27

El primer amante no sacro de Hentsen

Cetes, por alguna extrañísima razón, no se quedó hasta tarde en casa de Tofis y Boula, pese a que lo trataron con mucho amor y que le rogaron que se quedase. Él sabría el motivo.

Y entonces ocurrió que, a los quince minutos egipcios de arribar a su casa, a ésta llegaron veinte hombres vestidos de civil pero que, a todas luces, eran guardias del Faraón. También y con ellos se presentó en el hogar del mago un personaje cubierto de galas ambiguas, a punto tal que su sexo no podía adivinarse.

Cuando los servidores avisaron a Cetes de la extraña presencia de aquella multitud, el mago salió a enfrentarla con su espada de hierro.

—¿¡Qué pasa aquí!? —preguntó furioso y con tono de mando.

Los falsos civiles ya se disponían a combatirlo cuando la figura embozada los paró con una orden, adelantóse y dijo al dueño de la casa con voz muy suave:

—¿Puedo pasar al interior de tu domicilio? Quisiera hablar contigo. Mis hombres permanecerán afuera.

—Está bien. Pasa.

Ya a solas, la figura se quitó la capucha. Era la princesa Hentsen. Cetes sonrió y dijo:

—Te esperaba.

Esto a ella no le gustó:

—¿Tan seguro estabas de que vendría?

—No —contestó el mago con mucha sinceridad—. Dije que te esperaba, no que estuviese seguro de tu venida.

La expresión de Hentsen se suavizó:

—Me gustan los hombres grandes. Comencé por mi padre y me gustaría seguir contigo. No acostumbro mentir.

—Yo tampoco, y por eso te digo que me gustas muchísimo. ¿Quieres un poco de cerveza?

—¿No tienes vino? A mi padre no le gusta el vino, pero a mí sí.

—Tengo. Es el mejor de Egipto. Ahora ordeno que nos traigan.

Cuando los sirvientes entraron con lo ordenado, sólo vieron a una mujer muy joven, de espaldas. Obviamente de la nobleza, por multitud de detalles, pero nada permitía sospechar su origen elevadísimo.

Ya las viñas de Cetes producían tanto como las de Tofis. A Hentsen aquel vino le encantó. Luego de paladear media taza dijo, al tiempo que se desnudaba:

—Quiero tomarlo tranquila, a tu lado. Ordena a tus sirvientes que no nos molesten. Total, tenemos aquí una completa provisión de todo.

—¿No quieres que te traigan algo de comer?

—No. Aquí está todo aquello de lo cual me voy a alimentar. Que no nos fastidien.

El mago, sonriendo, procedió a dar las órdenes pertinentes.

La princesa ya estaba en la cama, retorciéndose de lujuria. Cetes, también desnudo en un segundo, abalanzó su boca sobre la conchula de aquella mujer niña. Pese a que Hentsen vio perfectamente, en un esfumado, que la virilidad de él había alcanzado el máximo grado militar, y a que lo que Cetes le estaba haciendo le gustaba, dijo una cosa tan gratuita como agresiva:

—Claro, algo muy propio de los viejitos.

Antes de pensar bien en lo que hacía, Cetes le pegó una cachetada. Ella, indignadísima, abrió la boca para gritar «¡Guardias!», pero un nuevo golpe, ahora de revés, la redujo.

—Silencio, niña malcriada.

Ella comprendió, muy a su pesar, que estaba en los brazos de un hombre. Y de un hombre que podía matarla. Cetes la penetró con crueldad, bien hasta el fondo, sin hacer caso alguno de sus quejidos. Aquello duró muchísimo, tanto que la princesa dedujo que la única forma que tenía de no perder la noche era gozarla. De modo que se entregó. La humillación de su orgullo le produjo un placer bestial. Su padre nunca la había humillado y aquello le pareció maravilloso. Enlazó a Cetes con las piernas (con toda la fuerza de una mujer alegre y desesperada), le arañó la espalda y tuvo el mejor orgasmo de su vida.

