Capítulo 17
Aniel se dejó abrazar por el agua caliente que caía por su cuerpo tratando de olvidar las imágenes de aquella pelea. Había sido terrible. Los hombres se habían hecho trizas casi sin chistar y un monstruo tremendo que aún no sabía qué era, había destrozado los cuerpos de los atacantes con su fuerza y luego los había transformado en cenizas con el fuego que le había salido de la boca. Y ella era una de las causas de toda aquella masacre.
Un sollozo salió de su garganta disimulado por el ruido del agua de la ducha. «¡Dios!» ¿Qué o quién era ella? ¿Por qué estos dos bandos luchaban por tenerla? ¿Qué significaba para todos ellos aquel terrible símbolo que ella estaba empezando a odiar con toda el alma? Necesitaba olvidar de alguna forma toda esa locura. Tenía los sentimientos a flor de piel y no sabía qué hacer. Había intentado todo, pero aún seguía ahí, encerrada y sin saber qué ocurriría con su vida. Quería contactarse con Jackie, con Maia o con Brenda. Con alguien.
«Gabriel», pensó y su corazón pareció detenerse. La estaba volviendo loca y encima se había asignado a sí mismo la tarea de ser su guardián. La seguía a todos lados con la mirada y con el cuerpo. Y era tan hermoso. Su cuerpo reaccionaba a él de manera impetuosa y no sabía cómo manejar aquel manojo de sensaciones. Comenzó a refregarse con fuerza. Estaba asqueada de ese rol que la vida le había asignado y le dieron ganas de vomitar. Controló las náuseas y se frotó frenética la cabellera con el champú de rosas. Se la enjuagó varias veces, tratando de que con cada enjuague esa pesadilla se alejara definitivamente. Hizo lo mismo con la nariz, que aún colaba por el golpe que el gigante de ojos tan negros le había dado. Refregaba los pechos, los muslos, las pantorrillas. Necesitaba eliminar todo rastro de ese crápula que la había tocado y golpeado cuando la había encontrado en la alacena y ella lo había atacado con todas las latas de comida que habían estado a su alcance. Dejó correr el agua caliente por la parte superior de la cabeza y apoyó la frente sobre la pared. Quería olvidar todo. Y sollozó más fuerte.
De repente, una presencia por detrás se desplegó sobre su espalda. Tensó el cuerpo y levantó la cabeza, pero, antes de girarla, unos brazos fuertes la envolvieron por los hombros y besos de fuego cayeron por el costado de su cuello. Gabriel.
Aniel batalló con ella misma por el dilema de o iniciar una lucha contra él o entregarse al placer que significaban sus brazos y sus besos. Bajó la cabeza y observó las manos enormes y cálidas que masajeaban con mucho cuidado la curva de sus senos. Aquello era tan erótico que una punzada de placer brotó en su vientre. Se sentía, de repente, cuidada y mimada. Incluso reverenciada. Suspiró.
Gabriel tomó con una de las manos el jabón de la ducha y lavó cada uno de los rincones de su cuerpo para detenerse y seguir colmando de rosas su cavidad interior. Los ojos de Aniel se llenaron de lágrimas una vez más. La boca de Gabriel la sepultó de besos desde la punta de la cabeza y fue bajando por las mejillas, el cuello y los omóplatos, mientras seguía acariciando los senos con una mano y el centro cálido con la otra. La orgullosa erección de la verga de Gabriel se apoyó contra las nalgas y un calor agobiante se apoderó de ella. Descansó la cabeza contra el pecho del guerrero cuando este le levantó los brazos lánguidos y le hizo entrelazar las manos alrededor de la poderosa nuca. Sobre los nudillos de las manos, Aniel percibió el roce de la cabellera de Gabriel que, mojada, caía por el cuello. Y danzó con las caderas en un contacto íntimo y febril.
Gabriel gemía en sus oídos al reverenciar los pechos henchidos. En ese instante, no había barreras entre ellos. El agua circulaba entre los cuerpos, así como toda esa insensatez. De repente, Aniel hizo algo impensable. Desplazó suavemente la palma de una de las manos hacia abajo y cubrió el trozo masculino, grueso y cálido, que se erigía entre las piernas de Gabriel. Este la dio vuelta de golpe, obligándola a que lo mirara. Se encontró con sus ojos, que destellaban el brillo plateado que la embriagaba. La miró con hambre y sin esperar respuesta, atacó sus labios de manera salvaje. Aniel quedó sumergida no solo en el agua caliente que caía por los cuerpos, sino en los brazos enormes del caminante y en sus besos enardecidos, que parecían querer adueñarse de ella. Se entregó al frenesí y le devolvió los besos y las caricias con la misma intensidad. Gabriel le tomó el cabello mojado y lo envolvió en sus puños para que la boca quedara más a su merced. Movía la cabeza tratando de encontrar los ángulos que permitieran profundizar sus besos, la lengua atacando cada rincón de la boca y desafiando a duelo la suya. Aniel se sentía poseída de manera absoluta por ese ser que de alguna manera siempre la había reclamado. Los ojos, el olor, el brillo se lo habían gritado, así como los gemidos de placer. Abrazó el cuerpo poderoso y recorrió con las uñas la curva musculosa de la espalda.
El agua de la ducha caía a borbotones en la unión de sus bocas, sin que a ninguno de los dos le importase. Se necesitaban en este momento y la tregua muda pactada por una fuerza superior había regresado para trascender a esa pesadilla.
