7

Comiendo un delicioso jabalí asado

Al día siguiente del encuentro con el Faraón, por la tarde de la última jornada de farra completa que tendrían en treinta años, Cetes y Tofis estaban en casa de este último, en el patio y bajo refrescantes palmeras, tomando cerveza. El vino especial del dueño de casa lo dejaron para la cena, que iba a ser fastuosa. Tofis había contratado a dos cazadores para que le atraparan un jabalí, y sus esclavos ya lo estaban preparando. Desde algunos codos más allá venía un aroma delicioso.

Los dos amigos —ya reconciliados—, en plena jauja y despatarre, disfrutaban su último día de tranquilidad absoluta bajo las palmeras, mientras Boula (desnuda de la cintura para arriba) les acercaba comestibles pequeños y salados, y jarros innúmeros de cerveza. Ya casi ebrios, los dos hermanos corsos egipcios procedieron a hablar del futuro de Egipto.

—Claro que hice horóscopos —respondió Cetes a una pregunta.

En ese momento apareció Boula con una bandeja llena de una suerte de pickles, sonriendo contenta por verlos tan amigos. «Los amigos del dueño estabilizan la casa»: refrán nubio.

Tofis miró los pechos rozagantes de la mujer y se erotizó. Cetes también se los miraba, si a eso vamos. No le era indiferente la belleza de Boula.

—La Gema Teológica que vas a fabricar nos protegerá bastante, y por mucho tiempo. Pero no para siempre. Egipto no puede luchar solo, eternamente, contra el Abominable. Ni siquiera con ayuda de la Pirámide.

—¿Quién es el Abominable? ¿Seth?

—Comparado con el Abominable, Seth es un indulgente y bondadoso muchacho, únicamente preocupado por llenar de mimos a los hombres. La construcción lo parará por completo durante algunos miles de años, los Dioses sean loados, y a medias por otro rato. ¿Qué más se puede pretender?

—¿Es un Dios extranjero?

—Sí. No sé cómo has hecho para intuirlo, pero así es.

—Nuestros ejércitos se encargarán de matar a sus sacerdotes —dijo Tofis que, en el fondo, era militarista y se sentía invadido de un optimismo muy castrense.

Cetes agachó la cabeza. Luego comentó en voz baja:

—Quemarán nuestras momias, o las expondrán en lugares abyectos de bajo regocijo. Al mundo le espera la desacralización. No lo veremos nosotros, ni los hijos de los hijos de nuestros hijos, pero llegará.

—No puedo creer en un desastre tan inmenso. Los Dioses no lo permitirían.

—Hacen todo lo que pueden, te lo aseguro. Que es bastante. Pero en unos pocos miles de años cambiará el signo astrológico de todo el planeta. Serán tiempos duros. La Pirámide es para ayudar a enfrentarlos.

—¿A los enemigos?

—A los tiempos, tonto. ¿Crees que aquí siempre se podrá comer un chancho como ése? —Y Cetes señaló al jabalí que los esclavos estaban asando.

Tofis, con extrañeza:

—¿Y qué lo impide?

—Algún día será carne prohibida en Egipto. Harán una lista de alimentos buenos y otra de abominables. Como si algún alimento fuese malo. Ya es bastante horrible que nos hayan obligado a cortarnos la piel que rodea la punta del falo.

Tofis, con asombro:

—¿Quién nos obligó? Si los egipcios nos circuncidamos desde siempre; no es costumbre extranjera.

—Desde siempre, no. Y perdóname que te contradiga porque sí es una costumbre extranjera.

—Pero ¿cómo?

—No sé bien, porque el astral no es preciso y un poco hay que decidir entre los datos y guiarse por intuición. Creo que fue en la Segunda Dinastía. Ignoro qué Rey. Vi que a este Faraón le era presentado un geógrafo. El visitante estaba desnudo y al Amo de las Dos Tierras le asombró verlo circunciso. Ya sabes que antes todo hombre o mujer debía presentarse desnudo ante el Faraón.

—Sí, ya sé.

—Esto no se hacía para humillar u obligar a la subordinación al recién llegado, sino como prueba de limpieza de alma. Mucho puede leerse en un hombre o una mujer, si está desnudo.

—Sí.

