24
La hija de Kheops
El Faraón tuvo con Hentsen, su hija menor, una afinidad que no logró ni con su hermana, ni con el resto de sus hijos e hijas. Se completaban, de alguna forma, ya desde la primera infancia de la princesa. Ella, pese a ser tan chica, era quien avanzaba.
Hentsen estaba desnudita, tenía mucho calor, cuatro años de edad, era de noche y la construcción de la Gran Pirámide llevaba un lustro de empezada. Kheops encontró a su hija llorando con furia horrísona. Se dijo: «Parece que la inundación del Nilo se adelantó en un mes». Las lágrimas eran tantas, en verdad, que amenazaban con ahogarlos a todos. Las sirvientas, horrorizadas, miraban al soberano de reojo esperando lo peor.
Y preguntó el Rey a Hentsen:
—¿Por qué llora la pintura de mi alma?
—Tengo miedo de que venga el hipopótamo a comerme —contestó la princesa desconsolada.
Kheops miró un instante a las sirvientas desnudas: rodillas en tierra y las cabezas gachas. No eran precisamente sus desnudeces lo que observaba. Trató de ubicar a la que le había venido a su hija con la historia del hipopótamo. «La que más tiemble, ésa es», pensó. Por fin desechó completamente la cuestión ya que él optaba por lo mismo que ellas cuando su voluntariosa hija se ponía imposible.
Dijo entonces a Hentsen:
—Aunque el hipopótamo viniese, mis guardias no lo dejarán pasar.
Ella, con esperanzas:
—¿No?
—No. Aparte, no todos son malos bicharracos. Conozco, por ejemplo, la historia de un campesino muy pobre y que va a servir para darte la pauta.
—¿Qué es «pauta»?
—Va a servir para que te des cuenta, quiero decir.
—¿Me vas a contar un cuentito, Kop?
—Es una historia verdadera. Resulta que cierto campesino estaba muy preocupado por un hipopótamo que le comía la mitad de la cosecha, más o menos. Entonces hizo un sacrificio en honor de la Diosa con Cabeza de Hipopótamo, para que lo ayudara a cazarlo y así librarse de él. Dicho y hecho: luego de efectuado el sacrificio, a los tres días más o menos cayó el animal en la trampa que le preparó. «No me mates», rogó la bestia, «ni hagas con mi cuero rebenque y puntas de flecha aprovechando que lo tengo duro». «¿Y por qué no?», preguntó furioso el hombre, «si durante tres años consecutivos te comiste la mitad de mis cosechas». «Tenía hambre». «Y yo tengo ganas de hacerme un rebenque nuevo». «Si no me matas te traeré agua desde el río, en las épocas en que no hay inundación, y serás el único en tener tres cosechas al año». «Trato hecho». El hipopótamo cumplió lo pactado. Una vez por semana se llenaba la panza con agua del Nilo e inundaba el campo del agricultor. Porque era un hipopótamo que tomaba muchísima agua y cada vez acarreaba tanta como para llenar este palacio. De modo que con tres o cuatro viajes le bastaba, y su amigo el campesino jamás careció de agua y pronto fue rico y no tuvo más hambre.
—¿Nosotros vamos a tener hambre algún día, Kheo?
—No.
—¿Y por qué?
—Porque soy el Faraón, y el Faraón, no tiene hambre.
—¿Y su hija?
—Tampoco. Pero no me interrumpas que el cuento no terminó.
—Dijiste que no era cuento.
—No es un cuento, es cierto, es una historia verdadera. Bueno. El hecho es que los otros campesinos, furiosos al ver que su vecino tenía tres cosechas al año y ellos menos, se pusieron de acuerdo en matar al hipopótamo. Esperaron entonces, escondidos entre las cañas y armados con lanzas, a que el animal pasara por allí. No bien apareció el hipopótamo salieron de los escondrijos para pincharlo con sus lanzas. «Esperen», dijo la bestia, «no me maten aún porque tengo mucha sed». «¿Y eso a nosotros qué nos importa?», le preguntaron. «Es que no quisiera irme al otro mundo con estas ganas tan espantosas. Aparte: cuando yo bebo en el fondo del río, aparece un tesoro». «Mentiroso. Lo dices para salvarte». «No. Es la verdad. Aparte, ¿qué pierden con venir y verlo?». «Tienes razón. Vamos». Ese día el hipopótamo tomó tres veces más que de costumbre. El Nilo casi quedó seco. Pero entonces, cuando los hombres se inclinaron cerca de la orilla para ver si estaba el tesoro, el hipopótamo les vomitó el agua encima, cayeron al río, la corriente se los llevó, murieron todos, jamás los encontraron y no pudieron embalsamarlos, con lo cual se embromaron muchísimo. Eso les pasó por malvados. El cuento terminó.
