CAPITULO 18

SAM nunca había estado más furioso en su vida. Furioso por el hecho de que Olivia lo había engañado y por el enorme riesgo que había corrido al encontrarse con Edmund a solas en un recinto aislado sin su protección; furioso por no haberla seguido cuando le pareció que esa excusa de visitar una tienda de perfumes por tercer día consecutivo era de lo más sospechosa y, sobre todo, furioso consigo mismo por sentir los celos más absurdos e irracionales que había experimentado jamás. La había visto de inmediato al mirar por la ventana de la suite, ya que la habitación del segundo piso que ocupaban daba al jardín y al cenador central. Era imposible pasar por alto ese vestido lavanda entre la vegetación y solo le había llevado unos segundos pasar de la confusión a la perplejidad cuando vio a su hermano por primera vez en una década... acercándose a ella, atormentándola, tocándola con la mano. Cierto era que ella lo había apartado de un manotazo, pero el contacto, las palabras susurradas, la idea de que estuvieran juntos de nuevo y esa vez sin su conocimiento lo dejaron estremecido, incrédulo y aterrorizado ante la posibilidad de perderla.

La sobresaltó cuando la sujetó del brazo en el instante en que Olivia se adentró en el vestíbulo después de su breve cita, pero Sam hizo caso omiso de su asombro y la arrastró de vuelta a la suite sin mediar palabra. Olivia no se había molestado en protestar, seguramente porque se sentía culpable, aunque más que nada porque habría tenido que estar inconsciente para no detectar la intensidad de la furia que lo consumía.

Ni siquiera eran las once de la mañana, pero en el instante en que la vio con Edmund tomó una decisión final e irrevocable. Iba a llevársela a la cama. En ese mismo momento.

Cerró la puerta con llave a toda prisa y luego se apartó de Olivia para cerrar las ventanas y asegurarlas también. El cielo estaba casi negro y la lluvia caía cada vez con más fuerza: una atmósfera perfecta para pasar la tarde haciendo el amor. Tras respirar hondo para aliviar la tensión que lo invadía, se dio la vuelta para enfrentarse a ella.

Olivia hervía de cólera. Tenía las mejillas sonrosadas a causa de la indignación y permanecía junto al sofá con estampado floral mirándolo con expresión desafiante, con las manos en las caderas en una pose que pretendía intimidarlo. Sam casi se echó a reír.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, suspicaz.

La miró a los ojos unos instantes antes de empezar a desabotonarse la camisa.

—Voy a hacerte el amor.

Ella soltó un jadeo y retrocedió hasta que sus piernas toparon con el borde del sofá; tenía los ojos abiertos como platos, cargados de mortificación.

—¡Desde luego que no!

—Oh, sí —replicó él con voz ronca al tiempo que iniciaba un lento avance en su dirección y se concentraba en los puños de la camisa.

En su favor había que decir que Olivia no gritó ni intentó huir, una indudable manifestación de lo asombrada que la había dejado su declaración... o de lo mucho que lo necesitaba, aunque todavía no lo supiera.

Olivia se deslizó a lo largo del borde del sofá para alejarse de él.

—Yo... me niego a entregarme a un hombre que no sea mi marido.

Supuso que era un argumento razonable, pero eso no lo desalentó en lo más mínimo.

—Se acabaron los juegos, Olivia —dijo con contundencia.

Ella lo miró de arriba abajo mientras se acercaba y clavó la vista en su torso desnudo mientras se llevaba las manos al pecho, presa de un pánico que no lograba ocultar.

—Estás loco —susurró con lentitud.

—Sí, es probable que lo esté —convino Sam con una sonrisa satisfecha—. Completamente loco por ti.

Olivia parpadeó, sorprendida.

—Gritaré —masculló con voz trémula.

Sam meneó la cabeza muy despacio.

—No, no lo harás.

—El primer día que pasamos en París me dijiste que nosotros nunca... —señaló ella tras pensar con rapidez.

—Mentí —le aseguró él sin más.

En ese momento estaba justo delante de ella. Olivia tenía la espalda apoyada contra la puerta y sus ojos se habían convertido en estanques de consternación, de preocupación y de un anhelo que a buen seguro ni siquiera comprendía.

—Ha llegado el momento, Livi —murmuró con una voz grave cargada de certeza.

—Tú... —Se lamió los labios—. No te atreverías a forzarme.

