Capítulo 14
Las manos le sudaban y picaban. ¡Y cómo! El plan que había ideado debería dar resultado esta noche. Había logrado, luego de un buen rato de intentos fallidos, desmontar de la pared de la habitación la lámpara de hierro fundido. El tiempo se iba acortando y no podía desafiar más al destino de aquella manera. Debía recobrar la libertad.
Se había duchado y vestido con indumentaria cómoda, y esperaba impaciente la llegada de Gabriel mientras repasaba mentalmente una vez más el plan, que era muy simple. La huida solo podría llevarse a cabo a través de la ventana de la cocina y no de la puerta principal de la casa, la que había descubierto cuando Gabriel la había traído a rastras del intento de huida. Había visto cómo este levantaba la mano y la posaba sobre lo que parecía un lector de huellas digitales camuflado en la puerta, haciendo que las dos hojas vidriadas que la constituían se abrieran de par en par, al compás del gatillar de unos dispositivos que la destrababan. Así que, por lo complejo que era, el uso de la puerta había quedado descartado.
Eran cerca de las ocho de la noche y hacía un calor insoportable. Afuera se podía escuchar el cantar de las cigarras y por los ventanales de la habitación se asomaba el cielo matizado con pinceladas de rojo dorado por la caída de sol.
«Que venga, que venga», suplicaba Aniel. ¡Gabriel tendría que traerle algo de comer! Se tocó una vez más el bolsillo del pantalón deportivo, donde guardaba los cuchillos. Unas horas antes, había logrado destrabar las dos puertas cerradas del guardarropa, suponiendo que encontraría algunas armas. Había descubierto el dispositivo digital detrás del mueble y había necesitado hallar la clave numérica. No era la primera vez que usaba su destreza con las combinaciones numéricas. Su intuición especial, heredada de su padre, se lo hacía ver con claridad y jamás imaginó lo bien que le vendría aquella habilidad en ese momento. Al toparse con el arsenal de armas y diferentes herramientas, solo había elegido llevarse dos cuchillos para defenderse y un destornillador para desmontar la lámpara de la pared. No era una asesina y detestaba las armas en general, aunque las de fuego no las toleraba. Confiaba en que, con su destreza, su velocidad y el manejo de los cuchillos, fuera suficiente para huir de allí.
Miró una vez más la mochila. Estaba a un lado de la puerta, cosa que cuando escapara le fuera fácil tomarla y salir de allí. Apoyó el oído en la puerta y solo se escuchaba el murmullo de voces masculinas que hablaban y, alguna que otra vez, reían. De repente, detectó unos pasos que se dirigían hacia su habitación y un olor masculino. Había llegado el momento.
Tomó la lámpara entre las manos y se refugió a un costado de la puerta, apoyando la espalda contra la pared. Paralizada y casi sin respirar, se imaginaba lo que sucedería en breve. Escuchó cómo cedía la traba de la puerta y, a continuación, los pasos que ingresaban en el interior de la habitación. Aniel quedó oculta detrás de la hoja de madera que se acercaba a su nariz. Contando hasta tres, saltó desde detrás de la puerta y descargó con todas sus fuerzas la lámpara que llevaba entre las manos sobre la nuca del visitante. La aturdió el grito que salió de la boca del sujeto, seguido del estruendo que ocasionaron la bandeja y los platos de comida que cayeron al suelo. Sin querer mirar al tipo, tomó al vuelo la mochila y salió a toda velocidad de la habitación confiando en que alguien socorrería a la víctima. A sus espaldas oyó los gritos masculinos, algunos de rabia y mando, otros de auxilio, pero no se detuvo a evaluar lo que sucedía. Llegó hasta la ventana de la cocina y, sin dudar y con todo el ímpetu que traía su cuerpo, se abalanzó contra el vidrio haciéndolo estallar en millones de pedazos, asombrada y agradecida de que los guerreros no lo hubiesen reemplazado por uno más fuerte.
Al caer en el exterior, inhaló el aire caliente en los pulmones. En el mismo instante, escuchó pasos apresurados y pesados que venían tras ella y se largó a toda carrera para alejarse de ellos.
––¡Que no escape! ––gritaba furiosa una voz.
––¡Por el camino de la derecha! ––exclamaba otra. Ninguna de ellas era la de su verdugo que, con seguridad, yacía inconsciente con la cabeza partida. Aun cuando se sentía un poco mal por haber usado tanta fuerza al golpear la cabeza de su víctima, no permitió que aquello detuviese su huida. Sabía que su velocidad no era fácil de doblegar; había dormido y comido bien, así que tenía fuerzas suficientes para una buena carrera. Lo hizo a toda velocidad, sorteando árboles y arbustos, saltando por diferentes arroyos, oyendo cómo la carrera de ella y de los que venían atrás provocaba que las aves que bebían en las aguas levantaran vuelo asustadas. Pero ya no oía la voz de nadie. Era como si los tipos supieran exactamente qué tenían que hacer en una caza de este tipo, donde ella era la presa. Siguió corriendo y cayó de bruces un par de veces, lo que provocó que una de sus rodillas se reventase. Ello la obligó a aminorar un poco la velocidad, pero no demasiado. Las palmas de las manos se le habían vuelto casi incandescentes de la insoportable picazón, pero no podía concentrar la atención en ellas o en la rodilla porque lo único que importaba en ese momento era huir.