Gabriel se desprendió de su boca y bajó la cabeza hacia los senos, donde frotó con la lengua cada uno de los pezones pálidos. Los succionó y lamió con el sabor diluido de rosas que emanaba de su piel. Aniel caía cada vez más profundamente en el abismo sensual y contradictorio que la unión con ese hombre generaba y que hacía de ese placer prohibido algo tan intenso. Sin dejar de besarle los pechos, Gabriel rozaba con delicadeza los labios carnosos de su intimidad con la yema de los dedos, abriéndolos hacia los costados y profundizando el contacto. Aniel correspondió a las caricias frotando el largo y grueso órgano masculino con la mano. Los ojos de Gabriel se cerraron con fuerza. Aniel se sintió morir cuando Gabriel se apoderó de nuevo de sus labios con un gemido desesperado e introducía un dedo en la cavidad femenina humedecida por los jugos plateados. A un dedo se le sumó otro, lo que provocó que Aniel arqueara la espalda y oleadas húmedas de excitación cayeran de su intimidad. El caminante atrajo con firmeza sus nalgas e hizo chocar la femineidad contra la fuerza de su virilidad.
Aniel se aferró a él rodeándole el cuello con los brazos e, hipnotizada, se dejó tomar el trasero con las dos manos para ser levantada del suelo y apoyada vertiginosamente de espalda contra la pared de la ducha. Al envolver la cintura del guerrero con las piernas, se generó un contacto tan íntimo entre ellos que un ardor más caliente que el vapor que se desprendía del agua que caía sobre sus cuerpos se apoderó de ellos. Gabriel volvió a atacarle los senos, sin darles tregua. Aniel respondió arqueando la espalda para exponerlos a la boca caliente y húmeda que los engulló y saboreó casi en su totalidad dentro de ella. Era lo más placentero que ella había vivido en su vida y no tenía suficiente de él y de esa boca.
Siguieron descubriéndose y besándose, acompañados de pequeños gritos de placer. El sonido a ventosa de la boca de Gabriel acompañaba insistente el ritual de los cuerpos entrelazados. Luego de un rato, Gabriel la bajó de esa posición y la depositó en el piso, parada. Se agachó y empujó con las manos el interior de los muslos de Aniel hacia afuera, separándole las piernas. Alzó los ojos hechiceros y la miró con intensidad. Parecía pedirle permiso con ellos y, aunque Aniel no le respondió con palabras, lo tomó de la nuca con las manos y empujó el rostro hacia su cuerpo. Gabriel no dudó y, ante su aceptación, abrió con los dedos los labios celosos de la intimidad y se sumergió en ella con la lengua. Le fue haciendo lentamente el amor, tomando y bebiendo de los jugos plateados a cada paso.
Aniel se sintió morir y, enloquecida de placer, levantó los brazos y se sostuvo de la ducha, mientras las caderas se ondulaban al ritmo de aquella boca. Con los ojos entornados, observaba extasiada a Gabriel que se dedicaba a ella concentrado, casi loco y desesperado. Y escuchó que le decía con voz ronca desde lejos: «Sostente», haciendo clara alusión a que siguiera aferrada a la ducha. Gabriel le levantó las rodillas y las apoyó sobre los musculosos hombros, permitiendo que la cavidad rosada quedara sumergida aún más en su boca. Aniel abrazó con los muslos su cabeza, mientras pivoteaba sostenida de la ducha. Presa del ataque imparable de aquella boca, comenzó a caer en un abismo arrebolado de placer, donde un grito ahogado en el estómago pugnaba por salir. Los muslos se le pusieron rígidos y un sollozo imparable surgió de su garganta. Desde lejos escuchó la voz anhelante de Gabriel:
––Sí, Aniel. Sí, mi amor, córrete ya.
Una espiral de plata comenzó a subir por su interior abrazándola como un fuego sagrado. Algo vertiginoso e implacable iba aumentando de intensidad con los besos húmedos y la lengua cálida, y la elevaban a un estado de fascinación inimaginable. Crecía, crecía, crecía. Más, más y más. Y su propio grito, apasionado y fuerte, coronó el frenesí que estalló en su interior. Y no fue un grito bajo y controlado.
Los muslos femeninos se apretaron contra el cuello y mejillas de Gabriel, el cual quedó enmudecido de excitación al observar el brillo plateado que despedían la cabellera y los ojos de Aniel, más intensos y potentes con cada gemido de gozo que daba. Todos en la casa escucharían, pero a Gabriel lo tenía sin cuidado. Ya era hora de que todos comprendieran que Aniel era suya.
Luego de la embriagante explosión, siguió sostenida de la ducha, pero ya casi sin fuerzas. Gabriel la tomó amorosamente de las caderas y le susurró suavemente:
––Despréndete y vente conmigo.
Así lo hizo y se envolvieron en un abrazo. Fueron cayendo de rodillas mientras se besaban en la boca. Instantes después, Aniel se separó de él y agachó la cabeza ante la polla erguida y, sin poder creerlo, Gabriel la observó colocarla en el interior de su dulce boca. Preso de una lujuria sin precedentes, curvó la espalda como si fuera un arco y gruñó. Al instante siguiente se levantó, separó las piernas y dejó que Aniel continuara con el ataque. Sus labios lo emborrachaban. El deseo creció desmedido y la respiración se volvió agitada, provocando que las compuertas del éxtasis comenzaran a abrirse. Aniel sumó a la boca una mano que comenzó a frotar con fuerza en un movimiento alterno. Gabriel gimió más alto y levantó una de las piernas que apoyó contra la pared para exponerse aún más a la fascinación que la boca suculenta le provocaba. Conteniendo la respiración, entornó los ojos observando la imagen de Aniel. Esa mujer hermosísima, que parecía un gato arrodillada con las nalgas hacia arriba comiéndose su polla mientras las manos le tocaban el escroto, provocó que su anhelo necesitara ser saciado de inmediato. El cuerpo se tensó, y en un empuje brutal de la polla en la cavidad tan caliente, sintió por primera vez en la vida cómo su jugo plateado se liberaba del encierro de siglos. Gabriel gritó, gritó desaforado, mientras era testigo de lo que jamás antes había vivido: podía eyacular.
