Capítulo 32
Buenos Aires
––¿Y qué harás con ella? ––preguntó Gustav observándolo expectante.
––Ya lo sabes.
––¿Estás seguro, Sácritos?
Este lo miró con ojos capaces de congelar a un volcán en erupción. Enderezó el cuerpo sacando pecho ante el comentario de Gustav. No le gustaba nada que su mano derecha le cuestionara sus decisiones, y retener a Aniel era una de sus grandes prioridades. Aquella mujer lo había obnubilado desde la noche en que atacaron su casa, siendo aún una adolescente. Perseguirla había sido reflejo de su propio tormento y lo que había empezado como un juego, se había tornado en una obsesión. Una que lo excitaba y lo dejaba sin aliento.
––En honor a la relación que nos une, Gustav, te diré lo siguiente por última vez: Aniel es mía y se queda conmigo.
––Sabes que ella es la señora álmica del silverwalker ––contestó este sin disimular su preocupación.
––A la mierda con eso ––siseó entre dientes.
Gustav miró a Sácritos con calma, sabiendo que le hablaba más a un niño que a una persona mayor. Así era con él cuando se trataba de hablar de la guardiana del primer símbolo.
––Si tienes intención de adueñarte de ella, solo hay una manera. Y es muy peligrosa.
––No desconozco ningún riesgo, Gustav.
––Sabes que hacerla tuya puede acarrear su muerte.
Sácritos se sentó en la confortable silla de cuero del escritorio de su despacho. Se inclinó hacia atrás mirándolo detenidamente.
––La única posibilidad de convertirla en uno de los nuestros es haciéndola mía.
––Pero no por completo, Sácritos. O la expondrás a ese riesgo innecesario.
––¿Desde cuándo te importa Aniel, Gustav? ––bramó Sácritos disgustado––. Jamás has aprobado lo que me pasa con ella.
––Solo pienso en la organización, Sácritos. Lo demás es tu vida privada.
––Y entonces, ¿qué mierda es lo que te preocupa?
––Transformarla en un caído te llevará tiempo. Has visto lo que ha pasado con….
––¡No me hables de eso! ––gritó arrastrando una de las manos con fiereza por encima de la superficie del escritorio, arrojando hacia todas partes lo que había habido sobre ella.
––Con Aniel podría ser igual ––insistió Gustav con cuidado.
––En ese caso, mi placer será el doble. Domar a esa criatura será mi gran premio y mi mayor venganza. ––Dicho esto, sonrió. Su rostro había pasado de la rabia total a un placer manifiesto––. Y empezaré desde hoy, mi fiel amigo. ––Se levantó de la silla, se acercó a Gustav y le palmeó la espalda––. Y cuando Aniel sea una caída, entonces nada ni nadie se interpondrá entre nosotros. ––Escupió una risotada––. En lugar de ser la señora álmica del silverwalker Gabriel, será la mía.
––Recuerda que en menos de un mes cumple veintitrés años.
Sácritos miró a Gustav con los ojos oscuros y profundos. Sonrió de nuevo y antes de dejar el despacho contestó:
––Razón primordial para empezar con su destino en este mismo instante. ––Y de un portazo salió de la habitación.
Gustav se quedó contemplando la superficie del escritorio y todas las cosas que habían quedado desparramadas en el suelo.
––Espero que no te equivoques, Sácritos ––murmuró.
***
Con pasos apresurados, Sácritos se dirigía a la habitación donde Aniel se hallaba cautiva. Si bien su cara desplegaba una sonrisa de satisfacción, sabía que la victoria absoluta requeriría tiempo y dedicación. Y más de una batalla. Pero no le importaba porque Aniel, al final, sería suya.
A la mierda con el silverwalker y todos los demás. Él se había ganado a la chica después de esos intensos años y nada ni nadie se lo impedirían. La guardiana era la belleza que él había contemplado y deseado desde aquella noche. Los ojos verde mar jamás lo habían abandonado en todo ese tiempo, ni su cabello y sus curvas mágicas. Y para mayor satisfacción, era la protectora del primer símbolo. La información secreta de la Estirpe que en ese momento ellos manejaban había sido obtenida a fuerza de apoteóticas y sangrientas torturas. Mucha sangre se había derramado tras ella y, ahora, ya había salido a la luz.
Apresuró la marcha. Aquel sería el primer encuentro memorable de muchos para que Aniel, de una vez por todas, lo aceptara como su nuevo compañero. Así y todo, no pudo evitar una mueca de rabia y frustración. Sabía que tomarla sexualmente era un riesgo de alto voltaje.
Llegó al cuarto donde la bella durmiente lo esperaba. La polla se le erigía esplendorosa al imaginarse lo que vendría. Pero debería tener cuidado, porque mientras Aniel no fuese una caída, no podría tomarla en su totalidad. Gustav tenía razón. Si lo hiciese, significaría que ella copularía con un macho cuyo ADN su cuerpo no reconocería y, en forma automática, se pondría en acción un fenómeno de autodefensa de la especie que las hembras destinadas a los silverwalkers llevaban en su genética. Y podría morir. Era lo predestinado para los nuevos tiempos: esas mujeres únicas aceptarían solo a los complementos perfectos en una cópula absoluta. Y ese era el hijo de puta de Gabriel Trost. Gruñó furioso.
