Capítulo 31

––¡Gabriel! ––Pegó un salto, respondiendo al grito de Triel en los oídos y miró a su alrededor desconcertado. Afuera amanecía y el lado de la cama donde él yacía estaba vacío.

––¿Dónde está Aniel? ––preguntó confundido. Ruryk y Triel lo miraron con los ojos abiertos y desencajados.

––Se ha ido ––siseó Triel.

––¿Qué? ––exclamó saltando como un gato de la cama para buscar la ropa apresurado––. ¿Cuándo, por Dios? ––preguntó con el corazón martillándole a toda velocidad, mientras deslizaba la camiseta por la cabeza.

––No lo sabemos ––contestó Ruryk––. Estábamos con Triel, charlando y divirtiéndonos en la oficina, hasta que decidimos ir a la cocina a buscar unas cervezas. ––Gabriel no los miraba, sino que volaba de una parte a la otra de la habitación, vistiéndose con la ropa que se hallaba tirada. Durante varios días, Aniel y él se habían amado con salvaje desenfreno y el desparramo de las ropas así lo evidenciaba––. Cuando íbamos llegando ––continuó Ruryk el relato––, pudimos escuchar el ruido de papeles proveniente de la biblioteca y decidimos investigar. Cuando abrimos la puerta, nos encontramos con un montón de ellos desparramados en el suelo. Habían caído del escritorio debido a una brisa de aire que entraba desde la ventana abierta. Fuimos de inmediato al cuarto en el que actualmente duermes pensando que quizás estabas allí, pero al no encontrarte dedujimos que seguías en tu habitación con Aniel. Pero aquí estamos y ella tampoco está contigo.

––¿Revisaron el resto de la casa? ––preguntó, mientras se calzaba las zapatillas deportivas.

––Se ha escapado, amigo. Lo siento ––se lamentó Ruryk.

––Pero ¿y la alarma, carajo? ––gritó Gabriel pasándose las manos por la cabellera desordenada.

––Me temo que no la pusimos anoche ––respondió Ruryk con gesto de culpabilidad. Gabriel los miró desencajado.

––¡Imbéciles! ––tronó furioso y se dirigió de inmediato al armario y se enfundó sus pistolas y navajas.

––¿A dónde vas? ––preguntó Triel––. Nosotros iremos contigo.

––Voy solo. Ustedes cuiden la casa.

––¿Y si hay caídos afuera? ¿Cómo lucharás sin ayuda?

––Asumo el riesgo ––. Y sin decir una palabra más, salió a toda prisa tras las huellas de Aniel.

***

Hacía una hora y media que Aniel había abandonado la guarida de los silverwalkers y corriendo sin parar había llegado a una población, desde donde confiaba poder tomar algún medio de transporte a Buenos Aires. ¿De cuánto dinero se había apropiado? Buscó en la mochila y contó los billetes que de milagro había encontrado y robado del cajón de la mesa de la biblioteca. Esperaba que fuera suficiente.

Recorrió las diferentes partes del pueblo, pero había muy poca gente en la calle. Preguntó cómo podía llegar a Buenos Aires y mientras unos no sabían, otros le explicaron que allí no había un sistema de transporte, por lo que tendría que pagar a algún camionero para que la llevara a Ibicuy, donde existía una terminal de ómnibus desde donde podría tomar uno que la condujera hacia Buenos Aires.

Ibicuy. Ya una vez había logrado escapar desde ese lugar y confiaba poder hacerlo de nuevo, pero esta vez sin que la atraparan. Preguntó a diferentes personas sobre la posibilidad de encontrar algún camionero disponible, y la mayoría le sugirió hablar con un tal Carlos Rodríguez. Una joven muy amable, que salía de una panadería, se ofreció a escoltarla hasta la casa en la que el señor Rodríguez vivía y le deseó buena suerte antes de desaparecer.

Aniel tocó el timbre. Eran las siete de la mañana, y rogaba que alguien de la casa estuviese levantado. Volvió a llamar, impaciente, y al cabo de unos minutos abrió la puerta una mujer, que la miró con expresión de pocos amigos.

––¿Sí? ––preguntó hosca.

––Perdón, señora. Busco al señor Carlos Rodríguez. Necesito alquilar sus servicios para que me lleve a la ciudad de Ibicuy.

La mujer cambió el semblante de la cara al instante y una sonrisa la iluminó.

––Por supuesto. Espere un momento, que enseguida viene mi esposo.

La mujer se perdió en el interior de la casa, gritando el nombre del marido. Al poco rato salió un hombre de pelo oscuro, medio grasiento, y bigotes importantes. Se estaba vistiendo con una camiseta blanca sin mangas que venía colocándose por encima del pantalón. Aniel le explicó rápidamente lo que necesitaba y el hombre aceptó gustoso llevarla por un valor acorde al dinero que ella disponía. Luego de darse la mano para cerrar el trato, el hombre la invitó a pasar a la casa. Aniel respiró hondo y entró.

––Póngase cómoda, señorita. Vengo en un momento ––dijo Rodríguez señalando un sofá de colores chillones que resaltaba en la sencilla habitación.

––Gracias ––contestó Aniel con una sonrisa mientras lo observaba desaparecer. No se sentó, sino que fue hacia la ventana para observar el exterior a través de las cortinas, alerta a la posible llegada de algún caído o de Gabriel.

