7
Kincaid reorganizó los archivos de su escritorio y se pasó la mano por el pelo hasta dejarlo levantado como una cresta. La tregua de la tarde de domingo en Scotland Yard normalmente proporcionaba el momento perfecto para poner al día los papeles, pero hoy la concentración le eludía. Se desperezó y echó una ojeada a su reloj. Había pasado la hora del té y la repentina sensación de vacío en su estómago le recordó que tampoco había almorzado. Tiró los informes que había logrado terminar en la bandeja de salidas, se levantó y cogió la chaqueta del perchero.
Iría a casa, se encargaría de Sid, volvería a hacer su bolsa de viaje y quizás pediría comida china para llevar. Normalmente la perspectiva lo hubiera satisfecho, pero hoy no había conseguido aliviar la inquietud que lo había perseguido desde que dejó la vicaría y cogió el tren de regreso a Londres. La imagen de Julia se le apareció otra vez. Su cara era más joven, más suave, pero pálida en contraste con el pelo oscuro y mate por la fiebre, y se agitaba desconsolada en la cama, entre las sábanas blancas.
Se preguntó cuánta influencia política ejercían los Asherton y con cuánto cuidado debía andarse.
No fue hasta que salió del garaje de Scotland Yard y entró en Caxton Street que pensó en telefonear otra vez a Gemma. Había llamado varias veces durante la tarde sin poder localizarla, a pesar de que debía de haber acabado el interrogatorio en la ópera hacía horas. Miró el teléfono móvil, pero no lo cogió. Al dar la vuelta por St. James Park se encontró dirigiéndose hacia Islington en lugar de Hampstead. Hacía semanas que Gemma se había mudado al nuevo piso y su algo embarazosa alegría lo intrigaba. Aparecería por sorpresa para ver si por casualidad la encontraba en casa.
Luego recordó el cuidado que puso Gemma en evitar invitarlo a su casa de Leyton, pero trató de no pensar en ello.
* * *
Paró delante de la dirección que le había dado Gemma y estudió la vivienda que tenía delante. Era una construcción victoriana separada, de piedra lisa color miel. Se trataba de una más entre un batiburrillo de casas construidas entre dos de los edificios georgianos en forma de arco que había en Islington. Las dos ventanas en curva captaban la luz del atardecer y una verja de hierro rodeaba el cuidado jardín. En los escalones de la entrada, dos perros negros, grandes, de raza indeterminada lo miraban atentos, preparados para protestar si Kincaid fuera a cruzar los límites de la cancela. Reconoció la descripción que le había hecho Gemma y fue a aparcar el coche en el hueco más cercano. Regresó a pie, siguiendo la pared del jardín.
Las puertas del garaje estaban pintadas en un alegre color amarillo narciso, al igual que la puerta más pequeña a su izquierda. Encima había un discreto número 2 en negro que le confirmó que había dado con la dirección correcta. Llamó a la puerta y al no contestar nadie decidió sentarse en el escalón que llevaba al jardín. Apoyó la espalda contra las barras de la estrecha verja y esperó.
Oyó el coche antes de llegar a verlo.
—Te van a poner una multa si aparcas en la doble línea amarilla —le dijo mientras Gemma abría la puerta.
—No, si bloqueo mi propio garaje. ¿Qué estás haciendo aquí, jefe?
Desabrochó el cinturón de Toby y este trepó por encima de ella, gritando excitado.
—Qué agradable que alguien lo aprecie a uno tanto —dijo Kincaid dando una palmada a Toby. Luego lo cogió en brazos y le alborotó el pelo liso y rubio—. El motor empieza a sonar a metálico —continuó diciéndole a Gemma mientras ella cerraba el Escort.
Hizo una mueca.
—No me lo recuerdes. Al menos no todavía. —Se quedaron mirándose, incómodos; Gemma con un ramo de rosas rosas en el pecho. El silencio se prolongó y aumentó la incomodidad.
¿Por qué había pensado Kincaid que podría cruzar sin consecuencias las barreras que Gemma había levantado tan cuidadosamente? Esta invasión de su intimidad, palpable como una piedra, parecía separarlos.