Descargó sorprendido la semilla plateada, al mismo tiempo que los ojos y el cabello resplandecían ante semejante deleite. El agua de la ducha embraveció y comenzó a caer con tal fuerza y ferocidad que superó el nivel del suelo y se desplazó serpenteando por las baldosas del baño. El agua respondía a la primera eyaculación de su vida y se multiplicaba por cada grito que Gabriel emitía.
Aniel se apartó un tanto al ver el descontrol de agua.
––No tengas miedo ––le susurró Gabriel mientras la alzaba y la abrazaba, aún absorto por la reacción de su cuerpo. Jamás antes había eyaculado y aun cuando había llegado a conocer el placer, nada era comparable a lo que acababa de experimentar calando cada una de las células de su cuerpo. Su semilla había sido derramada y se sentía lleno de júbilo y regocijo. El encantamiento había sido tan profundo que la química de su cuerpo había reaccionado liberando siglos de impedimento. Eso confirmaba lo que los jerarcas habían dicho: Aniel era en verdad su señora álmica.
Ya no había dudas. Era la verdad pura y manifestada en su máxima expresión.
Cerró los ojos y aspiró el aroma de su mujer, sabiendo que nunca tendría suficiente de ella.
***
A medida que la respiración de ambos comenzaba a nivelarse, Gabriel cerró los grifos y con una orden mental al agua, esta inició su sinuoso retroceso hasta desaparecer por completo. Aún abrazados, se sentaron en el suelo de la ducha, apoyando las espaldas sobre la pared con el ruido de algunas gotas que caían al piso.
––Me tienes loco, mujer ––susurró Gabriel sobre el oído de Aniel, que se había acurrucado en el hueco de su hombro, mientras le acariciaba el cabello largo y mojado.
Aniel absorbió el aroma de la piel de Gabriel, consciente de que esa dicha no podía ser duradera. Ella no podía olvidar quién era él. Presa de la cruda verdad que regresaba con más fuerza que nunca, se obligó a volver a la realidad. Se separó de él y, rígida, giró la cabeza hacia un costado. Cuando Gabriel le tomó con suavidad la barbilla, intentó escabullirse de su agarre, pero él no la dejó y finalmente logró que lo mirase.
––¿Otra vez el miedo? ––murmuró sobre sus labios con una dulzura que Aniel no esperaba. No sabía qué decirle. ¿Cómo podía explicarle a ese hombre lo que ella sabía?––. Háblame ––pidió Gabriel con una voz que sonaba casi a una exigencia. Pero los ojos no acompañaban la dureza de su voz; parecían casi suplicantes––. Yo sé que hay mucho en tu interior ––le dijo suavizando el tono––. Sé que eres un espíritu gentil y deseo que te abras a mí. Jamás te lastimaría. ––Ante estas palabras, Aniel se sintió estremecer––. Te deseo. Y sé que tú también a mí ––continuó Gabriel liberándole la barbilla para tomar con dulzura su rostro entre las manos. El corazón comenzó a latirle desenfrenado––. Lo sientes, pero lo rechazas. Ven aquí. ––Y la envolvió de nuevo en sus brazos––. Quiero descubrirte, mujer.
Aniel tomó coraje, consciente de que pronto no podría resistirse más a aquel abrazo. Con la cabeza apoyada en el hombro enorme pero tan agradable, dijo en voz baja:
––Yo no quiero tener ninguna historia contigo. Solo me sentí mal hace un rato a raíz de la pelea. Ver los cuerpos muertos y esa bestia lanzando fuego hacia todos lados en medio del caos me turbaron demasiado. Soy una mujer que lleva una vida sola e independiente. No he dependido de nadie desde hace años y, de repente, estar sumergida en esta historia me está desequilibrando. Tú eres mi carcelero y estoy aquí después de hacer el amor contigo. ¿No te parece absolutamente enfermo? ––Los ojos de Aniel se llenaron de lágrimas––: Por eso quiero que me dejes en paz. No hagas caso a lo que ha pasado. Yo no quiero volverte loco, ni nada que se le parezca. Toma lo que ha sucedido como un regalo de tu enemigo. ––Terminó la frase casi sin respirar.
Gabriel la apartó de sus brazos y la miró con detenimiento. Al cabo de un rato, lo vio sonreír.
––Eres una mentirosa ––susurró con sorna––. No puedes negar lo que nos pasa. Y esta no será ni la primera ni la última vez. ––El final de la frase se la dijo muy calmado y con lentitud como intentando que lo registrara.
Aniel intentó zafarse de su abrazo, pero Gabriel parecía estar empecinado en llevar a cabo confesiones. Le clavó los ojos desafiándolo.
––Tú no sabes nada de mí así que, por favor, ¿me puedes soltar? No quiero empezar a pelear contigo. Estoy agotada y quiero descansar. Por favor, vete.
Gabriel amplió la sonrisa mostrando los dientes perfectos.
––Yo también estoy agotado, pero esta charla me parece interesante, sobre todo porque voy descubriendo lo bien que te mientes a ti misma. ¿Por qué niegas lo que estás sintiendo?
Fue la gota que rebalsó el vaso. Aniel lo miró furiosa y le gritó presionando un dedo en el pecho:
––¡Yo no siento nada por ti! Que te quede muy claro, grandote. Nada. Na-da. ––Se detuvo y al instante siguiente dibujó una sonrisa irónica en el rostro––. Aunque pensándolo bien, sí siento algo hacia ti y es un profundo odio que haría que te matase si pudiera. Tú sabes bien que en el fragor de las batallas se han gestado hijos indeseados a raíz de los atropellos sexuales entre los enemigos. Esto es algo parecido, aun cuando obviamente no hay hijos ni nada que se le parezca. Toda esta adrenalina nos conduce a explosiones corporales que nada tienen que ver con los sentimientos. Queremos olvidar toda esta paranoia y vemos en el enemigo partes en común con uno mismo. Eso nos hace débiles, Gabriel, ya que de algún modo nos identificamos entre nosotros. Pero la verdad de todo es que al final estamos luchando por lo mismo, sin desear que el otro gane. Y no me vengas con que a ti te importo. Tú solo quieres el bendito símbolo y ya está. No me endulces con palabritas huecas. No te creo.