Corrió a mayor velocidad, hasta que la imagen de uno de los tipos se erigió frente a ella. Era el de cara de serpiente y parecía enojadísimo. Aniel sacó con rapidez uno de los cuchillos y lo lanzó hacia él, tratando de herirlo en un costado del cuerpo. Tomado por sorpresa, el sujeto observó cómo la hoja del arma se incrustaba en su hombro y un líquido viscoso comenzaba a humedecerle la camisa. Sangre; y no era roja sino de color plateado. Como la de ella.
Aniel aprovechó la confusión de cara de serpiente para girar y cambiar la dirección de su carrera. Se obligó a no pensar en lo que significaría que ese miserable compartiese las mismas características particulares de su sangre, por lo que corrió como poseída, tratando de alejarse de aquella pesadilla. Hasta que se topó con otro de los atacantes, el de sonrisa fácil. La estaban cercando. Buscó rabiosa el otro cuchillo, pero se le cayó de las manos ante la celeridad de los movimientos.
«¡Torpe, torpe!», se gritó a sí misma. El hombre miró primero el arma que yacía en el suelo y luego dirigió la mirada a ella y le sonrió. El maldito estaba disfrutando de la pelea. Aniel se acercó y le lanzó varios golpes con los puños cerrados, los que él fue repeliendo con las palmas de las manos abiertas. En un descuido por parte de su contrincante, Aniel pudo calzarle un puñetazo en la mandíbula que lo hizo trastabillar. De inmediato, ella giró sobre su cuerpo y le propinó dos patadas a cada lado de la cintura, que lo descolocó aún más e hizo que el sujeto gruñera.
––¿Qué te pasa, Ruryk? ––gritó cara de serpiente, que llegaba en ese instante con semblante furioso. Se había arrancado la manga de la camisa del lado de la herida que ella le había hecho con el arma. Pero la herida ya no existía y en su lugar había una cicatriz enorme. ¿Cómo podía ser? ¡El cuchillo debería haberlo lastimado profundamente!
––¡Es que esta mujer es una fiera!
El intercambio entre los guerreros le dio a Aniel unos segundos para sortearlos por el costado, tomar el cuchillo del suelo y salir a toda carrera de nuevo. ¿Pero adónde iría? Empezaba a sentirse cansada y dolorida en la rodilla y las manos, y no sabía cuánto más lograría soportar aquello. Pero antes de que pudiera contestarse la pregunta, algo caliente y ardiente golpeó lacerante uno de sus tobillos y la hizo caer de bruces sobre la tierra. Se miró el tobillo y vio una especie de cuerda que la retenía. Y otro fulgor caliente envolvió el otro tobillo. Y otro más en la muñeca derecha. Látigos. Horrorizada intentó sacárselos, mientras los tres agresores, cada uno con un látigo en las manos, se acercaban hacia ella. Uno de ellos, su peor pesadilla.
Aniel se debatió como un animal enjaulado, pero los tres sujetos ajustaron los látigos en simultáneo inmovilizándole el cuerpo, salvo la mano izquierda que permanecía libre. Con ella intentó con desesperación aflojar el lazo de la muñeca derecha, pero las manos fuertes de Gabriel la agarraron por los hombros y la apretaron contra el suelo. Una vez más había sido derrotada. Un sentimiento de indignación e impotencia brotó de la garganta en un sollozo furioso. Y comenzó a revolverse como una loca, levantando polvo del suelo.
––¡Hicieron falta tres de ustedes para doblegarme! ¡Los odio!
––Y yo te odio a ti por lastimar a mi hermano ––dijo cara de serpiente frente a ella con el rostro tan amenazante como el animal que llevaba tatuado en el cuello y la mejilla––. Y agradécele a Gabriel que yo no te haga nada. –Y se señaló el brazo con la cicatriz––. Porque de no ser por él, te hubiese agarrado con mis manos y te habría retorcido el precioso cuello que tienes ––le susurró en el oído con voz letal.
––Para ya, Triel ––gruñó Gabriel amenazante.
––Ella luchó por su libertad. ––Hoyuelos, como le decían a Ruryk por las muescas que se le formaban en las mejillas cuando sonreía, se acercó y se sentó en cuclillas observándola detenidamente––. Me encantan las mujeres que saben defenderse. ––Y sonrió. Un nuevo gruñido de Gabriel, esta vez gélido, se alzó entre ellos. Ruryk lo miró y se apartó de ella de inmediato––. Disculpa, amigo. Es que en verdad admiro a esta mujer.
––No es una mujer, sino una bruja ––gruñó Triel.
––¡Que te hará caer los dientes uno por uno! ––gritó Ariel furiosa. Se estaba volviendo loca de la manera en que le vibraban las manos.
––Basta. ––La voz de Gabriel denotaba que estaba intentando calmarse––. Ayúdenme a atarla. Yo la llevaré a la casa de nuevo, mientras ustedes pueden ir adelantándose para ver si Damián necesita más ayuda.
Aniel lo miró furiosa.
––Como sabes que bloquearé tus órdenes mentales, lo único que te queda por hacer es atarme. ¡Qué guerreros son tú y tus amigos!