Era agradable observar a los niños ir a la escuela y a la gente dirigirse a sus trabajos. Algunas mujeres volvían apresuradas con pan recién comprado hablando alegremente entre ellas. Otros rostros se mostraban más adustos, sumergidos en sus propios pensamientos, y una pareja de perros de la calle jugaba muy entretenida, indiferente a los coches y a la gente. Aspiró hondo otra vez. El día prometía ser soleado y muy caluroso.

En medio de su abstracción, captó la vibración de las manos y el olor tan deseado que impregnaba su nariz. Absorta, contempló a Gabriel aparecer delante de su vista, manejando un jeep a muy baja velocidad y con la cabeza orientada en dirección hacia la casa de Rodríguez. Llevaba puestos unas gafas de sol que lo hacían lucir siniestro. Aniel se apartó de la ventana de un salto y apoyó la espalda contra la pared, mientras el corazón le galopaba a toda velocidad. ¡Él estaba allí! Sacudió la cabeza, desesperada porque debía irse de inmediato.

––¡Señor Rodríguez! ––llamó apremiada hacia la dirección donde el hombre había desaparecido.

––Espéreme un minuto ––respondió este desde el interior y por la manera en que la voz retumbaba, supuso que se hallaba en el baño.

––¡Necesito irme ya!

Pero Rodríguez no volvía.

––¿Dónde tiene su camión? ––insistió levantando un poco la voz para que el hombre la pudiera escuchar.

––A una cuadra de aquí. Podemos salir por detrás de la casa y vamos a la gasolinera que queda acá a la vuelta nomás. Mi camión está aparcado allí, cargado con jaulas de gallinas que debo entregar hoy. ––Apenas el hombre había dejado de hablar, lo escuchó tirar de la cadena del baño.

«Detrás de la casa. Camión cargado con jaulas de gallinas», repitió de memoria. Esa era la información que ella necesitaba para evitar a Gabriel.

Se asomó de nuevo a la ventana, sigilosa, con las cortinas de por medio y con el corazón golpeteándole frenético. Quizás Gabriel había continuado su camino. Pero, desesperada, lo vio estacionar el jeep delante de la puerta de la casa. Seguramente él sabía que ese hombre alquilaba camiones y había adivinado su estrategia.

Al instante siguiente, el timbre de la casa de Rodríguez retumbó amplificado, haciendo eco en sus oídos. Y luego una sarta de golpes atronó contra la puerta.

––¡Rodríguez! ––gritaba Gabriel––. ¡Sé que ella está aquí!

El aludido apareció a toda velocidad trayendo una llave en la mano, con certeza del camión.

––Pero por el amor de Dios, ¿qué pasa? ¿Qué son esos gritos?

Junto a él iba su mujer, también preocupada ante los golpes que azotaban la puerta de la casa.

––Espéreme, señorita ––pidió Rodríguez apresurado mientras dejaba la llave sobre la mesa del comedor. Pero Aniel lo interceptó en el camino, poniéndose entre él y la puerta.

––Necesito irme ya, señor Rodríguez.

––Pero señorita...

El timbre volvió a sonar y con él los golpes que arreciaban.

––Escúcheme ––insistió Aniel mirando también a la mujer––. ¿Por qué no deja que su mujer atienda la puerta y me lleva a mí a Ibicuy? Ese tipo de ahí afuera me está acosando.

Aniel sabía que Rodríguez podía captar su desesperación, pero no le importó. Estaba al borde de ser atrapada de nuevo por Gabriel y necesitaba contar con cualquier estrategia que la alejara de él. La mujer esperaba impaciente.

––Mire, tome... ––Y sacó con urgencia de la mochila una cantidad extra de dinero, que colocó en las manos de Rodríguez––. Vámonos por atrás.

Aniel lo miraba con tal intensidad que no dejaba lugar a dudas de que hablaba en serio. El timbre sonó de nuevo. Rodríguez dudó, pero al final, y sin dejar de mirar a Aniel, susurró:

––María, atiende tú la puerta, por favor. Yo tengo que llevar a esta señorita a Ibicuy.

––Está bien ––respondió la esposa mientras se refregaba las manos con un repasador.

––Por favor ––suplicó Aniel a la mujer—. Espere unos minutos. ––Y a continuación, miró a Rodríguez. Aniel sabía que tenía unos pocos segundos antes de que María abriera la puerta y hablara con Gabriel––. ¿Vamos? ––preguntó con urgencia sin dejar de mirar al hombre.

En medio de los golpes y gritos de Gabriel, Rodríguez con expresión adusta le ordenó:

––Adelántese. Busco mi sombrero y la alcanzo. Salga por detrás.

Y sin darle lugar a nada, desapareció una vez más en el interior de la casa.

«¡Dios!». Este tipo sí que era lento. Aniel observó a María, que se dirigía hacia la puerta, por lo que perdió la paciencia y actuó. Con agilidad y velocidad, tomó las llaves de la mesa sin que la esposa de Rodríguez se diera cuenta y se las puso en el bolsillo del pantalón. Rogaba que fuesen las del camión. Cuando la mujer ya tenía la mano sobre el picaporte, Aniel le rogó.