—Dijiste que era historia verdadera, no cuento.
—Bueno, es verdad: terminó la historia.
—Otra.
—No tengo más historias verdaderas, por ahora.
—Ufa, Fara.
—Bueno, pero no hay que abusar de las historias.
Kheops, luego de besar a Hentsen en la boca, el pecho y el cuello, la acostó en su cama para que durmiese. Ya se retiraba cuando la princesa le dijo:
—¿Fara?
—¿Qué?
—¿El hipopótamo es bueno, entonces?
—Sí, mi amor. Ahora duerme.
Y ocurrió entonces que la princesa Hentsen cumplió seis años y la construcción llevaba siete en Gizeh.
El Faraón la encontró esa noche (casi siempre la veía sólo de noche, puesto que —obsesionado con la Pirámide— se la pasaba supervisando los trabajos; luego de ver unos minutos a su amada hija menor, iba a cumplir con sus deberes maritales para con Cerekris, su hija mayor y segunda esposa suya) vestida con un taparrabitos y tomando cerveza, la muy viciosa.
—¿¡Quién dio cerveza a mi hija!? —interrogó Kheops casi enojado por completo.
La totalidad de las sirvientas, horrorizadas, cayeron de rodillas. Una femenina mano empujó a una chica y la arrojó a los pies del Amo de las Dos Tierras; viéndose denunciada la infeliz balbuceó:
—Oh, mi Dios; oh, mi Horus; oh, mi Faraón: perdona mi estupidez.
La muchacha estaba, naturalmente, desnuda, como todas las otras. Tocó el piso con su rostro, cosa que le hizo adquirir un aspecto de niña indefensa, pese a que ya tenía veintitrés años. El Faraón, al verla de tal guisa, se conmovió. Le preguntó con tono considerablemente más suave:
—¿Pero cómo, mujer…, cómo le has dado cerveza? ¿No sabes que ello es malo para los niños?
—¡Oh, mi Señor! ¡Oh, mi Señor! ¡Perdona a tu esclava estúpida!
A Kheops le entraron dudas:
—¿Y cuánto le has venido dando a Hentsen por día?
—No más de medio jarrito por jornada, distribuido en dos partes, mi Señor. ¡Perdona mi estupidez!
Viendo a la sirvienta tan preocupada, el Faraón no pudo menos que acariciarle la cabeza y decirle:
—Bueno, no es tan grave ni mucho. No es tan terrible. Creí que era vino. —Aquí mintió.
—Fara Kheo —dijo una voz semiborrachita desde un rincón.
—¿Qué, corazón de mi ka y de mi ba? —preguntó Kheops con ganas de caer de rodillas ante ese pequeño ser, de la misma forma que las sirvientas, un rato antes, delante de él.
—¿Me cuentas un cuentito?
—¿Largo o corto?
—Larguísimo.
—No conozco cuentos larguísimos. Sólo cortos o largos.
—Entonces uno corto y uno largo.
—Bien. Hace algunos años, en la parte de la Arabia Más Enemiga, en la del este, vivían unos nómades que eran unos hechiceros malvados que transformaban a las personas en ratones. Eso era antes de que yo fuese de visita con mis ejércitos a darles una lección. No bien me enteré de sus magias y de que además incursionaban en nuestra frontera…
—¿Qué es «incursionaban»?
—Que se metían. Cuando supe que incursionaban en nuestra frontera, matando egipcios y llevándose la cebada y otras cosas, me puse en marcha con mis tropas. Llegados al desierto encontramos una cantidad enorme de ratones parlantes.
