CAPITULO 02
OLIVIA se paseaba por la alfombra rojo brillante del prístino salón de lady Abethnot con las manos enlazadas a la espalda, contemplando las diminutas manzanas rojas con el tallo verde del papel de las paredes mientras aguardaba con impaciencia a que llegara Edmund, tal y como le había dicho que haría en una nota que le había enviado esa misma mañana.
Habían pasado tres días desde la fiesta. Tres días en los que había tenido tiempo para reflexionar sobre la acalorada discusión que habían mantenido, el incómodo baile y aquel beso... tan poco convencional. Si de verdad podía llamarse beso. Se estremeció al recordar la calidez de los labios masculinos y la audacia que ella misma había demostrado al dárselo, si bien había sido algo del todo improvisado.
Su esposo había cambiado mucho en los últimos meses, y no solo físicamente. Era cierto que en esos momentos llevaba el cabello mucho más corto, que no estaba tan bronceado (aunque eso se debía sin duda a que había cambiado el sol de Francia por el frío de Londres), y que ahora prescindía de la colonia y de las joyas... que era lo que más la había sorprendido. Sin embargo, era algo más que eso. Actuaba de una manera diferente al Edmund que ella recordaba, y era el extraño comportamiento que había mostrado tres días atrás lo que la tenía confundida, lo que la había hecho pararse a pensar en él con detenimiento por primera vez desde que abandonara París dos meses antes.
A decir verdad, no había llegado a conocer muy bien a Edmund antes de casarse. Pero se habían encariñado enseguida, casi con imprudente abandono, y por aquel entonces había pensado que llegarían a conocerse mucho mejor cuando disfrutaran de las maravillas de la vida matrimonial. ¡Qué ingenua había sido! Edmund jamás la había amado a ella, sino a su dinero; aunque eso solo lo había descubierto al acudir al banco poco después de él les diera la espalda a ella, a su posición social y a su capacidad para dirigir un difícil negocio del que su marido podía aprovecharse mediante el robo. A pesar de su inteligencia, había quedado cegada por el aspecto de ese hombre, sus modales suaves y elegantes y sus juramentos de amor imperecedero.
Nunca más. Jamás volvería a dejarse engañar por el encanto de un hombre. Nunca volvería a permitir que un mentiroso profesional le robara el cerebro y su habilidad como empresaria. Su madre le había enseñado a utilizar muy bien el sentido común.
No había dejado de pensar en todo ello desde que la abandonara en la noche de bodas... hasta hacía tres noches, cuando encontró a su marido en aquel baile.
Desde el momento en que posó los ojos en él sintió algo más que el dolor y la humillación que se esperaba. También admitió al instante que se sentía muy atraída por él físicamente, algo que ya creía superado a esas alturas. Sabía que ya no lo amaba, pero para su desgracia era evidente que aún la atraía como hombre. Y eso era lo peor de todo.
Aun así, los cambios que se habían producido en él, si bien sutiles, eran lo que más la desconcertaban. Se había vuelto mucho más reservado, casi retraído; incluso había permanecido toda la noche al lado de la columna, observándolo todo en lugar de mezclarse con la gente. El Edmund que ella conocía habría bailado con todas y cada una de las mujeres presentes, desde el principio hasta el final, y habría dejado escuchar su hermosa risa para hechizarlas a todas... igual que había hecho con ella.
Dejó de pasearse al instante. Retiró un poco las cortinas de terciopelo para mirar a través de las ventanas salpicadas por la lluvia y contemplar la tenebrosa oscuridad de finales de la tarde. Cogió un cojín de satén del sofá que había a su derecha y comenzó a retorcerlo entre los dedos sin darse cuenta, absorta en sus cavilaciones.
No era su marido.
Menuda idiotez... Por supuesto que lo era.
Sin embargo, en algún extraño sentido... no lo era. No del todo. No era en absoluto el que ella recordaba. ¿Podía cambiar tanto una persona en cuestión de meses? Además, él jamás había mencionado que fuera duque. Por el amor de Dios, se había casado con un miembro de la alta aristocracia y él ni siquiera se lo había dicho. En su lugar, había optado por robarle la herencia.
«No es el Edmund con quien me casé...»
Dio un respingo al escuchar los golpes en la puerta del salón. Sin esperar una respuesta, lady Abethnot se adentró en la sala con las mejillas arreboladas, acompañada del frufrú de las faldas color rosa.
—Olivia —dijo con una agradable sonrisa en los labios—, tienes una visita. Su Excelencia, el duque de Durham.
Lady Abethnot hizo un gesto con el brazo y el hombre pasó a su lado para entrar en la estancia, alto y elegante, demasiado apuesto con su traje de levita marrón oscuro. Nada en su rostro delataba lo que sentía, a excepción de sus ojos, que la observaban con la expresión ardiente de alguien dispuesto a enfrentarse con el demonio.
—Milady... —murmuró.
Ella le hizo una reverencia.
—Excelencia.
—Bien —intervino lady Abethnot con un ruidoso suspiro—. Les dejaré un rato a solas.
—Gracias —dijo Olivia a su anfitriona con una sonrisa.
La dama le devolvió el gesto.
—Estaré en la habitación de al lado si quieren tomar algún refrigerio. Llámame si me necesitas.
Y tras eso se marchó de la estancia, aunque dejó una rendija abierta en la puerta, tal y como dictaba el decoro.