––Por favor, deme dos minutos. ––Sin detenerse ni esperar una respuesta, salió corriendo como una saeta hacia el fondo de la casa, atravesando un largo pasillo que comunicaba con una cocina y, a continuación, con el jardín. Su futuro dependía de los minutos que la mujer le otorgara. Si era que lo hacía.

«¡Madre María Santísima!», exclamó para sí. Se estaba robando el camión del pobre Rodríguez.

Escuchó, a sus espaldas y a lo lejos, que María se enzarzaba en algún tipo de conversación acalorada con Gabriel, cuyas voces iban alejándose conforme Aniel aumentaba la distancia de ellas. María había abierto la puerta casi de inmediato. «Maldita», pensó.

Gabriel detectaría enseguida que ella ya no estaba en la casa, por lo que aumentó la velocidad hacia la gasolinera. Encontró el camión de inmediato, ya que era el único que estaba cargado con las jaulas con gallinas. Se subió a toda prisa, colocó la llave esperando que fuera la correcta y, cuando esta giró sin chistar, agradeció a Dios. Le dio arranque dos veces al motor y el enorme bártulo inició su quejido. Sin mirar atrás, Aniel salió a toda marcha camino hacia Ibicuy.

***

––¡Cálmese, por favor! ––María alzaba la voz al hombre enorme que se hallaba del otro lado de la puerta y que la miraba con una expresión casi descompuesta. Parecía retorcer un par de lentes entre los dedos.

––¡Déjeme pasar, por favor! Sé que ella está aquí. Mi nombre es Gabriel Trost y soy el marido de esa mujer que ha huido de mí a la madrugada.

Sabía que no todo era verdad, pero necesitaba que esa gente lo ayudara. Había ido a la casa de Rodríguez imaginándose que Aniel lo buscaría para alquilarle su camión y, al descender del vehículo, lo había excitado el olor a rosas que tanto conocía. Ella estaba en el interior de esa vivienda.

––Disculpe, pero...

Gabriel observó a la mujer que tragaba con dificultad y abría los ojos como dos huevos cuando se quedó mirando la cantidad de billetes que Gabriel extendía ante ella. Saliendo de su trance, la mujer sonrió jubilosamente.

––Adelante, es toda suya.

––Gracias, señora.

Antes de correrse de la puerta para que Gabriel pudiese pasar, María había tomado con rapidez el enorme fajo de billetes mientras vociferaba:

––¡Viejo! ¡Otro cliente!

Gabriel percibió enseguida que el olor de Aniel iba desapareciendo.

––¡Carlos, soy Gabriel! ¿Dónde está la mujer? ––gritó, mientras trataba de olerla de nuevo. Rodríguez apareció con el sombrero puesto y expresión desconfiada.

––Señor Gabriel, gusto de verlo.

––Dime dónde está ella ––ordenó con cara de pocos amigos. Rodríguez y la mujer quedaron paralizados ante el tono de voz imperativo––. O me lo dices o empiezo a buscarla yo mismo. No me importa cuánto tendré que pagarte, pero nada me detendrá ––siseó mientras abría las aletas de la nariz tratando de percibir el aroma de Aniel. Y se dio cuenta de lo que temía––. Ya no está aquí. ¡Mierda! ––bramó y giró para salir a toda prisa hacia el jardín. De allí provenía lo que aún quedaba de su fragancia.

––¡Espere, señor Gabriel! ––exclamó Rodríguez por detrás, pero Gabriel no se detuvo. Adivinó de inmediato que Aniel huía hacia la gasolinera. Se volvió hacia Rodríguez, que venía corriendo tras él, pero a gran distancia.

––¿Cómo es tu camión? ––preguntó a toda voz.

––Normalito. Busque las jaulas de gallinas...

Gabriel no se detuvo esperando que terminase la frase. Salió disparado hacia la gasolinera, a la cual llegó en unos pocos segundos. Buscó frenético entre los camiones, pero el olor se había esfumado. Supo de inmediato que el camión ya no estaba y que Aniel era la responsable.

Maldiciendo por lo bajo, regresó a toda velocidad hacia el jeep. Rodeó la esquina en un suspiro y se montó como un bólido en el vehículo. Cuando iba a apretar el acelerador para salir a toda velocidad, divisó a Rodríguez que venía hacia su dirección, montado en una bicicleta. Venía como un loco, con el rostro desencajado.

––¡Se ha llevado mi camión y mis gallinas! ––vociferaba desesperado.

––Vamos para Ibicuy, Rodríguez. ¡Ya! ––ordenó Gabriel.

***

Hacía veinte minutos que Aniel manejaba y faltaba muy poco para llegar a Ibicuy. Iba a toda la velocidad que el camión de Rodríguez le permitía sin dejar de mirar a cada instante por el espejo retrovisor asegurándose de que Gabriel no iba tras ella.

La idea de Aniel era dejar estacionado el camión en la terminal de ómnibus con la llave puesta, rogando que nadie le robara a Rodríguez ni el bendito camión ni sus gallinas. Se subiría al primer vehículo que saliera a Buenos Aires y, para ello, necesitaba confiar en que Gabriel estuviera demorado. Se sentía con cargo de culpa por los Rodríguez, pero las circunstancias la habían obligado a arrastrar a otras personas en el camino. Y eso no le gustaba nada.