––Bueno, bueno, bueno. Parece que has dicho más en este momento que en toda la semana que llevas aquí ––dijo Gabriel sin dejar de sonreír, pero con ojos que no reflejaban burla, sino sorpresa y cierta vulnerabilidad––. Parte de lo que dices es verdad ––continuó––, sé que estamos luchando por lo mismo, pero siempre te he dicho que, si forjamos un frente común, podremos obtener mejores resultados.
––Aha, muy bien. ¿Pero dónde queda todo aquello que has hecho contra mi vida y... lo que me has arrebatado? ¿Y cómo crees poder obtener el símbolo si yo también lo necesito? Acéptalo, Gabriel, lo tuyo es patético.
La observó con ojos ensombrecidos. En algún momento se había producido la transformación en su rostro, pese a que en el calor de la discusión no se había dado cuenta.
––Quisiera que de una vez por todas me explicaras qué he hecho con tu vida y qué te he arrebatado ––le dijo elevando la voz y extendiendo los brazos a los costados. Pero Aniel no le respondía––. ¡Dímelo! ––insistió con un dejo de frustración en la voz. Esperó un rato, pero Aniel seguía muda––. Ya veo que te niegas a hablar ––prosiguió––. Entonces déjame decirte que debe haber un error de interpretación de algo que te ha pasado. Porque en el fondo no somos más que dos seres que buscan lo mismo. ¡Y no hace falta pelear por ello, sino unirnos! ––Miró a Aniel que seguía inmutable––. Mi intención de que estés aquí no solo es por el símbolo, sino también por tu seguridad ––dijo con voz más suave, tratando de llegar a ella de alguna manera––. Hace unos instantes has visto lo que Sácritos ha tratado de hacer contigo y no se lo voy a permitir. No puedo dejarte ir sabiendo que ese tipo enfermo ahí afuera va tras de ti. Además, estoy convencido de que tanto tú como yo saldremos favorecidos si nos apoyamos.
––Lees muchos cuentos de hadas, Gabriel.
––Y yo creo leerte a ti mejor de lo que tú crees.
Aniel no quería escuchar más. Aquello la confundía. ¿Cómo podía aunar esfuerzos con su propio verdugo? Y horrorizada, se escuchó decir:
––Hay cosas que no puedo decirte porque sé que corro peligro en tus manos.
Vio como Gabriel tragaba en seco. Su semblante era peligroso.
––Explícate ––exigió con firmeza, sin dejar de estudiarla con seriedad. Aniel no podía creer que él fuera tan hábil para mentir; sabía muy bien de lo que ella hablaba. Se enderezó y trató de levantarse, pero Gabriel no la dejó, aferrándola de los hombros con las manos poderosas.
––¿Sabes qué? ––gritó con los ojos llenos de lágrimas de rabia––. Creo que eres un tipo absolutamente insensible. ¡Me has estado persiguiendo desde Dinamarca, Gabriel! ¿Qué crees tú, por Dios? ¡Déjame! ––volvió a bramar furiosa mientras trataba de desprenderse del agarre implacable––. Y más allá de lo que tú digas, me tienes prisionera aquí, Gabriel. ¡En contra de mi voluntad! ¿Cómo crees que te sentirías tú? Estoy segura de que con mucha rabia. ¡Pues yo también la siento! Quiero volver a mi vida normal, Gabriel. ¡Entiéndelo! ––Y volvió a sacudirse. Pero era inútil, aquel hombre era demasiado fuerte; parecía una estatua tallada en metal.
––No puedes volver a tu vida normal, Aniel ––Él repetía lo que en otra ocasión ya le había dicho y que la había encolerizado.
––¿Por qué no? ––chilló con amargura, con más lágrimas rabiosas acumulándose en los ojos.
––Porque tienes una conexión con nosotros ––le dijo arrastrando las palabras, como esperando que se le grabaran en la mente. Acercó aún más el rostro––. Te he investigado y hay muchas cosas que cierran, Aniel. Pero necesito que confíes en mí y en los demás caminantes.
––¿De qué conexión me hablas? ––siseó Aniel intentando morder los dedos de Gabriel. Necesitaba huir de aquel encierro. Él la tomó de las muñecas en una presa fuerte, pero sin lastimarla, y las acercó a su pecho musculoso.
––De una que se negará a ti si eliges experimentarla desde el miedo o la rabia. Solo la podrás sentir cuando abras tu corazón.
––¡Hablas como un sacerdote! ––bramó con un sollozo de impotencia––. ¡Suéltame! ¡Mierda!
Aniel gritaba y se retorcía sin control, pero Gabriel seguía firme sin dar concesiones. El brillo plateado de sus ojos era intimidante.
––Hablo como alguien que puede llegar a conocerte como jamás nadie lo hará. Como alguien que está ligado a ti desde otro lugar, diferente de lo que has conocido hasta ahora. ––Y sin soltarla de las muñecas la acercó abruptamente a él, dejando un mínimo espacio entre los rostros––. Hablo desde mi solidez ––continuó imperturbable––. Aquella que surge de saber que eres una parte imprescindible en todo este puzle que nos rodea. Y en el mío propio. Yo te estoy reconociendo, mujer, pero tú no a mí.