Gabriel estaba a punto de estallar. Con un asentimiento de cabeza por parte de los tres, se dedicaron a la tarea de sujetar a Aniel, reemplazando los látigos por unas cuerdas que ataron con nudos imposibles de soltar. Con un pañuelo que sacó del bolsillo, Gabriel le amordazó la boca. De inmediato, la alzó y se la cargó sobre el hombro llevándola a la casa a paso normal.
Ruryk y Triel se alejaron apenas vieron que Gabriel ya tenía el control de la situación.
––Llega para la hora de cenar ––le gritó cara de hoyuelos con una sonrisa en la boca.
––¡Vamos! ––gruñó Triel y lo empujó por la espalda, obligándolo a ponerse en camino.
***
A medida que Gabriel, con Aniel cargada al hombro, se iba acercando a destino, su furia comenzaba a disiparse. Esa mujer definitivamente estaba loca. Los enfrentaba, les lanzaba lámparas y cuchillos, rompía ventanas, gritaba y decodificaba claves imposibles y, lo peor de todo: él no sabía cómo manejarla. Era una situación de mierda. Estaba en una verdadera disyuntiva y lo único que podría llegar a ayudarlo era conseguir algún tipo de diálogo con ella. Encima, él cada día estaba más seguro de que Aniel era su señora álmica. Sus frecuentes erecciones lo estaban perturbando de verdad. Estaba tan dolorido cada noche, que lo único que lo ayudaba era aliviarse con la propia mano. Aun así, no era suficiente, ya que ardía en un perpetuo deseo por ella.
Pero ella lo aborrecía.
Entró en la casa y se dirigió a la habitación, donde descargó con suavidad a Aniel sobre la cama y luego salió urgente a preguntar por Damián, no sin antes haberse cerciorado de haber cerrado la puerta con traba. En el salón encontró a sus amigos y al mismo Damián que, aunque ostentaba una buena cicatriz en la cabeza, se veía reanimado después del lamparazo. Triel estaba sentado tomando una cerveza sin hablar, mientras Ruryk se mataba de la risa contándole a Damián toda la odisea que ellos habían vivido para atrapar a Aniel.
––¿Cómo te sientes? ––preguntó Gabriel alarmado e interrumpiendo el relato que Ruryk encontraba tan divertido. Como si Damián hubiese percibido cuán preocupado estaba por él, lo escuchó responder:
––Mañana estaré como nuevo, Gabriel. No te preocupes. Ya sabes, nuestra energía de plata cura todo más rápido. Ya casi no siento nada.
Gabriel suspiró aliviado.
––Entonces iré a hablar con esa salvaje.
Antes de haber dado dos pasos, Damián lo llamó por su nombre. Gabriel lo miró levantando una ceja.
––Ten cuidado, es muy peligrosa.
Gabriel asintió y se dirigió hacia la puerta de la habitación, sabiendo que detrás de ella había alguien con quién tenía que saldar cuentas. Entró en el cuarto y no supo si reírse o gritar de rabia cuando observó a la chica acostada en su cama. Atada y amordazada, parecía un pobre animal al que habían amarrado para vender en las ferias de algunos países orientales. Aniel era la viva imagen de la derrota, a excepción de los ojos, que lo miraban con un odio visceral que le calaba los huesos.
––¿Qué haré contigo? ––preguntó Gabriel en un susurro mientras se sentaba en la cama al lado de ella, haciendo que el colchón se hundiese bajo su peso. Le pasó el dorso de los dedos por la mejilla, pero Aniel sacudió la cara para apartarlos. Sin inmutarse por su rechazo, Gabriel se reclinó y observó que la rodilla de la chica estaba en bastante mal estado. Fue al baño de inmediato, llenó una fuente con agua caliente y buscó en el botiquín un desinfectante. En los siguientes quince minutos, se dedicó a curarle la rodilla, agradeciendo que Aniel estuviera amordazada, ya que el desinfectante había dolido.
––Te vendaré después que te bañes. ––Si bien la rodilla estaba muy lastimada, sobreviviría y pronto estaría bien de nuevo––. Has sido muy mala con Damián ––continuó, indiferente a la mirada furiosa con que ella lo observaba––. Aun no entiendo por qué nos odias tanto, pero te diré una cosa, muchachita: la situación está tan complicada que no me importa en qué categoría nos has puesto dentro de tu lista de enemigos. Lo único que espero que entiendas es que deseo hablar y no pelear más contigo. Por lo tanto, y espero no arrepentirme, voy a desatarte para que mantengamos una conversación sensata. ––Aniel continuaba escrutándolo con detenimiento––. Pero te advierto lo siguiente: si me fallas, yo también lo haré contigo. ––Gabriel sabía que ella estaba evaluando su propuesta y se quedó esperando su respuesta durante unos minutos que parecieron eternos. Al final, Aniel asintió sin apartar la mirada de la de él.
Gabriel no estaba seguro de que fuera una buena idea, pero decidió correr el riesgo. Desató con uno de los cuchillos cada una de las cuerdas que envolvían las muñecas y los tobillos de Aniel. Antes de desatar la venda que le imposibilitaba hablar, le advirtió:
––Yo que tú, me quedo quietita y hablas conmigo. ––E hizo el último corte. Libre de las ataduras y de la mordaza de la boca, Aniel se desplazó hacia atrás y se acurrucó contra la cabecera de la cama, como ya lo había hecho otras veces. Se masajeó las muñecas a la vez que lo miraba con los ojos brillantes, teñidos de intenso reproche.
