de hojas en el césped del vicario. Dio unas cuantas vueltas y luego se desmoronó. Unas cuantas hojas fueron empujadas hacia la ventana y golpearon levemente los cristales.

—Usted ha dicho que conocía a Matthew, pero en realidad es a Julia a quien debe de haber llegado a conocer bastante bien.

El vicario agitó el poso del té en su taza.

—No estoy seguro de que nadie conozca bien a Julia. Siempre fue una niña callada. Allí donde Matthew se metía de lleno, Julia simplemente miraba y escuchaba. Esto hacía que una respuesta de ella, si bien rara, fuera tanto más encantadora, y cuando se interesaba por algo parecía un interés genuino, no un mero entusiasmo transitorio.

—¿Y luego?

—Ella me habló, claro, durante su enfermedad. Pero era un batiburrillo, desvaríos infantiles. Y cuando se recuperó se encerró en sí misma. La única vez que volví a ver a la niña que había sido fue en el día de su boda. Tenía ese resplandor que tienen casi todas las novias el día de su boda y que la suavizaba. —Con tono afectuoso, la sonrisa del vicario invitaba a ser comprensivo.

—Casi lo puedo imaginar —Kincaid pensó en la sonrisa que había visto cuando Julia les había abierto la puerta pensando que era Plummy quien venía—. ¿Dice que los casó? Pero pensaba...

—Connor era católico, sí. Pero no era practicante y Julia prefería casarse aquí, en St. Barts. —Señaló con la cabeza la iglesia cuyo característico doble campanario era apenas visible al otro lado del sendero—. Orienté tanto a Connor como a Julia antes de la boda y debo decir que ya entonces tenía mis dudas.

—¿Por qué? —Kincaid había empezado a tener muy buena opinión de las percepciones del vicario.

—De alguna extraña manera me recordaba a Matthew, o Matthew si hubiera llegado a ser adulto. No sé si puedo explicarlo... Era quizás demasiado superficial para mi gusto. Con un encanto tan extrovertido es a veces difícil saber lo que pasa por debajo de la superficie. Una unión desafortunada, en cualquier caso.

—Por lo visto —coincidió con ironía Kincaid—. Pero estoy algo confundido. ¿Quién no quiere conceder el divorcio a quién? Desde luego Julia parece haber llegado a sentir aversión por Connor. —Hizo una pausa, ponderando sus palabras—. ¿Cree usted que podría haberlo matado, vicario? ¿Es capaz de ello?

—Todos llevamos la semilla de la violencia en nosotros, señor Kincaid. Lo que siempre me ha fascinado es el precario equilibrio que la sostiene. ¿Qué factor provoca que una persona cruce la frontera y otra no? —Los ojos de Mead contenían una sabiduría acumulada durante toda una vida de observar lo mejor y lo peor del comportamiento humano. Y a Kincaid se le ocurrió que sus vocaciones no eran tan diferentes. El vicario parpadeó y continuó—: Pero para contestar a su pregunta le diré que no, no creo que Julia sea capaz de matar a nadie, sin importar las circunstancias.

—¿Por qué dice «nadie»? —preguntó Kincaid, desconcertado.

—Sólo porque hubo rumores cuando murió Matthew, y acabará oyéndolos si rebusca entre las piedras durante el tiempo suficiente. Las acusaciones a la cara pueden haber sido refutables, no así los cuchicheos a espaldas de ella.

—¿Qué decían quienes cuchicheaban? —preguntó Kincaid sabiendo la respuesta de antemano.

Mead suspiró.

—Sólo lo que uno puede esperar, siendo la naturaleza humana como es y sabiendo que estaba celosa de su hermano. Insinuaron que no trató de salvarlo... que incluso lo empujó.

—Entonces, ¿estaba celosa de él?

El vicario se incorporó un poco en su silla y por primera vez sonó algo irascible.

—¡Claro que estaba celosa! Como cualquier niño normal, dadas las circunstancias. —Sus ojos grises sostuvieron la mirada de Kincaid—. Pero también lo quería y jamás hubiera permitido que nada malo le ocurriera. Julia hizo tanto por salvar a su hermano como se podía esperar de una niña de trece años asustada, probablemente más. —Se levantó y empezó a poner los utensilios para el té en la bandeja—. No soy tan temerario como para calificar una tragedia de esta clase como un acto de Dios. Y los accidentes, señor Kincaid, a menudo son incontestables.

Kincaid colocó su tazón con cuidado en la bandeja mientras decía:

—Gracias, vicario. Ha sido muy amable.

Mead, con la bandeja en las manos, se quedó mirando por la ventana hacia el cementerio.

—No pretendo comprender cómo funciona el destino. En mi sector a veces es mejor no hacerlo —añadió, y el brillo apareció de nuevo—, pero siempre me lo he preguntado. Los niños cogían normalmente el autobús de la escuela para ir a casa, pero ese día llegaron tarde y tuvieron que ir andando. ¿Qué les hizo retrasarse?