Aniel lo miraba sin comprender. ¿Qué es lo que tenía que reconocer en él aparte de que era el asesino de su padre y de ella misma? Su respiración se agitó.
––¿Sabes qué? Eres como uno de esos oradores que dicen palabras muy lindas, que confunden con discursos adornados para que la gente les crea y los admire y, al final, no dicen ni hacen un carajo.
Las manos fuertes la atrajeron tan cerca de él que logró ver cada una de las vetas plateadas que componían sus pupilas.
––Te diré algo, y quiero que me escuches con atención —enfatizó Gabriel con la voz ronca––. Tú y yo estamos unidos por algo que tu cuerpo sabe, pero que tu corazón aún no ha registrado. Y tu Estirpe y la nuestra...
Aniel abrió los ojos muy grandes, adivinando lo que ese tipo le diría. Sabía lo que le anunciaría y no quería escucharlo.
––¡No! ––chilló retorciéndose esta vez como una endemoniada––. ¡No te atrevas a abrir la boca!
Luchó desesperada pero, sin saber cómo, de repente su cuerpo estaba tumbado de espaldas sobre las baldosas del piso con Gabriel a horcajadas sobre ella mientras le retenía las muñecas a cada costado de su cabeza. Gabriel acercó el rostro al de ella y susurró:
––Eres parte de nuestra Estirpe.
Aniel se quedó inmóvil. Lo había dicho después de todo. Aquello absolutamente inconcebible y que la aterraba, acababa de ser expresado por los labios que la habían besado como nadie en su vida lo había hecho. De súbito, se sintió débil. Demasiado.
––¿Qué has dicho? ––murmuró apabullada.
––Lo que has escuchado ––susurró Gabriel. Aniel seguía anonadada mientras él la observaba detenidamente––. Eres una miembro de la Estirpe de Plata, Aniel. Tienes tu carga genética que así lo dice y todos los síntomas que lo confirman. Hay muchas evidencias que muestran que perteneces a nuestro linaje. Tus flujos son plateados, la menstruación, la mucosa nasal, el flujo vaginal, las lágrimas, todo lo que proviene del interior de tu cuerpo y que responde a emociones y cambios vertiginosos. Eres fuerte físicamente, mucho más que una humana y que muchos de la Estirpe. Tienes dones como ver en la oscuridad, oler a distancia, saltar y correr como pocos. Tu cabello y tus ojos emiten el característico brillo metálico cuando estás sometida a emociones fuertes, como cuando estás en verdad furiosa, temerosa o en profunda paz. También cuando llegas a los orgasmos. A nosotros puedes detectarnos de lejos, lo mismo que a los miembros de la banda de Sácritos. Y tus manos, Aniel, tus palmas... ––Se las acarició con los pulgares sin dejar de soltar la presa de sus muñecas––. Y tu rol como guardiana del primer símbolo.
Aniel no podía creer todo lo que ese hombre sabía de ella. Lo que había dicho describía a la perfección sus más íntimos secretos. Pero lo de ser la guardiana del primer símbolo era algo por completo nuevo para ella y sobre lo cual no tenía ni la más remota idea de qué se trataba.
––Sé que soy una chica diferente y que mi cuerpo no se comporta como el del resto de las mujeres, pero de allí a que me digas que pertenezco a tu Estirpe, me parece absurdo. ¿Me estás diciendo que no soy humana?
Recordó en ese momento a su padre. Ella había heredado sus mismas rarezas físicas y psíquicas. Él parecía leer los pensamientos de la gente, veía cosas que los demás no podían, ni siquiera ella. Aniel no había heredado tanto la intuición psíquica de su padre, pero él siempre le había dicho que sus sueños eran su mayor rareza. Eran premonitorios y en ellos resolvía problemas de la gente o de ella misma. Y de su madre había heredado la estabilidad y el amor a la vida.
––Algo así, Aniel ––contestó Gabriel interrumpiendo sus pensamientos––. Eres una de nosotros y sería bueno que intentaras aceptarlo. Así como el vínculo entre tú y yo.
Aniel se dio cuenta de que ese tipo recurriría a cualquier argumento para lograr su cometido. No podía creerle, era más, no debía, aun cuando mucho de lo que le había dicho podía ser una respuesta a lo que ella tantas veces se había preguntado. Y la curiosidad ganó la pulseada.
––¿De qué vínculo absurdo me estás hablando? ¿Y qué es eso de que tengo que abrir mi corazón?
Gabriel sabía que Aniel no podría comprender de golpe toda esa información. A él mismo le estaban cayendo todas las fichas en ese momento y, al expresarlo, había sentido con nitidez la veracidad de todo aquello. Tenía que encontrar la manera de que Aniel confiara en él y aceptara lo que ellos habían pactado desde el inicio de la Estirpe y que ella no recordaba. Pero no sería fácil. Por más que ella asumiera aquella fachada de mujer entrenada para sobrevivir, Gabriel era consciente de que Aniel le tenía miedo. Un miedo tan profundo y visceral que la obligaba a huir de él. Y no tenía dudas de que lo deseaba, pero se negaba a estar cerca de él. Porque ella le ocultaba algo. Y observar las expresiones del rostro y el mensaje de su cuerpo sería una infalible arma secreta que él debería utilizar con estrategia para descubrir el secreto que la separaba de él. Y en medio de todo, él acababa de confirmar que Aniel era su señora álmica. Por ende, era el momento de mostrarle lo que, poco a poco, ella debería aprender a aceptar. Quería sentirla cerca, como nunca antes nadie lo había estado en su vida.
Gabriel la observó con detenimiento y lentamente se puso de pie, llevándola consigo. Sin soltarla, la condujo al cuarto, donde la liberó.