––Aniel ––comenzó Gabriel hablando en voz baja y apelando a todo su autocontrol para no intimidarla––. Quiero proponerte una tregua.
Ella siguió masajeándose las manos y bajó la vista por primera vez. Gabriel la esperó. De repente, alzó el rostro hacia él y rompió el silencio:
––¿Para qué?
––Para que puedas familiarizarte con nosotros y así aprendas a conocernos. No es nuestra intención hacerte daño.
––De la única manera que lograrás que te dé una tregua es si me liberas y dejas que me vaya de aquí.
Gabriel sonrió apenas.
––No puedo. Esa posibilidad es inviable.
––Pero ¿por qué? ––gritó Aniel frustrada––. Yo soy una muchacha cualquiera, que tenía una vida propia, con amigos, que viajaba, estudiaba, buscaba trabajo, pero ahora estoy secuestrada en esta cárcel con ustedes cuatro chiflados que me persiguen, me atan, me tiran por el lodo, me atrapan con látigos, roban mi teléfono... ¿Qué más quieres de mí, Gabriel? ¡Porque yo deseo mi vida de vuelta!
Gabriel la observó con detenimiento.
––Temo que tu realidad nunca volverá a ser la misma.
Aniel se quedó sin habla. Gabriel se dio cuenta de que tendría que haber sido más cuidadoso en la manera de transmitirle la nueva situación porque, un instante después, tenía frente a él a una Aniel que gritaba furibunda:
––¡Pues déjame decirte que tú eres el responsable de que mi vida sea un tormento! He tenido que luchar demasiado para recobrar algo de lo que me queda de ella. Y eso, maldito, no te dejaré robármelo. ¡Nunca! ––le siseó colérica. La volvió a observar y confirmó una vez más que ella ocultaba algo que los relacionaba a ambos de muy mala manera.
––Explícate entonces ––la invitó Gabriel, firme y sin levantar la voz––. Di lo que tienes que decir y yo te daré a cambio una valiosa información para ti.
Gabriel observaba los ojos de Aniel sin ser capaz de detectar con exactitud qué dirección intentaban tomar los pensamientos y sentimientos de ella. La chica navegaba en una gran confusión que le impedía ser lógica ante su nueva situación. Tendría que haber sido una mujer entrenada para ello, pero Aniel era una sobreviviente y Gabriel en el fondo podía entenderla y admirarla.
––¿Qué tipo de información crees que manejo?
––La que pertenece a lo que nuestra Estirpe busca desde hace muchos años: los símbolos. Y tú eres la guardiana de uno.
Se dio cuenta de que sus ojos verde mar se ensombrecían ante lo que acababa de decirle.
––¿De qué hablas, por Dios? Tú solo quieres usarme para tu propio provecho, Gabriel. Pero ¿qué obtengo yo a cambio?
––La explicación de quién eres.
La vio romper a reír. Parecía decepcionada.
––Me estás ofreciendo muy poco ––replicó mirándose las uñas. Gabriel podía adivinar que Aniel intentaba ocultarse tras la fachada de mujer superada, pero también captaba la mezcla de sentimientos encontrados en su interior: miedo y valor.
––¿Poco? ––interrogó él levantando las cejas––. Estoy seguro de que hay cosas de ti que no sabes. Déjame decirte que perteneces a un lugar que no sospechas y tu misión también está en un sitio y al lado de alguien que ni siquiera imaginas.
Gabriel quedó sorprendido ante esta última frase que sus propios labios habían emitido. Tragó en seco, impresionado por la veracidad de sus palabras. «Diablos», masculló para sí.
––Yo no sé nada sobre ese símbolo ––la escuchó decir súbitamente.
––Mientes ––siseó Gabriel.
––¡No! ––bramó ella––. No sé de qué se trata ni dónde está, y tampoco sé qué tengo que ver con él. Y eso de que yo soy la guardiana es algo que tú te has inventado.
––No es así. Y no te creo. ––Se levantó de la cama, para empezar a caminar alrededor de la habitación. Gabriel se estaba impacientando y era evidente que ella se ocultaba en su supuesta ignorancia.
––Si dudas de mí es tu problema, grandote. Yo digo la verdad. Quizás tendrías que rever quién te dio información acerca de mí, así podríamos habernos ahorrado varias tertulias.
Gabriel se puso furioso. No conseguía que Aniel hablara con él. Era desgastante y, para males, su polla lo estaba volviendo loco. No había podido dejar de observarle los pechos, esos globos hermosos que subían y bajaban cuando respiraba. O sus mejillas, que brillaban bravuconas cuando se enojaba.
––No creo una palabra de lo que me dices, Aniel.
––No me importa. ¡Y deja de mirarme como un libidinoso! ––le escupió en la cara con ojos encabronados. Se sintió estupefacto y sin control. Nunca le había pasado algo así, estaba a fuego vivo en su interior. Si tan solo pudiera estirar la mano y tocar alguno de esos rizos miel––. ¡Te he dicho que dejes de mirarme así! ––ella le volvió a gritar. Pero Gabriel seguía embobado. Se dio cuenta de que todo iba muy mal. Quería ser correcto y amable, pero un impulso de macho enloquecido lo estaba volviendo paranoico.