—¿Qué es «parlantes», Kheo?
—Que hablaban. Los ratones, desesperados, levantaban las patitas delanteras (pero de rodillas en la arena con las de atrás) gritando: «¡Faraón, ayúdanos!». Eran los egipcios transformados, ya te das cuenta. A todo esto olvidé contarte que los nómades montaban en camellos, que son unas bestias malignas, generalmente llenas de enfermedades, a punto tal que la piel suele caérseles a pedazos. Los nómades son los únicos seres de la Tierra que montan esos bichos, porque son tan sucios como ellos. Es más; si por casualidad encuentran un camello sin enfermedades ya no lo aprecian tanto, pues dicen: «Éste aún no ha vivido».
—¿El camello es uno de los Dioses de ellos?
—Pero no, ¿cómo va a ser un Dios para ellos si lo cabalgan? Aunque, pensándolo bien, son tan bárbaros que todo es posible. El caso es que viendo a los ratones se me ocurrió una idea. Hablé con ellos y les dije una cosa.
—¿Qué cosa?
—Ya vas a ver. No seas impaciente. Esa noche, por orden mía, los egipcios transformados en ratones se fueron sigilosamente al campamento enemigo, e hicieron muchos pozos en la arena, que luego taparon con ramitas. En esa forma, cuando al otro día los jinetes quisieron atacar, los camellos pisaban los agujeros y se caían. Entonces yo avancé con mi ejército y los barrí. De todas maneras, aunque ya no tenían camellos, la pelea fue grande y espantosa porque esos malvados estaban furiosos. Pero yo igual los derroté y a los que no murieron di orden de mandarlos a trabajar a las minas de turquesa, donde hace un calor horrible, así otra vez aprenden a andar haciendo hechicerías. ¿Has visto qué grande es tu papá?
Hentsen, orgullosa:
—Mi papito es el más grande y fuerte de todos porque es el Faraón. —Pero enseguida le surgió una duda—. ¿Y los ratones?
—No bien derrotamos a los extranjeros, los ratones se hicieron hombres otra vez. El cuento terminó.
—Ése es el corto. Ahora el largo.
Kheops estaba muy, muy cansado. No obstante, luego de lanzar un horrendo suspiro y pedir una jarra de cerveza, empezó otra narración:
—Hace mucho tiempo cierto mago tenía una mujer muy linda, llamada Topacio de mis Ojos, pero con el inconveniente de que se acostaba con Fulano. Aquello, bien mirado, no era del todo espantoso, puesto que Fulano (después de refocilarse con ella) se la devolvía, pero al mago lo mortificaba el hipopótamo de los celos. Así pues, mandó a su esclavo para que lo matase. Una noche en que Fulano venía de juerga, el esclavo le saltó encima para clavarle un estilete de bronce, de esos que usan los talabarteros. Pero Fulano nunca salía de su casa sin bastón. Aparte, como siempre hacía sacrificios en honor de Bastheth, la Diosa lo premió dándole oído de gato. Oyó que el esclavo se le abalanzaba y le partió la cabeza de un garrotazo. El mago reclamó al Prefecto el cadáver de su servidor y, con él a cuestas, fue hasta la casa de los embalsamadores para que le hiciesen una momia de primera. Lo más caro. Hasta le compró un sarcófago de perfecta entalladura y muy labrado. Todo el mundo se asombró de que a un esclavo se le hiciera un embalsamamiento de noble o sacerdote, sobre todo porque su dueño era famoso por lo malo y tacaño. Pero es que el mago tenía cierta intención. Ya de noche y con el muerto en casa comenzó a recitar el Hechizo de Mover Momias para que aquél volviese a la vida. La momia del esclavo se desperezó, en efecto. Hay que tener en cuenta que hacía más de setenta días desde la fecha en que le habían pegado el garrotazo. «Ni de muerto me dejas tranquilo», dijo el esclavo incomodado. «Aun muerto, sigues siendo mi servidor», contestó el mago con tono autoritario. «Quiero que un día después de la fiesta de las Lámparas mates a Fulano». Pero esa misma noche y mientras