Aniel se apartó de inmediato mientras exponía su desnudez a ese hombre tan terco. Lo miró, pero enseguida rompió el duelo de miradas y giró el cuerpo para buscar algo de ropa limpia y se vistió. Mientras lo hacía, oyó los pasos de Gabriel y el roce de la ropa en los músculos. Él también se vestía.
Aniel se sentó al lado de la ventana y miró hacia el exterior. ¿Cómo diablos saldría de todo eso? ¿Y qué quería Gabriel? No lo entendía. Siempre había creído que él iba tras el símbolo, pero en esa conversación había hablado de ella como parte de la Estirpe y acerca de que tenía un vínculo especial con él. Sonaba tan endemoniado e irracional, aun cuando la duda ya se había instalado en lo más profundo de ella misma.
––Ven ––le susurró con voz baja desde atrás. Aniel se dio vuelta y lo miró. Tenía la mano estirada hacia ella, en una clara invitación a que la aceptara. Era tan guapo. «¡Dios!» Se sintió vulnerable, pero enseguida cubrió la mirada con una máscara de frialdad.
Gabriel entornó los ojos, como si hubiese leído sus pensamientos. Aniel se levantó sin tomarle la mano y lo miró desafiante:
––¿Qué quieres?
––No podía seguir explicándote cosas tan delicadas en el suelo de una ducha. Quiero que seamos civilizados a la hora de comprender quiénes somos. ––Y sin decir más, la tomó de la mano y la llevó hacia la cama, donde la sentó a su lado. Gabriel respiró profundo y prosiguió su relato anterior––. Los silverwalkers o caminantes, como algunos también nos llaman, pertenecemos a la Estirpe y somos cinco: Damián, Triel, Ruryk, Metanón y yo.
––¿Quién es Metanón?
––El que conociste en Aarhus junto con tu amiga.
––¿Y dónde está él?
Gabriel no podía revelar que su amigo iba tras los pasos de Jackie, porque hacerlo significaría enfurecer más a Aniel.
––Viajando ––contestó sin dar más explicaciones.
A partir de aquí, Gabriel se dedicó a explicar acerca de la existencia de las profecías, la revelación acerca del período de transición que la Estirpe estaba viviendo, los cinco símbolos y las mujeres guardianas que los protegían. También sobre la misión de los silverwalkers de encontrarlos.
––Porque los símbolos están destinados a revelar secretos y códigos sellados que darán a la casta y a la Estirpe la posibilidad de expandirse energéticamente ––aclaró––. Y para que esto suceda, cada uno de los caminantes podremos, por primera vez en nuestras vidas, emparejarnos con la llamada señora álmica de plata, que nos ayudarían en esta tarea. Pero, antes de poder hacerlo, podría existir un inconveniente muy importante.
––¿Cuál?
––La posible incapacidad de estas mujeres de reconocernos como sus señores álmicos. Y en este punto estamos tú y yo.
Aniel lo escuchaba pasmada. Su cuerpo tembló ante la gravedad de lo que Gabriel le estaba anunciando.
––¿Me estás diciendo que tú y yo... tenemos algo que ver en esto del reconocimiento que tu Estirpe asegura puede ocurrir entre los caminantes y sus parejas?
Gabriel la miró con infinita ternura. El tipo era mago, no cabía duda, y debía de haber enviado algún hechizo sobre ella ya que la sangre le empezaba a circular a toda velocidad.
«¿Cómo sobreviviré a esto?», gimió en su interior.
––No solo eso, Aniel, sino que hay algo que a ti y a mí nos vincula de manera irrevocable en una perfecta unidad integrada de energía.
Ante la respuesta de Gabriel, Aniel cerró los ojos. No podía ser verdad lo que estaba escuchando. No podía, porque de serlo, estaba siendo partícipe de un caso psiquiátrico, digno de que sus participantes fueran hospitalizados a la brevedad. Se obligó a abrir los ojos y enfrentar aquello.
––Mira, Gabriel...
––Sé que es difícil de aceptar ––la interrumpió levantando la mano––. A mí también me ha confundido en un primer momento, pero ahora sé que es una verdad irrevocable.
––¿Puedes decirme en concreto a qué te refieres?
Gabriel la miró insondable.
––¿Es lo que deseas?
Aniel agrandó los ojos y levantó las cejas.
––No lo sé ––reconoció.
Su respuesta pareció darle coraje a Gabriel. Y con voz firme y decidida dijo aquello que ella tanto había temido escuchar:
––Tú y yo somos señores álmicos.
Aniel se atragantó y comenzó a toser. Este tipo no podía estar en sus cabales. Imposible.
––¡Estás loco!
Pero para su sorpresa, Gabriel continuó.
—Tú y yo nos hemos creado mutuamente para formar una unidad indisoluble desde el principio de la creación de la Estirpe. Imagínate lo siguiente ––la invitó––. De un gran todo energético, dos unidades de la misma energía se separaron para iniciar los respectivos viajes para la evolución de sus propias individualidades. Esta separación llevó a que estas dos realidades energéticas vivieran experiencias, aciertos y errores que han promovido el desarrollo de sus propias almas. Pero en este momento, las dos unidades han de reunirse de nuevo para complementarse y aunar la energía que cada una trae de sus propias experiencias paralelas. Con esta reunión energética, se desencadenarían nuevos sucesos que harán que la casta de los silverwalkers ya no funcione como eslabones separados sino integrados, lo cual colaborará con la evolución de esta y todo el circuito constituido por el grupo de almas de nuestro linaje, es decir, la Estirpe completa. Esas dos unidades energéticas, en nuestro caso, somos tú y yo. Y cada silverwalker encontrará la propia a su debido momento. Pero como los jerarcas de la Orden nos lo han dicho, el reconocimiento no siempre será fácil. A veces, incluso, supondrá terribles enfrentamientos. ––Sin dejar de mirarla, tomó aire profundamente––. Y yo en este momento estoy tratando de que me reconozcas.
