1
Duncan Kincaid pudo ver desde la ventanilla del tren los montones de escombros en los jardines traseros y en los ocasionales terrenos municipales. Madera, ramas y ramitas muertas, cajas de cartón prensadas y restos de muebles rotos... cualquier cosa valía para las hogueras de la Noche de Guy Fawkes [2]. Trató inútilmente de limpiar el mugriento cristal de la ventana con la manga de su chaqueta, esperando así ver mejor uno de los especialmente espléndidos monumentos a la negligencia británica... Luego se acomodó en su asiento y suspiró. La fina llovizna combinada con el estándar de limpieza de los ferrocarriles británicos reducía la visibilidad a unos pocos cientos de metros.
El tren aminoró la marcha al acercarse a High Wycombe. Kincaid se levantó y se estiró, luego recogió su abrigo y maletín del portaequipajes. Había ido directamente a St. Marleybone desde Scotland Yard sin olvidar el equipo de emergencia que guardaba en la oficina: una camisa limpia, artículos de tocador, cuchilla de afeitar, lo estrictamente imprescindible para responder a una llamada inesperada. Y la mayoría de llamadas tenían más interés que ésta: un favor político del comisionado asistente para un antiguo compañero de escuela en una situación delicada. Kincaid hizo una mueca. Prefería un cuerpo sin identificar en medio de un campo.
Se tambaleó al dar el tren una sacudida y frenar. Se agachó para escudriñar a través de la ventana. Recorrió con la vista el aparcamiento en busca de su escolta. El coche camuflado —la línea era inconfundible, incluso bajo la creciente lluvia— estaba aparcado junto al andén, con las luces de estacionamiento encendidas y una nube gris saliendo por el tubo de escape.
Daba la impresión de que habían llamado a la caballería para dar la bienvenida al chico rubio de Scotland Yard.
—Jack Makepeace. Sargento Makepeace. Del CID [3] de Thames Valley —Makepeace sonrió, mostrando unos dientes amarillentos bajo el bigote rubio rojizo—. Me alegro de conocerlo, señor. —Su manaza estrechó la de Kincaid, luego cogió el maletín y lo lanzó al maletero del coche—. Suba y hablaremos por el camino.
El interior del coche olía a tabaco y lana húmeda. Kincaid abrió un poco su ventanilla, luego se volvió un poco para poder ver a su compañero. El poco pelo que tenía era del mismo color que el bigote, la pecas cubrían la cara y llegaban a la calva, su nariz grande tenía aspecto desproporcionado, producto de haber sido aplastada... en general no se trataba de una cara atractiva, pero en los ojos azul claro había una mirada sagaz y la voz era inesperadamente suave para un hombre de su tamaño.
Makepeace condujo competentemente por las calles resbaladizas a causa de la lluvia, serpenteando hacia el sur y el oeste hasta cruzar la M40 y dejando atrás las últimas casas adosadas. Miró a Kincaid, como indicación de que ya podían hablar.
—Hábleme del caso, —dijo Kincaid.
—¿Qué sabe?
—No mucho. Y prefiero que empiece por el principio si no le importa.
Makepeace lo miró, abrió la boca como para preguntar algo y luego la cerró. Al cabo de un momento, dijo:
—Está bien. Esta mañana al amanecer, el esclusero de Hambleden, un tal Perry Smith, abrió la compuerta para llenar la esclusa para un viajero madrugador. Un cuerpo pasó por la compuerta y entró en la esclusa. Se llevó un buen susto, como puede imaginar. Llamó a Marlow y ellos enviaron una patrulla y una ambulancia. —Hizo una pausa, redujo al llegar a un cruce, y luego se concentró para adelantar un viejo Morris Minor que subía lentamente por la cuesta—. Lo sacaron del agua y, cuando resultó obvio que el pobre tipo no iba a vomitar el agua y abrir los ojos, nos llamaron a nosotros.