Salió de su trance ante el brillo metálico que lo apuntaba delante de los ojos. Las manos de Aniel se cerraban sobre la empuñadura de un cuchillo.
––Te subestimé ––musitó con rabia––. Recuperaste uno de los cuchillos que te llevaste de aquí.
––Date la vuelta ––le ordenó.
––¿Qué crees que haces, Aniel? ––siseó amenazante con todo el cuerpo elevado, pero sin mostrar rastros de perder la calma ante el cuchillo con que Aniel lo amenazaba.
––Estás loco si piensas que haré lo que me dices. Jamás colaboraré contigo ––exclamó––. ¡Date vuelta! ––insistió.
Gabriel detectó en los ojos de Aniel la determinación de una mujer dispuesta a todo, incluso a matar. Comenzó a voltearse lentamente a punto de quedar de espaldas a ella, pero, en el último instante, giró el cuerpo a velocidad sobrenatural. Pareciendo un borrón de energía, logró golpear con la mano abierta el cuchillo que Aniel sostenía en la suya, el que salió despedido al otro extremo de la habitación. Después de unos segundos de confusión, Aniel intentó correr hacia el arma, pero Gabriel se abalanzó sobre ella haciendo que ambos cayeran sobre la cama. Si bien ella se retorcía frenética debajo de él, Gabriel logró tomarla por la parte posterior de los muslos, tirar de las caderas hacia él y empujarla con todo el peso de su enorme cuerpo, haciendo que la espalda de ella se hundiera sobre la cama. Aniel intentó ponerse de costado, pero Gabriel envolvió los brazos alrededor de su cuello y la dejó casi sin movimientos por la cercanía de los cuerpos. Las piernas de ella estaban flexionadas debajo de su pecho y ante la fuerza y el peso de la musculatura de él, Aniel casi no tenía aliento para darle batalla.
––¡Mi rodilla, desgraciado! ––le gritó. Estaba furiosa y él sabía que solo usaba la rodilla lastimada como una excusa. Por todos los medios intentaba escabullirse, pero él no se lo permitiría. La dejaría luchar hasta que cayera agotada.
––No te dejaré ir, Aniel.
Ella aumentó los embistes y, con cada uno de ellos, la excitación de Gabriel aumentaba en forma descontrolada. Las batallas con Aniel lo dejaban exhausto, con el miembro erecto y dolorido. Gabriel presionó aún más el abrazo. Las mejillas se rozaban una con la otra y la respiración agitada de Aniel despeinaba un mechón de su cabello que le caía sobre la sien. Intentó disminuir el tormento sensual tratando de alejarse del roce de la mejilla de Aniel y, para ello, colocó la barbilla sobre la cabeza de ella. Pero en vez de ayudar, hizo que las aletas de su nariz se abrieran ante el olor a rosas del cabello de ensueños.
––Dios ––siseó Gabriel. Tomó la barbilla de Aniel con una de las manos tratando de atraparle la mirada––. Mírame ––le ordenó en un gruñido.
––No. ––Aniel intentaba apartar la cabeza, pero él no se lo permitiría.
––¡Mírame, te digo! ––repitió Gabriel lleno de ira y arrastró su barbilla de nuevo hacia él.
Y cuando ella lo hizo, Gabriel tragó en seco. Todo su universo se detuvo ante la visión de aquel rostro y un sentimiento de posesión y apremio surgió de nuevo. Tenía a Aniel a su merced, tan hermosa, cálida, pulposa y preocupada. La furia comenzó a disiparse y su cuerpo a gritar una sola razón. Anhelaba abrazar aquel calor que lo fraguaba.
Gabriel le apartó con cierta dulzura un mechón de pelo de la frente mientras ella no dejaba de observarlo. Algo cálido y mágico comenzó a surgir en él, un lazo, un brillo especial, un entramado superior que no supo definir, pero que se extendió con delicadeza hacia Aniel y que comenzó a arrebujarlos, entretejiendo hebras de una comunión delicada entre ambos. Observó embriagado el brillo plateado que los ojos gatunos derramaban. Y con ellos los suyos propios. Inmersos en esa danza de lazos mercuriales, la respiración de Gabriel se aceleró, un sudor suave comenzó a descender por las sienes y el corazón le dolía por el desenfrenado galopar. De esta manera, y preso en la red de ojos y bucles plateados, Gabriel hizo lo que había deseado hacer desde que ella había aparecido en sus sueños.
Bajó la cabeza y la besó. Al principio la probó con suavidad mientras la sentía contener la respiración. Delineó los labios llenos con los suyos y despacio, deslizó la lengua para acariciarlos. Ella se puso tensa, pero él no pararía. No esa vez. Ese tormento incontenible era imposible de detener por propia voluntad.
