Capítulo 38
––¡Así que hemos encontrado a la parejita feliz! ––Gabriel y Aniel abrieron los ojos, saliendo de aquel ensueño. Se levantaron, observando al individuo que tenían delante de ellos. Sácritos.
––Estás tan bella como te recordaba, mi amor ––dijo ese libidinoso, observándolos con detenimiento. Una furia ancestral se alzó con todas sus fuerzas dentro de Gabriel y colocó de inmediato a Aniel por detrás de su cuerpo para protegerla.
––Apártate de ella ––siseó con los ojos rojos de furia. El brillo plateado emanaba con toda intensidad. Ambos guerreros se miraron retándose mientras el ambiente se volvía oscuro, frío y nauseabundo.
Aniel miró alrededor y constató que tres caídos de enorme envergadura acompañaban a Sácritos con los rostros grises y olor acre. Llevaban sobretodos de cuero negro, de seguro para cubrir un arsenal de armas.
Las carcajadas de Sácritos estallaron y provocaron que el cuerpo de Gabriel se tensara de tal manera, que los músculos se volvieron como de piedra. Estaba listo para la batalla.
––Deja que Aniel se vaya.
El gigante volvió a reír. Cuando se calmó, lo miró con el rostro gélido y mortal.
––Sabes muy bien que no. Ella regresará al lugar de dónde nunca debió salir.
Cuando Sácritos dio un paso al frente, Gabriel hizo lo mismo. Se detuvieron al instante, evaluándose.
––Entonces primero deberás matarme. Y no te lo haré fácil, créeme ––advirtió Gabriel con voz ronca de furia.
Aniel se liberó del apretón de Gabriel y se colocó a la par de él, mirando al caído. Alzó la barbilla retándolo.
––Jamás, Sácritos. Y escúchame bien: nunca me tendrás de nuevo en tu poder ––siseó.
––Ah, mi pequeñita, ¿volviste a la vida? Déjame decirte que me tiene sin cuidado lo que digas porque las cosas ya están establecidas.
Gabriel se abalanzó sobre Sácritos, pero Aniel lo retuvo de la muñeca con todas sus fuerzas, tratando de detenerlo.
––¡Espera, Gabriel! ––Y volvió a tirar de él––. ¡Es lo que él está buscando, por el amor de Dios! ––Gabriel se detuvo ante las palabras de su señora álmica, sin quitar la vista de su enemigo. Estaba furibundo. Aniel se dirigió de nuevo a Sácritos.
––Le pertenezco a Gabriel.
El caminante sintió una profunda emoción en su interior cuando escuchó que su mujer defendía la pareja de ellos ante su peor enemigo. Si hubiese sido en otro momento, la hubiera besado y hecho el amor de la manera más salvaje que se hubiese imaginado. Pero aquellas palabras también provocaron que Sácritos estallara de furia.
––Tú eres mía, mujer. Ya es hora de que lo aceptes. ––Miró a Gabriel nuevamente––. Y tú también, desgraciado.
––Déjala en paz y soluciona esto conmigo. Soy el macho que te desafía.
Sácritos lo miro y volvió a reír. Parecía demencial con su aspecto. Un hermosísimo ejemplar corrompido por la desidia y el odio.
––Calma, Gabrielito. Primero quiero mostrarle a mi mujer la sorpresa que tengo para ella.
Cuando Gabriel escuchó aquella frase de la boca de Sácritos, toda su furia y rabia contenida comenzó a eclosionar por las venas de su cuerpo. Mataría a ese tipo como fuera.
––¡Deja ya de querer extorsionarnos y di que quieres! ––le gritó Aniel.