—Lo siento. No voy a entrar. Es que no te podía localizar y he pensado que podíamos ponernos al día. —Sintiéndose cada vez más contrito, añadió—: Puedo llevaros a ti y a Toby a comer algo.
—No seas bobo. —Buscó las llaves en su bolso—. Entra, por favor. —Gemma abrió la puerta y se retiró, sonriente, para dejarlo pasar. Tommy, chillando, pasó entre los dos como una flecha—. Ésta es mi casa —dijo Gemma, mientras entraba detrás de él.
Su ropa colgaba en un perchero al lado de la puerta. Kincaid rozó un vestido y olió por un instante la fragancia floral del perfume que Gemma llevaba normalmente. Se tomó su tiempo, echando una ojeada con placer, contemplando. Le sorprendió la simplicidad, y sin embargo, de alguna manera, no le sorprendió.
—Te pega —dijo finalmente—. Me gusta.
Gemma se movió como si la acabaran de liberar. Cruzó la habitación hacia la pequeña cocina y llenó de agua un jarrón para las rosas.
—A mi también. Y creo que a Toby también —dijo, señalando con la cabeza hacia su hijo. Éste estaba abriendo los cajones de un banco de debajo de las ventanas que daban al jardín—. Pero esta tarde me he llevado una buena zurra de mi madre. Ella opina que éste no es un sitio adecuado para un niño.
—Al contrario —dijo Kincaid. Paseó por la habitación e inspeccionó con mayor detenimiento—. Hay algo de ingenuo en este espacio, como una casa de muñecas. O la cabina de un barco, donde todo tiene su lugar.
Gemma rió.
—Le he dicho a mi madre que al abuelo le hubiera encantado. Estuvo en la marina. —Colocó las flores en una mesa de centro. El rosa daba una nota de color al negro y gris de la habitación.
—La elección obvia hubiera sido el rojo —dijo Kincaid, sonriendo.
—Demasiado aburrido. —Dos pares de bragas, algo desgastadas y raídas por las gomas, colgaban frente al radiador. Ruborizada, Gemma las cogió rápidamente y las metió en un cajón junto a la cama. Encendió las lámparas y cerró los estores, dejando afuera el jardín en penumbra—. Me voy a cambiar.
—Déjame que os invite. —Seguía sintiéndose obligado a reparar el daño—. A menos que ya tengáis planes —añadió, ofreciendo así una escapatoria fácil—. O podemos tomar una copa rápidamente, nos ponemos al día, y me iré enseguida.
Gemma se quedó de pie un momento, con la chaqueta en una mano y una percha en la otra, mirando alrededor como evaluando las posibilidades.
—No. Hay un Europa justo en la esquina. Compraremos un par de cosas y cocinaremos. —Colgó la chaqueta con decisión y sacó unos tejanos y un suéter del baúl que había junto al perchero.
—¿Aquí? —preguntó Kincaid, echando una ojeada de desconfianza a la cocina.
—Cobarde. Tan sólo se necesita práctica. Ya verás.
* * *
—Tiene sus limitaciones, —admitió Gemma mientras empujaban las sillas hacia la mesa en forma de media luna—. Pero uno se adapta. Y no es que disponga de demasiado tiempo para cocinar cosas elaboradas. —Miró a Kincaid en plan indirecta mientras le llenaba la copa de vino.
—Así es la vida de un poli. De mi no recibirás compasión —le dijo, sonriendo. Pero la realidad es que admiraba su determinación. Con horarios imposibles e impredecibles y los muchos casos acumulados, el departamento era una opción dura para una madre soltera y opinaba que Gemma se lo montaba sorprendentemente bien. Sin embargo, no valía la pena mostrar compasión, ya que a Gemma le irritaba cualquier cosa que se pudiera interpretar como trato especial.
—Salud. —Levantó su copa—. Brindo por tu adaptabilidad. —Cocinaron pasta en el quemador de gas y la sirvieron con salsa preparada, ensalada, una barra de pan francés recién sacado del horno y una botella de un vino tinto bastante decente. No estaba mal para una cocina del tamaño de un armario para utensilios de la limpieza.