el mago dormía, la momia salió de su sarcófago y fue a casa de Fulano para decirle: «Mi amo me ordenó que te mate un día después de la fiesta de las Lámparas. Tienes, pues, tres días. En este tiempo se te puede ocurrir alguna cosa para defenderte». «Pero es que no soy mago ni sacerdote. No conozco ningún hechizo contra las momias. Y por otra parte, ¿a qué se debe que me adviertas? ¿Acaso él no te dio la orden de matarme?». «Ordenó tu muerte, es verdad, pero nada dijo de no advertirte. Que se embrome por creerse tan inteligente como el ibis o la grulla». Fulano sacó una bolsita llena de semillas de loto, tostadas y saladas, y se puso a comer. A la momia la invitó con la semilla más chica que tenía en la bolsa. Trajo también un jarro y un dedal, ambos llenos de cerveza. A su invitado lo convidó con este último, pues ya se sabe que los muertos comen y beben muy poco. La momia, en toda la francachela, tomó medio dedal y aun así salió ebria. El hecho es que aceptó gustosa la pequeña semilla de loto (sólo le pegó un mordisco y estuvo a punto de indigestarse) y la cerveza. «¿Cuál es la razón de tu odio?», preguntó Fulano. «Cuando yo vivía me pegaba mucho; aparte, no me dejaba tomar mi ración de cerveza en paz. Su costumbre era llamarme de noche con cualquier excusa sólo para molestar. Y ahora que estoy embalsamado me hace mil chistes y no me deja dormir tranquilo en mi sarcófago. El sueño es la cerveza de las momias. O la mejor, por lo menos. Debo salir a realizar toda clase de tareas fastidiosas. Matarte, por ejemplo». «Pues no sabes cuánto lo lamento. Me pongo en tu lugar y es terrible. Prometo que haré todo lo que pueda por librarte». «Gracias. Recuerda: un día después de la fiesta de las Lámparas». Y he aquí que la momia parlante se fue. A la jornada siguiente, a primera hora, Fulano fue hasta lo de un brujo a sueldo, de ésos cuyos servicios se contratan, y le contó su problema. «No conozco hechizos contra las momias», le dijo el brujo, «pero te puedo vender uno para mover cocodrilos embalsamados». «Trato hecho». «Pero es que además vas a necesitar otra cosa». Lo condujo entonces a la trastienda donde tenía una enorme cantidad de momias de tales bestias, todas apiladas hasta el techo. Le mostró la más linda: una negra y gorda. «Este cocodrilo ya se comió a dos lavanderas y a cuatro trabajadores del tejido. Es muy bueno». «Te lo compro». Así, pues, Fulano se fue a su casa con la momia del cocodrilo bajo un brazo (era muy liviana) y el papiro del encantamiento bajo el otro. La noche fatal, luego de la fiesta de las Lámparas, la momia parlante llamó a la puerta de Fulano: «Ábreme, por favor, porque tengo que matarte». «Bueno, ya salgo». Fulano leyó el papiro en voz baja pero con buena pronunciación, de cabo a rabo, y el cocodrilo salió furioso a pelear con la momia. No bien la vio, le pegó un tarascón tan terrible que, si la otra hubiera sido como cualquier persona, la dividía por la mitad; pero como era una momia sintió casi nada. Sintió casi algo, quiero decir. Acto seguido la momia le cerró la boca para que no pudiera respirar. Una cosa muy tonta e inútil, pues los cocodrilos embalsamados no respiran. Después el bicharraco, de un zarpazo, le desacomodó las vendas. A esto la momia respondió con una patada. Rodaron en su pelea por toda la ciudad de Menfis hasta caer en el fondo del Nilo. Salieron de ahí para seguir combatiendo en el desierto. Se llenaron de arena como unas estúpidas. De ahí otra vez al Nilo, y así. En resumidas cuentas: que como ambas eran momias mágicas, todavía ahora deben estar peleando. Fulano, viéndose libre, luego de armarse con un buen palo fue hasta la casa del mago y le dio una soberbia paliza. El cuento se terminó.
—Otro.
—No. Ahora a dormir.