––Pero, querida, ¿es que acaso no te ha quedado claro todavía? ––Se acercó a ella, pero Gabriel volvió a interponerse mirándolo en un claro reto––: A ti ––contestó, sin dejar de observar al caminante––. Porque eres única, mi amor. Única en tu tipo. ––Y clavó los ojos sobre ella––. ¿Sabes los hijos que podremos engendrar? Hermosos, llenos de nuestra energía para destruir la Estirpe de Plata. Un hijo tuyo y mío sería un jefe perfecto, llevaría los genes de la estirpe transformados por la energía de los caídos. Una explosión energética para destruir a estos tipitos plateados. Tú y yo, mi dulce.
––Estás loco ––siseó Aniel.
Gabriel no le perdía pisada al caído con la mirada porque en cualquier momento la lucha se iniciaría y debía estar preparado. Llamó mentalmente a los demás silverwalkers, aunque no estaba seguro de que el mensaje llegara, ya que al haber estado en la multidimensionalidad con Aniel, su energía se había debilitado. Ante esa desventaja, sabía que tenía pocas chances de eliminar a Sácritos y a los otros tres caídos juntos, pero su vida era el precio justo para que Aniel escapara.
––Ya te he dicho que resolvamos esto entre tú y yo, Sácritos. Demuestra que eres un verdadero guerrero y luchemos por Aniel.
––¿Es que acaso nadie piensa que yo tengo algo que decir? ––gritó ella, mirando a su señor álmico.
––¡Pelea conmigo, maldito! ––bramó Gabriel sin responder a la pregunta que su señora álmica hacía. En ese momento solo existía aquel cabrón que quería arrebatársela. Y jamás lo permitiría.
––No, Gabriel. ¡No habrá ninguna pelea! ––tronó Aniel y se volvió hacia Sácritos––. Jamás iré contigo. Amo a este caminante y nunca permitiré que le hagas daño.
Sácritos estalló una vez más en carcajadas, pero con la mirada resentida por sus palabras.
––Ah, ¿sí? ¿Y cómo lo harás? Eres fuerte, mi amor, pero jamás como yo. Sería tan fácil derribarte. ¿O no te acuerdas de cuando estabas en mis manos?
Aniel sintió una punzada en el estómago, mientras volvía a retener al cuerpo de Gabriel al que casi ya no podía controlar. Recordar aquello que el caído le había hecho le dio nuevos bríos.
––Si me llevas contigo, te juro por el alma de mi padre que me mataré.
Sácritos la miró por un instante con detenimiento.
––Si tan brava te crees ––advirtió––, permíteme mostrarte que tengo en mi poder lo que hará que cambies de opinión. ––Aniel y Gabriel lo miraron gélidos, mientras Sácritos daba una señal a los caídos que lo acompañaban y que desaparecieron detrás de la vegetación––. Espera y verás, mi amor. ––Sonrió con los dientes parecidos a los de un vampiro.
Al cabo de unos minutos, los caídos regresaron y unos gritos desgarradores eclipsaron el silencio del momento. Aniel sintió que el pecho se le colapsaba al escuchar aquellos sonidos sepulcrales. Junto con ellos se elevaba un ruido ensordecedor de metal estrellado que provocó que el corazón de Aniel corriera a toda velocidad. Gabriel la tomaba de la mano con fuerza. Los hombres de Sácritos acarreaban una jaula enorme, en la cual se movía de manera frenética un individuo de grandes proporciones, que gritaba y golpeaba el cuerpo musculoso contra los barrotes. El hombre parecía un gorila, de tez bastante oscura y cabellera, barba y uñas tan largas que evidenciaban años de no ser cortadas. Y sus cicatrices… Tenía el aspecto de un ser torturado y olvidado en esa jaula desde hacía mucho tiempo.
Aniel tragó con fuerza. Los gritos se sucedían acompañados de gruñidos furiosos.
––Mira a quién te he traído ––dijo Sácritos y la miró levantando una de sus cejas. Aniel, de repente, supo la verdad. Las rodillas se le doblaron, pero no alcanzó a llegar al suelo ya que Gabriel la retuvo de las axilas y la apoyó contra su pecho.
––No, no. No puede ser. ¡Dime que no es él! ––Empezó a gemir mientras las lágrimas le inundaban el rostro de manera compulsiva.