—Ah, espera. Casi lo olvidaba. —Gemma se levantó de la silla y rebuscó en su bolso, del que sacó una cassette. La metió en un reproductor que había en un estante encima de la cama y le llevó la caja a Kincaid—. Es Caroline Stowe interpretando a Violeta en La Traviata. Es la última grabación que hizo.
Kincaid escuchó los suaves, casi melancólicos sones de la obertura. Mientras estaban haciendo la compra, le había explicado a Gemma su encuentro con Sharon Doyle y sus visitas a Trevor Simons y el vicario. A su vez Gemma le había relatado sus entrevistas en el Coliseum. Había sido minuciosa como siempre, pero había un elemento adicional en su relato, un interés que iba más allá de los límites del caso.
—Éste es el famoso brindis —dijo Gemma cuando la música cambió—. Alfredo canta sobre su vida despreocupada, antes de conocer a Violeta. —Entusiasmado, Toby aporreó su taza sobre la mesa al compás de la alegre melodía—. Escucha ahora —dijo Gemma bajito—. Es Violeta.
La voz era más sombría y rica de lo que él había esperado e incluso en las primeras estrofas pudo oír su conmovedora potencia. Miró la cara absorta de Gemma.
—Te fascina todo esto, ¿verdad?
Gemma tomó un sorbo de su vino, luego dijo despacio:
—Supongo que sí. Nunca lo hubiera pensado. Pero hay algo... —Apartó la mirada de él y se dedicó a cortar la pasta de Toby en trozos más pequeños.
—No creo haberte visto nunca falta de palabras, Gemma —dijo Kincaid algo divertido—. Normalmente pecas de lo contrario. ¿Qué ocurre?
Levantó la mirada hacia él, apartándose un descarriado cabello color cobre de la mejilla.
—No lo sé. No puedo explicarlo —dijo, pero su mano fue a parar a su pecho en un gesto más elocuente que las palabras.
—¿Lo has comprado hoy? —Kincaid dio un golpecito a la caja de la cassette desde la que lo miraba una Caroline Stowe más joven y cuya delicada belleza se veía acentuada por el traje del siglo diecinueve que vestía.
—En la tienda de regalos de la ENO.
Él le sonrió.
—Eres una conversa, ¿no? Una prosélita. Te diré lo que harás: mañana interrogarás a Caroline Stowe. Seguimos necesitando una explicación más detallada de sus movimientos del jueves por la noche. Así podrás satisfacer tu curiosidad.
—¿Qué hay de la autopsia? —preguntó Gemma mientras limpiaba las manos de Tony con una servilleta—. Esperaba ir contigo. —Dio un cachete a Toby en el trasero cuando le hizo levantarse de la silla y le susurró—: Es hora de dormir, cielo.
Mirándola, Kincaid dijo:
—Puedo ir solo esta vez. Quédate aquí hasta que puedas ver a Tommy Godwin y luego ve a Badger’s End y aborda a Dame Caroline.
Abrió la boca para protestar, pero la cerró de nuevo tras unos segundos y se dedicó a pinchar la ensalada con el tenedor. Asistir a autopsias era una cuestión de honor para Gemma y Kincaid se sorprendió de que no pusiera más objeciones.
—He puesto a los de Thames Valley tras la pista de Kenneth Hicks —dijo, sirviéndose un poco más de vino en la copa.
—¿El corredor de apuestas? ¿Por qué querría deshacerse de su fuente de ingresos? Ahora no va a cobrar nada de Connor Swann.
Kincaid se encogió de hombros.
—Quizás sus jefes querían que fuera un ejemplo, empezar rumores entre los grandes jugadores, del tipo «esto es lo que te espera si no pagas, colega».
Gemma se acabó la pasta y apartó el plato. Luego cogió otro pedazo de pan y lo untó distraídamente con mantequilla.
—Pero él pagaba regularmente. El sueño de un corredor de apuestas, diría yo.
—Puede que tuvieran una discusión acerca de un pago. Quizás Connor descubrió que Kenneth no declaraba todas las ganancias y amenazó con decírselo a su jefe.
