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El mago del Rey
—Cuéntame más de tu sueño, Faraón.
Kheops meditó. Él y su astrólogo estaban en el aposento real. Las paredes lucían casi austeras, pues el nuevo soberano odiaba la ostentación. En ese mismo recinto habían vivido su padre y su madre. Kheops lo ocupó luego de pasados veintiocho días de la muerte del viejo Faraón. Vale decir que procedió como todo hombre de la Antigüedad, a quien ni en sueños se le ocurriría usar algo de un muerto, y mucho menos habitar en su mismo cuarto, si por lo menos no ha transcurrido una luna desde su deceso. Los muros se cargan con las emanaciones y éstas permanecen engarfiadas hasta cinco años después del fallecimiento. Tal la creencia. Se hablaba de una difunta Reina que vagaba de noche por entre las salas y columnas del palacio y molestaba a la joven esposa del Faraón (que siguió al otro en dinastía) tomándola de una mano para despertarla. Los sacerdotes de Osiris hicieron innúmeros exorcismos, pero todo fue en vano. El espectro continuaba interrumpiendo el sueño de la jovencita, para luego desvanecerse antes de que ésta llegara a vislumbrar por completo sus formas. A un mago se le ocurrió entonces que la muerta aparecía con tanta insistencia a causa de su desgraciada vida amorosa (el Faraón la despreció por su favorita); sólo la Divina Isis, por tanto, tenía capacidad para tranquilizar sus memorias. Así se hizo, y un único exorcismo, de los más simples, bastó para que el trasgo no volviese a fastidiar a la Reina. Cada magia tiene su
Dios, o su Diosa, y hay que tener mucho cuidado para no equivocarse.
De todas formas, si estos problemas trae un fantasma, a tanto tiempo del fallecimiento, qué no será dentro de los veintiocho días fatales de la lunación. Todo soberano que, por razones de amor o para no desafiar el protocolo, decidía abandonar sus habitaciones e instalarse en las de su padre, empezaba por efectuar algunas modificaciones arquitectónicas y de decorado, ya que ello desconcierta a los espectros. Kheops, como cualquier gobernante, hizo derrumbar algunas alas y ampliarlas, y achicar otras. Dio orden, además, de arrancar la totalidad de las láminas de oro que recubrían las paredes. El deslumbramiento, en Egipto, a causa del sol, es cosa difícil de creer. Para ese aposento interior, el faraón Tet-f organizó un sistema con distintas paredes de su palacio, de forma tal que los rayos de Rah se reflejaran sucesivamente hasta introducirse en los aposentos reales. Al efecto ciertos muros fueron bruñidos dejándolos como espejos. En esa forma, por reflexión continua, los prismas de Rah llegaban al aposento de Horus, el Faraón. La reverberación de la luz sobre el metal de las paredes causaba enceguecimiento; por eso, y porque las enfermedades de la vista eran las más comunes en Egipto, Kheops dio orden de desnudar su cuarto de esas láminas áureas. La piedra despojada es sedante. Compensó la desnudez con mucha madera: grandes lienzos de recubrimiento que llegaban hasta el techo, y muebles luminosos, de colores alegres, con el aroma de su reciente fabricación. Kheops, a favor de la existencia, odiaba el mundo de los muertos. Adecuándose a órdenes concretas, su pintor usó mucho rojo, amarillo, azul y verde. Pero importaban más aún los motivos, desarrollados en bajorrelieves: escenas de caza, fiestas, amor y vida. Nada, ni por asomo, que recordara a la muerte y a las tumbas.
—Te lo ruego: cuéntame más de tu sueño, mi Faraón —insistió el astrólogo.