Finalmente se topó con el cartel que anunciaba la entrada al municipio de Ibicuy. Aniel sonrió. Estaba cerca de la ansiada libertad.

«¿Ansiada?», se preguntó. Tragó en seco, sabiendo que debía eliminar las imágenes del hombre que la hacía anhelar sentirse abrazada y besada. Con determinación, apretó el acelerador a fondo e ingresó a Ibicuy a toda velocidad. Divisó a un hombre sentado sobre una motocicleta aparcada y disminuyó la marcha para detenerse a su lado y preguntarle por la estación de ómnibus. El hombre le explicó con detalle el recorrido y, luego de agradecerle con una hermosa sonrisa, Aniel salió a toda marcha.

Este municipio no era muy grande, pero a veces sus calles eran muy transitadas. Ya lo había notado la vez que había escapado de la disco en uno de los jeeps de los caminantes. Hoy había muchos camiones y camionetas que iban y venían, entorpeciendo el tránsito.

Aún faltaba un rato para llegar a la estación, cuando avistó por el espejo retrovisor el jeep de Gabriel, que bajaba a toda marcha por el camino que ella había tomado. A su lado venía Rodríguez con el sombrero puesto. Maldijo por dentro. El jeep de Gabriel era más poderoso que el viejo camión de Rodríguez, por lo que la habían podido encontrar rápido. Aun así, el camión era de tamaño bastante chico, así que era factible manejarlo con cierta agilidad. Aniel pensaba en las pobres gallinas que se habrían visto sacudidas ante semejante carrera y volvió a sentir un terrible sentimiento de culpa. Pero lo erradicó presionando el acelerador a fondo.

¿A dónde iría? Si iba a la estación de ómnibus, Gabriel la detendría de inmediato. Ya debía saber que esa había sido su intención desde el principio. Mientras pensaba qué hacer, se topó con un viejo camión que iba en la misma dirección que ella cerrándole el paso al ser la calle bastante angosta y de doble mano. Encomendándose a Dios, se lanzó a pasar el maldito vehículo. Al mirar por el espejo vio a Gabriel que venía a toda velocidad concentrado en su manejo. Rodríguez gritaba y gesticulaba a su lado, con certeza mortificado por la seguridad de su camión y las gallinas. De repente, apareció de frente un auto, que empezó a tocarle bocina desesperado, ya que el choque sería inminente. Pero el trasto al que Aniel intentaba pasar logró hacerle un espacio al correrse a un lado con una maniobra ágil. Gracias a ello, Aniel logró adelantarse a toda velocidad, aunque no sin evitar tocar el costado de la parte delantera del coche que venía en dirección contraria. Oyó el crash de los metales.

Otra vez utilizó el espejo y, en medio del polvo, divisó que el coche quedaba detenido y atravesado en medio del camino, mientras que el camión que le había dado lugar paraba en medio de la calle, con seguridad para ayudar a su conductor. A su vez, Gabriel y Rodríguez habían quedado detenidos, obstaculizados por los vehículos.

Continuaba a toda marcha, pensando en qué hacer a continuación, cuando alcanzó a ver que Gabriel montaba con su jeep a la acera para traspasar el atolladero. Algunas personas gritaban y señalaban con los brazos al jeep y también en dirección a ella. ¡Ese tipo era imposible!

Aniel maniobró por diferentes calles, algunas pavimentadas y otras cubiertas de broza, hasta que antes de doblar por una esquina, pudo detectar el polvo que levantaba el jeep de Gabriel. Alcanzó a verlo un par de veces con los cabellos aleonados que se agitaban por el viento y la velocidad, dándole un aura de hombre concentrado en atrapar a su presa.

Gabriel había logrado ganar terreno y casi le pisaba los talones. Comenzó a hacerle señas de luces con el jeep y a tocarle bocina. ¿Pensaba que ella se detendría? ¿Todavía no se había dado cuenta de cuán empecinada podía ella llegar a ser?

Mientras seguían enzarzados en la persecución, apareció de súbito un autobús sin pasajeros que parecía descompuesto y que estaba parado en medio de la calle con una camioneta detenida a su lado, pero en el sentido contrario.

––¡Ahora esto también! ––gritó Aniel golpeando el volante con los brazos. Tuvo que parar en seco rezando por que las jaulas siguieran en su lugar. Cuando se detuvo abruptamente, Gabriel tuvo que hacer lo mismo. Este se bajó con agilidad del vehículo y fue hacia ella. Aniel levantó el vidrio con rapidez y trabó las puertas mientras Gabriel golpeaba la ventanilla ordenándole que bajara. Aniel lo miró llena de rabia y, de un movimiento, puso marcha atrás y embistió contra el jeep. Escuchó a Rodríguez gritar exasperado, pero Aniel lo estaba aún más. Volvió a la carga, provocando que las chapas del frente del jeep se doblasen y abollasen al compás del ruido de los hierros que se retorcían. Gabriel se había subido al costado del escaloncito de su puerta e intentaba mantenerse en pie haciendo equilibrio, a la vez que le gritaba que se detuviera. Pero la bravura de los gritos la llenó aún más de rabia. Sin obedecer, puso marcha adelante y atrás en un mismo intervalo de tiempo, arremetiendo de nuevo contra el jeep. Con los movimientos de las estocadas, Gabriel perdió el equilibrio, pero logró mantenerse aferrado al camión. Aniel miró hacia los costados y divisó un hueco entre el autobús detenido y las casas que se perfilaban en la acera. No lo dudó y, tal como Gabriel lo había hecho antes, se lanzó con el camión sobre la acera. Al darse cuenta de su intención, Gabriel se arrojó a un costado ya que no había espacio para el cuerpo de él en aquel hueco. En un primer momento, el vehículo de Rodríguez quedó atascado entre el ómnibus y las casas. Aniel intentó avanzar, al mismo tiempo que escuchaba gritos y golpes a la carrocería, sin éxito. Giró las ruedas y puso marcha atrás y adelante varias veces hasta lograr el ángulo adecuado en la dirección. Ello le permitió desencajar el camión de Rodríguez, aunque no sin antes sentir una vez más el ruido a metales retorciéndose. Y a continuación, pisó el acelerador a fondo, dejando a Gabriel y a Rodríguez atrás.