—Pero hay que saber leer y el Faraón no supo. A todos nuestros Reyes les interesaron poderosísimamente los geógrafos y el extranjero era un sabio. Ignoraba el Señor de los Dos Países que ese sabio era además un mago enviado como avanzadilla por un grupo esotérico adorador del Abominable. Al verlo circuncidado le preguntó el Faraón: «¿Qué te ha sucedido en el falo?». El otro, muy fresco puesto que había venido justamente para que le hicieran esa pregunta, contestó: «En mi pueblo cortamos esa parte del pene como un sacrificio que otorga distinción y poderes mágicos». Entonces, ese mago que creía en un solo Dios dijo esta mentira: «Crea un pacto celestial entre el hombre superior y los Dioses. Es para los elegidos. Otorga mucho poder, mucho poder». Para resumirte la historia: el Rey (ingenuo) se hizo circuncidar, sobrevivió milagrosamente; la Corte, que no deseaba quedarse atrás en la «moda», lo imitó y, a poco, se le sumó en ello la totalidad de la población. Por eso te repito: no es una costumbre nacional sino extranjera.

—¿Y qué ganaron con eso?

—Muchas cosas. Atentar contra nuestro sexo, aunque sea en lo mínimo (puesto que Ellos nos crearon enteros), y así dar comienzo a la enemistad con nuestras Divinidades y a la contaminación extranjera. No se invade un país fuerte como el nuestro de buenas a primeras, sino de a poco.

—Pero tú estás circuncidado.

—Desde chico, claro, cuando no podía elegir. Igual que tú. Lo que has dicho es un poco tonto, me parece.

A Tofis, avergonzado, le cambió la cara:

—Tienes razón.

—Te preguntarás sobre el porqué de esta avanzadilla en nuestra Segunda Dinastía, o cuando fuese.

—Sí.

—El propósito es lograr poco a poco, mediante la progresiva contaminación, algo que les interesa más: que abominemos de nuestros Dioses y pasemos a adorar a sólo uno: a un Dios macho.

—¿Por qué sólo uno y macho? Si también hay Diosas.

—Ve a explicárselo a ellos. No me lo digas a mí, que ya estoy convencido.

—Aparte de que no hay un solo Dios macho.

—No, ya lo sé.

Tofis, indignado:

—Pero ¿para qué una doctrina tan terrible? No. Debe de tratarse de una mala lectura tuya del astral. Revisa tus cálculos y coordenadas. Seguro que tu compás astrológico está descompuesto. —Tofis carcajeó un rato a causa de su chiste, pero luego se puso serio—: Egipto es muy religioso, jamás aceptará cosas así. Son diabólicas costumbres extranjeras. Aun si nuestras armas son derrotadas y nos conquistan. Mi padre decía: «Muerto el sacerdote, muerta la rabia del Dios».

—Tu Padre era medio descreído, me temo. En primer lugar, nunca matarás a todos los sacerdotes de ese Dios, que son como hormigas o mosquitos. Segundo, aunque lo lograses, el Abominable enviará nuevos embajadores suyos. El problema es que tanto los Dioses, como esa Divinidad que te menciono, existen. No son inventos del hombre. Si no tuvieran existencia real, el asunto se reduciría a una simple cuestión castrense: reforzar nuestros ejércitos para impedir que nos conquisten o nos impongan sus costumbres extranjeras. Es una lucha teológica: de Dioses, no de soldados. Por eso es tan importante la Pirámide: para que Egipto resista, tenga un nombre y no sea dispersado entre los pueblos de la Tierra.

—Cetes: tanto tú como yo somos iniciados. Hicimos nuestras palabras en Thoth. No ignoras que la manera de controlar a un Dios (malo o bueno) es conocer su nombre. ¿Cómo se llama el que tú mencionas? Pongamos en cada piedra de Egipto un exorcismo que lo anule.