––¿Quién es, Aniel? ––susurró Gabriel preocupado, sosteniéndola con fuerza.
Sácritos rio observando la reacción de la guardiana.
––Ah, mi querida, ahora pareces perturbada, ¿no?
Aniel se liberó de los brazos de Gabriel lanzándose hacia la jaula, pero este logró retenerla de la cintura desde atrás. Aniel empezó a luchar frenética contra las manos que la rodeaban.
––¡Es él! ¡Suéltame! ––gritaba sin parar de sollozar. Gabriel estaba por completo confundido ante la reacción de Aniel, pero no iba a dejarla acercarse a la jaula con aquel loco adentro. Una nueva ola de celos lo abrazó. Aniel parecía haber enloquecido al ver a ese tipo––. ¡Déjame te he dicho! ––la escuchó gritarle con tal desesperación que lo abrumó. Le clavó las uñas en las manos, pero no cedería.
––¡Primero dime quién es! No te expondré a este loco de nuevo.
––¿Qué has hecho con él? ––chilló Aniel sin contestar, concentrada en el caído con rabia asesina y pateando furiosa hacia adelante––. ¿Qué le has hecho, hijo de puta? ¡Toma mi alma, pero deja la de mi padre en paz!
Un frío helado subió a través de la columna de Gabriel. Ese ser transformado en una bestia salvaje era el padre de Aniel.
«¡Dios!».
––Hace siete años que está en mi poder, gatita. ¿O qué otra cosa creías? Y como puedes ver, va en vías de convertirse en un verdadero caído.
Aniel lloraba desesperada ante la visión de su padre delante de ella. Su amadísimo padre. ¿En qué lo habían convertido? Y allí estaba tan solo, transformado en un monstruo por culpa de ese hijo de puta. Quería matarlo, quería destruirlo, pero las manos poderosas de Gabriel se lo impedían.
Se revolvió furiosa y gritó con todas sus fuerzas.
––¡Déjame, Gabriel! ––Ahora golpeaba las manos que la sujetaban como una cincha.
––¡Pero qué parejita más dichosa! ––Sácritos reía ante la escena que se desplegaba ante él––. Cuidado, Gabriel, que si la sueltas te puede matar de una patada en los huevos. ––Y volvió a reír con fuerza––. Ah, qué lindo será tenerla otra vez en mis brazos. Amo su fuerza y sus garras.
––Estás demente de verdad, cabrón ––bramó Gabriel con voz gélida mientras seguía aferrando con fuerza a Aniel, sin ceder. Se sentía enfermo al captar el dolor de su señora álmica. No soportaba verla expuesta a una nueva crueldad por parte de ese miserable.
––¿Por qué, Sácritos? ––escuchó que Aniel interrogaba iracunda––. ¿Por qué él? Si tú me quieres a mí. ¡Haz conmigo lo que quieras, pero a mi padre déjalo libre!
El corazón de Gabriel se detuvo al escuchar lo que Aniel gritaba a Sácritos. Ese maldito sabía lo que hacía: quería apoderarse de ella al precio que fuera y en ese instante él debía enfrentarse a lo que no sabía cómo podría luchar: el padre de Aniel. Este comenzó a emitir gritos que parecían aullidos al escuchar la voz de Aniel, mientras castigaba con violencia su cuerpo contra los barrotes.
––¡Tómame a mí, no me importa! ¡Pero a él déjalo en paz! ––siguió Aniel gritando, sacudiéndose con todas sus fuerzas mientras sollozaba––. ¡Déjame Gabriel, déjame de una vez!
––Por nada del mundo ––siseó firme.
––¡No puedes retenerme! ¡Es mi padre!
Gabriel sintió que un dolor profundo cubría su alma. Aniel intentaba escapar de él otra vez. Miró a Sácritos con todo el odio visceral que sentía por el hijo de puta y lo desafió nuevamente.