Antes de doblar la esquina, divisó a Gabriel corriendo por detrás del autobús y la camioneta, seguro que con la intención de subirse al jeep. Tal como sospechaba, al instante la nariz del jeep se asomaba a través del mismo hueco que ella había utilizado.

Mientras trataba de concentrarse otra vez en el camino, aparecieron de una calle vecina dos camionetas Big Cherokees, que se atravesaron por delante de ella. Paró en forma abrupta, consciente de la repentina vibración de su cuerpo, el ardor espantoso de las manos y un poderoso deseo de vomitar. Observó descender de los vehículos a cinco tipos con chaquetas de cuero negro y gafas de sol, armados hasta los dientes. Caídos.

Desesperada, miró hacia atrás, pero no divisó el jeep de Gabriel. Intentó pasar por el costado de las camionetas, pero cinco armas de fuego de gran tamaño apuntaron de inmediato hacia ella.

La carrera había llegado a su fin.

Volvió a mirar por el espejo retrovisor, pero Gabriel había desaparecido. No podía creer que una vez más estuviese a merced de esos sujetos. Los hombres se dirigieron hacia ella con lentitud, sin dejar de apuntarle ni quitarle la mirada de encima (lo supuso), ya que llevaban esas gafas de sol tan horribles). Le hicieron señas para que bajara. Al abrir la puerta de su lado, Aniel la azotó con todas sus fuerzas contra el cuerpo del tipo parado cerca de ella. Escuchando una maldición y un sonido gutural de dolor, lo vio caer de rodillas al suelo. Sin demora, se bajó raudamente del camión para dirigirse hacia la parte trasera, pero dos caídos enormes aparecieron ante ella apuntándole. Mientras se iban acercando como panteras, escuchó desde su espalda la voz que habría querido evitar el resto de su vida. Los huesos se le calaron de frío al oírla.

––¡La quiero viva y sin daño!

Aniel cerró los ojos mientras sus manos parecían dos brasas por la vibración aguda que emitían. No podía ser. Él otra vez no. Permaneció con los ojos cerrados lo que le pareció una eternidad, incapaz de atreverse a abrirlos y volver a ver el rostro del que había escapado durante años.

Todos los sentidos cobraron vida de manera extraordinaria mientras escuchaba los pasos pesados acercarse. Captó el aroma siniestro de aquel cuerpo, la frialdad que lo envolvía como un manto y su falta de cordura. Abrió los ojos de golpe y giró sobre los talones. Ante sí se alzaba la figura descomunal, majestuosa del sujeto que tanto detestaba. Sácritos.

Paralizada y sin poder quitarle los ojos de encima, lo contempló acercarse a ella con el cabello oscuro y largo, los ojos demoníacos y la piel acerada. Y esa sonrisa triunfadora.

Los ojos de Aniel se llenaron de lágrimas. ¡Cómo hubiera deseado tener una navaja para cortarlo en tres pedazos! La miraba como poseído, preso de su propia locura. No dejaba de sonreírle y recorrerle el cuerpo con ojos lascivos mientras se detenía a solo unos pasos de ella.

––Atentos, que esta gata araña.

Los demás caídos rieron ante el comentario de su jefe, pero los cuerpos se tensaron aún más que antes. Sácritos les acababa de avisar que ella podría intentar escapar a costa de lo que fuera. Y de repente se sintió muy chiquita ante este hombre tan enorme. Pero lo más temible era su perversidad, que no tenía límites. Sácritos comenzó a caminar en círculos a su alrededor, sin dejar de observarla y reírse. Aniel no podía articular ningún movimiento. Parecía una estatua de cera.

––Vaya, vaya, querida Aniel. Has crecido y te has transformado en toda una hembra.

Sácritos la miraba hambriento, como si estuviese tratando de violarla con las pupilas. Continuó caminando rodeándola, hasta que alargó la mano y le tomó la punta de un mechón de cabello para fregarlo con suavidad entre los dedos.

––Es como la miel ––susurró el gigante.

Aniel reaccionó al instante y se sacudió, apartando los cabellos del contacto de aquella mano.

***

Gabriel maldecía en voz baja, mientras permanecía escondido en la esquina. En plena persecución de Aniel, había sido testigo de la llegada de las camionetas y la encerrona en la que ella había caído. Él había detenido el vehículo para dar marcha atrás de inmediato y esconderse. No solo debía proteger a Rodríguez de un inminente asesinato, sino que también necesitaba ganar un poco de tiempo para pensar en la manera de salvar a Aniel.