Aniel sabía que se debía haber puesto pálida como un fantasma. No sentía la sangre circular por las venas y el corazón parecía que se le había detenido. Gabriel acababa de informarle algo para lo cual ella no estaba ni psíquica, ni física ni emocionalmente preparada para escuchar.
––Pero... ¿qué pasa con el amor? ––se atrevió a preguntar aun cuando le daba mucha vergüenza ya que la pregunta le parecía absurda y alejada de la realidad. Gabriel no respondió, pese a que no le quitaba los ojos de encima. Sin amilanarse, Aniel prosiguió––: Porque tú y yo no podemos estar más alejados de sentir amor el uno por el otro. ¿Cómo puedes decirme que somos una pareja? Estamos separados por diferencias siderales.
Gabriel parecía impenetrable mientras ella hablaba. Solo la tensión de los músculos de la mandíbula evidenciaba que las palabras de Aniel lo habían afectado.
––Yo también me he hecho esa pregunta, Aniel. Mucho de lo que estoy diciéndote en este momento es producto de lo que estoy experimentando en mí mismo y es en definitiva algo nuevo incluso para mí. Jamás he estado enamorado de una mujer, ni he intentado encontrar a alguien para mí. Solo mis padres me han mostrado lo que una pareja que se ha reconocido puede llegar a forjar. Han vivido y sido ejemplo de un amor increíble e indisoluble.
«Y ahora has llegado tú», pensó Gabriel, pero no se lo diría. Lo que Aniel despertaba en él era algo tan fuerte que no podía controlar y lo superaba en todas sus expectativas. Tampoco se atrevía a decírselo, ya que ella estaba muy lejos de estar lista para escuchar una confesión así.
Aunque quizás…
––Entonces, ¿cómo puedes hablar de que tú y yo somos señores álmicos cuando ni siquiera sabes lo que significa estar enamorado? ––preguntó Aniel interrumpiendo sus pensamientos––. No tiene ningún sentido. Es como que me estás pasando la información que has leído en un manual y la haces sentir como válida, cuando en realidad ni tú mismo sabes de qué se trata.
––Tienes razón en parte de lo que dices. Pero hay certezas que puedo detectar y que siempre han sido irrevocables.
––Puedes equivocarte una primera vez ––susurró Aniel.
––No. Imposible.
––Quizás eres un poco arrogante en el poder que tienes de vivir la certeza, Gabriel. ¿Y sabes qué? Yo soy el monumento a la incertidumbre. Vivo el ahora, jamás proyecto ni me condiciono, así que dudo que lo que me dices sea lo que es o deba ser. Creo que uno construye su futuro a cada momento con sus acciones y no creo en un destino ya designado o establecido.
Gabriel la miró con seriedad, atento a cada palabra que ella expresaba.
––Yo tampoco lo creo, pero sí en que cada uno de nosotros ha establecido ciertas pautas y creaciones que en algún momento pueden manifestarse en el camino de la experiencia. Y como tú afirmas, toda creación puede ser mejorada en el ahora de cada individuo con sus acciones, o no.
––Pero entonces, ¿quieres decir que tú y yo nos hemos creado mutuamente?
Gabriel sacudió la cabeza de un lado a otro, arrastrando los mechones rebeldes con el movimiento.
––No. Cada uno ha sido su propio creador y nuestro encuentro es un pacto que hemos establecido desde el principio. Y de acuerdo al ahora que cada uno estuviese viviendo en el momento de la reunión, como tú y yo en este instante, podría ser el resultado final.
––¿Dices que somos creadores? ¿No es un poco un juego a creerse Dios?
––Somos dioses internos, creados a «imagen y semejanza Suya» como hemos leído en diferentes líneas espirituales. Dios es creador, por ende, sus creaturas también lo son.
Aquello le resonó en su interior, pero no podía estar de acuerdo con él.
––¿Y ahora debo suponer que tú y yo nos hemos creado a nosotros mismos esperando que nos reencontraríamos en algún momento del camino?
––Sí.
––¿Y cómo puedes estar tan seguro?
Gabriel la escrutó con los ojos resplandeciendo de plata. Se lo notaba conectado con una parte de sí mismo escondida en lo profundo de su alma.
––Porque cuando te vi lo sentí ––contestó mientras la cabellera se le volvía aún más brillante––. Te he hablado de lo que no he vivido aún con respecto al amor, pero no puedo negarme a mí mismo una nueva realidad: desde que te cruzaste en mi camino, mi vida se ha dado vuelta por completo. Era la primera vez que ella se sentía identificada con él––. Y el amor se manifiesta de diferentes maneras, Aniel. El que hoy me tengas miedo o me odies, no impide que en algún momento me reconozcas como tu par y empieces a amarme.
––¿Y tú?
––Yo ya te he reconocido, mi dulce Aniel. Y cada día que pasa es más claro lo que siento hacia ti ––le contestó con ojos flameantes.
––¿Qué me estás diciendo?
––Averígualo por ti misma.
Aniel se levantó de la cama y lo miró. Gabriel hizo lo mismo.
––Pero si acabas de decirme que no sabes nada acerca del amor, que nunca te habías enamorado ––dijo casi en un hilo de voz. Gabriel no le contestó, pero sus ojos resplandecieron como brasas.
––Solo puedo decirte que desde el día que te vi, supe que debía encontrarte y entender quién eras.
Mientras hablaba, Gabriel se acercaba con sigilo y parecía un león acechando a su presa. Pero en sus ojos había una llama que solo se asemejaba a la dulzura que inquietaba a Aniel. Ella retrocedió.
––¿Me viste y supiste que debías encontrarme? ¿Qué quieres decir con ello? No lo comprendo.
––La primera vez que te vi fue en mis sueños, Aniel.