Sam no supo si echarse a reír o sentirse insultado.

—Me consta que sabes que nunca haría nada parecido —dijo al tiempo que le acariciaba los labios con el pulgar—. Pero eso carece de importancia, porque no tendré que hacerlo. —Deslizó la yema del dedo de un lado a otro de sus labios—. Me deseas tanto como yo a ti.

Olivia comenzó a temblar.

—Tú no sabes lo que yo deseo —susurró.

Ese comentario lo torturó por dentro y desgarró la minúscula parte de sí mismo que temía que ella aún prefiriera a Edmund.

—No voy a perderte ahora —murmuró con una voz ronca y ahogada contra sus labios.

Después la besó, no con dulzura, sino con una intensa y acuciante necesidad. No le preocupaba su respuesta, porque sabía que llegaría.

En un principio, Olivia luchó contra él y trató de apartarlo colocándole las manos sobre el pecho.

Sam ya había tenido suficiente. Sin decir palabra, interrumpió el beso y la observó para examinar el deseo que ella trataba de ocultar, el deseo que le sonrojaba las mejillas y brillaba en las profundidades de sus ojos. Luego se inclinó hacia ella y se la echó al hombro como si se tratara de un saco de cereales.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —gimió ella mientras apoyaba las manos en su espalda y lo empujaba con fuerza en un vano intento por liberarse.

Sam hizo caso omiso de esa débil tentativa por resistirse y se encaminó con ella hacia la cama de su habitación. Una vez dentro, cerró la puerta de una patada, se dirigió hasta la cama y dejó caer la pila de encaje y seda lavanda que transportaba sobre el edredón de tonos púrpuras y verdes.

Bajó la mirada para contemplarla y observó con cierta diversión cómo ella soplaba para quitarse el cabello de la boca y se lo apartaba de la mejilla con la yema de los dedos.

—Esto es del todo indecoroso —espetó, aunque no hizo el menor ademán de huir.

—¿En qué sentido? —quiso saber Sam, reprimiendo una sonrisa.

Olivia lo miró como si fuera estúpido.

—Estamos a plena luz del día, pedazo de idiota —dijo con los dientes apretados.

—Estupendo. —Se mordió los labios para no bromear con su adorable inocencia y se deshizo del calzado de una patada antes de quitarse la camisa—. Quiero ver cada delicioso centímetro de tu cuerpo, así que no podría haber elegido un momento mejor.

Olivia ahogó una exclamación y lo miró con la boca abierta, absolutamente desconcertada.

Muy despacio, sin apartar la mirada de sus ojos, Sam colocó una rodilla sobre la cama y después comenzó a acercar las manos hasta ella.

Olivia reaccionó al instante y retrocedió hasta la hilera de gruesos almohadones apoyados contra el cabecero de hierro forjado de la cama.

—No te acerques más a mí, Samson. Te lo advierto.

Él no dijo nada; se limitó a mirarla con una sonrisa ladina mientras se sentaba a horcajadas sobre sus pies y apoyaba las rodillas sobre las amplias faldas del vestido para mantenerla inmóvil.

—Sam, por favor, no te estás comportando de forma racional —dijo Olivia con un tono práctico a fin de intentar razonar con él.

Sam cogió uno de sus pies y tiró del suave zapato de cuero hasta que consiguió quitárselo; luego lo arrojó al suelo y empezó a hacer lo mismo con el otro.

—¿Sabes una cosa, Livi? Creo que no me he comportado de una forma tan racional en toda mi vida.

Ella sacudió la cabeza con movimientos breves y rápidos e intentó retroceder hacia los almohadones un poco más.

—Esto no está bien —dijo, aunque su voz comenzó a titubear cuando se dio cuenta de que no podría convencerlo.

Una vez que se deshizo del otro zapato, Sam empezó a deslizar las palmas de las manos por el arco de los pies cubiertos de medias en dirección a los tobillos. La acarició en círculos y se detuvo unos instantes antes de volverse más atrevido y ascender con los dedos bajo el vestido, todo sin apartar la mirada de ella.

—¿Qué... qué es lo que estás haciendo?

—Te estoy desnudando —murmuró él.

—No, de eso nada.

Sonrió de nuevo.

—¿Y ahora quién se muestra irracional?

Olivia no dijo nada; se limitó a mirarlo, mortificada.

