CAPITULO 21

SAM sintió que se le aceleraba el pulso y que sus sentidos entraban inmediatamente en alerta. El momento de la revelación había llegado.

Empujó a Olivia con delicadeza para colocarla a su lado y le dio un suave apretón en la mano antes de soltarla.

Todavía no había visto a Edmund, pero notó que los invitados a la fiesta lo estaban mirando con detenimiento, algunos de ellos con la boca abierta, y sabía que no se debía al hecho de que hubieran bailado tan juntos.

Se hizo el silencio y, con él, la mayor villana de la obra de su vida se abrió paso entre la multitud en medio de un mar de faldas de satén rosa para situarse frente a él. Era curioso, pero no le sorprendía ni lo más mínimo que ella hubiera asistido a la fiesta para dejarlo al descubierto.

—Samson —lo saludó Claudette con una sonrisa, aunque sus ojos revelaban la furia que sentía.

No sabía muy bien qué decir después de todos esos años, en especial delante de la élite de la Riviera. No obstante, Olivia lo salvó de responder, ya que, en una muestra de protección o de posesividad, se situó delante de él con los brazos en jarras para enfrentarse a la condesa.

—¿Qué haces aquí, tía Claudette? —preguntó con voz grave y sorprendida.

Antes de que la mujer pudiera responder, un caballero de cierta edad al que Sam no conocía se aclaró la garganta detrás de un grupo de damas y avanzó con porte regio y expresión tensa. Trató de sonreír con amabilidad, pero su mirada reflejaba la ira que lo consumía.

Sam comprendió al instante que aquel hombre debía de ser el abuelo y tutor de Brigitte. Era obvio que el anciano se sentía confundido e indignado, y que no tenía ni la menor idea de lo que ocurría en el baile de compromiso de su nieta.

—Monsieur —intervino con tono afable—, ¿tendrían Olivia y usted la bondad de acompañarme?

Por suerte, Olivia respondió en su lugar.

—Por supuesto, grand-père Marcotte.

El hombre apenas le dirigió la mirada antes de darles la espalda, dando por hecho que lo seguirían sin rechistar.

Siguieron sus rápidos pasos a través de la multitud, que se apartó al instante para permitirles el paso. Claudette les pisaba los talones, y Sam podía percibir su escrutinio y el intenso odio que manaba de ella como un río helado.

La música comenzó a sonar de nuevo y los bailarines regresaron poco a poco a la pista mientras los cuatro se acercaban a las puertas del salón de baile. Los murmullos y las miradas de reojo no habían cesado, pero se aplacaron un poco cuando los invitados regresaron a sus conversaciones y a sus bebidas para integrarse una vez más en la atmósfera de la fiesta.

Recorrieron en silencio el pasillo que conducía a la parte delantera de la mansión y después giraron hacia lo que debía de ser el salón. Sam oyó la voz de Edmund en el interior antes de entrar.

El momento de la verdad había llegado y, aunque le dolía la cabeza debido a la tensión y estaba hecho un lío después de la confesión de amor de Olivia, se sentía bastante calmado.

Marcotte se adentró en la estancia en primer lugar, seguido de Olivia, él mismo y por último, Claudette.

—Fuera —le ordenó sin más el anciano a una de las criadas, quien tras una rápida reverencia salió de la estancia y cerró las puertas.

Edmund estaba en el extremo más alejado, cerca de la chimenea apagada, hablando con una mujer rubia que debía de ser Brigitte, la heredera de Govance a la que su hermano había ido a cortejar y a estafar. Sin embargo, en el momento en que escuchó el tono brusco de Marcotte, levantó la cabeza y miró a Sam por primera vez en diez años.

Se hizo un lúgubre silencio en la habitación. Nadie dijo una palabra durante un largo y angustioso momento. Después, Marcotte se colocó en mitad de la estancia, se apartó la chaqueta a un lado y apoyó las manos en las caderas.

—¿Haría alguien el favor de decirme qué demonios ocurre aquí?

Su voz sacudió las vigas. De manera instintiva, Sam dio la mano a Olivia, aunque no apartó la mirada de su hermano ni por un instante.