—Ah, pero no es tan fácil. Todos los Dioses revelaron sus nombres desde el principio, precisamente porque vienen con buenas intenciones. Todos salvo él. No hay clavícula que lo domine ni cuarto con cielo estrellado. Si interrogo al astral respecto del Nombre Secreto, el Dios Oculto siempre responde lo mismo: «Me Llamo Según Mi Nombre». O sea: de una manera elegante me da el esquinazo y se niega a responder. Pero yo llegué a la siguiente conclusión: es tan poderosa la realidad tangible, el mundo de la materia densa donde estamos, y tal es el señorío de los hombres como Dioses de los Dioses (aunque en otro sentido estemos para servirlos), que incluso un Dios mentiroso no puede evitar decir la verdad, aunque sea de manera críptica, oculta. Creo que la clave del nombre está en la frase «Me Llamo Según Mi Nombre». Uno se desconcierta porque en apariencia responde devolviendo la pregunta que se le hace. Esto es: si tú me preguntas cómo me llamo y yo en vez de contestar «Cetes» digo: «Mi nombre es el mismo nombre que tengo», estoy devolviendo la pregunta por reflejo. Pero yo advertí que precisamente ésta es la respuesta a la clave hermética. Si la respuesta es un rebote de la luz de la pregunta, el nombre secreto del Abominable es Reflejo o Espejismo. Me baso en que ningún Dios puede dejar de responder con la verdad cuando lo interrogan. Siempre es veraz aunque mienta. Ahora bien, ¿dónde están los espejismos?

—En el desierto.

—Correcto. Precisamente por eso la Gran Pirámide debe ser levantada en el comienzo del desierto; para detener a ese Dios que, como su nombre indica, viene de allí.

—¿Implican tus palabras que Sus sacerdotes vendrán del oeste?

Cetes dudó:

—N… no lo sé. Dudo. El astral no es claro al respecto. Más bien parece que la invasión de los Esclavos del Abominable vendrá de las dos direcciones tradicionalmente peligrosas para Egipto: el este y el sur. Aunque no me imagino de qué manera puede atacar desde dos lados tan distintos, a menos que pueda disponer de dos pueblos que le obedezcan. Pero quizá la explicación esté en varios horóscopos aparentemente no conectados entre sí. En uno leo: ETIOPÍA, y en otro: GRAN SIRIA. Quedan al sur y al este. Noto a una Reina etíope que viaja a la Gran Siria y se entrevista con un Rey del Abominable. Veo también una invasión etíope a Egipto. Quizás ambos sucesos están relacionados. Si esa Reina toma costumbres del mencionado Rey y luego los etíopes nos conquistan, es fácil que por doble rebote o reflejo nos pasen las costumbres religiosas impuestas por el Abominable a sus siervos vía Etiopía. De ahí que nos impongan las figuras mágicas del diabólico pacto: prohibición de comer jabalíes y una progresión que desemboque en el Dios único. Pero volvamos por de pronto al corte del anillito de carne que rodea la punta del miembro viril. Fíjate que se trata de un anillo de carne; es algo que cierra, como una clave hermética. Un anillo mágico, de Poder, que los hombres otorgan a ese Dios. Y si no me crees a mí, porque soy egipcio, créeles a nuestros amigos los sumerios: bien saben ellos de la existencia de los Anillos de Poder.

—Sí, eso ya lo sé porque lo aprendí en la Escuela de Thoth. —De pronto a Tofis se le ocurrió algo—: Cetes.

—¿Qué?

—Estamos desobedeciendo las órdenes del Faraón.

—¿Cuáles?

—No trabajar hasta mañana. El de teólogo es el peor, el más agotador y amargo de todos los oficios.

—Tienes razón.

—Nos esperan treinta años de teología.

—Es cierto.

—¿Qué te parece si nos dejamos de fregar con tanta historia?

—De acuerdo.

Guardaron silencio. Los mosquitos revoloteaban, enfurecidos e impotentes. Tofis les sacó la lengua. Pertrechado tras los falsos nenúfares de su amigo, ya no les temía.

—Cetes, ¿sigues viviendo solo como un ratón campesino, de esos que se comen el trigo y la cebada de los pobres?

El mago ya conocía el humor de Tofis, de modo que contestó con mucha calma:

—No. He adoptado a un niño. Quedó huérfano hace poco. Su padre murió en la cantera, por un desprendimiento prematuro. En cuanto a su madre, no le interesaba saber más de él. Tiene ocho años. Lo estoy preparando para discípulo. Hay que formarlos desde pequeños, caso contrario se llenan de manijas y es difícil sacárselas. Le enseño a leer. Aprende rápido. Es muy humilde; por eso progresa con velocidad: acepta el magisterio.