––Escucha, maldito. Lucha contra mí. Si gano, Aniel y su padre vienen conmigo.
Ante estas palabras, Aniel dejó de retorcerse. Sácritos volvió a emitir una sonora carcajada.
––¿Sabes qué? Lo haré porque me tienes los huevos llenos. Aparte, quiero que estés fuera de nuestro circuito. Deseo a Aniel sin que te entrometas todo el tiempo. Te mataré, gusano.
Sácritos miró a uno de los caídos, que se dirigió a Gabriel e intentó sacarle a Aniel de los brazos.
––Ni se te ocurra tocarla ––siseó Gabriel, mientras apartaba a Aniel de los brazos del caído y ponía su propio cuerpo adelante como escudo. Miró a Sácritos. Aún debilitado como estaba, podría llegar a derrotar al desgraciado. Pero este no estaba solo––. ¿Qué garantías hay de que, si gano, nos dejas en paz? ––preguntó––. Da tu palabra aquí frente a tus hombres de que, si te venzo, puedo regresar con Aniel y su padre.
––No hay garantías, Gabriel. Nada que provenga de mí las tiene, salvo el hecho de que te mataré. Tómalo o déjalo.
––Eres un hijo de puta.
––¿Puta mi madre? Creo que sí lo era. ––Y volvió a echarse a reír como un demonio––. ¿Lucharás o te pasarás el día entero defendiendo a la gatita?
Ante un movimiento de cabeza de Sácritos, los tres caídos se lanzaron contra Gabriel para tratar de sacarle una vez más a Aniel de sus brazos, pero este se puso en acción descargando puñetazos y patadas.
––¡Esto era entre tú y yo, desgraciado! ––tronó Gabriel.
––Nunca confíes en mí.
***
Al quedar libre, Aniel se apresuró a correr hacia la jaula de su padre, pero unos brazos de hierro la tomaron de la cintura desde atrás. Otra vez.
––Ah, gatita. Eres mía ––dijo la voz gélida que tanto despreciaba.
Aniel sacó a relucir todas las maniobras que había aprendido en esos siete años y se ensartó en una escaramuza contra el miserable que le había robado a su padre.
Le incrustó un cabezazo en el rostro con todas sus fuerzas, lo que le posibilitó quedar libre al instante, al mismo tiempo que escuchaba un gruñido de dolor. Giró hacia atrás y le propinó una patada en los testículos. Sácritos se dobló en dos y Aniel aprovechó para tomarlo de las solapas de su chaqueta y le descargó dos puñetazos en la cara.
––Por mi padre y por lo que me has hecho, desgraciado ––silbó iracunda.
Sácritos parecía detenido ante semejante paliza. Cuando Aniel tomó envión para patearlo de nuevo, este reaccionó y la tomó del pie para hacerla girar con fuerza, lo que la hizo caer con todo el peso del cuerpo al suelo. Apenas aterrizó, Sácritos se abalanzó sobre ella intentando ponerse a horcajadas, pero ella pateó y se retorció como un gato montés. Las manos de Sácritos intentaban tomarla de las piernas, pero Aniel siguió luchando ciega del odio y la rabia. Un grito de guerra aturdió sus oídos y, al instante siguiente, tenía al mastodonte sobre ella, cabalgándola y tratando de retenerla con el peso de su cuerpo. Aniel se enderezó e intentó golpearlo con la frente, pero Sácritos logró pararla al caer sobre ella y envolverla con los brazos poderosos. Aniel mordió sin remordimiento la carne de su pecho por debajo de la clavícula, y escuchó con satisfacción el grito de dolor de su oponente. Un golpe espantoso cayó sobre su rostro y le hizo ver luces de colores. La fuerza brutal de aquel puño la hizo desplomarse confundida al suelo. Captó el sabor de su propia sangre en la boca. ¿O era la de Sácritos? Y un grito lastimoso le perforó los tímpanos.