Edmund se había quedado pálido y boquiabierto, y movía los ojos de uno a otro mientras el sudor le cubría la frente y las sienes.

Desconcertada, Brigitte ahogó una exclamación y contempló de manera alternativa el rostro de su prometido y el de Sam.

Como era de esperar, Claudette fue la primera en recuperarse. Se recogió la falda y comenzó a dirigirse muy despacio hacia el centro de la estancia, donde el anciano aún aguardaba una explicación.

—Monsieur Marcotte —ronroneó con altanería—, es evidente que ha habido un terrible malentendido...

—¿Malentendido? —bramó el anciano.

La dureza de su voz la detuvo a media zancada y los aros del vestido se balancearon adelante y atrás debido a lo repentino de la parada.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó a Sam.

—El gemelo de Edmund —señaló Claudette, que se comportaba como si fuera el centro de atención, como si sus explicaciones fueran las más importantes.

Marcotte compuso una mueca furiosa.

—Creo que todo el mundo se ha dado cuenta de eso, madame comtesse. Resulta bastante evidente.

Claudette pareció dolida; sus ojos se abrieron de par en par y sus mejillas se sonrojaron visiblemente a pesar del maquillaje.

Marcotte dejó escapar un largo suspiro y miró a Sam con suspicacia.

—Así, pues, monsieur, se lo preguntaré de nuevo: ¿quién es usted?

—Soy Samson Carlisle —contestó Sam de inmediato—, duque de Durham. He venido a Francia para enfrentarme a mi hermano menor, Edmund, a quien no he visto desde hace más de diez años.

Decidió que eso bastaría por el momento.

Se hizo el silencio una vez más, aunque la música del salón de baile conseguía colarse en la estancia.

—Grand-père Marcotte —comenzó Olivia segundos más tarde—, creo que hay algunas cosas que debes saber con respecto al prometido de tu nieta.

Sam se percató de que, por primera vez desde que hiciera su aparición, Edmund apartaba la vista de él para clavarla en Olivia. El tono de su piel había pasado del blanco fantasmal al grana en cuestión de segundos.

Marcotte cruzó los brazos a la altura del pecho.

—Sigo esperando —señaló.

Olivia tomó una honda bocanada de aire para darse fuerzas. Luego, le soltó la mano y dio un paso adelante con los brazos a los costados para situarse delante de él.

—Conocí a Edmund el verano pasado, en París. Nos presentó mi tía Claudette.

Todos miraron a la condesa Renier, cuyo rostro se había puesto del mismo color que su vestido.

—Yo... Eso no es del todo cierto...

—Por supuesto que lo es. Deja de mentir, tía Claudette —exigió Olivia, que ya había recuperado la compostura por completo.

Claudette ahogó una exclamación y la miró de arriba abajo.

—Yo no miento.

Olivia soltó un bufido.

—No has hecho más que mentir desde el principio.

Marcotte se frotó la cara con la palma de la mano mientras reflexionaba sobre la complejidad de las relaciones que enlazaban a los presentes y, a buen seguro, también sobre el terrible desenlace de la escena.

Brigitte también había empezado a comprenderlo, ya que se había soltado del brazo de Edmund y había dado un paso atrás para alejarse de él.

—¿Es... es Edmund tu marido? —preguntó Brigitte con voz tímida y ronca.

Sus ojos parecían dos estanques llenos de incredulidad.

Claudette hizo un dramático gesto con un brazo antes de colocarse las manos en las caderas.

—Por supuesto que no. Eso es una ridiculez...

—En realidad, su marido soy yo —replicó Sam con un suspiro de fastidio.

La mentira salió de sus labios con tanta naturalidad como el aire que respiraba.

Nadie hizo ni dijo nada durante un instante. Después, Edmund irguió los hombros y tiró de las solapas de su chaqueta en un intento por redimir su más que cuestionable honor.