—Bueno, te felicito. Siempre te quejaste de que no tenías discípulos sino ladrones. Pero yo te hablaba de las mujeres.

—No me faltan.

—De acuerdo. Pero ninguna vive contigo largo tiempo.

—Bueno… La última, Tokris-f, me duró diez años. No exageremos.

—Es poco. Deja ese tipo de carencias para el futuro: para ése, desacralizador, que me profetizaste hace un rato. Escucha, Cetes: búscate una nubia, como yo. La mujer negra es la única capaz de hacer felices a seres como nosotros. Mira un momento a mi Boula…

—La miro mucho.

—¿Eh? Pues mírala un instante nomás. Cuando yo le agarro uno de sus pechos (o, por qué no decirlo, de manera grosera y cariñosa, una de sus tetas: la izquierda, sea un ejemplo) siento que vivo. Le tomo el peso a la pechuga, se la mimo, se la beso y mil otras cosas. Siento que el Disco Santo sale en el Oriente, por las mañanas, entre los cuernos de la Diosa Hathor. Hazme caso: cómprate una esclava y hazte esclavo de ella.

Cetes rió:

—¿Quién sabe? A lo mejor te hago caso.

—Hablo en serio.

—Ya sé.

—Absolutamente en serio. Pregúntate nada más que esto: ¿por qué no? Ya lo has probado todo para ser feliz, me consta. Salvo lo que te digo.

—Estoy de acuerdo contigo sobre todo por un asunto. Las mujeres egipcias han abusado de nosotros. Hacen lo que quieren. Si uno se separa, porque no aguanta más, ellas se quedan con todo. Las respetamos siempre, desde la Primera Dinastía, porque no olvidamos la subordinación que el propio Osiris tiene por sus hermanas Isis y Neftis, pero las egipcias confundieron respeto y cariño con debilidad. Nos avasallaron. Llegará la dinastía que termine con tanto abuso. Pero a su vez esto también es malo, porque está en la naturaleza del ser humano el no buscar el equilibrio. Sólo el sabio lo procura. Llenos de ira esclavizaremos a las mujeres, perdiendo de vista el propósito fundamental, que nos guió desde el principio: que ellas fuesen nuestras compañeras. Es tan horrible lo uno como lo otro. Ahora, en este momento, si uno se separa de su esposa ella se queda con todo. Mis mujeres me sacaron hasta las bibliotecas. Las vendieron por unos pocos deben a hombres ignorantes, aprendices de hechiceros que suponen que el saber está en los libros, y no en la iniciación. Día llegará en que si uno compra a los jueces, la mujer quede en la calle; desnuda, puesto que ni siquiera será dueña de las ropas que lleve puestas. Es tan injusto lo uno como lo otro, repito.

En ese momento se acercó uno de los esclavos y, poniendo su mano derecha a la altura de la rodilla, dijo a Tofis:

—Mi amo: el chancho ya está a punto.

—Bueno. Ahora vamos.

Realmente aquello era una fiesta. El jabalí, formando una equis, sujeto por los cuatro extremos a dos estacas, con lechos de brasas estratégicamente colocadas. Goteante. Sabroso, puesto que tenía sal. Picante, según el gusto de Nubia, ya que Boula colaboró a todo lo largo del proceso de cocción con las impregnaciones de sus salsas. Listo el cerdo: arrojando humos mágicos.

Los dos cazadores contratados por Cetes para capturar a este jabalí habían ido a una zona pantanosa y deshabitada del Delta, llena de plantas pequeñas y arbustos (de esos que forman bosques enanos). Empuñaban arcos, lanzas y cuchillos de monte. Las puntas de las flechas las fabricaron con piel de hipopótamo, que luego de preparada es dura como el metal. Varios perros galgos adiestrados les encontraban la pista y los cubrían.