«Papá», susurró por dentro. Se revolvió del peso que le impedía llegar hasta su padre y arañó frenética lo que encontró del cuerpo de Sácritos en el camino, pero sus manos fueron detenidas por las otras enormes. Luchó enloquecida, embravecida por los aullidos de su padre.
Logró liberar una de las manos y se aferró al cabello de Sácritos. Tiró de él con toda la furia y escuchó el grito de dolor que el desgraciado emitía. Sintió una satisfacción primaria que duró muy poco, ya que su muñeca fue apresada por la mano asquerosa que trataba de separarla de él. Pero Aniel intensificó el agarre. Le arrancaría la cabellera entera si era necesario, pero ese maldito no se acercaría de nuevo a su padre.
***
Gabriel era un luchador extraordinario, pero esos dos caídos también lo eran. Estaba por completo exhausto por el viaje a la multidimensionalidad, que le había quitado gran parte de las fuerzas. Había vuelto a mandar señales a los demás caminantes, pero, por lo visto, había sido inútil. Necesitaba acabar con sus oponentes de inmediato para ayudar a Aniel, que luchaba encarnizadamente contra Sácritos.
Si bien había logrado eliminar a uno, aún tenía a esos dos que eran implacables. Por el rabillo del ojo vio que Sácritos le encajaba dos ásperos cachetazos a Aniel, lo que generó en él un grito de profunda rabia y desesperación que le dio una inyección extra de adrenalina.
Luchó con mayor ahínco hasta que logró tomar por el cuello a un caído con una mano y darle una patada fulminante en los testículos a otro. Mientras este último caía al suelo doblado en dos, el otro sacó una navaja que intentó clavarle a él en el corazón. Gabriel alcanzó a sujetarle la muñeca y luchó para llevarla en contra del cuerpo de su adversario. Se miraron con furia asesina mientras forcejeaban y medían las fuerzas para ganar la navaja. Pecho contra pecho, danzaron a orillas del arroyo hasta que Gabriel logró tomarse de la nuca del caído y, con brío, le incrustó la frente lo que provocó un quejido de dolor en su oponente, que disminuyó la presión del brazo. Fue lo que necesitaba Gabriel para clavar la navaja en medio del corazón del caído y ganar la pulseada al quebrarle el cuello en medio del vapor que expulsaba de la boca.
Al instante siguiente, una gruesa cadena se enroscó en su cuello. Presionó las manos sobre la cadena para evitar que lo ahogara, mientras se abalanzaba con todas las fuerzas de su cuerpo contra el caído a su espalda y los arrastraba a ambos hacia atrás y al suelo. El caído apretó con más fuerza la cadena alrededor de su cuello, pero Gabriel logró propinarle dos tremendos codazos en las costillas, que se quejaron ante su estallido. Un grito desgarrador salió despedido desde debajo de Gabriel. Tiró de la cadena hacia adelante, la cual cedió con facilidad. El caído había quedado sentido. Se volteó como una luz para caer sobre el cuerpo y comenzar a propinar incontables puñetazos sobre la cara cada vez más desfigurada. La sangre del caído volaba en todas direcciones, mientras Gabriel lo llenaba de golpes. Cuando lo sintió desmayarse, descargó el golpe mortal.
De inmediato giró la cabeza hacia donde provenían los gritos de Aniel y de Sácritos, el cual estaba sosteniendo una lucha con ella por la posesión de su cabellera.
***
Aniel escuchaba el quejido de Sácritos en su oído. Este le aferraba la muñeca con tanta potencia que Aniel pensó que los huesos no resistirían mucho tiempo antes de que se hicieran añicos. El dolor era insoportable, pero no lo soltaría. Sin previo aviso, se vio libre de Sácritos, que salió impelido hacia atrás como si fuera un muñeco de trapo. Lo último que alcanzó a ver antes de levantarse y echar a correr hacia la jaula fue el cuerpo de Gabriel arrojándose sobre el de Sácritos.