—No sabemos que lo hiciera. —Gemma se levantó y empezó a recoger los platos—. En realidad, sabemos muy poca cosa. —Dejó los platos otra vez en la mesa y contó con los dedos—: Necesitamos saber exactamente lo que hizo Connor durante ese día. Sabemos que almorzó en Badger’s End y que iba a encontrarse con alguien, pero no sabemos quién. ¿Por qué vino a Londres? ¿A quién vio en el Coliseum? ¿Adónde fue aquella noche después de volver de Londres? ¿A quién vio entonces?
Kincaid le sonrió.
—Bueno, eso nos indica al menos por dónde comenzar —dijo, y sintió alivio al ver de nuevo en su compañera su actitud combativa.
Después de que Gemma hubiera puesto a Toby a dormir, Kincaid trató de ayudarla a lavar los platos, pero en la cocina no cabía más que uno.
—¿Sardinas? —sugirió mientras se abría paso por detrás de ella para guardar el pan. La coronilla de ella le llegaba justo a la barbilla y de pronto fue consciente de las curvas de su cuerpo. Se dio cuenta de lo fácil que sería poner las manos en sus hombros y sostenerla entre sus brazos. Su cabello le hacía cosquillas en la nariz y dio un paso atrás para estornudar.
Gemma se dio la vuelta y lo miró de una manera que no supo interpretar. Luego dijo, alegremente:
—¿Por qué no te sientas en la silla mientras acabo?
Estudió con recelo el objeto en acero cromado y cuero negro y dijo:
—¿Estás segura de que no es un instrumento de tortura? ¿O una escultura? —Pero cuando se sentó con cuidado en ella, la encontró enormemente cómoda.
Su expresión debió delatarlo porque Gemma se rió y dijo:
—No te fiabas de mí.
Acercó una silla y charlaron amigablemente mientras terminaban el vino. Kincaid se sintió en paz, liberado de la agitada tensión que lo había perturbado antes y reacio a levantarse e irse a casa. Pero cuando vio a Gemma ahogar un bostezo, dijo:
—Nos hemos de levantar temprano los dos. Mejor que me vaya. —Ella no puso objeción alguna.
No fue hasta que se encontró en el coche que se dio cuenta de que no le había dicho nada de Sharon Doyle y sus acusaciones a Julia Swann por el asesinato de su marido. Histeria, pensó, encogiéndose de hombros. No valía la pena explicarlo.
Una vocecilla le recordó que tampoco le había hablado de la enfermedad de Julia tras la muerte de su hermano y su única excusa para esta omisión era que dar a conocer la historia del vicario apestaba a traición de tal manera que no podía explicarlo.
* * *
Los bastidores del Coliseum deberían de haber preparado a Gemma para la Lilian Baylis House. Pero la descripción de Alison la había inducido a error. «Una casa vieja, grande y de difícil acceso. Había sido un estudio de grabación de Decca Records». Con esta descripción Gemma imaginó un lugar elegante, con un gran jardín y poblado de viejos fantasmas de estrellas de rock.
Lo de «difícil acceso» había demostrado ser un eufemismo. Ni siquiera su usadísima guía London A to Z le impidió que llegara media hora tarde a su cita con Tommy Godwin. Apareció nerviosa, con los cabellos escapándosele del clip y apenas sin aliento tras haber corrido tres manzanas desde el único aparcamiento disponible. Notó como empezaba a salirle una ampolla justo donde su nuevo zapato rozaba con el talón.
El cartel azul oscuro con las iniciales ENO identificaban claramente la casa y fue una suerte porque no se parecía en nada a la fantasía de Gemma. Era una casa cuadrada, pesada, de ladrillos rojos oscurecidos por el hollín. Estaba encajonada entre una tintorería y un taller de repuestos de automóvil en una bulliciosa calle comercial que salía de Finchley Road.
Ahogó el pensamiento de que ahora no estaría en tal lío si se hubiera concentrado en conducir en lugar de pensar en la visita de Kincaid a su casa. Se arregló el pelo y abrió la puerta.