El chancho, horrísono en sus berrinches, mostró la jeta. Atacó muy fiero, levantando barro con el hocico, como para asustar. Lo cuerpearon un poco y ya fue suficiente: ahí lo agarraron los perros. Mientras dos lo provocaban por delante, cinco le mordían el culo. Al volverse, los otros retrocedían. Dispararon flechas los cazadores, por encima de los canes. Ninguna herida mortal. Sintiéndose tocado y lleno de furia la bestia arremetió de súbito. Abrió a un perro atacando firme a los hombres. Bien comprendía él que ellos eran los causantes de su desdicha, del momento inconfortable. El primer egipcio intentó clavar su lanza en el pecho de la bestia, pero sólo tocó su cabeza abriéndole un surco de rebote. El jabalí ya mataba a su enemigo cuando el otro hombre, en un salto valiente y atlético, le cayó sobre la espalda, para pegarle una puñalada tras otra. Pese a ello, muy lejos de morirse. El amigo, viéndose salvado, no quiso ser traidor por cobardía; tomó la lanza del compañero —que éste no llegó a usar— y la clavó en el animal. Por la ferocidad de la lucha había perdido sus cabales: ¿cómo se puede garantizar que uno hinque el arma no en carne cazadora sino en la pieza que va a cazar, si ambas están juntas? Tuvo suerte: la hundió en el cogote. El jabalí lanzó un berrido espantoso; quiso volverse, ya olvidado de su cabalgador. Entre ambos no le dieron tiempo de causar nuevos estropicios: lanzas, perros y cuchillos acabaron con él.

Y ahora allí estaba, el muy asado. Listo para el jolgorio: apetitoso y penetrado por el menjunje.

Cetes, Tofis y Boula se instalaron en banquetas, al aire libre. Osiris, en pérdida, ya caído, iniciaba su viaje debajo del planeta. Los esclavos, aparte de entregar a los comensales los primeros trozos, encendieron lámparas. Aparecieron miles de mariposas, y contra ellas no había pelente. Se metían en las porciones de chancho servidas a cada uno: a tincazos las sacaban, con indiferencia, pues así de rica estaba la carne (qué les importaba entonces una mariposa de más o de menos); tostada por fuera, deliciosa y chorreando jugos de gusto salvaje, carnosísima por dentro; aquello se deshacía en el paladar.

Los tres esclavos no comían menos ni peor (por lo demás, tomaban toda la cerveza que deseaban), sólo que en un aparte.

Jamón, tocino, sesos, carne de la jeta; los comensales hasta rechuparon la médula de los huesos mayores. Algo guardaron para otro momento y un poco sobró para los vecinos. También enviaron una parte a los cazadores (nada más justo), además de los debidos deben. Al otro día Boula prepararía deliciosos panes de cebada mezclados con trozos fritos de la grasa del animal.

Tofis estaba tan contento, debido a la excepcional cocción del jabalí, que llamó a los esclavos para felicitarlos. Los tres permanecían rodillas derechas en tierra, cabezas gachas y palmas de manos adelante, como si el dueño de casa fuese una réplica del Faraón.

Tofis se volvió a Cetes:

—Se merecen un premio, ¿no te parece?

—Creo que sí.

Tofis, a los esclavos:

—Pídanme lo que quieran.

Ellos, siempre en la misma posición, se miraron entre sí de reojo. Uno se animó por fin a llevar la voz cantante (ahora o nunca):

—Oh, mi amo…, habría algo…

—Pide.

—… algo que hace mucho tiempo…

Tofis, haciéndose el picarón, como si fuese el Señor de las Dos Tierras (alcoholizadas):

—Pide, y te será concedido.

—Oh, mi amo…, hace tiempo que deseamos…

—¿Qué?

—Mujeres.

Tofis pegó un saltito, estremecido su asentado culo sobre la banqueta. A fin de apartar tentaciones, no quería esclavas en su casa.

—Si tenemos hijos aumentará tu hacienda —sugirió el servidor en su desesperación. Pobrecito.

La ira de Tofis iba en aumento. Ya respondía en forma violenta cuando una disimuladísima patada de Cetes cortó su anatema: «Tienen razón y es justo», dijo el mago en un susurro. «Si no tuvieses dinero para comprar esclavas, vaya y pase. Pero lo tienes». Tofis, pese a las palabras del maestro, temblaba de ira. El estremecimiento de sus esclavos lo acompañaba en ritmo, pues se habían dado cuenta. Controlándose a último momento (años después, ya curado de su manija, aún lo agradecería) dijo:

—Está bien. Voy a pensarlo. Pueden retirarse.