Se detuvo a tan solo unos centímetros de los barrotes. No podía creer que ese ser fuera su amadísimo padre. Lo observó y las lágrimas empezaron a afluir sin control. Había sido transformado cruelmente en un monstruo.
Lo miró con detenimiento buscando el contacto de los ojos, pero en ellos no existía el menor reconocimiento de su persona. Solo expulsaban una rabia asesina que paralizó su corazón. Siguió buscándolo con la mirada, pero solo recibió a cambio un aullido de furia más intenso, mientras la baba le caía por las comisuras de los labios. Sus ojos ya no eran plateados sino negros. Negros como la maldad que contenían.
Se secó las lágrimas con el dorso de la mano y se acercó aún más a la jaula.
––Papá, soy yo, Aniel ––susurró. La única respuesta que recibió de él fue una embestida contra los barrotes con una mirada cargada de odio. El corazón se le había paralizado por la pena y el dolor.
Su padre. Lo había creído muerto en todos estos años y Gabriel había tenido razón, ya que jamás lo había tocado. Sus sueños le habían mostrado otra realidad. Era la primera vez que habían revelado algo diferente. Su padre estaba vivo y ella estaba allí para salvarlo––. Soy yo, Aniel, tu hija. ––Este volvió a rugir mientras intentaba agarrarla, pasando las manos por entre las rejas. Aniel se corrió, pero enseguida volvió a mirarlo––. Papá, por favor... ¡reconóceme! ––gritó desesperada, pero su padre rugía aún más fuerte.
Y en medio de aquellos aullidos, Aniel se sintió caer en un abismo oscuro, envuelta en una infinidad de imágenes del pasado. Su padre y su madre abrazándola, jugando con ella, rodeándola de amor. Se vio como una chiquilla montada sobre los hombros de su padre, corriendo por el jardín mientras su madre hacía la comida y reía. Contempló la sonrisa de su padre cuando iba tras su madre para cerrar la puerta de su dormitorio y poder gozar de su amor. O sentado de cuclillas ante ella curando sus heridas cuando se había caído de un árbol y estrellado contra los rosales de su mamá. Sonrió. Abrazos, besos, mimos, aquel era su universo en ese instante, repleto del amor perdido hacía siete años y que nunca había podido recuperar.
Extrañaba tanto aquellos abrazos amorosos. Y a su madre. ¿Dónde estaría? Maia dijo que regresaría por ella después del día de su cumpleaños. Su padre tenía que vivir, ya que su madre regresaría también por él, y de nuevo estarían juntos como familia. Necesitaba recuperar ese amor a cualquier precio.
Volvió a enjugarse las lágrimas con los dedos. Había encontrado el sagrado amor de Gabriel, que la había salvado de toda aquella insania, y estaba a un paso de recuperar a sus padres. Nada la detendría. Y llena del amor que la embriagaba, destrabó el dispositivo que la separaba de su padre. Lo corrió con cuidado y, con el alma llena de esperanza, abrió la puerta de la jaula.
––Papá, eres libre.
Un intenso frío y una insondable oscuridad la envolvieron. Lo que había revivido en sus sueños durante un año y medio había venido finalmente a su encuentro.
***
Los dos machos peleaban en el suelo golpeándose como locos, con toda la furia contenida y sabiendo que uno de ellos estaba demás. Gabriel alcanzó a ver a Aniel cerca de la jaula donde se hallaba encerrado su padre, a quién miraba con desesperación. Tenía que terminar con Sácritos a la brevedad porque temía por ella. Se sentía extenuado, pero no se rendiría. Debía sobrevivir para cuidar y proteger a Aniel. Y estaba a un paso de terminar con toda esta aberración.
