35
La desmovilización
Kheops, entonces, desmovilizó a sus cien mil obreros y disminuyó bruscamente los impuestos. Esto, que en sí mismo era bueno, creó un shock económico. Todos aquellos hombres que volvían a casa necesitaban trabajo. Antes el problema no existía porque, por cien mil que llegaban, se iban otros tantos a la construcción.
Era necesario reorganizar y redistribuir el volumen de negocios, cosa nada fácil. Los productores preferían altos impuestos, pero con monopolio (cien toneladas de cerveza por día en Gizeh, por ejemplo), a una brusca baja de las gabelas, aun a costa de competir y vender al menudeo. El Faraón se vio obligado a subsidiar a varias decenas de miles de familias hasta que los hombres consiguieron trabajo. Sometió a presión a los dueños de empresas para que tomasen más obreros. Y así, poco a poco, todo volvió a la normalidad. Muchas escuelas de Tofis cerraron, puesto que ya no eran necesarios tantos técnicos. Sin embargo ganaba más que antes, puesto que le cobraban menos impuestos. Con el paso de los meses muchas de sus escuelas reabrieron, pues nuevamente se necesitaron artistas en diorita (y otras piedras duras) y técnicos, para reparar los templos reabiertos, fundar otros y pulir estatuas.
La economía egipcia, entonces, necesitó un tiempo para volver a la normalidad.
Kheops reabrió los templos, como ya se dijo, lo cual significó un enorme alivio religioso para Egipto. El Faraón dejó pasar dos años, hasta que la economía pudo estabilizarse. Luego empezó a restaurar los recintos del culto, e incluso fundó otros nuevos. Con prudencia, claro está, puesto que el País de la Tierra Negra aún se estaba reponiendo de sus heridas. Para que alguien pudiera imaginarse las lesiones de Egipto debería suponer un país sometido a brutales bombardeos durante treinta años, sin capacidad de réplica y que, por extraño milagro, pese a todo, ganara la guerra.
Hentsen, por su divina cuenta y dilapidando fondos de la Caja Chica del Faraón, ordenó la construcción de un templo pequeñísimo pero perfecto, en honor de Isis, su Diosa favorita. Hizo grabar en las paredes, en bajorrelieves, las hazañas de su padre (treinta y cinco años atrás, contra los nómades, en el Sinaí), la erección de la Gran Pirámide y la reparación (que él ordenó) de templos de la segunda y tercera dinastía.
Cetes, por su parte, luego del fin de los trabajos abordó al Faraón mediante audiencia. Kheops lo recibió muy contento y dicharachero:
—Pareció que nunca la terminaríamos, ¿cierto? Pues ahí la tienes. —Y señaló en dirección a Gizeh.
El mago parecía caminar sobre papiro, como tratando de no romperlo:
—Sí, mi señor. Es una hermosa gloria. Ahora bien, yo quisiera pedirte…
—Puedes y debes pedirme lo que quieras —lo interrumpió el Rey—. Ya nada puedo negarte.
—Pues, Amo de las Dos Tierras, mi Señor. —Ante este tratamiento, respetuoso en exceso tratándose de Cetes, Kheops empezó a desconfiar. Sólo en una ocasión su mago lo había tratado en esa forma, muchas décadas atrás, pero no recordaba por qué motivo. De pronto se acordó: ¡los eunucos y los esclavos!—. Treinta años atrás te rogué respecto de dos cosas que me preocupaban y me dijiste: «Cetes: vuelve a hablarme de estos asuntos cuando la Gran Pirámide esté construida. Ahora no es el momento».
—Los esclavos y los eunucos, ¿verdad? Vas a referirte a eso.
—Mi Señor: eres clarividente.
El Faraón cerró los ojos y dijo en tono suave:
—Está bien, es verdad, te prometí que conversaríamos. —Los abrió otra vez—. Acabo de recordarlo todo, de modo que voy a ahorrarte y ahorrarme largas explicaciones. Curioso que a tantos años pueda evocar tus palabras, que estaban tan olvidadas. Pediste que nadie fuera esclavo por más de diez años y que al librarlo se le diese independencia económica. Proponías también el reemplazo de los eunucos por un Regimiento Sagrado compuesto por mujeres que no gusten de los hombres.
—Recuerdas todo de maravillosa forma. Te iluminan los Dioses, Soberano de los Dos Países, mi Señor.
—Cetes: es una locura.
—¡No, mi Señor!
—Es una locura y traerá problemas. Económicos, incluso. Pero está bien. Has esperado treinta años para esto y a ti me es imposible decirte que no.
Cetes, quien no esperaba salirse tan fácil con la suya, dijo incrédulo:
—Gracias, mi Señor.
Por orden de Kheops, pues, y según la convicción de un instante, los eunucos dejaron de existir como institución. Fue creado un Sagrado Regimiento de doscientas lesbianas para cuidar el Gineceo Real. A éstas les fue dada instrucción militar y, a poco, debido a que el Faraón las trataba con respeto y amor (y no como a marginadas), se transformaron en los mejores y más fieles soldados de Egipto. Algunas de ellas, a veces, se acostaban con las mujeres de Kheops y él lo sabía, pero ¿ello qué importaba? Lo único verdaderamente irrenunciable era la fecundidad, por la sucesión real. En cuanto a las nuevas leyes sobre los esclavos, éstas se diseñaron tal como Cetes quiso; pero ello trajo los problemas que el Faraón previo: cada esclavo liberado lo era con «dote» importante, por su dueño, a fin de que la libertad no se le transformase en la maldición que lo matara de hambre. Todos estos libertos se hicieron cuentapropistas (fundaron pequeños medios de producción), con lo cual distorsionaban el mercado económico.
Estas decisiones legales se mantuvieron durante el resto del reinado de Kheops y también en la década del gobierno de su hijo Diodefre. Khefrén anuló todas las referentes a los esclavos, para ganarse el apoyo de los dueños y patrones. En cuanto al Regimiento Sagrado, cuando pudo verificar las relaciones lesbianas entre las guardianas y sus mujeres (era muy celoso), lo disolvió para volver a la vieja práctica del eunuquismo. Pero además tuvo otra razón para disolver el Regimiento, y de ello ya hablaremos.
Y a finales del trigesimoprimer año luego del inicio de la construcción, Kheops y su amada Hentsen visitaron la Gran Pirámide. Esta refulgía, desde uno de sus planos (el que en ese momento iluminaba Rah), lucía con sus cuatro laderas perfectas y su cúspide pintada de ocre.
La veían resplandecer, entonces, con el Sol reflejándose en una de sus laderas.
—Fue casi imposible —dijo Kheops observando la Joya Teológica.
—Ya lo sé —contestó la princesa. Aunque luego agregó orgullosa—: Pero pudimos.
—Sí, pudimos.