—Vi también incontables ejércitos avanzando hacia Egipto. A la cabeza de cada uno marchaban sus Dioses extranjeros. Algunos de tales invasores poseían un solo Dios: terrible y lleno de odio. Pero las imágenes eran confusas, no tan claras como las organizo para narrar. Muchos combatientes estaban agazapados en las sombras, dentro de la propia Tierra Negra,[1] desde épocas inmemoriales y esperando el momento de atacar al pueblo y a sus gobernantes. Los enemigos parecían pertenecer a distintas épocas. Observé incluso a un Faraón, poseído, que mataba hombres y Dioses: un Rey loco. Mis soldados intentaban frenar la marea enemiga en todos los lugares y tiempos, pero era inútil: los invasores eran demasiados y sus Dioses muy fuertes. Ya pisaban el Nilo desde el este y asaltaban Menfis por el sur. Quise empuñar mi espada para dar la última batalla, pero horrorizado descubrí que la había perdido. Con desesperación busqué entre mis ropas algo que sirviese para la defensa y di con un diminuto objeto. Era un ben-ben[2] pequeñísimo, tallado en una sola joya preciosa. Resplandecía. Lo puse en el hueco de mi mano derecha y lo levanté tan alto como pude. La piedra comenzó a refulgir lanzando sus rayos hacia adelante, no para atrás puesto que mi mano hacía de pantalla. Cambiaba de colores, por lo que los enemigos y sus Dioses comenzaron a recibir sobre sí diferentes cromatismos; el cristal empezó siendo de un azul muy puro, que hizo tomar a los adversarios naturales y sobrenaturales (y hasta a la misma arena nocturna del desierto) una tonalidad fantasmal. Luego se hizo verde azulado; después, sucesivamente: verde, amarillo verdoso, amarillo esplendente (como el del oro en los sueños), anaranjado, un rojo de horno y, por fin, blanco deslumbrante. Los Dioses extranjeros se disolvieron en una lejanía de arenas negras y el enemigo huyó. Quedé solo, con el ben-ben aún en mi mano. Entonces me desperté.
Kheops respetaba enormemente a Cetes, su astrólogo, de modo que no le ordenó: «Interprétalo». Sabía que el otro ya estaba haciéndolo, por lo tanto se limitó a esperar.
—En la explicación de los sueños conviene andar con cuidado, puesto que casi siempre la solución sencilla no es la verdadera. Sin embargo, en este caso, arriesgaré una obviedad que, por supuesto, luego he de verificar con el horóscopo. Creo que debes fabricar una especie de ben-ben y colocarlo tan alto como alcance tu mano real. Si es así, luego te diré qué significa en el terreno práctico y cómo puedes llevarlo a cabo.
—Cetes, por anticipado agradezco tu esfuerzo. Ya puedes retirarte.
El mago se inclinó profundamente y en tal postura fue retrocediendo en dirección a la puerta. Continuó en la misma hasta que, torciendo por el pasillo, pudo salir del campo visual del Faraón. Recién entonces pudo caminar con normalidad: el protocolo ahora lo dejaba libre.
Los guardias de la entrada, a todo esto, imperturbables. Eran cuatro y bastante feroces. La disciplina les había otorgado una suerte de sacerdocio militar. Simulaban desatención pero a su mirada clavada en el vacío no escapaba la menor cosa: índole del visitante, cualquier bulto sospechoso en las ropas (era inconcebible que alguien atentase contra Horus, pero, por las dudas), comida y todo tipo de frasquitos. Más de uno de estos soldados tuvo problemas, pues su excesiva diligencia llegó a molestar a muchos dignatarios. Pero a ellos no les importaba en absoluto; sabían que contaban con el apoyo del Faraón. Sus funciones eran ésas: proteger a Kheops aun a costa del disgusto de todos. Hasta probaban la comida, invadiendo la jurisdicción del Probador Real, sustentados en la tesis de que en el trayecto de la cocina hasta la Boca de Horus algún plato podía sufrir una metamorfosis. Esto obligaba al Probador Real a gustar las viandas por segunda vez, en el interior de la cámara regia, a fin de salvar su dignidad y quedarse con la última palabra (o el último bocado, si se prefiere). Eran, en verdad, fastidiosísimos y los hombres más odiados de Egipto. Cada tanto, para satisfacer a un dignatario herido, el Faraón los amonestaba severamente, a punto tal que en la siguiente oportunidad… hacían lo mismo. De aquí que se hizo proverbio la siguiente frase: «Las órdenes del Faraón se cumplen en todo Egipto, salvo entre sus cuatro guardias». Cierto, y porque el propio Rey no lo deseaba, deberíamos agregar. Esta tetrarquía de fanáticos adoraba a Kheops y hubiesen dado sus vidas por él muy gustosos. Pero en realidad no eran cuatro, tal como suponía el odio unificador de la gente (nadie recuerda la cara de un guardia), sino dieciséis. Un mero instante de reflexión les hubiese permitido concluir que a esos hombres los relevaban cada tanto. Había cuatro turnos y dieciséis guardianes; esto sí: siempre los mismos y de un fanatismo idéntico. Sólo eran indulgentes con Cetes, el astrólogo, desde que curó a uno de ellos de cierta peligrosa oftalmía que amenazaba con dejarlo ciego.