El limpiaparabrisas chirrió contra el cristal seco y Kincaid se dio cuenta de que había dejado de llover. Los campos recién arados se elevaban a ambos lados de la estrecha carretera. La tierra calcárea al descubierto era de un color marrón pálido y este fondo, con las rocas revueltas, parecía una tostada cubierta de pimienta. Hacia el oeste, una hilera de hayas coronaba la colina.
—¿Cómo pudieron identificarlo?
—La cartera del pobre desgraciado estaba en el bolsillo trasero. Connor Swann, treinta y cinco años, cabello castaño, ojos azules, 1 metro 83 de estatura, 76 kilos. Vivía en Henley, unos cuantos kilómetros río arriba.
—Suena a algo que vuestra gente podría haber asumido fácilmente —dijo Kincaid, sin molestarse en esconder su fastidio. Contempló la perspectiva de pasar la tarde de viernes en la zona de Chiltem Hundreds, empapado como las hogueras que había visto preparadas para la Noche de Guy Fawkes, en vez de quedar con Gemma para tomar una cerveza después del trabajo en el pub de Wilfred Street—. El tipo se toma unas copas, sale a caminar un rato por la compuerta, se cae. Bingo.
Makepeace negó con la cabeza.
—Pero es que ésta no es toda la historia, señor Kincaid. Alguien dejó un magnífico par de huellas a cada lado de la garganta. —Con un gesto elocuente, Makepeace levantó ambas manos del volante durante unos segundos—. Parece ser que lo estrangularon.
Kincaid se encogió de hombros.
—Parece una suposición razonable. Pero sigo sin entender por qué merece la intervención de Scotland Yard.
—No se trata de cómo, sino de quién, señor Kincaid. Parece ser que el difunto señor Swann era el yerno de Sir Gerald Asherton, el director de orquesta, y de Dame Caroline Stowe, una cantante de reputación, según creo. —Viendo la cara de perplejidad de Kincaid continuó—. ¿No es amante de la ópera, señor Kincaid?
—¿Y usted? —preguntó Kincaid antes de poder contener su involuntaria sorpresa, sabiendo que no debería haber juzgado los gustos culturales del hombre por su aspecto físico.
—Tengo algunos discos y la miro en la televisión, pero nunca he ido a una representación.
Los anchos campos en pendiente habían dado paso a colinas boscosas y ahora, a medida que la carretera subía, los árboles proliferaban.
—Estamos llegando a Chiltern Hills —dijo Makepeace—. Sir Gerald y Dame Caroline viven un poco más allá, cerca de Fingest. La casa se llama Badger’s End, aunque por su aspecto el nombre no le pega nada. —Salvó una curva muy cerrada tras la cual llegó otra bajada junto a un arroyo rocoso—. Por cierto, le hemos buscado alojamiento en un pub de Fingest, el Chequers. Tiene un jardín trasero, encantador en un día agradable. No es que vaya a tener demasiadas ocasiones de disfrutarlo —añadió, entrecerrando los ojos para ver el cielo que se oscurecía.
Ahora los árboles los rodeaban. Como si de un túnel se tratara, las hojas doradas y cobrizas formaban un arco y una colcha de hojas cubría el suelo. El cielo del atardecer seguía nublado. Sin embargo, debido a algún extraño efecto de la luz, las hojas parecían resplandecer de forma misteriosa, casi fosforescente. Kincaid se preguntó si este encantador efecto había dado lugar a la antigua idea de las «calles cubiertas de oro».
—¿Me va a necesitar? —preguntó Makepeace, rompiendo el hechizo—. Pensaba que se traería refuerzos.
—Gemma vendrá esta noche. Estoy seguro de que hasta entonces podré arreglármelas. —Viendo la cara de incomprensión de Makepeace, añadió—: la sargento Gemma James.
—Mejor su gente que la de Thames Valley —dijo Makepeace en una respuesta que sonaba medio risa y medio gruñido—. Uno de mis jóvenes agentes cometió el error de llamar Lady Asherton a Dame Caroline. El ama de llaves se lo llevó a un lado y le echó una bronca que no olvidará. Le informó de que el título de Dame Caroline es suyo por derecho propio y precede a su título como esposa de Sir Gerald.