Agradecía haber aplacado a Rodríguez, histérico por su camión, prometiéndole rescatar las gallinas, el vehículo, y pagar todos los gastos de reparación. Al menos, el hombre seguía sentado en el jeep, mudo, y mirando con detenimiento los movimientos de Gabriel. Le hizo señas de permanecer en silencio con el dedo en la boca, ante lo cual Rodríguez asintió.

Gabriel se sentía enfermo de furia y frustración desde que sus amigos lo habían despertado para gritarle en la cara que Aniel había huido. ¡Joder! Lo había hecho después de que él y ella se hubiesen amado como desaforados durante tres días. Había intentado por todos los medios lograr que ella creyese en él, pero era evidente que no lo había logrado. Le había cacheteado sus sentimientos en la cara al huir. Pero en el fondo, sentía que aún había esperanza de que no todo estuviese perdido. En esos tres días de infinita entrega, la había sentido muy cerca de él. ¡No podía estar tan equivocado! Además, y a pesar de todo, él podía comprenderla. Aniel venía escapando de una cruel pesadilla, en la cual había sido despojada de su gente amada, y no se atrevía a depositar su amor en manos de nuevas personas que podrían quererla de verdad. Como él.

Por eso él tendría que luchar contra años de desconfianza, de soledad e inseguridades que a esa altura se habían transformado en parte de la identidad de Aniel. Y no sería fácil. Pero así y todo, estaba seguro de que había logrado resquebrajar algunos de los muros de sus defensas. Aunque necesitaba más tiempo y más hechos para demostrárselo.

Sus pensamientos se interrumpieron cuando vio a Sácritos tomar el pelo de Aniel entre los dedos. Un sentimiento feroz de territorialidad estalló dentro de él y gruñó por lo bajo. Odiaba a ese hijo de puta, que quería a su mujer con fiera intensidad. Lo olía. Era un reto al propio Gabriel y no se detendría hasta rescatar a Aniel de manos de esa mierda. Sácritos se había ganado un rival implacable y no pararía hasta eliminarlo de sus vidas, no solo por la lucha que los caídos y los silverwalkers mantenían desde hacía siglos, sino también por el amor que él sentía por la mujer que el maldito buscaba arrebatarle.

***

Apenas logró apartar los cabellos de los dedos de Sácritos, las manos poderosas de este la tomaron con fiereza de los hombros. Aniel intentó con desesperación librarse de ellas, pero lo único que logró fue que el dolor terrible en los hombros aumentara. La risa asesina de Sácritos y de los demás caídos en los oídos le dio mayor coraje. Intentó patearlo y rasguñarlo, pero no logró moverlo ni un centímetro. En medio de sus propios gritos y las risotadas de los caídos, escuchó el estallido de balas que pasaron silbando cerca de sus oídos. De inmediato, las risas se detuvieron para dar paso a gritos y corridas. Aniel intentó huir, pero los brazos vigorosos de Sácritos, que la envolvían desde atrás, se lo impedían. Intentó zafarse del encierro de acero, pero la solidez del gigante era pavorosa. Como aquella vez. Y Aniel gritó con todas sus fuerzas.

***

Gabriel oyó el grito desesperado de Aniel. Sácritos la tenía atrapada e intentaba subirla a una de las camionetas. Miró a Rodríguez.

––¡Váyase con el jeep y protéjase! ––le ordenó.

Dicho esto y con un ágil movimiento, Gabriel saltó hacia arriba sin esfuerzo y cayó sobre la terraza de la casa que se erigía a su lado, con un Rodríguez que lo miraba con la boca abierta. Corrió en zigzag por la terraza y desde allí descargó el arsenal de armas sobre los cinco caídos, que se resguardaban detrás de una de las camionetas y respondían con toda furia contra él. Observó por el rabillo del ojo que Sácritos seguía luchando con Aniel y parecía tenerla casi a su merced. Contaba con muy poco tiempo, ya que pronto el malnacido lograría reducirla.

Disparó sin respiro a las gomas de la camioneta en la que se resguardaban los caídos, hasta que las llantas estallaron, inutilizándola. No podía disparar a la otra camioneta, debido a que Aniel seguía peleando con Sácritos y disparar podría significar lastimarla.

De súbito, vio a uno de los caídos sacar una bazooka del vehículo y apuntarla directo hacia él. Maldiciendo, Gabriel corrió a toda velocidad y saltó con destreza a la terraza de la casa de al lado, justo cuando las paredes de la primera estallaban hacia todas direcciones. Gabriel contestó con otra barrida de pistolas, cuidando de no tocar a Aniel. En medio de la escaramuza, y sin esperarlo, la vio liberarse de Sácritos y salir corriendo a toda velocidad. Sácritos iba tras ella mientras lo oía gritar a sus hombres impartiendo nuevas órdenes. Ese era el momento de atrapar a los desgraciados y confiaba en que la rapidez de Aniel la alejara de Sácritos.

Gabriel corrió en paralelo a la dirección en la que corría Aniel, saltando las diferentes terrazas que se interponían a su paso y esperando que los cuatro tipos salieran de su escondite para ir tras él.