Fue una noche divertidísima para ambos, pese a que casi no durmieron (Hentsen era insaciable), y a Cetes le pareció haber alcanzado una segunda juventud.

Por la mañana (apenas aparecido Rah) fueron felices y comieron codornices (y bebieron cerveza). Ella dijo desolada:

—No me quiero ir y me tengo que ir.

Él tomo en manojo el pelo larguísimo de la princesa y se lo mordió:

—Razón de más para gozar este momento, ¿no te parece?

—Sí. —Hentsen procedió a sentarse sobre las faldas de Cetes y le dijo, mimosa—: Anoche, cuando me pegaste, fuiste injusto.

—No digas.

—Sí. Después de todo, yo tenía razón: eres un viejito pervertido y malvado.

—Eso puede ser.

—Voy a decir a mis guardias que te maten no bien salga de aquí.

—Bueno. Serán bien recibidos. —Y Cetes señaló su espada de hierro mezclada con níquel, que colgaba de un clavo metido en su pared.

—¿Y con qué espada vas a combatir a mis guardias?

—Con ésa.

—Ah, bueno. Así sí. Pero no se te ocurra usar esta otra espada con alguien que no sea yo, pues soy celosísima. —Y le tocó el pedacito de entrepierna.

El mago rió a carcajadas.

Hentsen, luego de un rato, lanzando un tétrico suspiro procedió a embozarse de la cabeza a los pies. Tocó la mejilla izquierda de Cetes:

—Despídeme afuera, por favor.

—Pero…

—No te preocupes. Total, para esta altura, ya todo Menfis lo sabe.

Luego, en el exterior, cerca de la puerta y rodeados por los Veinte Abominables del Faraón, Hentsen dijo a Cetes al oído:

—¿Qué tal si yo ahora ordeno que te maten?

—No tengo miedo.

Ella lo miró a los ojos, severamente, un momento. Luego bajó los ojos, se apoyó con amor en su pecho, y rió vencida; alzó la cabeza otra vez:

—¿Cuándo te vuelvo a ver, mi amor?

—Cuando quieras.

—Prefiero que hablemos de un día determinado, porque si me presento espontáneamente, llena de necesidad de ti y te encuentro con otra… no van a ser mis guardias precisamente quienes te maten, sino yo en persona.

Cetes sonrió.

—No te rías, que hablo en serio.

—Ya lo sé. Te espero dentro de cinco días, por la noche.

—Es mucho tiempo, mi vida —protestó la princesa, pese a que ella, en un principio, había imaginado justo ese lapso «para ordenar mis pensamientos». Pero como él se le adelantó en proponerlo, ahora le parecía muchísimo.

—Voy a estar ocupado haciendo astrales y horóscopos para tu padre. Mejor dentro de cinco días.

—No sabes cuánto te odio. Alguna vez te lo voy a demostrar.

—No lo dudo. Pero por ahora mando yo.

Hentsen, que ya se iba, quedó muda de indignación. Volvióse como si le hubieran pegado un latigazo:

—¡Qué guacho! Qué… hijo de puta sos. Pero está bien. Igual te amo. Puto. Los hombres son todos maricas, homosexuales y putos. Entre ustedes se entienden. Aparte, son unos miedosos.

—Yo no tengo miedo.

—Ya lo sé. Ya lo sé, guacho. Hoy es el primer día. En la noche del quinto estaré aquí. Trata de no estar con alguna gorda o te destripo.

—No voy a estar con ninguna gorda.

—Y tampoco con una flaca.

—No, mi amor.

—Te voy a matar, puto. No sé de qué manera pero te voy a matar.

Bien sabía Cetes que ella pensaba cumplir su promesa.

Hentsen se fue de la casa del mago, absolutamente enamorada de éste, lo cual no fue óbice para que dejase de amar a su padre. Ahora tenía dos «novios», por así decir.