—Olivia no está casada con él, Ives-Francois —dijo, concentrando por fin su atención en Marcotte—. Ella miente, y él también. Y conociendo a mi hermano como lo conozco, estoy seguro de que ha venido hasta Grasse con el único fin de arruinar mis planes de matrimonio con tu nieta esgrimiendo medias verdades y tonterías con las que no pretende sino confundir a todo el mundo. —Clavó la vista en Sam, y sus ojos estaban cargados de una intensa hostilidad que no lograba disimular—. Forma parte de su naturaleza.

Sam lo observó desde el lugar que ocupaba y sintió que su furia aumentaba con cada latido de su corazón.

—¿Por qué no explicas a tu futura esposa y a su abuelo cómo conociste a mi esposa, hermano? —exigió con un tono áspero y duro—. Acláraselo.

—Sí, acláraselo —repitió Olivia, que inclinó la cabeza a un lado y puso también los brazos en jarras—. Me encantaría escuchar tu versión de los hechos.

La tensión, tan densa como una salsa rancia, los envolvió a todos y prendió fuego al ambiente.

—¿Edmund? —le exigió Marcotte.

Edmund contempló a Sam con los ojos entrecerrados.

—No hagas esto, Samson —le advirtió con los dientes apretados, presa de una evidente furia.

Era un momento crucial para todos ellos.

—Se acabaron las mentiras, Edmund —replicó Sam con un tono indiferente y cargado de desprecio—. Todas.

Durante un par de segundos, el rostro de Edmund enrojeció tanto a causa de la frustración y la ira que Sam creyó que se abalanzaría sobre él.

—Voy a casarme con Brigitte Marcotte —aseguró Edmund en un amargo susurro. Tenía los puños apretados a los costados y sus labios se habían convertido en una delgada línea—. Esa es la única verdad que hay que decir.

Olivia enderezó la espalda, indignada, y Sam le puso las manos sobre los hombros para serenarla.

—Grand-père Marcotte —comenzó ella con sorprendente calma—, tu futuro nieto político me mintió desde el momento en que nos conocimos. Me dijo que me amaba, me cortejó y arregló un falso matrimonio...

—¡Olivia! —gritó Edmund.

—... y la noche de nuestra supuesta boda —continuó sin amilanarse—, mientras yo lo esperaba para consumar nuestro matrimonio, él me abandonó. Se llevó la licencia matrimonial falsificada, fue a ver a mi banquero y retiró la suma total de mi herencia, tal y como solo mi «marido» podría hacer. Después, se marchó de la ciudad y, según parece, se dirigió hacia aquí para repetir el proceso una vez más y cortejar a la heredera de la fortuna Govance.

Brigitte dejó escapar un gemido horrorizado; parecía a punto de desmayarse. Con piernas temblorosas, se alejó aún más de Edmund y se dejó caer sobre un canapé tapizado en terciopelo, en medio de un montón de faldas de color púrpura.

Marcotte se limitó a contemplar a Olivia, completamente anonadado; Edmund se consumía de furia, a sabiendas de que la farsa había quedado por fin al descubierto; Claudette tenía el aspecto autoritario de siempre y agitaba el abanico por delante de su rostro.

Olivia hizo caso omiso de todos ellos y siguió con su revelación.

—Una vez que me di cuenta de que me había abandonado —continuó con amargura—, situé el dinero reservado para Nivan en lugares que él desconocía y fui a Inglaterra en su busca, asumiendo que había regresado allí para vivir rodeado de lujos y comodidades con mi fortuna. Fue entonces cuando conocí a Sam, el hermano gemelo de Edmund... Un hermano cuya existencia desconocía.

Se echó a reír con una angustia que no pudo ocultar y después volvió la vista hacia el hombre que la había humillado.

—Imagínate mi sorpresa, Edmund. Imagina la humillación que sentí al confundirlo contigo, ya que no tenía ni la menor idea de que tuvieras un hermano gemelo. —Se estremeció y tomó aliento con cierta dificultad—. Él, no obstante, se portó como un caballero conmigo y me ofreció su ayuda para encontrarte y poner al descubierto la clase de persona que eres en realidad.

Puesto que sus palabras iban dirigidas tan solo a Edmund, descartó la presencia de los demás como si no estuvieran presentes.