Kincaid sonrió.
—Trataré de no meter la pata. ¿Así que también hay un ama de llaves?
—Una tal señora Plumley. Y la viuda, la señora Julia Swann. —Makepeace lo miró de reojo, divertido, y continuó—. Piense lo que quiera. Parece ser que la señora Swann vive en Badger’s End con sus padres, no con su marido.
Antes de que Kincaid pudiera formular una pregunta, Makepeace levantó la mano y dijo:
—Mire. —Giraron a la izquierda y tomaron un sendero empinado, flanqueado por altos taludes y tan estrecho, que las zarzas y las raíces al descubierto rozaban los costados del coche. Había oscurecido de manera apreciable. Bajo los árboles todo era umbrío y estaba en sombras—. A su derecha tiene el valle de Wormsley, aunque sea difícil de ver. —Makepeace lo señaló y, por entre los árboles, Kincaid alcanzó a ver las ondulaciones de los campos en penumbra del valle—. Parece mentira que estemos a tan sólo sesenta kilómetros de Londres, ¿no cree, señor Kincaid? —añadió con orgullo de propietario.
Al llegar al punto más alto del camino Makepeace giró a la izquierda y se metió en la oscuridad del bosque de hayas. La pista continuaba suavemente en bajada y el grueso acolchado de hojas silenciaba las ruedas. Un par de cientos de metros más adelante tomaron una curva y Kincaid vio la casa. La piedra blanca brillaba bajo la oscuridad de los árboles y en las ventanas sin cortinas resplandecía acogedoramente la luz de las lámparas. Supo de inmediato a qué se había referido Makepeace respecto al nombre de la casa. Badger’s End implicaba cierta simplicidad rústica, llana, y esta casa, con sus lisas paredes blancas y sus ventanas y puertas en forma de arco, poseía una presencia elegante, casi eclesiástica.
Makepeace paró el coche en la suave alfombra de hojas, pero dejó el motor en marcha mientras rebuscaba en su bolsillo. Le dio una tarjeta a Kincaid.
—Me voy. Aquí está el número de la comisaría local. Yo estaré ocupado, pero si llama cuando haya terminado alguien lo vendrá a recoger.
Kincaid saludó con la mano mientras Makepeace se alejaba en el coche. Luego se quedó mirando la casa, mientras le invadía el silencio del bosque. Viuda apenada, suegros consternados, un imperativo para la discreción... no era exactamente la fórmula para una noche fácil, o un caso fácil. Tensó los hombros y empezó a caminar.
La puerta principal se abrió y la luz salió a recibirle.
* * *
—Soy Caroline Stowe. Me alegro de que haya venido.
Esta vez la mano que tomó la suya era pequeña y suave. Kincaid contempló la cara que lo miraba desde abajo.
—Duncan Kincaid. Scotland Yard. —Con la mano que tenía libre sacó sus credenciales del bolsillo interior de su chaqueta, pero ella las ignoró, todavía sujetando la mano del comisario entre las suyas.
Kincaid se sintió por un momento desconcertado. En su mente había asociado Dame y ópera con enorme. Caroline Stowe apenas superaba el metro y medio y, aunque su pequeño cuerpo ofrecía ciertas redondeces, de ninguna manera se la podía calificar de gruesa.
Su sorpresa debía de haber resultado obvia porque ella rió y dijo:
—No canto Wagner, señor Kincaid. Mi especialidad es el bel canto. Además, el tamaño no guarda relación con la potencia de la voz. Ésta tiene que ver, entre otras cosas, con el control de la respiración. —Soltó su mano—. Pase. Qué grosería por mi parte dejarlo en el umbral, como si fuera un aprendiz de fontanero.