Luchó por ponerse a horcajadas sobre Sácritos y comenzó a golpear con los puños su cara enorme. A último momento, el caído logró liberar los pies y con ellos le empujó el pecho por lo que Gabriel salió lanzado hacia atrás para caer de espaldas. Debilitado, Gabriel contempló a Sácritos levantarse y salir corriendo hacia el cadáver de uno de los caídos, al que le palpó el interior del sobretodo desgarrado que llevaba puesto. Con un grito de triunfo, desenfundó una poderosa espada, que levantó frente al rostro. Lo vio venir corriendo directo hacia él con la cara roja de la furia y la sangre. Cuando Sácritos descargó la espada contra su cuerpo, Gabriel lo esquivó rodando para incorporarse de un salto. Se impulsó hacia arriba y giró en el aire con los brazos rodeando sus rodillas para caer por detrás de la espalda de Sácritos. Por el rabillo del ojo vio que Aniel seguía observando a su padre como ida. Debía apresurarse.
Corrió hacia el cuerpo inmóvil de otro de los caídos y encontró lo que buscaba. Sácritos, que venía a la carrera detrás de él, se paró en seco cuando Gabriel giró sobre sus pies y lo enfrentó con otra espada. El macho rio cínicamente, mostrando los dientes afilados, y atacó sin miramientos. Gabriel se agachó y giró sobre su cuerpo, tratando de dar sobre el costado de Sácritos, pero falló. Se lanzaron uno contra el otro creando, con el fragor de los golpes y el roce de las espadas, una melodía mortal. Las hojas chocaban con fiereza y ninguna cedió una milésima de terreno hasta que ambos se enredaron en un abrazo. Sácritos intentó golpear con la empuñadura de su espada el cuello de Gabriel, pero este logró esquivarlo con agilidad y lo empujó para apartarlo. Sácritos volvió a arremeter, pero Gabriel lo esperaba. Cruzaron sus espadas, sin dejar de mirarse con fiereza, hasta que Gabriel logró lanzar al caído hacia atrás. Este trastabilló y casi cayó al suelo, pero, a último momento, logró mantener el equilibrio. Gabriel disparó una nueva estocada, pero Sácritos se agachó tratando de alcanzarlo en el estómago. Con un choque de su espada, logró bloquear la intención del caído. Ambos sudaban y respiraban agitados.
Las fuerzas de Gabriel lo estaban traicionando, pero lo que más lo desesperaba era Aniel. No podía quitar la atención de su enemigo. Ese tipo desprendía el hedor de la muerte por cada uno de sus poros y había llegado el momento de la verdad. Solo rogaba que Aniel usara su cordura y que a él aún le quedaran fuerzas.
Sácritos volvió a la carga y, esta vez, Gabriel cayó sobre una de las rodillas para parar el golpe. Forcejearon de nuevo hasta que el caminante, con todos los músculos tensos y contraídos, logró impulsarse con vigor. Se elevó y empujó el cuerpo que le hacía frente hacia atrás, no sin que antes el filo de la espada de Sácritos le lacerara profundamente el muslo. Gabriel gruñó; la sangre plateada resbalaba por su pierna. Sin respiro y desfalleciente, Gabriel volvió a arremeter y las espadas chocaron incontables veces. Ninguno se rendía.
En el fragor de la lucha, Gabriel logró girar sobre su cuerpo y apoyar la espalda sobre el pecho de Sácritos. Con la empuñadura de la espada golpeó la garganta del gigante, haciendo que este perdiera el aire durante un momento. Maldiciendo, lo vio bajar un tanto la espada, por lo que Gabriel aprovechó para pateársela de la mano. Pero Sácritos adivinó su intención y, en el último instante, giró y alcanzó a darle una estocada en el hombro. Gabriel emitió un grito de dolor mientras observaba cómo su espada salía expulsada hacia un costado del terreno. Su cuerpo resplandecía como el mercurio con el olor a muerte volviéndose más nítido. Escuchó reír al infeliz, de seguro relamiéndose ante lo que sería su éxito. Pero Gabriel era ágil como una gacela. Lo esperó en guardia, con las rodillas flexionadas y los brazos abiertos, y cuando Sácritos lo embistió de nuevo, volvió a tirarse al suelo rodando sobre su cuerpo. Cuando hubo alcanzado la espada, se incorporó en un movimiento y lanzó una serie de estocadas dirigidas hacia distintas partes del cuerpo de Sácritos. Este empezaba también a mostrar síntomas de fatiga, ya que no era tan rápido como Gabriel.