«Tienes un ojo enfermo», había dicho Cetes de improviso al que, como de costumbre, lo revisaba con mil ceremonias y rituales. El soldado vaciló: «¿Por qué enfermo? Es un granito de arena que me metió el viento mientras venía para tomar la guardia y aún no lo pude sacar». «Tienes el ojo enfermo, sin embargo. La dolencia estaba pegada al grano de arena. Éste ya salió hace rato, pero la enfermedad ha quedado. Es de las del tipo rápido: en unas horas ya no podrás ver. No temas, voy a curarte, pero por nada del mundo te toques los genitales ni el otro ojo. Le diré al Faraón que te releve. Voy a darte dos preparados: uno para beber y otro para que con él te laves, primero (escucha bien: dije primero) el ojo sano y luego el enfermo. En tres días estarás curado».
Al guardia, mudo de horror, a punto estuvo de que se le cayera su lanza. Sin embargo fue como el gran Cetes había dicho: pasó una noche horrible pero a los tres días estaba sano. A partir de ese momento los dieciséis guardias mimaban al astrólogo, tal parecía que los hubiese curado a todos.
Pero el anterior no fue el único don otorgado por Cetes. Una historia realmente auténtica sobre el Egipto antiguo debería interrumpirse cada tres líneas para hablar de los mosquitos. Esta plaga era, es y será la pesadilla de sus habitantes. El propio Nilo, bienhechor en casi todo, es el responsable de la presencia de tales insectos, a causa de sus orillas y pantanos. Para las noches están los mosquiteros, que encierran íntegras a las camas y a sus durmientes, pero durante el día (o incluso en horas nocturnas, cuando el egipcio aún no está acostado) la agresión de los dípteros es constante, obsesiva, de una insistencia pegajosa y pertinaz. No hay forma de sacarse esos bichos de encima a menos que uno los mate. A veces, durante los largos protocolos, las salutaciones a la entrada de las casas cuando alguien visitaba a otro, las ceremonias religiosas, no era posible para un ser humano realizar la única tarea del mundo que realmente deseaba: golpear el propio rostro a fin de aplastar al inoportuno. Cualquier conversación entre dos personas estaba presidida y martirizada por los mosquitos. Quieras que no, y por importante que fuera el asunto tratado, una parte de la voluntad y la atención era acaparada por los dípteros. Los esclavos mismos, con ser dura su vida, no temían el látigo de los capataces sino las picaduras de esos malévolos alfileres voladores. Lo bueno de morirse es que en el otro mundo no hay mosquitos. Porque cuando estás, con otros compañeros, trabajando para transportar un bloque de cincuenta o más toneladas de piedra caliza y alguien te pincha el cuello, la nuca, al lado del ojo y en la parte posterior de las orejas, con sádica insistencia, no puedes suspender el acarreo para vengarte de tu verdugo con un palmazo, pues el capataz no te deja un hueso sano. Hay que aguantar.
El problema es que hay que aguantar toda la vida. Sin embargo, en las canteras el sueño era profundo (cosa curiosa) pese a la ausencia de mosquiteros. La droga del trabajo los transformaba en momias.
Había personas en Egipto que recordaban, pletóricas de odio insatisfecho, cómo un mosquito especialmente fastidioso les perturbó toda una conversación importantísima. Tan diabólico, ese díptero, como las grasosas mosquitas y moscas del verano perpetuo. Ansias de venganza. Hubo egipcios, repito, que recordaban con desesperación la entrevista con un dignatario —encuentro que pudo haberles cambiado la existencia, haciendo que sus vidas fuesen más placenteras—, veinte años atrás. Ello le ocurrió, por ejemplo, a un escultor bastante bueno, incluso genial, que moviéndose entre los cánones lo hacía con rara perfección. Se llamaba Tofis el artista, y el trabajo que debía realizar era una estatua tamaño natural, en diorita, del faraón Sneferu, padre de Kheops, para ser depositada (previa sacralización) en el templo de Osiris. Tofis tenía un rival, llamado Shep, y aunque este último no era tan bueno, Tofis tenía terror de que el otro cayera más simpático y lograra desplazarlo. No cualquiera sabía esculpir diorita y mucho menos pulirla, dicho sea de paso.