Sam le acarició las pantorrillas con las palmas.

—¿Llevas corsé?

—¡Eso no es asunto tuyo!

—Supongo que eso significa que no.

No había hecho intento alguno de huir, no había luchado contra él físicamente, pero estaba claro que pondría a prueba su paciencia a cada paso del camino. Un esfuerzo, pensó Sam, que sin duda tendría una maravillosa recompensa.

Se inclinó hacia delante y le besó con dulzura los dedos de los pies, aún cubiertos por las medias. Depositó pequeños besos en la punta de cada uno de ellos antes de pasar hacia el talón.

—No puedes hacer esto —exclamó ella al tiempo que intentaba ocultar las piernas bajo las faldas del vestido, algo que no podía conseguir, ya que Sam las mantenía bien sujetas con las palmas.

Solo había estado con una mujer virgen cuando tenía diecisiete años, y había sido ella quien lo había seducido. En esta ocasión, una ocasión mucho más importante, tendría que ser él quien lo iniciara todo, y pensaba disfrutar de ese papel cada segundo; utilizaría toda la resistencia de la que disponía para retrasar lo máximo posible el momento de hundirse dentro de ella.

—Incluso tus medias están perfumadas —murmuró mientras deslizaba los labios por la planta del pie.

Ella lo miraba con los ojos desorbitados y una expresión aturdida.

—Eso se debe a que las guardo en un cajón con saquillos de esencia de lila y...

—Deja de hablar, Olivia —le ordenó en un susurro mientras le recorría las piernas con las manos y le mordisqueaba los dedos de los pies.

Un momento después, se alzó sobre ella y colocó las rodillas a ambos lados de sus caderas antes de inclinarse para besarla.

Esa vez, Olivia no protestó. No se movió, no reaccionó, con la esperanza de que la encontrara fría e indeseable, supuso Sam. Lo único que consiguió en cambio fue que se sintiera impaciente por conseguir su aceptación, su corazón y su mente.

La engatusó con dulzura para que se rindiera mientras disfrutaba del sabor de sus labios, de la suave esencia especiada de su piel, de la agilidad de ese cuerpo que apenas rozaba con el torso desnudo. La besó una y otra vez, tentándola con la promesa de lo que estaba por venir, sin presionarla, sin exigir una respuesta, hasta que por fin sintió que se acomodaba en la cama y empezaba a relajarse.

Sam se apartó un poco para contemplar su rostro sonrojado, sus labios rojos y húmedos, y el brillo de sus ojos, cargados de un deseo cada vez mayor.

Sin apartar la mirada de ella, se movió un poco hacia un lado y estiró el brazo para apartar una de las mangas de encaje lavanda de su hombro.

—Sam...

Fue su último intento, y Sam debía reconocer que se había resistido con fuerza.

—Chist. —Se inclinó hacia delante y posó los labios sobre la piel cálida y sedosa de la clavícula para recorrerla de un lado a otro—. Eres tan suave...

—Por favor... —susurró ella, anhelante.

Y en ese momento, se entregó a él.

Sam alejó la cabeza de su hombro y se apoderó de su boca una vez más para besarla sin restricciones; notó que ella la abría y le devolvía el beso por fin. Le permitió saborear su dulzura mientras exploraba su boca cálida y húmeda con la lengua antes de atrapar la suya y succionarla con suavidad. Deslizó la palma de la mano desde su hombro hasta su cuello, acariciándole la piel con la yema de los dedos mientras le frotaba la mandíbula con el pulgar.

El beso se intensificó a medida que su deseo crecía, a medida que sentía que Olivia respondía, presa de su propia necesidad, y comenzaba a respirar con jadeos. Muy despacio, Sam movió la mano desde su garganta, pasando por la clavícula, hasta llegar a la zona del escote y luego la bajó aún más, hasta que la introdujo por debajo de la línea del escote del vestido y la camisola. Después, cubrió por fin uno de sus grandes pechos.

Olivia jadeó, y ese leve sonido procedente de sus labios avivó el fuego que lo consumía e intensificó su determinación. Comenzó a masajear la carne bajo el tejido y a mover el pulgar sobre el pezón endurecido antes de acariciarla con los dedos en lentos y pequeños círculos.

Ella se retorció un poco, pero no para protestar, sino porque necesitaba que él no se detuviera.