Mientras ella cerraba la puerta, él miró a su alrededor con interés. Sobre una mesa auxiliar una lámpara iluminaba la entrada, proyectando sombras en el liso suelo de piedra gris. Las paredes eran de un verde grisáceo pálido y estaban desnudas excepto por una pocas acuarelas en marcos dorados que representaban unas voluptuosas mujeres mostrando los senos y tumbadas junto a unas ruinas románicas.
Caroline abrió la puerta de la derecha y se apartó, invitándolo con un gesto a que pasara.
Justo enfrente de la puerta, un fuego ardía en la chimenea. Encima de la repisa se vio a sí mismo, enmarcado en un elaborado espejo —pelo de color castaño, rebelde por la humedad, ojos ojerosos, su color imposible de distinguir desde el otro lado de la habitación. Por debajo de la altura de su hombro sólo era visible la oscura coronilla de Caroline.
Tuvo solamente un instante para hacerse una idea de la habitación. El mismo suelo de pizarra gris, suavizado aquí por unas cuantas alfombras diseminadas; muebles forrados de chintz, cómodos, ligeramente desgastados; un revoltijo de utensilios para té usados en una bandeja... todo eclipsado por un piano de media cola. Su oscura superficie reflejaba la luz de una pequeña lámpara y tras el teclado había una partitura abierta. El banco estaba retirado en ángulo, como si alguien hubiera acabado de tocar.
—Gerald, éste es el comisario Kincaid de Scotland Yard. —Caroline fue a situarse junto al hombre grande y arrugado que se levantaba del sofá—. Señor Kincaid, mi esposo, Sir Gerald Asherton.
—Es un placer conocerlo —dijo Kincaid, sintiendo que la respuesta era poco apropiada mientras la daba. Pero si Caroline insistía en tratar a su visita como si fuera un acontecimiento social, él le haría el juego durante un rato.
—Siéntese. —Sir Gerald recogió un ejemplar del Times del asiento de una butaca y la acercó a una mesilla.
—¿Le apetece un té? —preguntó Caroline—. Hemos terminado justo ahora, así que no es molestia poner agua a hervir otra vez.
Kincaid olisqueó el persistente olor a tostadas y su estómago rugió. Desde donde estaba sentado pudo ver las pinturas que no había visto al entrar en la habitación. También eran acuarelas, y del mismo artista. Pero esta vez las mujeres estaban reclinadas en salones elegantes y sus vestidos tenían el brillo del muaré. Una casa donde se tientan los apetitos, pensó, y dijo:
—No gracias.
—Tome una copa entonces —dijo Sir Gerald—. Ya es hora de tomarse un descanso.
—No, gracias, de verdad. —Qué extraña pareja hacían, de pie uno al lado del otro, cerniéndose sobre Kincaid como si fuera un invitado real. Caroline, que vestía una blusa de seda azul eléctrico y pantalones a medida oscuros, tenía un aspecto cuidado y casi infantil al lado de la mole de su marido.
Sir Gerald obsequió a Kincaid con una gran sonrisa contagiosa que mostraba las rosadas encías.
—Geoffrey lo recomendó sin ninguna reserva, señor Kincaid.
Se debía referir a Geoffrey Menzies-St.John, el comisionado asistente de Kincaid y compañero de colegio de Asherton. Aunque ambos hombres ya tenían cierta edad, todo parecido externo acababa ahí. Pero el comisionado, si bien pulcro y preciso hasta el punto de parecer mojigato, poseía una viva inteligencia, y Kincaid pensó que si Asherton no hubiese compartido esa cualidad, los dos hombres no habrían mantenido el contacto durante todo este tiempo.
Kincaid se inclinó hacia delante e inspiró.
—Por favor, siéntense, los dos, y cuéntenme lo que ha pasado.
Tomaron asiento, obedientes, pero Caroline lo hizo en el borde del sofá, con la espalda recta, alejada del brazo protector de su marido.
—Se trata de Connor, nuestro yerno. Se lo habrán explicado. —Ella lo miró. Sus ojos marrones parecían más oscuros por las dilatadas pupilas—. No lo podemos creer. ¿Por qué querría alguien matar a Connor? No tiene sentido, señor Kincaid.