—Me utilizaste —le acusó con los dientes apretados—. Me utilizaste, me mentiste y me estafaste. No puedo permitir que le hagas lo mismo a otra ingenua, en especial a una dama que conozco y aprecio. —Irguió la espalda y miró a Claudette por fin—. Lo único que aún no sé es si toda esta despreciable farsa fue idea tuya o de mi tía...

Claudette jadeó.

—... una mujer que creí que me quería. Una mujer que, según tengo entendido, ha sido tu amante desde hace años. —Hizo una pausa antes de añadir con absoluto desprecio—: Sois tal para cual.

Durante horas, o eso pareció, nadie dijo una palabra. La furia que embargaba a todos los presentes había impregnado la atmósfera de la estancia hasta un punto increíble, y todo había adquirido un tinte de irrealidad.

—¡Pequeña zorra! —exclamó Claudette antes de arrojarle el abanico, aunque solo consiguió golpear el bajo del vestido.

Sorprendido ante semejante rencor, Sam tiró de Olivia para acercarla a su cuerpo y le sujetó los hombros con más fuerza.

—Si vuelve a hablarle de esa manera, señora —le advirtió con una voz cargada de furia contenida—, le borraré esa sonrisa desdeñosa del rostro de una bofetada.

Su tono era tan frío y sus modales tan bruscos e intimidantes que Claudette dio un paso atrás, muda de asombro.

Marcotte contempló a Edmund con la espalda tan rígida como una columna de acero.

—¿Es eso cierto? —preguntó con voz tensa.

—Por supuesto que lo es —intervino Olivia, exasperada.

El anciano le echó un rápido vistazo de reojo.

—Necesito oírselo decir a él, Olivia.

Edmund clavó la vista en Sam. Su semblante estaba cargado de odio y sus labios se habían curvado en una mueca de desprecio tan tensa que parecían blancos.

—Amo a Brigitte —dijo con los dientes apretados.

—Sé que tratas de resultar convincente, pero eso no es una respuesta —señaló Sam.

Edmund negó muy despacio con la cabeza.

—Siempre has conseguido arruinar todo lo que he deseado en mi vida. ¿Por qué lo haces, hermano? ¿Porque soy tierno con las damas? ¿Porque siempre les he gustado más que tú?

Sam entrecerró los ojos.

—El culpable de todo lo que te ha salido mal en la vida, Edmund, eres tú. —Echó una rápida mirada a Claudette—. Y también ella.

—¿Yo? —repitió Claudette.

—Sí, tú, según parece —señaló Olivia—. Dime, tía Claudette, ¿por qué estás aquí? ¿Qué te ha hecho venir a Grasse esta semana y no cualquier otra?

Claudette pareció confusa durante unos instantes, pero después dejó las preguntas a un lado.

—Fui a Nivan, y Normand me comentó que habíais partido hacia aquí.

—¿Normand? —repitió Olivia, incrédula.

Claudette se encogió de hombros.

—Me lo comentó de pasada, eso es todo.

Al escuchar que Olivia aspiraba el aire entre dientes, Sam le acarició los hombros para mostrarle su apoyo, pero ella se puso rígida de todos modos.

—Bien —dijo con un tono absolutamente autoritario—, en ese caso Normand ya no trabaja para mí. Y tú, mi queridísima tía, jamás volverás a poner un pie en mi establecimiento.

Eso reavivó la furia de Claudette, aunque Sam no sabía con seguridad si se debía a la determinación con la que Olivia le había negado el derecho a entrar en la tienda que había pertenecido a su hermano o al cambio en el comportamiento de su sobrina, tan directo y franco.

Claudette comenzó a dirigirse con mucha lentitud hacia ellos. Sus ojos se habían convertido en dos simples rendijas, las ventanas de su nariz estaban dilatadas, su boca se había curvado hacia abajo y lucía un horroroso ceño fruncido.

—Dime, querido Sam, ¿le has mencionado a Olivia el romance que mantuvimos tú y yo?

Fue un comentario completamente imprevisto que arrancó exclamaciones a todos los presentes. A todos menos a Edmund, que se limitó a reír por lo bajo.

