32
La prostitución sagrada de Hentsen
Era el final de la segunda década del comienzo de los trabajos y Hentsen tenía diecinueve años cumplidos.
Kheops, muy decidido a ejercer sus funciones de padre, llamó a su hija a su habitación y la reprendió severamente:
—Trata de no fornicar con tantos jóvenes de mi guardia, porque tienen celos unos de otros y ya hubo varias peleas mortales. Hijita: he sido muy indulgente contigo hasta ahora, pero el actual estado de cosas no puede continuar. Voy a quedarme sin oficiales.
—¿Y yo qué puedo hacer, papito?
—Pues no lo sé. O te acuestas con pocos o con todos, a fin de que ninguno se sienta menospreciado.
Ella hizo un mohín despectivo:
—Todos no me gustan.
—Bueno, entonces… no alcanzo a ver qué solución hay.
—Pero incesto de mi alma: después de todo, yo sirvo para que los menos aptos en el uso de las armas perezcan en los duelos. Deberías estar agradecido de que te libre de oficiales incompetentes.
A Kheops le cambió el rostro:
—Es verdad. No lo había pensado.
De pronto, y mientras se llevaba un dátil a la boca, la princesa interrumpió la tarea y sonrió. Notándolo, el Faraón preguntó:
—¿Y ahora de qué te ríes?
—De algunas de las groserías que me dice Cetes, tu mago, cuando nos encontramos a solas.
El Rey tomó un sorbo de cerveza:
—¿Y qué te dice ese viejo malvado?
—Es irreproducible. Si lo repitiese, profanaría el palacio. Son historias referidas a mis pechos, mis agujeritos y cosas así.
—Ah, pero qué bien.
—Sí. En general es una bestia, primitiva y sin refinamiento, en su trato con las mujeres. Eso me encanta. Te diré que, sin embargo, los otros días me dijo una galantería.
—¿Cuál?
—Me declaró: «La Diosa Isis te acompaña. Cada coito ustedes lo deciden juntas».
—Y tiene razón.
Cuatro meses más tarde, a la noche, Hentsen se encontró en un pasillo con el Faraón, que venía acalorado de Gizeh.
—Incesto de mi alma —dijo la princesa—. Necesito hablar contigo.
—¿Es corto o largo?
—Largo, me temo.
—Hijita, ¿no lo podemos dejar para mañana? Estoy que me caigo de cansancio y suciedad. Voy a darme un baño.
—Bañémonos juntos.
—Mi amor…, bien sabes que las cosas no terminan ahí entre nosotros. Te invitaría a comer, pero prometí a Cerekris que…
—Oh: échala. Por favor te lo ruego: hoy échala.
—Hentsen, no empecemos.
—No es un capricho. Te lo juro.
El Faraón miró la cara preocupada de su hija y llegó a la conclusión de que esta vez no se trataba de un conflicto de poderes entre las dos hermanas, sino de algo urgente. Se resignó:
—Cerekris va a matarnos a los dos. Bueno. Acompáñame.
El Baño Real, íntegramente construido en mármol, tenía canaletas y tubos que transportaban el agua hasta muy lejos del palacio. Hentsen y Kheops, ya desnudos, procedieron a darse primero una ducha, que las sirvientas (tan desnudas como ellos) les proporcionaban desde unas tarimas, con regaderas de mano. Era el cuarto baño de la princesa en el día, pero para el Faraón fue el primero. Luego que él estuvo limpio de lo más sucio, ambos corrieron hasta una piscina, edificada también con caliza cristalizada, en el piso del mismo recinto. Entraron dispuestos a darse un baño de inmersión. Kheops, aún arrebatado por el viaje, gemía de placer. Dijo:
—Estas distancias me matan.
—No es muy lejos, después de todo.
—El calor hace que todo sea lejísimo. —Se volvió a una de las sirvientas—: Chica, di que me traigan cerveza, y lo más fresca posible. Sacada del fondo del Nilo, si no fuera mucho pedir.
La sirvienta se inclinó y partió presurosa. Al rato volvió con dos tazas y una jarra repleta. Llenó ambos recipientes (por si la princesa también deseaba beber), sin decir una palabra, y los colocó en el borde de la piscina.
—¿Papá? —Kheops tenía los ojos cerrados, el agua hasta el cuello, y no respondió—. Papá, ¿te has quedado dormido?
—No.
—¿Y por qué no me contestabas?
—Vas a hablarme de tu asunto, por lo que veo.
—Si prefieres, lo hablamos después.
—No. Las malas noticias primero.
—¿Por qué piensas que es una mala noticia? Claro, tampoco es buena, pero…
—Hentsen…, por favor.
—Bien, el caso es que Cetes me dijo que la Pirámide llevará todavía diez años.
—¿Y?
—En ese lapso… quiero ejercer la prostitución sagrada.
Kheops sufrió un sacudón que hizo temblar el agua. Abrió los ojos para mirarla horrorizado.
—Papá: antes que te opongas te cuento mis motivos. Creo en ti y en tu obra. La Gran Pirámide hará que Egipto no pierda su nombre. Quiero hacerle un homenaje a Horus, mi padre, y al resto de los Dioses. —El Faraón volvió a cerrar los ojos—. Todo lo que gane con mi prostitución lo donaré a las arcas de los Dos Reinos y así, humildemente, contribuiré. Cada uno de mis amantes deberá donar, aparte del dinero, una piedra de ocho codos reales cúbicos, cortada, pulida y transportada hasta Gizeh.[30] Al igual que tú, deseo construirme una pirámide. Muchísimo más modesta, claro. Mi momia, como la tuya, será enterrada al este del monumento que ordene levantar. Así, incesto de mi alma, estaremos siempre juntos. Por toda la eternidad. No te preocupes: descansaremos a menos de quinientos codos el uno del otro. —Con timidez—: ¿Me autorizas?