—Es evidente que necesitaremos recopilar más pruebas antes de poder tratar esto como una investigación oficial por asesinato, Dame Caroline.
—Pero yo pensaba...—empezó a decir, y miró a Kincaid con expresión de impotencia.
—Empecemos por el principio. ¿Era muy querido su yerno? —Kincaid los miró a ambos, incluyendo a Sir Gerald en la pregunta, pero fue Caroline quien respondió.
—Por supuesto. Todos querían a Con. No podías no quererlo.
—¿Se había comportado de forma distinta últimamente? ¿Estaba preocupado o parecía infeliz por alguna razón?
Ella dijo, negando con la cabeza:
—Con siempre fue... simplemente Con. Usted tendría que haber conocido... —Sus ojos se llenaron de lágrimas. Cerró un puño y lo sostuvo en la boca—. Me siento una idiota. No soy dada a ataques de histeria, señor Kincaid. O a ataques de incoherencia. Es el shock, supongo.
Kincaid pensó que su definición de histeria era algo exagerada, pero dijo en tono tranquilizador:
—No tiene importancia, Dame Caroline. ¿Cuándo vio a Connor por última vez?
Ella resolló y se pasó un nudillo por un ojo que quedó todo negro.
—Durante el almuerzo. Ayer vino a comer. Lo hacía a menudo.
—¿También estaba usted aquí, Sir Gerald? —preguntó Kincaid, decidiendo que sólo preguntándole a él directamente obtendría alguna respuesta.
Sir Gerald estaba sentado con la cabeza hacia atrás, tenía los ojos entrecerrados y su desordenada mata de barba gris se le disparaba hacia delante.
—Sí, también estaba aquí.
—¿Y su hija?
Sir Gerald levantó la cabeza al oír la pregunta, pero fue su esposa quien respondió.
—Julia estaba aquí, pero no se unió a nosotros. Normalmente prefiere comer en su estudio.
Cada vez más curioso, pensó Kincaid. El yerno viene a comer, pero su mujer se niega a hacerlo con él.
—¿Así que no saben cuándo su hija lo vio por última vez?
De nuevo hubo una mirada rápida, casi de complicidad, entre los esposos, luego Sir Gerald dijo:
—Esto ha sido muy difícil para Julia. —Sonrió a Kincaid, pero los dedos de su mano jugueteaban con lo que parecían agujeros de polillas en su suéter de lana marrón—. Estoy seguro de que comprenderá que esté algo... irritable.
—¿Su hija está aquí? Me gustaría verla, si es posible. Y me gustaría hablar con ustedes con mayor detenimiento, cuando haya podido examinar sus declaraciones para Thames Valley.
—Por supuesto. Lo llevaré. —Caroline se levantó y Sir Gerald hizo lo propio. Sus expresiones titubeantes divertían a Kincaid. Habían esperado una paliza y ahora no sabían si sentirse aliviados o decepcionados. No tenían de qué preocuparse. Pronto se iría.
—Sir Gerald. —Kincaid se levantó y le estrechó la mano.
Al dirigirse hacia la puerta se fijó de nuevo en las acuarelas. Si bien casi todas las mujeres eran rubias, de delicada piel rosada y labios entreabiertos que mostraban pequeños dientes brillantes, se dio cuenta de que algo en ellas le recordaba a la mujer que caminaba por delante de él.
* * *
—Ésta había sido la habitación de los niños —dijo Caroline. Su respiración se mantenía regular a pesar de haber subido tres tramos de escaleras—. La convertimos en un estudio para ella antes de que se fuera de casa. Supongo que se podría decir que ha sido útil —añadió, mirándolo de refilón, algo que Kincaid no supo cómo interpretar.
Llegaron al último piso de la casa. El vestíbulo estaba exento de adornos y las alfombras estaban algo raídas.
—Lo estará esperando. —Sonrió a Kincaid y lo dejó solo.