—No eres más que una patética imitación de una dama, Claudette —susurró él con tono gélido.

Eso no la amilanó en absoluto.

—¿De veras? Pues yo creo que merece conocer la verdad. —Echó un vistazo alrededor de la habitación con los brazos abiertos—. Estamos revelando verdades, ¿no es así? Y tú tienes bastantes secretillos sucios que debes compartir.

Ay, Dios... Sam sintió que se le aceleraba el pulso.

—Acaba ya con tanta estupidez. Por supuesto que me contó toda esa sórdida historia —aseguró Olivia con voz trémula fingiendo que lo sabía todo, aunque Sam percibió que había comenzado a temblar bajo sus manos.

Sé fuerte, mi dulce y preciosa Livi..., rogó para sí.

Marcotte comprendió de inmediato que Claudette estaba a punto de sobrepasar los límites de la decencia.

—Me gustaría que se marchara, madame comtesse —dijo con firme resolución—. Ahora mismo.

Claudette hervía de furia y lo fulminó con la mirada.

—No voy a irme a ningún sitio hasta que mi sobrina escuche lo del bebé.

Brigitte, a la que todo el mundo parecía haber olvidado, soltó un súbito alarido desde el lugar que ocupaba en el sofá.

Marcotte se quedó pálido.

—¿Qué bebé?

—Márchese ahora mismo, señora —le advirtió Sam con una voz grave que reverberó en los muros—, o lamentará haberme conocido.

—Ya lamento haberte conocido —replicó ella—. No me asustas, Samson.

—¡¿Qué bebé?! —aulló Marcotte.

—El hijo de Samson y Claudette —explicó Edmund con expresión maliciosa.

Olivia trató de alejarse de él sin decir palabra, pero Sam le apretó los hombros con más fuerza para impedírselo.

—Siempre has sido un bastardo, Edmund —dijo a su hermano en un susurro letal.

Claudette aplaudió con perverso regocijo.

—Dios mío, Olivia, querida, veo por la palidez de tu rostro que no sabías que Sam y yo habíamos tenido un hijo. —Enarcó las cejas para mirarlo de nuevo—. Me pregunto por qué no te lo ha contado...

Sam se tragó la furia. De no haber temido que Olivia saliera corriendo, la habría soltado para matar a esa mujer.

—Cierra la boca, Claudette —le advirtió mientras sujetaba a Olivia, que había comenzado a estremecerse.

Claudette se limitó a parpadear con fingido asombro.

—¿Qué? ¿Y no contárselo todo? —Soltó una carcajada—. Según parece, te has callado unos cuantos secretos, querido Sam.

Marcotte ató cabos con rapidez. Enderezó la espalda y, con los brazos a los costados, avanzó hasta colocarse a escasos centímetros de la condesa.

—Esto no tiene nada que ver con mi nieta. Le pido educadamente una vez más que se marche.

Claudette echó un vistazo a Edmund.

—¿Cariño? Te sugiero que les cuentes todo.

Edmund se relajó un poco y miró a la condesa sin rastro de lástima en los ojos.

—Voy a casarme con Brigitte, a pesar de lo que haya podido hacer en el pasado y a pesar de las razones por las que vine a Grasse en primer lugar.

Claudette no dijo nada durante unos instantes.

—No, no lo harás —murmuró segundos después.

—Sí, sí lo haré —replicó él con sequedad.

Claudette parecía confundida y miró a su alrededor para observar el rostro de todos los presentes. Después, una vez recuperada, alzó la barbilla y reveló con amargura:

—Todo lo que ha dicho Olivia es cierto. Edmund y yo hemos sido amantes durante años y planeamos toda esta farsa para engañar a la heredera del imperio Govance y arrebatarle su fortuna. Edmund tan solo afirma amarla para salvar su despreciable trasero y no acabar en prisión por sus deudas.

Brigitte jadeó.

—¿Por qué? —inquirió Sam. Era una cuestión sencilla, pero también el hilo principal de aquella espantosa historia, y aún no lo habían abordado—. ¿Qué sentido tiene elegir a herederas de la industria del perfume si tú jamás has necesitado nada en toda tu vida?