Un hombre estaba apoyado contra la jamba de la puerta del cubículo de recepción y charlaba con una joven en tejanos.
—Vaya —dijo él, poniéndose derecho y estrechándole la mano a Gemma—, veo que después de todo no tendremos que llamar a sus colegas para que salgan en su busca, sargento. Sargento James, ¿no? —La miró de reojo, como si estuviera asegurándose de no cometer ningún error—. Por su aspecto deduzco que ha tenido algunos problemas para llegar aquí. —Mientras la joven entregaba a Gemma una tabla similar a la que Danny utilizó en el Coliseum, él la estudió y meneó la cabeza—. Deberías haberla avisado, Sheila. No se puede pedir ni siquiera a la policía de Londres que sepa orientarse sin problemas por la selva que hay al norte de Finchley Road.
—Ha sido espantoso —dijo Gemma agradecida—. Sabía dónde se encontraban sus oficinas pero no podía llegar aquí desde donde estaba, no sé si me entiende. No estoy segura de cómo lo he conseguido.
—Seguro que desea ir a arreglarse —dijo él—, antes de tenerme a su merced. Por cierto, soy Tommy Godwin.
—Lo he imaginado —replicó Gemma, escapando agradecida al baño. Una vez a salvo tras la puerta examinó consternada su reflejo en el moteado espejo. Su traje azul marino, lo mejor de Marks and Spencer, podía considerarse ropa de beneficencia al lado de la informal elegancia de Tommy Godwin. Todo en el hombre, desde la seda de su americana al cálido brillo de sus zapatos de cuero sin cordones, indicaba buen gusto y el dinero gastado para satisfacerlo. Incluso su cuerpo alto y delgado se prestaba a ello, y su pelo rubio y encanecido llevaba un corte elegante y caro. Un toque de pintalabios y un peine poco podían ofrecer a modo de defensa, pero Gemma se las arregló como mejor pudo, luego se enderezó y salió a ponerse al frente del interrogatorio.
Lo encontró en la misma pose relajada que antes.
—Bien, sargento, ¿se encuentra mejor?
—Mucho mejor, gracias. ¿Hay algún sitio donde podamos hablar?
—Le puedo ofrecer cinco minutos ininterrumpidos en mi oficina. Escalera arriba, si no le importa. —La dirigió con un leve toque de la mano en su espalda. De nuevo, Gemma sintió que su oponente se había mostrado más hábil—. Ésta es oficialmente la oficina de compras, territorio del coordinador de vestuario —continuó, conduciéndola por una puerta que había al final de las escaleras—, pero la usamos todos, como podrá adivinar.
Cada centímetro disponible de la pequeña habitación parecía ocupado: papeles y bocetos de vestidos caían de las mesas de trabajo al suelo, rollos de tela estaban apoyados en las esquinas como viejos borrachos aguantándose unos a otros, y los estantes de las paredes contenían hileras de grandes libros negros.
—Biblias —dijo Godwin, siguiendo su mirada. La cara de Gemma debió de mostrar sorpresa demasiado obviamente, porque él sonrió y añadió—: Así es como se llaman en realidad. Mire. —Pasó el dedo por las encuadernaciones, luego bajó un tomo y lo abrió en la mesa de trabajo—. Escenas de la calle, Kurt Weill. Cada producción del repertorio tiene su propia biblia. Mientras la producción se esté representando, la biblia es observada hasta el más mínimo detalle.
Gemma miró, fascinada, mientras él pasaba las páginas. Las descripciones detalladas de decorados y vestuarios iban acompañadas de bocetos de vivos colores, y cada vestido contaba con las muestras de tela correspondientes. Tocó un trozo de satén rojo pegado junto a un vestido con falda de vuelo.
—Pero pensaba... bueno, que era diferente, nuevo, cada vez que se ponía en escena una ópera.