—Haz lo que quieras, ju de mi ju.
Los Veinte Abominables de la guardia, que acompañaban a Hentsen a todos lados (jamás se acostaron con ella, será bueno aclarar), ahora eran cuarenta. Estaban encargados de protegerla. Aquellos Cuarenta Terribles tenían la orden de ejercer sobre los hijos de ricos y nobles la necesaria presión para «persuadirlos» de la necesidad de pagar una fortuna por el privilegio de pasar una noche con la princesa. Los que tenían el «mal gusto» de negarse sufrían muertes extrañas. Los encontraban destripados, por ejemplo.
Cetes se le reía en la cara.
—¿De qué te ríes, viejo ridículo? —preguntó ella furiosa.
—De nada.
—¿Ah? ¿De nada? Pero qué bien. ¿Y se puede saber en qué consiste esa «nada»?
—No te va a gustar la respuesta.
—Pues dímela, aunque no me guste.
—Me hace gracia tu concepto de la prostitución sagrada.
—¿Sería mucho pedirte que me lo explicases?
—Buscas amantes jóvenes y lindos. Pero la prostituta, sagrada o no, toma al primero que viene, siempre y cuando esté sano y pueda pagar el precio.
La princesa quedó muda de indignación. Luego estalló:
—¿¡Eso significa que voy a tener que acostarme con el primer repulsivo que venga, yo que soy la hija del Faraón!?
—Sí, siempre y cuando no esté enfermo y pueda pagarte el dinero estipulado y tu piedra.
—¡Te odio, te odio!
—Nadie te obligó a ejercer la prostitución sagrada, princesa caprichosa. ¿Por qué supones que tu padre, si bien no se opuso, saltó cuando se lo dijiste? Él no ignoraba lo duro que sería para ti. Sí, no me mires con esa cara. Lo averigüé con mis horóscopos.
Hentsen se cubrió la cara con el pelo (como si éste fuese una armadura) y las manos, y se puso a berrear desconsoladamente.
Pero el mago prosiguió implacable:
—Aún no llores, porque no te conté lo peor. —Ella separó sus cabellos, con el rostro empapado, y lo miró expectante—: Supe (también gracias al astral, claro) que un sacerdote de Isis te dio las medidas para tu pirámide. Son correctas. Una pirámide más baja arrojaría una sombra insignificante en la Hora de Osiris, y otra más grande saldría muy cara. El sacerdote dio con el tamaño justo,[31] y además las medidas son números sagrados. Le pregunté a Tofis cuántos bloques llevará tu pirámide y me dijo que, de ocho codos cúbicos cada uno, término medio, necesitarás trece mil trescientos treinta y tres. Hizo el cálculo rapidísimo.
—¿Y?
—Y bueno. ¿Cuántos amantes sagrados tienes, Hentsen? ¿Cuál es la frecuencia?
—Uno por semana.
—Bien. Lo vi en el horóscopo, pero de todas maneras quería confirmarlo. Te comunico que, como sólo tienes diez años para conseguir todas las piedras, deberás aceptar cuatro amantes por día, en tu prostitución. Con cuatro piedras diarias que ganes, te podrás tomar una jornada completa de descanso cada diez. Al fin de la década aún te faltarán ciento noventa y tres bloques, pero no hace falta que seas tan exacta: el sacrificio se da por completo y esas piedras se las pides a tu padre.
La princesa lo miraba incrédula, horrorizada:
—¿Me estás diciendo en serio que la hija de Kheops deberá tener cuatro amantes horribles por día durante diez años?
—Has sido tú quien decidió realizar prostitución sagrada. Puedes echarte atrás si quieres.
—Una princesa no se echa atrás.
—Pues entonces cumple. Con los Dioses no se puede hacer trampa.
Hentsen lloró un cuarto de hora egipcia. Luego preguntó con el rostro de niña que al mago tanto conmovía:
—Cetes, Cetes, ¿qué voy a hacer?
—Tómalo como lo que es: una tarea sagrada. Cada diez días tendrás descanso. No pasarás la noche entera con cada amante, por razones obvias. Con cada uno de los cuatro estarás media hora. Son, por lo tanto, dos horas por día. Si te llenas del espíritu disciplinado y sacro, verás que no sólo no es terrible sino que hasta podrás gozar de la vida con los otros amantes: los que sí te gusten y obtengas por propia voluntad.
El primer amante que tuvo la princesa (luego del sinceramiento) fue un sirio gordo, pelado y sudoroso, comerciante en vinos. Era una especie de hipopótamo pequeño: hasta relinchaba y todo. Él quedó tan contento que, aparte del precio en oro estipulado, le dio no una, sino dos piedras. Y prometió volver. Los otros tres eran viejos, pero no de la clase de viejitos chacotones que le gustaban a Hentsen, sino viejos repulsivos. La primera vez lloró y estuvo a punto de renunciar, aunque ello fuese un deshonor. Pero poco a poco, y con la ayuda de Cetes, adquirió la disciplina necesaria para poder hacerlo sin que ello mutilase su vida y su felicidad.