—Porque quiero el control de la industria, de los fondos y de las casas de suministros para poder establecer qué es lo que se vende y lo que no. Debería haber heredado Nivan a la muerte de mi hermano. Yo soy la heredera por derecho. Edmund estaba de acuerdo conmigo y nosotros... decidimos que cortejaría a las herederas de Nivan y de Govance y fingiría casarse con ellas. De esa forma, aunque yo no tuviera el poder absoluto, gozaría del favor de la emperatriz Eugenia y contaría con el prestigio que me merezco. Estaría al cargo de todo aquello que debería haber sido mío.

Marcotte se echó a reír mientras se pellizcaba el puente de la nariz.

—Es lo más ridículo que he escuchado en toda mi vida.

El rostro de Claudette se puso como la grana una vez más.

—Aún así, es la verdad.

—Madame comtesse —dijo Marcotte con remarcada calma, mirándola a los ojos—, nada de lo que hubiera podido hacer le habría otorgado el control de la industria del perfume, y desde luego jamás habría conseguido el tipo de favores que espera de la emperatriz. ¿Quién puede asegurar cuáles serán sus preferencias la próxima temporada? Tanto las boutiques como las casas de suministros se venden, se compran o se traspasan a cada momento. O permanecen en la familia, como ocurre con la mía y con Nivan. —Dirigió a Edmund una mirada colérica—. Con respecto a la parte de las herencias robadas, debo decir que la querida Olivia, quien obviamente ha sufrido mucho debido a ustedes dos, puede y debe denunciarlos ante las autoridades, aunque supongo que los títulos que ostentan les granjearán más respeto del que se merecen.

Claudette se limitó a mirarlo; Edmund cerró los ojos y meneó muy despacio la cabeza, consciente de que acababa de perder todo aquello que había intentado ganar mediante engaños.

Brigitte comenzó a llorar en el canapé.

—¡Estoy enamorado de Brigitte! —gritó Edmund antes de mirar a Olivia—. A pesar de todo lo que he hecho.

—No la mereces —replicó el anciano.

En ese momento, Sam sintió verdadera lástima por su hermano.

Marcotte recuperó su pose autoritaria y clavó la vista en Claudette una vez más.

—Usted ya ha hecho bastante —dijo—. Saldrá de mi propiedad y jamás volverá a poner un pie cerca de Govance, madame. Se marchará ahora mismo si no quiere que la echen de aquí de una patada en su pérfido y embustero trasero.

Claudette retrocedió un paso, horrorizada.

El anciano la sujetó por el brazo.

—¡Ahora mismo!

Después, con una fuerza impropia de su edad, Marcotte la arrastró hasta la puerta y la empujó hacia fuera antes de cerrar.

De no encontrarse en semejantes circunstancias, Sam habría comenzado a aplaudir.

Reinó un silencio atronador. Brigitte lloraba en silencio en el sofá; Edmund lo fulminaba con la mirada de nuevo, aunque ahora parecía un animal herido. Y el amor de su vida, la mejor mujer que había conocido nunca, seguía delante de él, temblando. Se negaba a mirarlo e irradiaba emociones tan intensas que bien podrían haberlo aplastado. Sin embargo, no podía hablar con ella allí, ya que solo conseguiría humillarla aún más delante del patriarca de Govance, de Edmund y de Brigitte.

Respiró hondo e irguió la espalda, dispuesto a romper el silencio.

—Monsieur Marcotte —dijo con toda la formalidad posible—, le ofrezco mis más sinceras disculpas por todo lo acontecido esta noche. Pero me niego a ver cómo mi hermano abusa de otra dama del mismo modo que abusó de mi esposa.

Olivia trató de apartarse de él otra vez, pero la sujetó con rapidez.

—En especial de una muchacha tan encantadora e inocente como su nieta.

Brigitte sorbió por la nariz y le ofreció una pequeña sonrisa.

Marcotte lo observó con los ojos entrecerrados y asintió con la cabeza una única vez.

—Es usted bienvenido en mi casa, Excelencia —replicó sin más.