La sinfonía de las espadas cortando el aire continuaba sin pausa. Los guerreros atacaban y se defendían, sabiendo que cualquier error sería el final de uno u otro. Gabriel, con el rostro y cuerpo empapados en sudor y sangre plateada volvió a arremeter contra Sácritos que, en cuclillas, se volteó. Gabriel siguió con su propio cuerpo el giro de Sácritos y logró tajear su espalda, lo que provocó que el caído comenzara a tambalearse. Una patada de Gabriel en la mandíbula lo descolocó aún más violentamente hacia atrás y lo hizo desplomarse al lado de uno de los cuerpos muertos. Esta vez fue el turno de la espada de Sácritos de caer al suelo. Gabriel saltó hacia adelante y la aprisionó con los pies mientras lo observaba gatear hacia atrás. Gabriel avanzó hacia él, no sin antes detectar el brillo de una daga que asomaba por debajo del cuerpo de otro caído que yacía al lado de Sácritos. Dicha daga salió lanzada contra él, directa a su corazón. Gabriel logró correrse a último momento, pero no pudo evitar que se enterrara en su hombro. Se arrancó la daga de un tirón y, en esos milisegundos, la sombra del caído lo envolvió. Cayeron al suelo. Jadeantes, rodaron por el terreno. Sácritos logró colocarse sobre su cuerpo y se aferró a su cuello con las manos. Con el poco aire que le ingresaba en los pulmones, Gabriel logró aprisionar con una mano una de las muñecas del desgraciado, mientras que con la otra palpaba el suelo buscando la espada.
––¡Muere, hijo de puta! ¡Ahora ella es mía! ––lo escuchó vociferar sobre su cara. Ante esa frase, Gabriel renovó las fuerzas. Se hizo de la espada y, de un envión, estoqueó el costado de su oponente. Mientras este se desgañitaba de dolor, Gabriel se lo sacó de encima de un empujón para ponerse de pie. Sácritos hizo lo mismo. Se miraron con furia. Gabriel le hizo una seña para que recuperara el arma. Al punto en que estaban, quería matarlo con el honor de saber que el hijo de puta había estado armado.
Cargaron de nuevo uno contra el otro. Saltaron en el aire con ambas espadas quejándose al chocar. Mientras iban cayendo, la espada de Gabriel danzaba frenética de un lado a otro confundiendo a Sácritos. Ya en el suelo, este lo atacó de un salto, pero, adivinando su intención, Gabriel se arrodilló, y provocó que el caído pasara de largo por encima de su cuerpo. Gabriel se levantó, giró y lo esperó. Emitiendo un grito de rabia ancestral, el guerrero de los ojos como la noche embistió apuntando otra vez a su corazón. Gabriel respondió con un giro vertical de la espada, que acompañó con el de su propio cuerpo, lo cual hizo que Sácritos pasara de nuevo de largo sin tocarlo. Parecían el toro y el matador. Y en ese instante, Gabriel supo que había llegado la gran oportunidad.
Desde atrás saltó a toda velocidad y descargó la espada contra el cuello de Sácritos, seccionándolo en su totalidad. Se quedó mirando un instante el cuerpo sin vida de quien tanto daño les había hecho a todos y un rugido de furia ancestral brotó de su garganta.
Giró de inmediato sobre sus pies en busca de Aniel. Había dejado de olerla. Corrió hacia la jaula, con el más terrible de los presentimientos.
«No, por favor. ¡Dios mío, no!», gritó en su mente. Al ver lo que se erigía ante sus ojos, hizo lo que jamás en sus seiscientos años había hecho: caer de rodillas y gritar.