Con una de sus manos, Gabriel tomó con firmeza la nuca de Aniel para empujarla más cerca de sus labios. La otra mano viajó apresurada por la espalda larga y fina para rodearle el torso e inmovilizarle los brazos que comenzaban a forcejear contra él. Trató de profundizar el beso, acechando, pero Aniel no abría la boca, sino que intentaba girar la cabeza para evitarlo. Gabriel la siguió con los labios impidiéndoselo, atormentándola sin descanso y le envolvió las mejillas con las manos para atraer su rostro aún más hacia él. Trazaba con la lengua la línea de la unión de los labios, presionando para que abriera la boca. Necesitaba sumergirse en la profundidad de su deseo. Con las manos libres, Aniel intentó separarle las suyas de su cara, pero Gabriel ignoró la lucha y la abrazó más estrechamente. Fue besando y saboreando con la lengua el delicado cuello hasta llegar a la clavícula. ¡Dios! ¡Era tan deliciosa! Aunque Aniel se resistía a él como una fiera, Gabriel detectó que un dejo de pasión empezaba a invadirla, lo que lo enardeció aún más. Aferrándola con un solo brazo, cubrió con extrema delicadeza y con toda la abertura de su mano libre uno de los perfectos senos que se insinuaban debajo de la camisa. Aniel corcoveó y, al hacerlo, abrió la boca dándole la oportunidad que Gabriel tanto esperaba. Invadió su boca con salvajismo, besándola como poseído, succionando el interior, bebiendo el contenido, encontrando y retando la lengua de ella con la de él. Ese beso era de él y para él.
Apenas ella se rendía, él la besaba con mayor profundidad. De repente ambos se sumergieron en una danza inconfundible. Si Aniel movía las caderas hacia atrás, Gabriel iba hacia adelante; si ella se empujaba hacia un costado, Gabriel la seguía. No le permitía separarse, sino que la unía a él, sumergiéndolos en las profundas aguas de un placer insospechado. Luego de besarla una y mil veces, se desprendió con renuencia de los labios henchidos y recorrió con la mirada la punta de sus propios dedos que levantaban con cuidado la blusa de Aniel. Casi sin respirar, contempló hipnotizado el sujetador. Era de color blanco, de textura suave y sin breteles. Continuó jugando con los dedos y al levantar delicadamente el sujetador descubrió el verdadero tesoro que guardaba bajo él y que ya había disfrutado cuando la había bañado. Gimió. En un segundo lo desprendió con habilidad y lo lanzó a algún rincón de la habitación. Gabriel supo que nunca tendría suficiente de esta visión. Aniel tenía unos pechos preciosos, comestibles, afrodisíacos. Acarició cada parte de las frutas maduras, redondas y suaves, con dedos gráciles, suaves como plumas, calentando la punta de los pezones que se elevaron ante el masaje insistente de sus dedos.
Un gemido escapó de la boca de Aniel seguido de una sacudida de su cuerpo. Aniel no se rendía, quería escapar, pero Gabriel no se detendría ante nada. Él sabía quién era ella, de manera inconsciente siempre lo había sabido, pero en este instante lo confirmaba. Había llegado el momento de la verdad y Gabriel lucharía con todas sus fuerzas para que Aniel reconociera quién era él. Y el cuerpo de ella sería su primer aliado.
Le apresó las muñecas y continuó con la tortura sensual a la que la sometía, sustituyendo los dedos por la boca. Se sentía hambriento, sudoroso, ansioso por apropiarse de los frutos de esta mujer única para él. Atrapó, no sin cierta dificultad, uno por uno los senos de Aniel con la boca abierta, lamiendo y succionando con desesperación, la cual aumentaba con los continuos gemidos y la lucha que Aniel le ofrecía.
––No me pelees ––le susurró Gabriel cuando abrió los ojos y observó el pezón rosado que se endurecía ante las caricias de su lengua. Esperó unos segundos y volvió a degustar los frutos suculentos, imposibles de resistir. Parecía un hombre al que lo habían privado de placer desde hacía demasiado, lo cual no era del todo equivocado. Gabriel no había sentido esa urgencia y locura por una mujer jamás antes. Estaba profundamente enajenado.
Liberó las muñecas de Aniel mientras desplazaba la boca de un seno a otro sin saber cuál de ellos lo atormentaba más, danzando con la lengua, reclamando con suavidad con los dientes. Con las manos los levantaba desde abajo, presionándolos hacia arriba para recibirlos con la boca hambrienta. La escuchaba gemir desesperada y ya no peleaba. Ella estaba sufriendo el mismo tormento que él. Y estaba decidido a aprovecharlo. ¿Qué le había hecho esa mujer? Escuchó a lo lejos un grito de rabia que salía de la garganta de Aniel, mientras ella presionaba con las manos su cabeza desde atrás y la dirigía hacia adelante para profundizar el contacto con la piel deliciosa de los senos.
––¡Cobarde! ––gritó furiosa.
No supo si el grito iba dirigido hacia él o hacia ella misma. Sabía que Aniel no podía combatirlo de esta manera ya que su cuerpo comenzaba a rendirse a las caricias y a los besos.
«Por Dios, si tan solo ella entendiese…», pensó Gabriel.
Con un gemido liberó los pechos de su boca ávida y la sentó, incorporándola con fuerza para envolverle la cara entre las dos manos otra vez. Quería sentirla con él y en él en toda su magnificencia. Y se lanzó a un nuevo ataque de los labios. Ella lo envolvió con los brazos por la espalda y él se sintió feliz. Estaban sincronizados por completo. La besaba tan locamente que temió lastimarle los labios, aunque no tenía fuerzas para parar. Bebía de ella, dificultándole la respiración.