Sam no lo esperaba, y eso le hizo preguntarse por qué el anciano no había echado también a Edmund «de una patada en su pérfido y embustero trasero».

—Bien —dijo Marcotte con un suspiro al tiempo que se colocaba la chaqueta del traje de noche—, parece que debo tomar una decisión.

Caminó con decisión hacia Edmund, quien tenía un aspecto timorato y ridículo con el costoso traje negro que probablemente había pagado con el dinero que había robado a Olivia.

—¿Te has acostado con mi nieta? —inquirió Marcotte sin andarse por las ramas.

Olivia aspiró con fuerza; Brigitte se levantó de un salto del sofá, con el rostro tan pálido como las azucenas.

—¿Qué? —logró mascullar Edmund.

Aunque era cerca de treinta centímetros más alto que el francés, parecía intimidado por la vehemencia del hombre.

—¿Te has acostado con mi nieta? —repitió Marcotte muy despacio.

Brigitte acudió en su rescate; se colocó al lado de Edmund y le dio la mano.

—Grand-père, esa pregunta es del todo inapropiada.

El anciano le echó un breve vistazo.

—No te metas en esto, chiquilla —le advirtió en un susurro.

Ella abrió los ojos como platos y tragó saliva con fuerza.

Marcotte volvió a clavar la vista en Edmund.

—¡Respóndeme!

—La amo —contestó con voz grave.

—¿Eso significa que sí?

Edmund no titubeó.

—Sí.

Al escucharlo, Marcotte echó el brazo hacia atrás y después lo lanzó con fuerza hacia delante para estampar el puño en la mandíbula de Edmund.

—¡Grand-père!—exclamó Brigitte.

La muchacha observó con la boca abierta cómo Edmund caía hacia atrás con un gruñido y se golpeaba el hombro con el borde de la repisa antes de desplomarse en el suelo.

Sam lo observó todo con estupefacción. Un hombre de casi ochenta años acababa de abatir a su hermano, algo que él había deseado hacer durante años. En ese momento, la admiración que sentía por Marcotte se incrementó de forma extraordinaria.

El anciano se frotó el puño antes de sacudirlo y después bajó la mirada para observarlos a ambos: a Brigitte, mortificada, que se había agachado para levantar los hombros de su futuro esposo del suelo, y a Edmund, que se estremecía de dolor.

—Ahora que hemos aclarado este asunto —continuó Marcotte mientras se colocaba el cuello de la camisa—, te diré una cosa: eres un bastardo consentido, Edmund, pero creo que amas a mi nieta tanto como ella a ti. Te casarás con ella legalmente y yo permaneceré a tu lado como testigo. Después, engendraréis hijos y viviréis en mi propiedad hasta que os dé permiso para marcharos. No tendrás una vida ociosa; trabajarás en Govance en todo aquello que yo te ordene. Jamás mencionarás tu sórdido pasado a nadie, porque si lo haces, si llego a enterarme que has herido a mi nieta tal y como heriste a Olivia, haré que te arresten y gastaré hasta el último penique de mi vasta fortuna para asegurarme de que mueras en prisión. —Resopló con fuerza antes de añadir—: O te mataré yo mismo.

Dio un paso atrás y se sacudió las mangas de la chaqueta; al parecer, no esperaba respuesta alguna del hombre al que acababa de derribar.

—Y ahora, Brigitte, querida, sécate las lágrimas y lávate la cara sin perder más tiempo —le ordenó al tiempo que la señalaba con el dedo. La intensidad de su voz fue aumentando con cada palabra—: Después, tú y ese idiota con el que vas a casarte entraréis del brazo en el salón de baile y os presentaréis ante mis invitados, que han venido a una fiesta que me costará los ingresos de los próximos diez años, como la pareja de prometidos que sois: ¡felices, contentos y enamorados!

Admirado, Sam sacudió la cabeza. Estaba disfrutando de lo lindo viendo el desasosiego de su hermano.

Marcotte se dio la vuelta cuando Edmund logró ponerse en pie; era obvio que intentaba no parecer humillado y no frotarse la mandíbula dolorida mientras se colgaba del brazo de Brigitte y permitía que ella lo consolara.