Tenía los ojos cerrados, respiraba de manera irregular y sus mejillas estaban ruborizadas. Sam siguió acariciándole el pecho mientras la observaba con detenimiento, deleitándose con su respuesta.

—Livi...

Las pestañas de Olivia temblaron mientras abría los ojos para enfrentarse con su mirada con una expresión cargada de puro deseo.

Sam alzó la mano hasta su rostro para cubrirle la mejilla.

—Voy a desnudarte.

Una leve vacilación atravesó su rostro antes de que asintiera con la cabeza y cerrara los ojos de nuevo.

Sam estiró el brazo para desatar la sencilla cinta lavanda que le apartaba el cabello de las sienes y la frente. Los mechones se liberaron con facilidad y él enterró los dedos entre las sedosas hebras para que el hermoso cabello negro cayera en cascada sobre la piel suave del rostro y el cuello femeninos.

Tras apoyarse sobre un codo, la sujetó del hombro y la empujó con delicadeza.

—Ponte de lado —le pidió con ternura.

Ella obedeció sin mediar palabra y le dio la espalda para que él pudiera desabrochar los seis botones que sujetaban el corpiño al vestido de seda.

Sam no tardó en finalizar la tarea y después introdujo la mano bajo el tejido para acariciarle la espalda con la yema de los dedos, justo por encima del borde de la camisola de algodón.

Olivia dejó escapar un largo suspiro de placer, y esa dulce provocación fue suficiente para alentarlo a seguir adelante. Bajó la boca hasta su piel y la besó de arriba abajo, deslizando los labios y la punta de la nariz de un lado a otro mientras exhalaba bocanadas de aliento cálido y húmedo que consiguieron ponerle la piel de gallina. Luego, con toda deliberación, deslizó la lengua poco a poco por su columna, desde el punto más bajo hasta el cuello.

Olivia gimió con suavidad, cautivada por las sensaciones, y Sam introdujo por fin la mano por debajo de la parte superior del vestido a fin de bajárselo por el hombro y cubrir con la mano la carne desnuda de su pecho.

Con la cabeza contra su cabello, Sam gimió e inhaló su esencia al tiempo que golpeaba el lóbulo de su oreja con la lengua. Dejó un rastro de pequeños besos por su cuello y su mejilla mientras comenzaba a masajearla de nuevo, a deslizar la punta de los dedos sobre el pezón erecto para después pellizcarlo con delicadeza y rodearlo suavemente con la palma.

—Sam... —murmuró ella, presa del deseo.

—Jamás había tocado nada tan suave como tú —le susurró al oído, casi sin aliento—. Déjame amarte...

Olivia dejó escapar un gemido ronco y gutural antes de volverse para colocarse de frente a él y buscar su mirada. Sus hermosos ojos azules le rogaban que hiciera realidad sus sueños, su mayor deseo.

Tragó saliva con fuerza, temblando; su expresión mostraba un océano de emociones tiernas y sensuales cuando él levantó la mano para acariciarle el rostro y cubrirle la mejilla con la palma antes de deslizar el pulgar por sus labios.

Sam cerró los ojos un instante para saborear su entrega. Luego, muy despacio, abrió los ojos y la observó con detenimiento mientras colocaba la mano de manera que el dorso presionara sobre la parte superior del vestido; después, comenzó a bajárselo centímetro a centímetro.

No dejó de mirarla ni un solo instante. La respiración de Olivia se aceleró y sus mejillas se ruborizaron de nuevo cuando él aferró por fin el escote del vestido y de la camisola y tiró de ellos hacia abajo para liberar primero un brazo y luego el otro, hasta que quedó desnuda hasta la cintura.

Sam examinó cada parte de su cuerpo, desde la línea esbelta del cuello hasta el vientre plano. Su mirada hambrienta se demoró en los pezones rosados y endurecidos, en el diminuto lunar que tenía en la base del seno derecho.

Ella se quedó quieta, mirándolo, anhelando su contacto. Luego, tras un mero segundo de vacilación y haciendo gala de un enorme autocontrol, Sam bajó la boca hasta uno de los senos y se metió el pezón en la boca.

Olivia aspiró con fuerza, estremecida, y hundió los dedos en su cabello para acercarle la cabeza a su pecho.