—Ah, no, querida. Las producciones a veces permanecen en el repertorio durante diez o quince años y a menudo se prestan a otras compañías. Esta producción, por ejemplo —dio un toque a la página— tiene unos cuantos años, pero si se ha de representar el año próximo en Milán o Santa Fe, su sección de vestuario será responsable de conseguir esta tela exacta, hasta el número de lote de tintura, si es posible. —Cerró con cuidado el libro. Se sentó en el borde de un taburete de dibujo y cruzó las largas piernas, mostrando la perfección de la raya de su pantalón. Hay algunos directores prometedores que insisten en que un espectáculo que han creado ellos no sea representado sin ellos, sin importar dónde se represente. La mayoría son unos advenedizos.
Gemma hizo un gran esfuerzo por resistirse a la fascinación que ejercían las páginas de colores brillantes y cerró con cuidado el libro.
—Señor Godwin. Por lo que entiendo, asistió el pasado jueves por la noche a la representación del Coliseum.
—¿De nuevo al trabajo, sargento? —Juntó las cejas con sarcasmo—. Bien, si insiste. Sí. Pasé un momento. Es una nueva producción y me gusta no perder detalle, asegurarme de que ninguno de los primeros cantantes necesite un punto por aquí o meter la tela por allá.
—¿Pasa normalmente a ver a Sir Gerald Asherton después de una representación?
—Veo que ha hecho los deberes, sargento. —Godwin le sonrió encantado, como si fuera él el responsable del ingenio de Gemma—. Gerald estuvo especialmente brillante esa noche. Pensé que era correcto ir a decírselo.
Gemma, cada vez más irritada por la actitud de Tommy Godwin, dijo:
—Señor, estoy aquí por la muerte del yerno de Sir Gerald Asherton, como bien sabrá. Tengo entendido que conoce a la familia desde hace años. Bajo estas circunstancias creo que su actitud resulta algo displicente, ¿no cree?
Por un momento, Tommy la miró con severidad, su cara inmóvil. Luego la sonrisa volvió a su lugar.
—Estoy seguro de merecer que se me llame la atención por no mostrar suficiente pesar, sargento —chasqueó la lengua—. Conozco a Gerald y Caroline desde que los tres llevábamos pañales. —Hizo una pausa y arqueó una ceja al ver la cara de incredulidad de Gemma—. Bueno, al menos en el caso de Julia es verdad. En aquellos días yo era el último mono. Era asistente júnior de la cortadora de trajes de mujer. Ahora son necesarios tres años de escuela de diseño para ser apto para el trabajo. Pero en aquellos días la mayoría de nosotros se topaba con el puesto. Mi madre era modista. A los diez años ya me conocía una máquina de coser al dedillo.
Si ése era el caso, realmente había hecho un gran trabajo adquiriendo ese barniz de sofisticación de clase media alta, pensó Gemma. Su sorpresa debió de ser aparente porque él le sonrió y añadió:
—También tenía talento para copiar, sargento, e hice buen uso de él. Los asistentes júnior de los cortadores no prueban los vestidos de los primeros cantantes. Pero a veces se les permite hacerlo con los de los papeles menores, los nombres del pasado y las nuevas promesas. Caro era una novata en aquellos días, todavía demasiado joven para controlar con dominio ese maravilloso talento natural, pero estaba llena de potencial. Gerald la descubrió en el coro y la convirtió en su protegida. Él es trece años mayor que ella, ¿lo sabía, sargento? —Godwin inclinó la cabeza y miró a Gemma con desaprobación, como para asegurarse de que captaba toda la atención de su alumna—. Él tenía una reputación que proteger y, caramba, las malas lenguas no pararon cuando se casó con ella.
—Pero, pensaba...
—Nadie lo recuerda ahora, claro. Hace mucho tiempo de esto, querida, y sus títulos no habían sido ni siquiera concebidos.
El toque de cansancio en su voz provocó la curiosidad de Gemma.
—¿Es así como conoció a Caroline? ¿Probándole sus vestidos?
—Muy astuta, sargento. Para entonces Caro ya se había casado con Gerald y tuvo a Julia. A veces la traía a las pruebas, para que la mimaran y babearan con ella. Incluso entonces Julia demostró ser poco impresionable.
—¿Impresionable por qué, señor Godwin? No sé si le sigo.