Sam se quedó donde estaba, con Olivia delante de él. Sintió un vuelco en el corazón cuando estiró el brazo para darle la mano y la notó fría e inerte entre sus dedos. Por Dios, tenían que salir de allí para hablar a solas. Hacer el amor y olvidar.

—Estoy seguro de que vosotros habéis disfrutado de esto casi tanto como yo —dijo Marcotte con un tono jovial y los ojos brillantes mientras se acercaba a ellos por fin.

—Ha estado magnífico —señaló Sam con una sonrisa mordaz—. Ha sido un placer observarlo en acción.

El anciano asintió y luego clavó su mirada en Olivia. Perdió la sonrisa al ver el dolor que reflejaba su rostro, un dolor que Sam aún no había podido observar, ya que ella había estado delante de él todo el rato. De repente, se asustó.

—Mi querida Olivia... —dijo Marcotte al tiempo que apoyaba las manos en sus hombros para besarle ambas mejillas—. Muchas gracias.

—Grand-père Marcotte —susurró ella con una voz seria y ahogada.

El anciano suspiró y se apartó un poco antes de entrelazar las manos en la espalda.

—Es un honor para mí invitaros a pasar la noche en mi casa, pero me parece que tenéis muchas cosas de las que hablar. Excelencia, amo a su esposa tanto como amaba a su madre; tanto como a mi propia familia. Ha elegido usted muy bien.

Sam asintió con la cabeza.

—Gracias.

Marcotte realizó una reverencia antes de dirigirse hacia la puerta. Cuando puso la mano en el picaporte, miró a Brigitte y a Edmund por encima del hombro.

—Vosotros dos, salid para la fiesta ahora mismo. Y Edmund, si alguien menciona el cardenal que tienes en la cara, dile que tu hermano te dio un puñetazo. Nadie tendrá problemas para creérselo.

Abrió la puerta y abandonó el salón antes de cerrarla de nuevo.

Por un momento, nadie hizo nada. Sam seguía aferrando la mano inerte de Olivia, desesperado por quedarse a solas.

—Sois... idénticos —murmuró Brigitte cuando Edmund se volvió hacia Sam con una mirada desafiante.

—Ya basta, Brigitte —la interrumpió su prometido, molesto.

Sam empezó a caminar hacia su hermano, pero arrastró a Olivia con él, ya que le daba pánico soltarla.

—Te doy mi enhorabuena —dijo con voz gélida.

Edmund esbozó una sonrisa desdeñosa.

—Lárgate, Samson.

—Eso pienso hacer. —Inclinó la cabeza hacia un lado—. Y no quiero volver a verte en Inglaterra, a menos que vengas a disculparte ante mi esposa.

Edmund soltó un bufido y se frotó la mandíbula antes de mirar a Olivia.

—Así que te has casado con ella de verdad, ¿eh?

La mirada de Sam se oscureció.

—Si no tienes cuidado, Edmund, te arrancaré los dientes de un puñetazo. Ya has hecho bastante daño para toda una vida.

Brigitte se enfureció al instante.

—Callaos los dos. Ya es suficiente.

Sam clavó la vista en ella e intentó sonreír.

—Mademoiselle Marcotte, acepte el dinero que Edmund robó de Nivan como mi regalo de bodas. Yo le devolveré esa misma cantidad a Olivia de mis propios fondos para que solucione sus problemas.

Brigitte parpadeó, asombrada, y después miró a Edmund.

—No puedo creer que hicieras algo así, Edmund. Es despreciable.

—Hablaremos de eso más tarde —farfulló él sin apartar la vista de su hermano.

—Hasta la vista, Edmund —se despidió Sam, que ya tenía la mente puesta en la larga discusión que debía mantener con Olivia.

—Hasta la vista —replicó Edmund con sarcasmo.

Sam dejó escapar un largo suspiro y después miró a Brigitte por última vez.

—Mademoiselle, a usted debo ofrecerle mis más sinceras condolencias.

Tras eso, agarró la mano de Olivia y se volvió para abandonar el salón en dirección al carruaje que los aguardaba.