También existía la posibilidad de que cuando ella cumpliera los años, pudiese sufrir algún tipo de transformación como aquel maldito, casi muerto, había confesado en las cámaras de tortura. Se frotó la barbilla, preocupado. Todo tenía que llevarse a cabo dentro de ese mes: comenzar a transformar a Aniel en una caída y matar al caminante. A medida que Sácritos la hiciera suya, el ADN de Aniel comenzaría de manera gradual a cambiar la codificación de las proteínas por mutaciones que se llevarían a cabo en él, respondiendo a la nueva información que Sácritos le imprimiría con el intercambio energético hecho entre ambos. De a poco la convertiría en su propia señora álmica hasta que fuese por completo suya. Mientras tanto, tendría que esperar para el placer más completo. Sonrió.
Pero ello no evitaría otros placeres que sus cuerpos podrían darse.
***
Aniel sacudió los brazos, histérica, pero no pudo hacer mucho. Sus muñecas estaban apresadas por abrazaderas de hierro contra el respaldar de la cama donde se hallaba acostada.
¿Dónde estaba? Lo último que ella recordaba era haber luchado contra Sácritos en el interior de la camioneta, mientras Gabriel corría tras ellos. Se le hizo un nudo en el estómago al recordarlo. Había ido tras ella y se había enfrentado a los caídos. ¿Habría sobrevivido? Un dolor agudo envolvió su alma, pero sacudió la cabeza tratando de borrar cualquier tipo de imagen del caminante de su cabeza. No podía desfallecer en ese momento y, menos que menos, atormentar a su corazón. Gabriel tenía que ser una anécdota en su vida, así como los caídos.
«Tenemos esta oportunidad que la vida nos da, Aniel. Ayúdame a que no la desperdiciemos», recordó.
––¡Olvídalo! ––se gritó a sí misma mientras cerraba los ojos y, al hacerlo, dos lágrimas caían pesadas por sus mejillas. Apretó la mandíbula y fue consciente de un dolor en ella que la taladraba. El sabor a sangre llenó su paladar. Sácritos la debía de haber noqueado sin ninguna duda. Era fuerte y desconsiderado y recordaba muy bien cómo le había pegado cuando asaltaron la casa de sus padres. Él no había tenido compasión de ella. Era un renegado de la vida, lleno de rabia y recelo, capaz de todo para hacer cumplir su voluntad.
Se pasó la lengua por la parte interior de las mejillas y por los dientes para verificar que todo estaba en orden. Tenía algunas heridas internas en la boca, pero nada que no se curara con el tiempo. Lo que no sabía cómo sanaría sería el tormento que existía en su interior. Todos la buscaban, la querían y pretendían retenerla cuando ella lo único que añoraba era vivir en paz.
«Mentirosa. Di lo que te pasa de verdad». Más lágrimas cayeron por las mejillas y suspiró derrotada. El hombre por el que su corazón iba a estallar irremediable y escandalosamente era el hombre prohibido.
Cerró los ojos y el labio inferior le tembló. Nuevas lágrimas pujaban por salir, pero hizo un esfuerzo por erradicar una vez más cualquier pensamiento en torno a él. Fue ayudada a hacerlo cuando escuchó que alguien destrababa la puerta.
Un agudo temblor invadió sus músculos y las manos parecieron encenderse en una fogata. La puerta se abrió y, tal como lo sospechaba, el gigante de los ojos negros surgió ante ella con una sonrisa triunfal. Lo observó sin moverse, con extrema calma, aunque el miedo interior que sentía era en realidad lo que la paralizaba.
Sácritos cerró la puerta despacio y se acercó mirándola de manera extraña, casi seductora. Aniel solo lo había visto dos veces en la vida y, en ambas ocasiones, se había topado con un tipo salvaje, agresivo, frío y calculador. En cambio, esta mirada era una sorpresa para Aniel. Parecía devorarla con adoración contenida.
––Has despertado, gatita. ¿Estás cómoda? ––preguntó con sorna, parado a tan solo unos centímetros de ella. Mientras la interrogaba, dejaba barrer los ojos por todo su cuerpo.
Aniel no le contestó. Estaba aterrorizada, pero aun así trataba de controlar los sentimientos. Ese tipo era peligroso e imprevisible. Ante su silencio, Sácritos se sentó al lado de ella en la cama, que se hundió bajo su peso. Contuvo la respiración. ¿Qué haría con ella? Ni siquiera osaba imaginárselo. Sácritos continuaba escrutándola sin sacarle la mirada de los ojos, hasta que lo vio alzar una de las manos para depositarla por debajo de su camiseta, sobre el abdomen. Aniel sintió deseos de vomitar ante ese contacto, pero, aun así, siguió sin reaccionar, presa de la mirada del tipo.
Y la voz de Gabriel retumbó otra vez en su mente:
«Dejarte ir es sacar un billete a tu final. Esos tipos ahí afuera no tendrán compasión».