Sam succionó la delicada carne con mucho cuidado y agitó la lengua sobre la punta cálida, esperando su reacción; se sintió invadido por una súbita oleada de deseo cuando ella gimió y comenzó a mecerse contra él.

Aceleró los movimientos y recorrió su pecho con la lengua para explorarla, para inhalar la esencia de su piel, para saborearla, acariciarla y mostrarle lo mucho que le gustaba proporcionarle placer.

Olivia jadeó con satisfacción mientras él le daba lo que le suplicaba con su cuerpo; la provocó con cada caricia, con cada roce de su lengua, con cada suave apretón de su palma, hasta que comenzó a mover las piernas y las caderas bajo las faldas del vestido.

Al percibir esa respuesta instintiva, Sam cambió ligeramente de posición a fin de dejar un último reguero descendente de besos a lo largo de su abdomen; hizo una pausa para pasar la lengua por el lunar que había bajo el pecho y se detuvo solo al llegar al ombligo.

Olivia gimoteó, hambrienta, y él cogió por fin los bordes del vestido y de la camisola para deslizados juntos por sus caderas.

Al contemplar su rostro, se dio cuenta de que Olivia tenía los ojos cerrados y de que se había llevado el dorso de la mano a los labios mientras se preparaba mentalmente para que él contemplara la belleza de su cuerpo desnudo.

Alzó las caderas para facilitarle las cosas mientras él tiraba del vestido hasta que por fin dejó al descubierto la parte más íntima de las curvas femeninas.

Sam tragó saliva con fuerza en un intento por controlarse; debía regular su respiración y los latidos de su corazón.

Había visto muchos cuerpos femeninos a lo largo de su vida adulta, pero ninguna de las mujeres de su pasado podría haberlo preparado para la incomparable visión que tenía ante sí en esos momentos.

Esa mujer era extraordinaria, desde el largo y suave cabello negro y los pechos redondos y excitados, hasta la esbelta cintura y los suaves rizos oscuros que había entre sus piernas. Esos rizos que ocultaban la parte de ella que con tanta desesperación deseaba besar y estimular; esa parte de ella en la que deseaba enterrarse en cuerpo y mente para siempre.

Tomó una trémula bocanada de aire, impaciente por acariciarla allí, por incrementar la pasión que la consumía. En ese instante crucial, Sam se dio cuenta de que jamás podría permitir que algo tan perfecto, tan hermoso, fuera acariciado por nadie más.

Olivia pareció percatarse de que él había dejado de hacerle el amor y bajó los brazos de manera instintiva en un intento por cubrirse. Sam sonrió; ese gesto inocente le había provocado una extraña sensación de serenidad. Luego apartó el último resquicio de ropa de sus largas y esbeltas piernas y la arrojó al suelo, junto a la cama.

Ella seguía con los ojos cerrados; su timidez lo fascinaba, a pesar de que lo que más deseaba era su pasión. Pero eso llegaría después.

Se colocó a su lado una vez más y se inclinó para besarle los labios, el rostro y el cuello mientras volvía a acariciarle los pechos a fin de reavivar su deseo.

—Olivia —susurró contra la suave piel de su rostro—, eres mucho más hermosa de lo que había imaginado...

Ella gimoteó de nuevo y Sam se apartó un poco para contemplarla; siguió acariciándole un pecho con una mano mientras apoyaba la otra en su frente para deslizar el pulgar por la línea de sus cejas. Olivia no lo había mirado aún, pero a él se le formó un nudo en las entrañas al darse cuenta de que tenía las pestañas cubiertas de lágrimas.

—No llores —murmuró, preocupado de pronto por la posibilidad de que ese intento de seducción pudiera fracasar.

Ella sacudió la cabeza muy despacio.

—No puedo evitarlo —replicó, cerrando los ojos con más fuerza todavía—. Te deseo, pero tengo mucho miedo.

La absoluta perplejidad que lo inundó en ese instante quedaría grabada para siempre en su memoria.

Santa madre de Dios...

Con un estremecimiento, Sam apartó la mano de su pecho y colocó la yema de los dedos sobre sus labios. Luego observó maravillado cómo los besaba ella.

Olivia había admitido que lo temía, que temía el acto sexual que estaba por llegar. Pero lo que más temía él, lo que lo aterrorizaba, era que se estaba enamorando de ella.

Por Dios...