Abrió aún más los ojos y retrocedió a la par del avance de Gabriel.
––¿Me has soñado? ––murmuró.
––Sí, desde hace un año y medio hasta el día en que te encontré en la ciudad de Aarhus. Una vez que surgiste físicamente ante mí, no volví a tener los sueños.
Aniel no podía creer lo que Gabriel le decía. Ambos habían empezado a soñarse desde la misma época e, igual que Gabriel, ella no había vuelto a tener los sueños después de que Gabriel la había atrapado.
––¡Detente! ––Alzó la mano para evitar que se acercara un paso más. Gabriel accedió––. ¿Entonces estás experimentando el amor... eh...?
––Contigo.
Aniel le dio la espalda. Empezó a jugar nerviosa con los anillos de sus manos, mientras se arrimaba a la ventana. ¿Su verdugo le estaba diciendo que estaba empezando a sentir algo por ella? Imposible. Volvió a girarse para enfrentarlo, pero al hacerlo chocó con el pecho enorme de Gabriel. Se había acercado a ella de manera silenciosa. Aniel levantó los ojos y lo miró. Era un hombre imponente, el pecho ancho y bronceado. Observó el palpitar de la vena aorta en el cuello, el cabello aleonado, largo, desmechado, los brazos enormes, los muslos casi rozando los de ella. Y esos ojos.
«Dios, este hombre podría ser el responsable de una muerte masiva de mujeres por inanición».
Aniel volvió a mirarlo a los ojos y quedó sumergida en ellos. Observó cómo Gabriel movía la nuez de Adán, evidenciando que él estaba tragando tan fuerte como ella lo hacía. Esos ojos eran en definitiva hechizantes. Y el destello plateado... absolutamente pecaminoso. Aniel bajó la mirada sobre los labios gruesos y sintió ganas de comérselos.
––Descansa, es tarde ––susurró Gabriel al oído. La miró con detenimiento y se volvió para dirigirse a la puerta y salir cerrando muy despacio.
Aniel se tiró de espaldas sobre la cama, mirando el techo. Gabriel la dejaba sin aliento y confundida en extremo. Y lo que era peor, su cuerpo parecía no escuchar a su mente y ambos trabajaban desincronizados en su totalidad. Cuando lo veía o lo tenía cerca ––ni hablar de cuando la tocaba––, lo único que existía era él. ¿Cómo podía sentirse atraída de manera irremediable por Gabriel? Cerró los ojos y se colocó las manos sobre el rostro. Todo su mundo estaba patas para arriba y su voluntad se estaba rasgando por la presencia impactante de ese tipo. Pero Gabriel era el asesino de su padre y su propio verdugo. Por lo tanto, debía huir. Entonces, ¿por qué le causaba angustia la idea de dejarlo? No soportaba más esa guerra interior.
Se incorporó desesperada, gimiendo y golpeando la cama con los puños. De repente, las voces de sus padres y su abuelo en el sueño volvieron a ella: «Que el macho no te atrape, hija nuestra. ¡Corre! Te encontraremos. Confía en mí... Si quieres salvarlos, nieta adorada, corre y huye de él. Ya.»
Aniel se desplomó hacia adelante, sollozando desconsoladamente. Separarse de Gabriel le costaría demasiado. Volvió a golpear con los puños, mientras se repetía furiosa a sí misma: «Eres una patética idiota, Aniel».
Despertó sobresaltada y con un calor sofocante. Poco a poco trató de volver a la realidad. Se había quedado dormida después de llorar por el gran enojo que tenía consigo misma, pero, al menos, luego de elucubrar lo que le pareció una eternidad, había encontrado la respuesta correcta: la gran prioridad de su vida en ese momento era encontrar el símbolo y a su madre. Punto.
Se dio cuenta de que no estaba sola al escuchar una respiración suave a su lado. Giró la cabeza. Gabriel yacía dormido, boca arriba, con el cabello revuelto y los ojos cerrados exponiendo las pestañas larguísimas que la subyugaban. No siempre venía a dormir con ella, pero como esa habitación era la de él, a veces lo encontraba durmiendo a su lado. En un principio le había molestado, pero poco a poco había comenzado a anhelarlo. Sin duda, había venido cuando ella se había quedado dormida.
Miró el techo. Necesitaba urgente entrar en contacto con sus amigas, sobre todo con Jackie. Hacía ya más de seis días que ella había desaparecido y Jackie estaría nerviosa. Al volver a observar a Gabriel, recordó sus palabras: «Tú y yo somos señores álmicos. Estoy experimentando el amor contigo». Al escucharlas, ella se había sentido perdida. Y mojada, muy mojada.
Gabriel se movió un poco, pero sin abrir los ojos. Aniel se quedó quieta. Él se giró hacia su lado y le pasó el brazo sobre el vientre, envolviéndola y acercándola a él. Aniel agrandó los ojos, tratando de permanecer estática. Esperó un poco más sin moverse hasta que, al final, la respiración de Gabriel se volvió otra vez regular. Cada rincón de su cuerpo despedía erotismo, entrega, y algo en su interior se quejaba lastimosamente ante la idea de escapar. Pero debía sobrevivir a esta tortura. Hacía siete años que huía de todo aquello que le hiciera daño y nunca más sufriría por nada ni por nadie. Ella se tenía a sí misma y era lo único que contaba.
Gabriel la abrazó aún más contra él, como si pudiera leerle los pensamientos. «Mi Dios, ¿por qué has hecho que este hombre sea tan bello y... tan tierno?». Luego de un rato de tortura mental, oyó una voz susurrante que le decía con dulzura al oído:
––Duerme, mi amor.
Cerró los ojos y cayó otra vez en un vacío reparador, asombrada de que Gabriel la hubiese sorprendido con la guardia baja, olvidándose de bloquear su mente.