Pero Aniel comenzó a golpearlo otra vez con los puños en el pecho y en la cara. Gabriel secuestró las muñecas con las manos como si fueran dos tenazas y la obligó, con el peso de su cuerpo, a caer otra vez sobre la cama. La aplastó con el suyo, cuidando de no hacerle daño y buscó sus ojos sin piedad. Exhausta, dejó de luchar.
––Tienes que poder verme… ––le susurró Gabriel sin dejar de aferrarle las muñecas a los costados de la cabeza. Se miraron durante lo que pareció una eternidad hasta que un destello plateado emergió de los ojos de ambos, sumergiéndolos en una especie de trance. Un placer total y absoluto, una urgencia no conocida por Gabriel lo abrazó y no pudo más. Volvió a besarla en forma plena y profunda, empapado en esa sinfonía plateada. Anonadado, se dio cuenta que Aniel respondía de la misma manera, anunciando su rendición con un suspiro. Una tregua se alzaba ante ellos; una pausa en la lucha que libraban. Se besaron con una desesperación nueva y diferente, descubriéndose, investigando, y permitiendo que el calor del deseo los elevara en toda su magnitud.
Gabriel fue soltando con cuidado la presa de las muñecas de Aniel; colocó con delicadeza las manos sobre las suyas y entrelazó los dedos con los de ella. Continuó besándola con una mezcla de determinación y dulzura, esperando con desesperación que Aniel captara lo que en verdad él sentía. Quizás así ella podría comprender quién era él, para qué se habían encontrado y por qué él no podía dejarla ir.
«Ya no». Tomó con suavidad las dos muñecas de Aniel y las ubicó por encima de la cabeza de ella, sosteniéndolas con una de sus manos. Sabía que ella detestaba esta posición, pero él deseaba mostrarle que todo era válido a la hora de dar placer. Su otra mano se deslizó hacia el bajo vientre suave, mientras la boca buscaba los senos una vez más. Y no sería la última. Aniel gemía de manera gutural, pareciendo llorar. La sentía por fin en llamas. Eso era un pasaje al infierno sin ninguna duda y cada centímetro de piel que él recorría era fraguado por el calor de sus besos.
«Ella es mi vida». Gabriel se paralizó unos segundos, impactado por la intensidad de sus sentimientos y por esa pasión excomulgable. Liberó las muñecas de Aniel con cuidado, atento a que no volviera a atacarlo, pero esa vez ella en vez de hacerlo apresó salvajemente sus cabellos. Los despeinó con desenfreno, mientras lo acercaba más a sus labios. Ella luchaba por sus besos y Gabriel sintió una profunda alegría cuando la vio responder de esta manera. Él envolvió los bucles en los puños, tirándolos hacia atrás, e hizo que el rostro y el cuello de Aniel quedaran a su merced. Arrasó la garganta con besos de fuego, arrastrando los labios y la lengua por el sendero que descendía hacia el pecho mientras escuchaba los gemidos de satisfacción de Aniel. Volvió hacia arriba con besos suaves, desandando el camino anterior. Se detuvo mirando con ansias los labios húmedos. Labios para ser besados. Solo por él.
––Sí ––murmuró Gabriel y se zambulló una vez más en ellos, como si se tirara de un séptimo piso. Mientras la besaba, recorrió con las manos el vientre plano que se tensaba ante las caricias, pero ya no se resistía. Introdujo con extrema suavidad una de las manos por debajo del pantalón. Acarició con la yema de los dedos el área que su ropa interior protegía con recelo y, como respuesta, Aniel acompañó su toque de fuego con el movimiento de las caderas hacia él. Parecía como si el centro femenino de Aniel estuviera magnetizado por las caricias sin poder apartarse de ellas. Luego de un rato de exquisita tortura, sacó la mano del interior del pantalón y comenzó a bajarlo de forma lenta hasta que lo eliminó de entre sus cuerpos y lo arrojó a un costado.
Los besos de Gabriel parecían provocar en ella lo mismo que los suyos hacían con él. La estaba hipnotizando, como el flautista lo hacía con la serpiente. Se desprendió renuente de la boca y bajó hacia sus piernas, descendiendo con el cuerpo por ellas mientras las besaba en su recorrido hasta los pies. Se colocó uno por uno de los dedos de Aniel en la boca y los masajeó con la lengua cálida y húmeda. Escuchó excitado los quejidos de placer que ella emitía ante las caricias. Continuó masajeándole los dedos y los talones en una danza sensual y subió, sin dejar de besarla con suavidad, por las pantorrillas, las rodillas y los muslos. Detuvo la cabeza cerca de las bragas diminutas y observó excitado lo que el minúsculo pedazo de tela resguardaba.
Aniel seguía moviendo las caderas al compás de su propia excitación, lo que dio nuevos bríos a Gabriel. Bajó la cabeza al condominio de aquel lugar secreto y lamió el interior de los bellos muslos, como si quisiera avisar lo que haría después. Arrastró la lengua por la piel suave y tersa y con los dedos corrió las bragas hacia un costado. Al ver emerger la formación tan tierna y húmeda, Gabriel se sintió absolutamente vencido. Estaba por completo a merced de esa mujer y, lejos de preocuparlo, dio rienda suelta al resto de su lujuria contenida. Lamió los bordes de su centro y derribó a cada paso las barreras de ese lugar. Escuchaba los grititos de Aniel a la distancia, que lo excitaban como un adolescente. Corrió las bragas del todo y con la lengua húmeda y cálida lamió y dio placer al centro embriagante. Jugó, chupó y mordió. Todo estaba permitido entre ellos en este momento.