Se sintió arrollado por una intensa tormenta de emociones que lo sorprendió más allá de toda explicación. Después se inclinó y le besó los párpados para no revelarle unos sentimientos que ni siquiera él comprendía del todo.

Ella respondió al contacto y respiró hondo antes de rodearle el cuello con la mano libre para impedir que se alejara.

Sam se apoderó de su boca de nuevo y la besó con ferocidad, con toda la pasión que sentía, entregándole todo lo que tenía dentro, dándole todo lo que ella anhelaba sentir.

Luego, bajó la mano hasta los rizos de su entrepierna y deslizó los dedos en el paraíso que ocultaban.

Ella tensó las piernas de manera instintiva.

—Chist... ábrete para mí, encanto —susurró contra sus labios.

Olivia hizo lo que le pedía y separó las rodillas muy despacio. Antes de que cambiara de opinión, Sam introdujo los dedos entre los pliegues suaves y húmedos; sintió una opresión en el pecho cuando escuchó cómo pronunciaba su nombre y percibió que arqueaba las caderas para darle un acceso más profundo.

La humedad que la inundaba lo envolvió. Sam apretó los dientes y contuvo la respiración en un intento por controlarse, por no dejarte ir antes incluso de quitarse los pantalones y satisfacerla.

Olivia jadeó cuando comenzó a acariciarla y balanceó las caderas para seguir su ritmo. Llegaría al orgasmo en un instante. Estaba tan mojada, tan preparada...

—Livi, amor, sabes que voy a introducirme en tu interior, ¿verdad? —preguntó con los labios pegados a su oreja antes de succionarle el lóbulo; rogó a Dios no tener que explicarle el acto antes de hacerlo.

Ella asintió.

—Sí... —susurró.

Lo inundó el alivio, acompañado de una sensación de aliento y una nueva oleada de deseo.

Continuó acariciándola muy despacio y consiguió que empezara a respirar con bocanadas rápidas mientras él alzaba las caderas y se afanaba con los botones de los pantalones. Se los bajó más rápido que en toda su vida y terminó de quitárselos con los pies. Luego, volvió a situarse junto a Olivia otra vez, tan desnudo como ella.

El cuerpo de Olivia ardía y su deseo estaba a punto de culminar cuando se inclinó sobre sus pechos para succionarlos y estimularlos. Introdujo un dedo ligeramente en su interior antes de retirarse de nuevo, y utilizó los demás para realizar caricias circulares sobre el núcleo de su placer hasta que ella estuvo a punto de gritar.

Al final, con un único y rápido movimiento, cruzó una pierna sobre las de ella para que el extremo de su erección descansara sobre la cadera femenina.

Olivia jadeó y se retorció un poco al notarlo, pero Sam la mantuvo a su lado para que percibiera la intensidad de su necesidad y se acostumbrara a ese contacto íntimo.

Después, con una velocidad que revelaba el anhelo creado por la prolongada excitación, retiró los dedos de su entrepierna y se alzó sobre ella al tiempo que se apoderaba de sus labios en un ardiente arrebato. Introdujo la lengua en la suavidad de su boca buscando, succionando, respirando de una forma tan irregular como ella. Empujó sus muslos con la rodilla para conseguir que separara las piernas y colocó las caderas entre ellas antes de apoyar los antebrazos en la almohada que había junto a su cabeza.

Le cubrió las mejillas con las palmas de las manos y deslizó los labios por su boca, su nariz y sus pestañas. Luego, muy despacio, alzó la cabeza para contemplar su rostro.

—Mírame, Livi —le exigió en un susurro, casi sin aliento.

Ella hizo lo que pedía, y sus arrebatadores ojos azules, nublados por el deseo, lo observaron una última vez antes de que él comenzara a introducirse en la tensa calidez de su interior para hacerla suya.

—No tengas miedo —le suplicó en un murmullo ronco.

Olivia asintió con la cabeza e inhaló de manera brusca mientras le acariciaba la piel del cuello con la yema de los dedos sin darse cuenta.

Tras eso, Sam colocó el extremo de su erección en la entrada húmeda y cálida de su feminidad y se detuvo un segundo para relajarse un poco.

—Sam... —susurró ella, mientras cerraba los ojos y se alzaba un poco para besarlo.

Esa dulce aceptación era todo lo que Sam necesitaba. Comenzó a hundirse en ella con mucha lentitud, pero se detuvo cuando notó que jadeaba y se ponía rígida.