Llamó a la puerta, esperó, llamó de nuevo y escuchó, conteniendo la respiración para poder captar cualquier sonido débil. El eco de los pasos de Caroline se había apagado. Oyó una leve tos proveniente de alguno de los pisos inferiores. Golpeó de nuevo la puerta con sus nudillos, vacilando. Luego giró el pomo y entró.
La mujer estaba sentada en un taburete alto, dándole la espalda, con la cabeza inclinada sobre algo que él no podía ver. Cuando Kincaid dijo «eh, hola», se volvió súbitamente hacia él. Vio que sostenía un pincel en la mano.
Julia Swann no es bella. Incluso mientras formulaba este pensamiento, deliberadamente y con naturalidad, pensó que no podía dejar de mirarla. Era más alta, más delgada y más angulosa que su madre. Vestía una camisa blanca con los faldones por fuera de unos tejanos negros estrechos. Ni su figura ni sus maneras mostraban las suaves y redondeadas curvas de su madre. Su media melena negra oscilaba bruscamente cuando movía la cabeza, y acentuaba sus gestos.
Comprendió la intromisión cometida por su postura, como de sobresalto. Lo notó por el inmediatamente reconocible aire de privacidad de la habitación.
—Siento molestarla. Soy Duncan Kincaid, de Scotland Yard. Llamé a la puerta.
—No lo oí. Es decir, supongo que lo oí, pero no presté atención. A menudo no lo hago cuando estoy trabajando. —Incluso su voz no poseía la resonancia aterciopelada de la voz de Caroline. Bajó del taburete secándose las manos en un trozo de trapo—. Soy Julia Swann. Pero usted ya lo sabe, ¿no?
La mano que le ofrecía estaba ligeramente húmeda por el contacto con el trapo, pero la apretó con rapidez y firmeza. Él miró a su alrededor buscando un lugar donde sentarse y sólo vio un sillón más bien raído y con demasiado relleno, el cual lo colocaría varios centímetros por debajo del nivel del taburete. En su lugar eligió apoyarse contra una abarrotada mesa de trabajo.
A pesar de que la habitación era bastante grande —probablemente, pensó, sea el resultado de convertir dos de las habitaciones originales de la casa en una— el desorden se extendía por dondequiera que mirara. Las ventanas, cubiertas con sencillos estores de papel de arroz, eran islas de calma en medio del embrollo, al igual que la mesa alta frente a la que estaba Julia Swann cuando él entró. Su superficie estaba desnuda, excepto por una pieza de plástico blanca salpicada de brillantes manchas de pintura y un tablero de masonita ligeramente incorporado. Antes de que ella volviera a subirse al taburete y le bloqueara la vista, Kincaid alcanzó a ver una hoja de papel blanco sujeto con cinta adhesiva al tablero.
Tras mirar el pincel que todavía tenía en la mano, lo colocó en la mesa situada detrás y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Le ofreció uno a Kincaid, y cuando él negó con la cabeza y dijo:
—No, gracias —ella se encendió uno y lo estudió mientras expulsaba el humo.
—Bien, comisario Kincaid. ¿Es comisario, no? Mamá parecía bastante impresionada por el título, pero, bueno, eso no es raro. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Siento lo de su marido, señora Swann. —Comenzó con una táctica típica para entablar una conversación, aunque sospechaba que su respuesta no iba a ser convencional.
Ella se encogió de hombros y Kincaid pudo ver su movimiento bajo la holgada tela de la camisa. Ésta estaba almidonada con esmero y se cerraba hacia el lado izquierdo. Kincaid se preguntó si sería de su marido.
—Llámeme Julia. Nunca me he acostumbrado a lo de «señora Swann». Siempre me ha hecho pensar en la madre de Con. —Se inclinó hacia él y cogió un cenicero de porcelana barata en el que se leía Visite el desfiladero de Cheddar—. Murió el año pasado. Otro drama del cual no tendremos que ocuparnos.
—¿No le gustaba su suegra? —preguntó Kincaid.