—Me refiero a la música en general, querida, y concretamente a todo ese mundillo raído y rimbombante de la ópera. —Bajó del taburete y se dirigió a la ventana, donde se quedó de pie, con las manos en los bolsillos, mirando hacia la calle—. Es como un bicho, un virus, y pienso que algunas personas tienen cierta predisposición a cogerlo. Quizás sea genético. —Se dio la vuelta y la miró—. ¿Qué opina, sargento?
Gemma tocó los bocetos de los vestidos que había sueltos encima de la mesa y pensó en el escalofrío que notó cuando escuchó la apoteosis final de La Traviata por primera vez.
—¿Esta... predisposición no tiene nada que ver con la educación que uno ha recibido?
—Desde luego, no en mi caso. Aunque a mi madre le gustaban las orquestas de baile durante la guerra. —Con las manos todavía en los bolsillos, Tommy dio un paso de baile con bastante gracia. Miró a Gemma de reojo—. Siempre imaginé que había sido concebido después de una noche pasada bailando al son de Glen Miller o Benny Goodman —añadió con una sonrisa burlona—. En cuanto a Caroline y Gerald, no creo que se les ocurriera siquiera que Julia no hablara su mismo idioma.
—¿Y Matthew?
—Ah, bien. Matthew era una historia totalmente distinta. —Se volvió a dar la vuelta mientras hablaba. Luego quedó en silencio, mirando por la ventana.
¿Por qué, se preguntó Gemma, se encontraba con este muro de silencio cada vez que sacaba a Matthew Asherton a colación? Se acordó de las palabras de Vivian Plumley: «No hablamos de esto» y le pareció que el paso de veinte años debería de haber proporcionado un mayor consuelo.
—Nada fue igual después de que Caro dejara la compañía —dijo Godwin en voz baja. Se volvió hacia Gemma—. ¿No es eso lo que siempre se dice, sargento, que los mejores años de uno sólo son reconocidos en retrospectiva?
—No sabría decírselo, señor. Me parece un poco cínico.
—Ah, pero se contradice, sargento. Puedo ver que tiene una opinión.
—Señor Godwin —dijo Gemma bruscamente—, mi opinión no es la cuestión. ¿De qué hablaron usted y Sir Gerald el pasado jueves por la noche?
—Sólo los típicos cumplidos. Para ser sincero, no me acuerdo. No creo que estuviera allí más de cinco o diez minutos. —Regresó al taburete y se apoyó al borde del asiento—. Descanse un poco, sargento. Volverá a la comisaría y me acusará de tener unos modales espantosos.
Gemma permaneció firme en su sitio, con la espalda contra la mesa de trabajo. Este interrogatorio le estaba resultando suficientemente difícil para encima tener que llevarlo a cabo con los ojos a la altura de la elegante hebilla del cinturón de Tommy Godwin.
—Estoy bien, señor. ¿Parecía Sir Gerald disgustado, o se comportó de forma poco usual?
Miró de reojo y dijo con leve sarcasmo:
—¿Como si hubiera estado bailando con la pantalla de una lámpara en la cabeza? De verdad, sargento, parecía el tipo de siempre. Aún estaba lleno de energía por la representación, pero eso era de esperar.
—¿Había bebido?
—Tomamos una copa. Pero es costumbre de Sir Gerald tener una botella de whisky de malta en su camerino para cuando vienen invitados. Pero no puedo decir que lo haya visto mal por eso. El jueves por la noche no fue una excepción.
—¿Y abandonó el teatro tras la copa con Sir Gerald, señor Godwin?
—No directamente. Hablé brevemente con una de las chicas de la sección de Vestuario. —Las monedas de su bolsillo tintinearon suavemente cuando cambió de postura.
—¿Durante cuánto tiempo? ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Recuerda a qué hora firmó su salida en la hoja de registro?
—En realidad no, sargento. —Agachó la cabeza tan tímidamente como un escolar haciendo novillos—. Me refiero a lo de firmar. Porque no había firmado al entrar y eso está muy mal visto.
—¿No firmó al entrar? Pensaba que era obligatorio para todo el mundo.
