Capítulo 9

Buenos Aires

Sácritos rugió furioso y golpeó de la misma manera la mesa que tenía delante después de escuchar lo que los dos guerreros le habían comunicado. La chica había huido de nuevo.

––¡Son unos idiotas inútiles! ––Los caídos tragaron en seco, pálidos ante la manifestación de ira de su jefe. Temblaban porque sabían lo despiadado que él podía ser, y ellos estaban bajo su mira en estos instantes––. ¿Cómo diablos pudo escaparse una jovencita de las manos de guerreros preparados y entrenados para matar docenas de almas? ¿Qué mierda pueden decir para salvar sus pellejos? ––Y los miró con los ojos teñidos de rojo.

––Ella y su amiga... no son débiles y además... no estaban solas, jefe ––titubeó uno de los hombres.

––Quiero detalles.

Los dos caídos se miraron y, después de unos segundos, uno de ellos tomó la iniciativa.

––Las perseguimos hasta el Scandinavian Congress Center, pero cuando las íbamos a apresar aparecieron dos guerreros que nos atacaron. Al parecer ellos también las querían para sí. Una de ellas incluso luchó contra uno de esos tipos. Ambos eran expertos luchadores y la chica que luchó contra el sujeto estaba muy bien entrenada para hacerlo. La mujer que usted busca desplegó más bien dotes de gimnasta; es rápida y hábil para la huida. Y también la policía danesa se mostró implacable contra nosotros. De verdad no pudimos hacer más, patrón.

Ambos hombres bajaron la mirada en actitud de sumisión sabiendo que sus vidas estaban en manos de su superior.

––Sácritos, tenemos un grave problema ––dijo otra voz mortecina, que se elevó tras la espalda del jefe de los caídos. Este se volvió lentamente y observó al individuo que había hablado.

––Silverwalkers ––siseó el jefe lleno de furia. Después volvió a mirar a los guerreros. Se acercó a ellos, a escasos centímetros de sus rostros. Era tan alto que debió bajar la cabeza para mirarlos con sus ojos de muerte. Los paralizó con aquella mirada tan temida por todos: mortal, asesina y tan acerada que parecía cortar con su brillo las venas de cualquier mortal. Y los dos hombres eran mortales––. Atrapen a la chica, con la amiga o sin ella. Y cuando la traigan, debe estar viva y no demasiado herida o los desollaré vivos a ustedes ––siseó––. Y ahora márchense.

Los caídos, pálidos y sudorosos, hicieron una reverencia y salieron del recinto a toda velocidad.

––¡Gustav! ––gritó Sácritos al hombre que había hablado a sus espaldas y que se acercaba a él.

El caído se detuvo a su lado, casi emparejándose con su altura. Aun cuando la musculatura de Gustav Chavanel no era tan voluminosa como la de su jefe, era portador de una elegancia única. Era la mano derecha de Sácritos y el encargado de que las misiones ordenadas por este fuesen ejecutadas con éxito. Por ello, era un eximio planificador y estratega, el que establecía los objetivos y las maneras de alcanzarlos. Sácritos, en cambio, se limitaba a mantener el poder con su autoridad desmedida y temido gatillo fácil. Y nadie de los caídos se atrevería a contradecir a estos dos hombres poderosos.

––¿Cuáles de los silverwalkers? ––preguntó Sácritos mientras se dirigía al bar, se servía una copa y le ofrecía otra a Gustav.

––De acuerdo a la descripción hecha por nuestros hombres, se tratarían de Gabriel Trost y Metanón Lemark. ––Sácritos palideció. Sabía bien quién era Trost y lo fabuloso que podía ser en las luchas físicas y mentales. Un verdadero rival a tener en cuenta.

––Gabrielito ––siseó despectivo y sonrió con una mueca irónica––. El encargado de encontrar el primer símbolo. Y mi gran contrincante por la mujer.

––Exacto.

––Esa chica es la clave de muchas cosas ––agregó––. Pero dudo que el caminante sepa quién es ella en realidad.

––Quizás tengas razón. La única solución es matarlo.

Sácritos susurró con voz fría y áspera:

––Yo lo haré.

Gustav contempló a su jefe. Todo en él era imponente, no solo su apariencia física, sino también el odio que profesaba a la Estirpe de Plata. Sácritos vivía y respiraba a través de su lado más oscuro, lleno de intrigas y deseos de venganza. Era una máquina de matar y Gustav sabía que no se detendría hasta que la misión llegase a su fin. Y aquella joven...

Sus pensamientos fueron interrumpidos por una sonora carcajada de Sácritos.

––¡Esa preciosura de chica es tan escurridiza! Todos corremos como tontos tras ella, pero se nos escabulle como agua entre los dedos. ––Gustav asintió en silencio––. Ahhh, como me gustará el día que de nuevo la tenga frente a mí. ––Riendo por lo bajo y con mirada lasciva, Sácritos sentenció––: Si esta vez los idiotas vuelven a fracasar, yo mismo iré tras ella.

Gustav no era tonto. Sácritos estaba absolutamente obnubilado por esa joven. Hacía ya tiempo que venía tratando de cazarla sin éxito. Y cada vez que ella lograba huir, aumentaba en él el deseo irrefrenable de atraparla. Un deseo que no estaba centrado en matar, sino en poseer. Y eso era lo más peligroso. Cuando ella había cumplido dieciséis años, Sácritos había estado a punto de apresarla, pero por un descuido imperdonable de él la chica había logrado escapar de sus garras. Y en esos siete años habían sido innumerables las ocasiones que se habían suscitado para pillarla, pero el destino se había empecinado en protegerla.

Aunque quizás, había llegado el final. El mismo Sácritos amenazaba con salir a buscar a esa joven de la misma manera que lo había hecho siete años atrás. Y si era así, Gustav rogaba que esa vez no fallara o su furia los acabaría a todos.