Se aferró con fuerza a las nalgas de Aniel y con los hombros separó los muslos, abriéndolos en toda su extensión, para exponer la delicada parte femenina con la que había soñado tanto. Introdujo la lengua y, sediento, saboreó los jugos íntimos y plateados que se derramaban en su boca producto de la excitación. El miembro de Gabriel se alzó bravo y húmedo por debajo de los pantalones ante los gemidos desfallecientes de Aniel. Rompió las bragas de un tirón y las arrojó hacia algún lado de la habitación. El corazón se le detuvo y supo que estaba embrujado de manera absoluta por esa mujer. Siguió atormentándola con la lengua y los dedos, jugando y acariciando los pechos y el interior de los muslos a la vez. De repente, el cuerpo de Aniel se tensó y dio paso a un sollozo suave. Estaba lista para abrirse a él. Sin decirle nada, Gabriel deseaba con locura que se viniera sobre su boca. La siguió tocando sin darle respiro y al escuchar los gemidos cada vez más intensos y verla retorcerse de placer, su propio cuerpo quedó envuelto en llamas. Se sentó con brusquedad en la cama y se arrancó la camisa, haciendo volar los botones en todas direcciones. Acercó el cuerpo de Aniel a él y la abrazó desfalleciente en un contacto íntimo de piel a piel. Aniel respondió a su abrazo de la misma manera. Gabriel contuvo la respiración al sentir cómo una espiral de energía subía por la columna vertebral. Una parte de esa energía pertenecía a la de él y la otra a la de Aniel. Se elevó al cielo junto a esta mujer, en el trayecto brillante de la espiral ascendente. Parecía una unión cósmica.
Se sintió pleno. Y la pasión de Aniel se desbordó a la par de la de él. Lo besó demandante y entregada y Gabriel no pudo dejar de preguntarse si por fin ella había comprendido quién era él. Se separó renuente, la acostó con suavidad de espaldas y la tomó con fuerza del trasero para atraer las caderas hacia él y colocarle las rodillas sobre los hombros. El centro femenino quedaba totalmente expuesto a él y lo invitaba a saborearlo en toda su magnitud. Gabriel sucumbió una vez más ante aquel hechizo y bajó para cubrirlo con la boca. Saboreó y mordisqueó otra vez la caverna tierna, degustándola y atormentándola con el roce seductor de los dedos. Aniel gritaba y se retorcía frenética, incitándolo a hundir la lengua aún más en ese territorio exclusivo de él. Nunca permitiría que otro macho se acercase a ella. Daría la vida por ello.
De repente, el cuerpo de Aniel volvió a tensarse, pero esta vez de manera diferente. Mientras apretaba los muslos contra su rostro, ella levantó el torso curvilíneo y se retorció entre sus brazos. Gritó y le clavó las uñas en los hombros al estallar de placer, sacudiendo el cuerpo por la intensidad del orgasmo. Gritó y gritó sin soltarlo, temblando de pasión. Gabriel volvió a pasar las yemas por su centro, incentivándolo y provocando una nueva explosión en el cuerpo de la chica que lo tenía subyugado. Subió y tomó presuroso su boca para absorber el segundo orgasmo con el calor de los besos. Aniel arrastraba las uñas por su pecho, sin lastimarlo.
Gabriel tomó con las manos la cara de Aniel y la atrajo tan cerca de su rostro que su propia respiración refrescó la mejilla ardida. Empezaron a jugar con los cabellos, tironeándose mutuamente, luchando por imponerse uno sobre otro, en una batalla que ninguno podía ganar o perder. Gabriel separó la boca de los labios suculentos y con los brazos envolvió la cintura estrecha, obligando a Aniel a arquear la espalda y exponer las frutas jugosas al ataque insaciable de su lengua.
Él estaba obnubilado por la reacción de Aniel, que se mostraba como una mujer apasionada y entregada con absoluta generosidad. Lavó y enjugó los senos con la lengua, delineando los contornos y luego se los llevó al interior de la boca. Succionó a veces con dureza y otras con extrema dulzura lo que provocó sollozos de placer en su fugitiva. Gabriel quería conocerla en su totalidad para entenderla, sentirla, abarcarla y... cuidarla.
Dejando los frutos por el momento, Gabriel los reclinó a ambos sobre la cama y tomó las muñecas de Aniel para presionarlas con cuidado a cada lado de su cabeza y volver a buscar su mirada. Necesitaba conectarse de nuevo con ella, ya que la estaba perdiendo en esa pasión descontrolada. Buscó sus ojos con impaciencia y, cuando logró que se depositaran sobre los suyos, una aureola plateada incandescente se proyectó de nuevo entre ellos, envolviendo y tiñendo las pupilas e iris del mismo color. Quedaron suspendidos en una bruma de reencuentro y el corazón de ambos galopó. Y todo comenzó otra vez.
Rodaron por la cama como poseídos, con los cuerpos enlazados por un ansia de sentirse y reconocerse, palparse y aferrarse uno a otro en esa danza tan vieja como el tiempo.
«Mi mujer, mi señora álmica».