Lo recibió el dignatario, sacerdote de alto grado, del culto de Osiris, entre una nube de mosquitos. «Me han dicho que trabajas muy bien la diorita. ¿Es cierto eso?». «Sí, sacerdote», contestó Tofis con tono humilde, pero ya sentía que lo trepanaban detrás de la oreja. Un egipcio debe aguantar. «¿Te sientes capaz de hacer una estatua en honor de nuestro soberano?». Al religioso no le importaba qué contestase el otro sino cómo lo hacía, tratando de deducir la competencia del escultor por el tipo de correcta firmeza que tuvieran las respuestas. Éste era el verdadero interrogatorio. «Sí, me siento capaz, sacerdote, iluminación mediante». Una religiosa y correcta respuesta, sin una tonta humildad excesiva. El sacerdote se puso contento. Quien no parecía muy contento era Tofis. A todo esto el mosquito ya estaba completamente refocilado con su oreja. Trabajaba como los egipcios en las canteras, aplicando su taladro y arrancando diminutos tarugos carnosos. El insecto, al parecer por motivos casi sexuales, buscaba poseerlo todo, pues cada tanto levantaba su estilete de escriba y punzaba otros sitios. La oreja es como un papiro arrugado. O quizá también él fuese escultor y estuviera grabando una estela conmemorativa en honor del Faraón de los mosquitos. «Comprendes que no se trata de una estatua para el palacio sino para este templo». «Lo comprendo, sacerdote». El religioso comenzó a caminar por la enorme sala, con Tofis detrás. El desplazamiento nada significaba desde el punto de vista del alivio, puesto que los Enemigos de la Raza Humana, las Flechas de Seth, los Cocodrilos Voladores, continuaban sobrevolándolos. Ya el mosquito de la oreja había decidido, al parecer, que tenía jerarquía suficiente como para ser ungido Sumo Sacerdote de un nuevo culto teofágico, pues llamó a otros eclesiásticos, hermanos suyos, para adorar sanguinariamente el pabellón auricular de Tofis.
El religioso de Osiris, desde un rato atrás, observaba que el escultor movía (por momentos bruscamente) su cabeza. Se preguntó: «¿No estará un poco loco?». Claro, él encontrábase bien protegido por los ungüentos sacerdotales, caros y amargos de gusto. «Creo que tendríamos que depositarla aquí; ¿tú qué opinas?». «Acertada decisión, sacerdote. Por tratarse de una estatua tamaño natural conviene que esté sola. Al lado de los colosos puede quedar desmerecida». Al parecer, en el nuevo culto del Dios Oreja de Tofis, tuvo lugar un horrendo cisma. La discusión teológica versó, probablemente, respecto de la porción que le tocaba a cada oficiante del cuerpo divino a transformar en achuras. Los mosquitos, completamente encariñados con el ofertorio, zumbaban redoblando los picotazos sacrificiales. Con un gemido de impotencia acorralada y sin saber qué hacía, Tofis se golpeó tras la oreja. El chasquido resonó en el templo. Las piedras (que por lo general hablan) quedaron mudas. Tofis observó horrorizado la palma de la mano: tinta en sangre y mosquitos. El sacerdote lo miraba furioso. Si era tan falto de ecuanimidad como para no soportar durante un rato a un par de inofensivos insectos, con mucha mayor razón carecería del equilibrio suficiente como para hacer una estatua en diorita. No era digno. Aparte, ese pequeño suceso discordante lo llevaba a una duda: ¿debía o no purificar el templo? Si por haraganería optaba por no hacerlo, convenciéndose de que no era necesario, la duda podría renacerle en medio del culto y ello sí hubiera sido una profanación. No ignoraba el sacerdote que no tendría paz espiritual hasta que hubiese realizado una purificación completa. Conteniendo el odio (por ser indigno de un eclesiástico) se limitó a ordenarle al escultor: «Vete». Tofis se inclinó hasta que la palma de su mano alcanzó la rodilla homologa y se retiró. El trabajo se lo dieron a Shep, por supuesto.