Los esclavos, aterrorizados, siempre de espaldas, retrocedieron a sus barracas. Tofis hervía de furia.

—Voy a matar a uno de cada tres —dijo manijeado por Seth y lleno de odio.

—Claro… —empezó Cetes—, es bastante justo. Yo, de ser tú, destruiría a todos, no sólo a uno. Qué es eso de que otros hombres, aparte de tu faraónica persona, quieran tener relaciones sexuales. Mátalos a todos. Llama a las tropas de Kheops. Así aprenderán esos inmundos que tú eres el único con derecho a obtener una porción de felicidad en esta tierra. Esclavos asquerosos.

Tofis comenzó a comprender:

—Es un gran egoísmo de mi parte, ¿verdad?

—A mí me parece que sí. Creo que esa humillación de veinte años atrás te enloqueció y quedaste bajo el dominio de Seth. Pasaste a ser su esclavo en algunas cosas, no digo que en todas. Reproduces, por reflejo, la humillación que te infligieron.

Tofis, muy arrepentido:

—¿Y qué debo hacer?

—Comprar tres esclavas, imbécil.

Agachando la cabeza, con humildad, como sus servidores un rato antes:

—Está bien. Mañana lo hago. —Después levantó la cabeza y procedió a mirar a Cetes recto a los ojos—: Mañana mismo, sin falta, y serán tres: caras y hermosas. Ahora que tengo muchos deben.

—Me parece perfecto. Adora al Disco y no seas malo.

—Perdón.

—No debes pedirme perdón. No a mí, en todo caso. A los Dioses.

—A ellos les estoy pidiendo por tu intermedio.

—Tienes que ser menos egoísta y brutal, ¿te das cuenta? Cesa ya de reproducir el mundo maléfico del desgaste inútil, de las postergaciones estúpidas. Te dieron una mala lección de vida en un momento en que tu alma era débil. De acuerdo. No la reproduzcas, no la reflejes. Ya hablamos hace un rato acerca del Dios maldito que se llama Reflejo o Espejismo. Resiste, pues si cedes lo estarás potenciando. Al Seth que hay dentro de ti debes forzarlo a la obediencia.

—Está bien. —Tofis, resistiéndose, molesto—: El problema es que… luego que traiga mujeres…

—¿Sí?

—No voy a poder resistir a la tentación.

—¿De acostarte con ellas?

—Sí.

—Y hazlo. ¿Qué tiene de malo?

—Pero…

—Lo que a ti te preocupa es que Boula siga tu ejemplo. Que viendo tu actitud ella se sienta con derecho a hacer lo mismo.

—Es cierto.

—No pareces egipcio. Yo ya sabía de esa estupidez tuya. Quería llevarte a que lo vieses. Debilidad y sólo debilidad. Te aferras a tu pobreza de hace veinte años. Boula no es tu propiedad privada: es tu compañera. Tienes miedo de que si goza con otros deje de amarte. Isis y Neftis están muy enojadas contigo.

—Bien lo sé. —Tofis dudó un instante y luego dijo la frase más difícil de su vida—: ¿Quieres acostarte con Boula?

—Quiero pero no voy a hacerlo. No pienso dejar un solo resquicio por donde el cocodrilo de Seth pueda meter la cola.

—Hazlo, por favor. Así nos quitamos este problema de encima.

—Persistes en el error. El coito no es un trabajo ni un problema. Es un placer: pero no de unos pocos a costa de otros, sino de todos. Analiza tu amor: si realmente quieres a alguien, desearás la mayor alegría posible para el ser amado.

Tofis miraba sus rodillas, mientras tomaba lentos sorbos del vino perfecto. Preguntó en voz baja:

—¿Realmente no quieres hacerlo ahora?

—Realmente ahora no. Primero acuéstate con tu propia cabeza: luego quizá yo (o cualquier otro que ustedes elijan) duerma con Boula. Recuerda lo que dice el Libro de los Muertos: «Osiris…, dueño del falo y violador de mujeres para siempre…». Deberás entonces ser tu propia mujer, en algunas cosas, y violarte a ti mismo. Los celos no son un sentimiento egipcio. Lo juro por el Disco.