Se quedó inmóvil al percibir su incomodidad. Siguió besándola mientras esperaba a que Olivia se relajara, pero no con frenesí, sino rozando sus labios con delicadeza y apartándose un poco a fin de poder meterle la mano bajo la rodilla y alzarle la pierna para conseguir un acceso más fácil.

Ella introdujo los dedos en su cabello y le devolvió el beso entre gemidos que delataban su creciente necesidad.

—Relájate, Livi, amor mío —susurró contra su boca con una voz ronca que revelaba lo mucho que le estaba costando controlarse.

Sabía que ella intentaba hacer lo que le había pedido, que trataba de aflojar la tensión que notaba en sus caderas y en sus piernas.

Empezó a penetrarla una vez más, aunque en esa ocasión se hundió más profundamente y sintió que las paredes cálidas y húmedas de su interior cedían un poco para permitirle el paso. Sabía que le estaba haciendo daño, y a él le dolía tanto o más saber que no había ninguna manera de evitarlo. Las lágrimas silenciosas que se deslizaron por las mejillas femeninas le mojaron los labios mientras la besaba, mientras se introducía cada vez más en su interior en un ascenso constante hacia el paraíso.

—Es maravilloso estar dentro de ti... —susurró con voz atormentada.

Sentía el cuerpo rígido debido al esfuerzo de retener el clímax que estaba a punto de alcanzar.

Olivia gimoteó y arqueó la espalda cuando él se hundió en ella una última vez hasta el fondo. Luego, Sam se quedó inmóvil, dándole unos segundos para que se acostumbrara a la sensación de plenitud y para que el dolor remitiera.

Ella jamás sabría lo importante que era ese momento, lo que suponía para él estar dentro de una mujer por primera vez en diez años. Abrumado, tragó saliva con fuerza antes de cerrar los ojos para controlar las emociones, para disfrutar del delicioso poder que ella ostentaba sobre él sin saberlo siquiera.

En ese preciso instante, Olivia lo besó. Recorrió con los labios sus mejillas, su frente, su boca y su mandíbula, y la dulzura del gesto expresó todo aquello que no podía decirle con palabras, reveló cuánto había deseado ese momento, cuánto había anhelado sentirlo en su interior por primera vez.

—Por Dios, Livi...

—Dámelo todo... —murmuró contra su piel.

Sam contuvo un sollozo de puro éxtasis. Con los dientes apretados, se retiró un poco y apoyó el peso de su cuerpo en un brazo a fin de elevar las caderas e introducir una mano entre sus cuerpos para acariciarla con los dedos.

Olivia arqueó la espalda y le clavó las uñas en los hombros mientras los músculos de su interior lo instaban a continuar, empapándolo con su ardiente humedad.

Ella comenzó a relajarse, a gemir, y apoyó la cabeza contra la almohada mientras se rendía al placer. Sam la acarició sin cesar y aceleró el ritmo para llevarla cada vez más cerca de la cima.

Permaneció inmóvil en su interior, a sabiendas de que si la embestía aunque fuera una vez más olvidaría la decisión de verla llegar al orgasmo en primer lugar y acompañarla después. Su cuerpo se cubrió con una película de sudor mientras tensaba la mandíbula para concentrarse en ella, en sus necesidades.

Con los dedos clavados en sus hombros, Olivia se retorció bajo su cuerpo para instarlo a continuar. Sam contemplaba su hermoso rostro sintiéndolo todo, sintiendo la proximidad de su clímax.

De pronto, ella jadeó y se sacudió bruscamente. Abrió los ojos de golpe para mirarlo.

—Sí, amor mío... Córrete para mí...

Ella gritó y le hundió las uñas en la piel al tiempo que se arqueaba y saltaba al abismo.

Sam ni siquiera tuvo que moverse. Las contracciones de placer, las palpitaciones que apretaban su miembro lo llevaron de inmediato hasta la cima del paraíso.

Se deleitó con la belleza de esa mujer, de su mujer... y el momento llegó.

Explotó en su interior y echó la cabeza hacia atrás mientras apretaba los dientes y la embestía sin poder controlarse, embargado por una sensación de satisfacción que sacudió su cuerpo, que unió su corazón al de ella y le produjo un estallido de felicidad que hizo realidad todos sus sueños.