—Ufa, Fara.
—Silencio o llamo al cocodrilo y a la momia.
Horrorizada:
—¿Tú eres un mago, Fa?
—Sí, porque soy el Faraón.
Y ocurrió entonces que la princesa Hentsen cumplió nueve años y la Construcción llevaba diez en Gizeh. Por esa fecha sus tetitas eran puro pezón, con prácticamente nada de base. Hentsen, casi siempre, andaba desnuda por el palacio: como todos los niños egipcios, varones o hembras. La amada hija del Faraón, pues, usaba su taparrabitos cuando le daba la real gana, puesto que no tenía obligación. Como cualquier niña egipcia antes de los diez años, no estará de más repetirlo.
Previo a Kheops y aún después, existió en el país de las Dos Tierras la costumbre de rapar a los niños. Pero dio la casualidad de que a este Faraón le gustaba que los chicos tuviesen pelo. La tal costumbre duró cincuenta años, o sea durante todo el reinado de este Horus, de modo que Hentsen andaba por todos lados, casi siempre desnuda y con el pelo larguísimo.
Cierta tarde —el Faraón había vuelto a palacio antes de lo previsto desde Gizeh, por el motivo que fuera— Kheops pescó a su hija en el momento en que daba a una sirvienta una absurda orden despótica. Horus se enojó. Dijo entonces, severamente, a su bienamada:
—Esto está muy mal. Mi hija no tiene que ser mandona. Antes de dar órdenes tiene que aprender a obedecerlas.
La princesa se puso roja de vergüenza.
—Sí, papá —dijo abochornadísima. Había comprendido.
Con un gesto el Faraón hizo despejar la sala y quedó a solas con su hija. Kheops se acomodó en un taburete y Hentsen, con los ojos húmedos por la reprimenda, lo hizo sobre las rodillas de su padre. Éste, a fin de firmar el armisticio, le contó un cuento (iba a ser el último que le narrase a su hija, pero Kheops aún no lo sabía):
—Kofes era el ladrón más hábil de Egipto. Para colmo de males, un día descubrió que los zancos que usaba para caminar durante la inundación eran mágicos. Si por ejemplo pisaba un pozo sin querer, los zancos se alargaban para que el ladrón no se mojase. Una vez que atravesaba el lugar profundo los palos se acortaban. Muy feliz con su descubrimiento, decidió robar sólo cien días al año: dentro del tiempo en que el Nilo cubre las tierras, pues así le sería más fácil apoderarse de lo ajeno sin ser perseguido. Le bastaba con marchar por lugares profundos para que nadie lo alcanzara. Aparte, así él era más rápido que cualquier bote. Pero los zancos tenían otra propiedad: le bastaba tocar con la punta de uno de ellos la pared de la casa que iba a robar para que sus habitantes se transformasen en estatuas sentadas. Así, por ejemplo, supongamos que deseaba robarle al carpintero, que en ese momento cepillaba un sarcófago. Sólo con tocar la pared con uno de los palos, el carpintero suspendía su tarea, se instalaba en la silla más próxima y quedaba transformado en piedra, como si fuera un Faraón; igual que alguna de mis estatuas en el templo de Osiris. El asaltante, luego de robar a gusto, se iba y el dueño de casa recobraba su aspecto normal. Así, el muy pícaro, reíase del Prefecto y pudo acumular un gran tesoro. Pero, no conforme con tan poca cosa, en una ocasión asaltó el Palacio del Rey. Atravesó pasillos y salas llenas de guardias y sacerdotes hechos piedras sentadas. Es decir: tenían un buen acomodo los que en el momento del hechizo poseyesen algo a mano, aunque fuera un banquito. Los que no, estaban como sentados en el aire, muy ridículos. Llegó hasta el aposento real, donde en el instante de la magia conversaban el Faraón y su hija; como en ese sitio abundaban los muebles, tanto Horus como su hija aparecían sentados, igual que en un templo. Menos mal que la princesa estaba petrificada; caso contrario, el ladrón habría sido capaz de abusar criminalmente de ella.
—Yo sé qué es un criminal. ¿Él la pudo haber matado?