Y así fue. Los caídos iban por detrás, desparramados en diferentes posiciones y lanzando una nueva lluvia de balas contra él. Gabriel saltaba y rodaba por los techos en todas direcciones, haciendo uso de la agilidad y rapidez propias de la casta, dificultando que las balas de los enemigos dieran en el blanco. De repente, giró sobre los talones y apuntó a tres caídos que tenía a la vista. Una ráfaga de balas salió disparada de sus pistolas, lo que provocó que los tipos cayeran inmóviles sobre el pavimento. Se abalanzó al suelo, cuidadoso de los otros dos que faltaban. Abrió las aletas de la nariz al olerlos. Estaban escondidos detrás de las paredes de distintas viviendas. Pero en ese momento primaba rescatar a su señora álmica.

Apenas se lanzó a toda carrera tras Aniel y Sácritos, escuchó el estruendo de nuevas balas que pasaban a toda velocidad y muy cerca de su cuerpo. Los otros dos caídos habían salido de su agujero y venían tras él. Ante ello, Gabriel se elevó con otro poderoso salto hacia arriba y desde el aire descargó sus pistolas sobre los dos cuerpos que, al instante, caían inútiles al suelo. Apenas tocó pie en el asfalto, Gabriel giró sobre los talones y se encontró con la cruda realidad.

Sácritos aferraba a Aniel con un brazo sobre su pecho y con el otro sujetaba una navaja sobre su garganta. Ambos lo miraban detenidamente, uno con la rabia de la muerte y la otra con desasosiego. Se quedó paralizado, sin mover un músculo de su cuerpo, pero apuntando con las pistolas al maldito.

––Si sigues insistiendo, la mato aquí mismo y delante tuyo ––siseó Sácritos mientras sonreía y mostraba los dientes que parecían colmillos.

––No lo harás, maldito cabrón. La quieres para ti.

––Haz la prueba y veras.

Manteniéndola aferrada, Sácritos alzó a Aniel a unos centímetros del suelo y comenzó a llevarla hacia la camioneta. Aniel miraba a Gabriel sin apartar la vista de él.

––¡Mátalo! ––exclamó en una orden. Pero la adrenalina de Gabriel lo mantenía frío y distante. Las palabras de Aniel habían sumado una mayor dosis y tenía que pensar con cautela. Sabía que si intentaba matar a Sácritos, este podría descargar su furia sobre ella, por lo que debía esperar algún error que cometiera.

Los dos se miraban con odio.

––¡Mátalo! ––repitió Aniel desesperada, pero Gabriel no le contestó. Seguía los movimientos de Sácritos con los ojos como si fueran un escáner, sin dejar de apuntarle. Cuando el tipo llegó al lado de la camioneta y abrió la puerta del acompañante, surgió de la nada el aparatoso bramido del camión de Rodríguez, que venía a gran velocidad, a los tumbos y cargado aún con las gallinas. En un segundo de distracción de Gabriel, al ver que Rodríguez se exponía a ser asesinado, Sácritos tiró a Aniel dentro de la camioneta y esta cayó sobre el asiento del acompañante.

Gabriel disparó, pero Sácritos había adivinado su intención. Agachado, le lanzó una navaja directo al corazón, que Gabriel esquivó tirándose al suelo y rodando sobre su cuerpo. En ese momento llegaba el camión de Rodríguez, que frenó quejumbroso al lado de Gabriel, protegiéndolo. Si bien la heroica acción de Rodríguez lo había ayudado, significó también darle a Sácritos nuevos segundos para lograr cerrar la puerta, subirse a la camioneta y partir a toda velocidad.

Gabriel salió corriendo a toda carrera por detrás del vehículo, que circulaba zigzagueando. Adivinó que Aniel atacaba a Sácritos en el interior. Esa mujer era inquebrantable.

Gabriel redobló sus esfuerzos mientras Rodríguez manejaba por detrás. Logró subirse por la parte trasera del vehículo y fue trepando a la camioneta en su vaivén. Sudando, llegó al techo y gateó para tratar de llegar a la ventanilla de Sácritos. Una ráfaga de balas salió escupida desde el interior de la cabina hacia él, muchas de las cuales dieron en el blanco. Con el cuerpo dolorido Gabriel cayó, como una cortina que se desengancha de un lado de sus sujetadores, al costado de la ventanilla de Sácritos con un brazo aferrado al techo. Tomó envión con las piernas, tratando de nuevo de llegar hasta donde estaba el desgraciado. Su cuerpo le quemaba por la cantidad de balas que habían quedado incrustadas en él. Cuando por fin pudo llegar al lado de Sácritos, intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con traba. Como el vehículo tenía vidrios polarizados, no podía arriesgarse a disparar por temor a herir a Aniel así que, con las fuerzas que aún le quedaban, incrustó un puño sobre la ventanilla que explotó en mil pedazos.