—Teóricamente. Pero esto no es una prisión de alta seguridad. Debo admitir que no me sentía demasiado sociable cuando llegué el jueves por la noche. Cuando entré al vestíbulo la representación ya había empezado, de modo que le hice una señal a uno de los acomodadores y me quedé al fondo, de pie. —Sonrió a Gemma—. He pasado gran parte de mi vida laboral de pie, supongo, para sentirme cómodo quedándome en una sola posición durante largo rato. —Y para demostrarlo, abandonó el taburete y se quedó de pie cerca de Gemma. Levantó una muestra de un tartán de satén de la mesa, lo sopesó, luego pasó los dedos por su superficie—. Esto puede quedar muy bien para Lucia...
—Señor Godwin. Tommy. —Le llamó la atención que Gemma utilizara su nombre. Y por un breve instante ella percibió de nuevo ese silencio tras la cháchara superficial—. ¿Qué hizo cuando terminó la representación?
—Lo que le he dicho, fui directamente a ver a Gerald... —Calló cuando vio a Gemma negar con la cabeza—. Ah, ya veo a qué se refiere. ¿Cómo llegué al camerino de Gerald? Es muy sencillo si uno conoce bien la madriguera, sargento. En el auditorio hay una puerta que lleva al escenario. No está marcada, por supuesto, y dudo que nadie entre el público la note nunca.
—¿Y se marchó del mismo modo? Después de hablar con Sir Gerald y —Gemma paró y buscó en sus notas— con la chica de la sección de Vestuario.
—Acertó a la primera, querida.
—Me sorprende que encontrara las puertas del vestíbulo todavía abiertas.
—Siempre hay unos cuantos rezagados y los acomodadores han de recoger.
—Y supongo que no se acuerda de qué hora era, o si alguien le vio salir —dijo Gemma en tono sarcástico.
Algo contrito, Tommy Godwin dijo:
—Me temo que no, sargento. Pero claro, uno no siempre cuenta con que haya de dar explicaciones a la policía sobre sus movimientos, ¿no?
Determinada a atravesar ese aire de perfecta inocencia, Gemma lo apretó algo más agresivamente.
—¿Qué hizo cuando dejó el teatro, Tommy?
Apoyó una cadera contra el borde de la mesa de trabajo y cruzó los brazos.
—Me fui a casa, a mi piso de Highgate. ¿Qué más, sargento?
—¿Solo?
—Vivo solo, exceptuando mi gata, pero estoy seguro de que ella responderá por mí. Se llama Salomé, por cierto, y debo decir que le pega...
—¿A qué hora llegó a casa? ¿Por casualidad lo recuerda?
—De hecho sí. —Hizo una pausa y le sonrió, como esperando palabras de elogio—. Tengo un reloj de pie y recuerdo oír dar la hora poco después de llegar, de modo que debió ser antes de medianoche.
Estaba en punto muerto. Él no podía demostrar su declaración, pero sin más pruebas ella no tenía modo de refutarla. Gemma lo miró fijamente, preguntándose qué habría bajo ese convincente aspecto.
—Necesitaré su dirección, señor Godwin, así como el nombre de la persona con quien habló después de ver a Sir Gerald. —Arrancó una página de su cuaderno de notas y miró mientras Tommy Godwin escribía la información con su cuidada caligrafía de zurdo. Repasó mentalmente la entrevista y se dio cuenta de qué era lo que le había estado fastidiando y lo hábilmente que Tommy Godwin lo había esquivado.
—¿Conocía bien a Connor Swann, señor Godwin? Nunca lo ha mencionado.
Tapó con cuidado el bolígrafo de Gemma y se lo devolvió. Luego empezó a doblar el papel en cuadrados perfectos.
—Lo vi de vez en cuando a lo largo de los años, por supuesto. He de confesar que no era santo de mi devoción. No me explico por qué Gerald y Caro continuaron aguantándolo cuando incluso Julia no lo hacía. Pero quizás ellos sabían algo sobre él que yo desconocía. —Arqueó una ceja y obsequió a Gemma con una semisonrisa—. Pero claro, la opinión que tiene uno sobre el carácter de una persona nunca es infalible, ¿no cree, sargento?