—Con «abuso criminal» quise decir que a lo mejor se acostaba con la princesa.
Hentsen, con suave ironía que Kheops no pudo registrar:
—Me imagino que la estatua sería muy pesada y por eso no pudo llevarla a la cama. Aparte, no entiendo, ¿para qué querría acostarse con ella? ¿Tenía sueño? Bien pudo ir a la cama solo. ¿Se enamoró de ella y quería desnudarla y tocarla?
—Por ahí andamos. ¿No te explicaron las sirvientas qué le hace el hombre a la mujer?
Ella sonrió:
—Sí que me explicaron. El pedacito se pone duro y tenso, como un arco, entonces el hombre lanza su flecha en el vientre de la mujer: al centro del agujerito que tenemos entre las piernas. Es una flecha muy agradable de tener, salvo la primera vez. Y a veces no duele ni siquiera la primera. —La princesa largó una carcajada.
—¿De qué te ríes?
—Como dicen ellas: la flecha no hiere ni mata, más bien hiere no tenerla.
Kheops la acompañó en su risa. Pero de pronto la princesa, ante una idea súbita, dejó de reírse:
—A mí no me gustaría para nada acostarme con un ladrón.
—No tengas miedo, que las princesas no se acuestan con ladrones.
—Pero ése tenía unos zancos hechizados.
—Nuestros sacerdotes nos protegen con sus magias.
—Pero a ese Faraón no pudieron protegerlo. Transformó en piedras también a los sacerdotes.
—Pertenecían a un Colegio Sacerdotal de Bobos. Yo tengo los mejores de Egipto. Quizá de toda la Tierra. Sólo los súmenos son tan buenos como nosotros, y ellos son nuestros amigos. No te preocupes. Deja que siga con el cuento. El ladrón, por cierto, echó una buena mirada a la princesa, pero nada pudo hacerle porque ella era de piedra. Lo que sí hizo fue robar una gran cantidad del Tesoro Real. Siguió haciendo lo mismo durante noventa y nueve días, y cada vez sucedía lo mismo: a poco de retirarse, todos cuantos vivían en el palacio recuperaban la vida. La desesperación del Rey iba en aumento. Inútiles habían sido los amuletos, los exorcismos y cuanta cosa. Alguien propuso poner una trampa en la cámara del Tesoro para cazar vivo al ladrón, o al menos matarlo, pero el Faraón se negó, pues ello hubiese tenido como resultado que el hechizo siguiera para siempre. No le causaba ninguna gracia la idea de quedar como estatua eterna. Ya casi no tenía tesoros y sólo faltaba una jornada para el fin de la creciente del Nilo. O lo atrapaba ahora o debería esperar al próximo año y la nueva inundación. Comprendió que la única posibilidad que le quedaba era hacerse amigo del ladrón. Publicó un bando según el cual no sólo estaba dispuesto a perdonarlo, siempre que se presentara por propia voluntad, sino que además iba a concederle a su hija en matrimonio.
—Yo no pienso casarme con un ladrón. Cuando sea grande me voy a casar contigo.
Kheops se hizo el tonto:
—Por supuesto que tu marido no va a ser un ladrón. Es sólo un cuento popular que una sirvienta me contaba cuando era chico.
—¿Me has escuchado? Tú vas a ser mi marido.
—No se puede. Ya estoy casado con tu hermana.
—Pero podría morirse y en ese caso nos casaríamos.
—Desearle la muerte a tu hermana es una cosa muy fea.
—Yo no dije que le deseara la muerte. Dije que a lo mejor se muere.
Ante eso el Faraón no supo qué replicar. Al cabo de un rato preguntó, más que nada para decir algo:
—¿Quieres otro cuento?
—No quiero que me cuentes más cuentos. Ya soy grande. Quiero que me ayudes a despertar.
Kheops comprendió muy bien a qué se refería ella y optó por no seguir haciéndose el desentendido:
—Tal vez el año que viene, cuando hayas crecido otro poco.
—Está bien. Pero quiero que me muestres tu cuerpo.
El Faraón se sacó sus ligeras ropas y quedó desnudo, frente a la princesa Hentsen, en toda su virilidad.