—Era una irlandesa amateur. Pretendía ser más irlandesa que Michael Collins [4]. —Luego añadió, con afecto—: Yo solía decir que su acento aumentaba según lo lejos que se hallara del condado de Cork. —Julia sonrió por primera vez. Era la sonrisa de su padre, inconfundible como una marca, y transformó su cara—. Maggie adoraba a Con. Se habría quedado deshecha. El padre de Con se largó cuando él era un bebé. —Y añadió, levantando de una manera peculiar las comisuras de sus labios, como riendo un chiste privado—: Es decir, si es que alguna vez tuvo padre.
—Por sus padres he tenido la impresión de que usted y su marido ya no vivían juntos.
—Desde... —Abrió los dedos de la mano derecha y tocó sus puntas con el dedo índice izquierdo, al tiempo que movía los labios. Sus dedos eran largos y finos y no llevaba anillos—. Bueno, más de un año.
Kincaid la miró mientras ella apagaba el cigarrillo en el cenicero.
—Un arreglo bastante extraño, si no le importa que se lo diga.
—¿Usted cree, señor Kincaid? A nosotros nos funcionaba.
—¿No tenía planes de divorcio?
Julia encogió los hombros de nuevo, cruzó las esbeltas piernas y comenzó a balancear bruscamente una de ellas.
—No.
La estudió mientras se preguntaba hasta qué punto podría presionarla. Si estaba llorando la muerte de su marido no había duda de que era muy experta en esconderlo. Mientras él la escudriñaba, Julia Swann cambió de posición y se dio una palmadita en el bolsillo de la camisa, como asegurándose de que los cigarrillos no hubieran desaparecido. Él pensó que quizás su armadura no era tan impenetrable.
—¿Siempre fuma tanto? —dijo como si tuviera todo el derecho a preguntar tal cosa.
Ella sonrió y sacó el paquete, agitándolo para sacar un cigarrillo.
Él se dio cuenta de que la camisa blanca no estaba tan inmaculada como había pensado. Una mancha de pintura violeta le cruzaba el pecho.
—¿Se llevaba bien con Connor? ¿Lo veía a menudo?
—Si se refiere a si nos hablábamos, pues sí, lo hacíamos. Pero no éramos lo que se dice los mejores amigos.
—¿Lo vio ayer cuando vino aquí a comer?
—No. Normalmente no hago una pausa para comer cuando estoy trabajando. Echa por tierra mi concentración. —Julia apagó su recién encendido cigarrillo y bajó del taburete—. Lo que usted ha logrado ahora. Más vale que lo deje por hoy. —Recogió un puñado de pinceles y cruzó la habitación hasta un anticuado lavabo con lavamanos y aguamanil—. Ésta es la única desventaja aquí arriba —dijo, por encima del hombro—. No hay agua corriente.
Su cuerpo ya no le bloqueaba la vista y Kincaid se estiró para examinar el papel pegado al tablero de dibujo. Era aproximadamente del tamaño de una página de libro, de textura suave, y presentaba un leve boceto a lápiz de una flor espinosa que no reconoció. Ella había empezado a aplicar puntos de color lavanda y verde, claros, vivos.
—Algarroba con penacho —dijo cuando se dio la vuelta y lo vio mirando su boceto—. Una planta trepadora. Crece en setos. Florece en...
—Julia. —Él interrumpió el torrente de palabras y ella paró, sorprendida por el tono autoritario de su voz—. Su marido murió ayer noche. Su cuerpo fue descubierto esta mañana. ¿Acaso no ha sido eso suficiente para interrumpir su concentración? ¿O su agenda de trabajo?
Julia apartó la mirada. Su cabello negro osciló, tapando su cara. Cuando volvió a girar la cabeza hacia él, sus ojos estaban secos.
—Será mejor que lo entienda, señor Kincaid. Pronto lo sabrá por los demás. Puede que el término «bastardo» fuera inventado para describir a Connor Swann. Y yo lo despreciaba.