Por detrás de la cara de sorpresa de Sácritos, yacía Aniel desmayada con la cabeza apoyada sobre el vidrio de la ventanilla de su lado. Furioso, Gabriel propinó un puñetazo en la cara enorme del caído, destrozándole un costado del rostro. Sangrando, Sácritos le apuntó con una pistola, pero Gabriel logró derribarla de una palmada y la hizo caer al piso de la camioneta. Con un grito de rabia, se abalanzó sobre el cuello de su enemigo quién, a la vez que manejaba con una mano, trataba de golpearle la cara con el puño de la otra. Gabriel introdujo parte de su cuerpo por la ventanilla. El cuerpo le ardía del dolor, pero lo único que le importaba era rescatar a Aniel. Los ojos y el cuerpo de Gabriel despedían el brillo metálico del mercurio mientras Sácritos chorreaba sangre por la nariz y la boca. En medio de la batalla entre ellos, el caído logró sacar otra navaja que tenía bajo la chaqueta. Gabriel la vio e intentó frenarlo, sujetándole la muñeca con la mano, pero Sácritos logró desviar la navaja no sin antes rasgarle profundamente la mano. Agobiado de dolor, Gabriel volvió a tomarlo del cuello, no sin antes sentir cómo el arma le cortaba el antebrazo. Lleno de ira y con las pocas fuerzas que le quedaban por la pérdida de tanta sangre, Gabriel logró tomarlo de la muñeca de la mano que atacaba y ambos volvieron a forcejear embravecidos. Gabriel logró introducir el cuerpo aún más en el interior de la cabina de la camioneta hasta que Sácritos le propinó un frentazo que lo aturdió. Aprovechando su confusión, percibió cómo la hoja afilada se incrustaba muy hondo en su corazón. Gabriel cayó del camión con toda la fuerza del peso de su cuerpo.

Sácritos miró a través del espejo retrovisor de la camioneta al tipo que manejaba el puto camión y que había parado de golpe para recoger el cuerpo del caminante. Sonrió. Se había sacado de encima a este cabrón. Por ahora. No lo había matado, pero le llevaría unas horas reponerse. Era el tiempo que él necesitaba. Miró a Aniel y un brillo de deseo destelló en sus ojos.

Con una mueca irónica en los labios, aceleró y se perdió en medio del polvo.

***

Abrió los ojos lentamente. El cuerpo le dolía y se sentía pesado. No lograba enfocar con nitidez, y solo veía figuras difusas que se acercaban a su cara. Tardó un rato en darse cuenta de que yacía en su cama rodeado de los otros silverwalkers.

––Así que has vuelto ––dijo la voz de Ruryk desde un costado de la cama.

––¿Cómo te sientes, viejo? ––interrogó Triel desde el otro lado de la penumbra.

––¿Aniel? ––Apenas Gabriel preguntó, vio que Ruryk y Triel se miraban sin emitir una palabra. De repente recordaba todo: la pelea contra Sácritos y su caída al pavimento cuando había intentado rescatar a Aniel––. ¡Se la llevó el hijo de puta! ––exclamó y, al moverse, fue consciente del dolor profundo en el cuerpo, que se cobraba el maltrato al que había sido expuesto en la lucha.

––Rodríguez fue testigo de lo que pasó, Gabriel. Él te trajo aquí y nos ha explicado lo que ha sucedido. Sácritos, en efecto, se llevó a Aniel ––explicó Triel con voz pausada.

Gabriel cerró los ojos no sin antes emitir una fuerte maldición con mucha rabia. Sácritos había logrado atraparla. La persecución de siete años había llegado a su fin para ese cabrón. Pero él no se la haría fácil. Saldría tras ella y la recuperaría.

Gabriel apartó la colcha que lo cubría e intentó levantarse, pero Triel se lo impidió colocando un brazo sobre su torso, aunque sin tocarlo.

––Aún no, Gabriel. No estás fuerte. Debes esperar unas horas más. La reparación de tu cuerpo está ocurriendo a la velocidad adecuada, pero necesitas descansar un poco más para que estés en plena forma para enfrentar lo que se viene.

––Aniel está en manos de ese asesino, Triel. No esperaré ni un minuto más. ––Se levantó de la cama como si las sábanas lo repelieran. Ruryk se adelantó y se detuvo a la par, enfrentándolo con mirada gélida. Ruryk también podía ser tozudo como él.

––Espera hasta la noche, Gabriel. Es lo único que te pedimos. Has perdido mucha sangre. Te hemos sacado treinta y cinco balas del cuerpo más la daga de tu corazón. Date tiempo a recuperarte, o no servirás para nada.

Gabriel no quería escuchar lo que los dos amigos intentaban decirle. No habría nada ni nadie que evitara su decisión. Sorteó a Ruryk, que esta vez no lo detuvo, y buscó el arsenal de armas que llevaría.

Ruryk y Triel se miraron interrogantes y acto seguido ambos asintieron con las cabezas.

––Entonces vamos contigo ––dijo Triel en un murmullo.

––Esto es algo entre Sácritos y yo.

––Sí, pero no puedes entrar solo a su guarida. Nos necesitas. ––Ruryk tomó su teléfono móvil––. Llamaré a alguno de los guardias sustitutos para que vigilen la casa. De todas maneras, no creo que vaya a suceder algo aquí. Los caídos han atrapado a Aniel y lo más probable es que esperen que nosotros vayamos a su lugar.

Gabriel se colocó la chaqueta térmica forrándola con diferentes armas. Triel y Ruryk, por su parte, se dirigieron a sus habitaciones para hacer lo mismo. Estaban en medio de una guerra con los caídos y necesitaban todo el arsenal posible.