Digamos entonces que el otro don, el que el gran Cetes hizo a los guardias, se refería precisamente a los mosquitos. La tarea de un guardia era penosísima en Egipto. Lo terrible no consistía en vigilar ni en permanecer en su puesto clavado como un obelisco. Para eso está la disciplina y lo hace cualquier soldado. Lo espantoso era no poder aplastar con un buen cachetazo a los Hipopótamos con Alas. Ningún sitio de la Tierra es más concurrido que un palacio faraónico, de modo que el guardia debe mostrarse correcto en todo momento. Se suponía que si un soldado no era capaz de aguantar el ataque de un díptero, menos aún iba a servir para contener la carga de un enemigo humano. Pero se suponía mal, puesto que cualquiera de los dieciséis guardias del Faraón hubiera resistido a pie firme la carga de tres nómades, o bien de ocho sirios, pero, completamente acobardados por los picotazos, hubiesen huido de buena gana hasta ponerse fuera del alcance de esos pequeños Etíopes Voladores Armados con Arcos de Bronce.
Había pelentes de insectos, pero sólo de dos clases: el caro y el barato. El caro, usado por nobles, sacerdotes y comerciantes al por mayor, era de un aroma relativamente agradable, factible incluso de ser disimulado mediante perfumes. La consistencia y aspecto del barato, en cambio, recordaba a la grasa podrida del cerdo y hedía como un caballo muerto. Era cosa clara que ese chisme no podía usarse en palacio.
Cetes, que entre otras cosas era alquimista, compadecido de estos hombres les preparó un destilado de falso nenúfar, cuyo aroma los mosquitos odian más que cualquier cosa en este mundo. Bastaba frotarse con una poca (o a lo sumo un par de pocas) de tal sustancia para que las Esfinges de Seth ya no se acercasen. Luego del regalo del astrólogo, los soldados hacían su guardia frescos y resplandecientes como cebollas, oliendo a plantas y a río. A partir de ese momento, y por el puro gusto que les daba vivir, fueron más amables con todos.
No era de extrañar, entonces, que amasen a su bienhechor casi tanto como al Faraón. Antes del pelente jamás mencionaban a los mosquitos por su nombre genérico, pues tenían la teoría de que al invocarlos picaban más. Referíanse a ellos con elipsis tales como: la Nube Cáustica, el Horror Picante, los Vidrios Maléficos, la Desesperanza que Vuela, la Angustia que Flota, la Maldición de las Diminutas y Malignas Momias. Luego del pelente, por el contrario, cuando quedaban solos coreaban alborozados: «Mosquitos iuju, prr, trrr, tk», «¿Qué les pasa que ya no vienen? Aquí estamos, iofn», «Cofn», «Muéranse de hambre, bichos inmundos», «El ibis ya dijo que se los va a comer a todos hoy mismo sin falta», «Guopl», «Eso: guoplhothep», «¡Ensalada de falsos nenúfares! Patsus seskem pi».
Cetes, digamos de paso, descubrió aquella maravilla gracias a sus observaciones en el Nilo. Le llamó la atención que los mosquitos se acercaban a todas las plantas menos a unas que parecían nenúfares pero no lo eran. Extrajo la esencia por destilación y efectuó varias pruebas a fin de verificar que el líquido fuese inofensivo para la vida humana.
Cetes sabía, mediante horóscopos, del jolgorio de los guardias cuando quedaban solos, de modo que en una ocasión se acercó para oírlos a escondidas. Los escuchó expansionarse durante un cuarto de hora egipcia (media de las nuestras), sonrió y se fue. Mientras se alejaba (y ya lejos de ellos) aún podía captar sus vociferaciones, pues parloteaban contentísimos como si se les hubiera duplicado la vida: «Mosquitos, mosquituelos, mosquitetes», «Ah, de la casa. Ah, de los bichos putos», «Rah ef neskeret sem», «Trr, ¡gafn gafn!», «Las Flechas de Seth ya no son más Flechas de Seth, ahora son simplemente mosquitos. ¿Qué pasó? ¿Se quedaron dormidos en la guardia y los degradaron? Ja, ja, ja».