El hombre ni siquiera se percató de la marcha de lady Abethnot. Se limitaba a mirarla con gesto adusto. Ese marido suyo que no era su marido. En ningún sentido.
Olivia contuvo la inapropiada carcajada que amenazaba con brotar de sus labios ante lo absurdo de la situación. Porque en ese preciso instante tuvo la certeza de que ese hombre, que era idéntico a Edmund en aspecto físico, no era el hombre con el que se había casado.
En una reacción instintiva, le arrojó el cojín antes de que él pudiera decir nada. El hombre lo atrapó con una mano y después lo arrojó al canapé que había junto a él.
—¿Quién es usted? —le preguntó con amargura, rompiendo el silencio.
—Soy Samson Carlisle, duque de Durham —respondió al instante con toda sinceridad—. Edmund es mi hermano.
Olivia consiguió ocultar su sorpresa entrelazando las manos en la espalda.
—Su hermano gemelo.
—Sí.
Eso lo explicaba todo.
El duque la recorrió de arriba abajo con la mirada sin ningún motivo aparente y ella se estremeció por dentro ante semejante escrutinio. Era sin duda mucho más arrogante que Edmund, y por un instante le pareció que su atractivo era también mucho más devastador.
—Pero es obvio que es usted el mayor —afirmó al tiempo que lo estudiaba con detenimiento.
Él arqueó una ceja al escuchar el comentario.
—Solo tres minutos mayor, para ser precisos.
Olivia se echó a reír ante el tono agraviado de su voz e inclinó la cabeza hacia un lado.
—No pretendía ofenderlo, Excelencia. Por idénticos que parezcan, es usted quien lleva el título.
El duque esbozó una sonrisa torcida.
—Eso mismo me ha dicho mi hermano en numerosas ocasiones.
—Ah... ya veo.
Ahora lo comprendía todo. Los celos de Edmund eran el núcleo del problema. Por lo que sabía de su marido, eso no le extrañó en lo más mínimo.
Se hizo el silencio durante un par de minutos, y Olivia comenzó a sentirse algo violenta. Hasta cierto punto, ese hombre la sorprendía. No coqueteaba con ella, no se había sentado y ni siquiera le había echado un vistazo a la elegante decoración del salón. Se limitaba a mirarla con un rostro inexpresivo. Y ella no sabía muy bien qué hacer.
—Supongo que ahora soy su cuñada —comentó en un intento por romper el hielo.
—Eso dice usted —replicó él de inmediato.
Ese insulto la desconcertó.
—¿Eso digo yo? —Esa vez fue ella quien lo miró de arriba abajo—. ¿Siempre es usted tan desagradable, milord?
El duque echó la cabeza hacia atrás, a todas luces aturdido por su audacia.
—En general, sí —contestó sin más—. No me parezco a Edmund en nada.
—Eso es decirlo suavemente —dijo ella con un gruñido.
El hombre entrecerró los ojos y se llevó las manos a la espalda.
—Y estoy aquí, milady —dijo con tono serio—, porque sé que no me parezco en nada a Edmund.
De algún extraño modo, ese comentario, que sin duda pretendía resultar intimidante, la conmovió; sin embargo, jamás mostraría una debilidad semejante ante una declaración tan prosaica, ni con gestos ni con palabras.
Con una sonrisa satisfecha, bajó la vista hacia el sofá y acarició el respaldo acolchado con la yema de los dedos.
—Se parece mucho a él —admitió ella con tono agradable—, aunque he tardado alrededor de diez minutos en darme cuenta de lo distintas que son sus personalidades.
Por fin, el duque se adentró unos cuantos pasos en la estancia.
—No sabría decirle. No he visto a Edmund ni he hablado con él desde hace casi diez años.
Olivia ahogó una exclamación. Levantó la cabeza de golpe para mirarlo a los ojos.
—Supongo que esa es la razón por la que jamás me mencionó que tenía un hermano gemelo. Imagino que ustedes dos tuvieron algún tipo de desavenencia.
El hombre no respondió de inmediato, aunque dejó de mirarla por primera vez desde que entrara en casa de lady Abethnot.
—¿Cuándo lo conoció? —masculló mientras seguía acercándose a ella.
Olivia no pasó por alto ese intento de desviar la conversación. Por supuesto, quería (necesitaba, en realidad) saber lo que había ocurrido años atrás, averiguar qué era lo que había convertido a dos hermanos en enemigos acérrimos. Pero mantuvo a raya su curiosidad por el momento. Tal y como estaban las cosas, había asuntos más importantes a tener en cuenta. Ese hombre no era su marido, y había sido Edmund quien le robara su dinero. El día anterior creía tener respuestas; esa tarde había comprendido que podía estar más lejos que nunca de recuperar su fortuna, o al menos de conseguir un poco de justicia. Y ahora además debía enfrentarse a ese hombre. Menuda pesadilla.
Sintió un súbito estremecimiento de inquietud cuando vio que se acercaba más. En lugar de contestar, preguntó a su vez:
—¿Por qué me mintió acerca de su identidad en el baile?
El duque rió por lo bajo, la primera señal de algo remotamente parecido al sentido del humor.
—Porque resultaba de lo más divertido ver cómo me amenazaba creyendo que era Edmund.
Furiosa, Olivia no pudo encontrar una réplica razonable a ese comentario. Retrocedió un poco cuando él dio un paso más hacia ella. En esos momentos estaban casi juntos, tan cerca que el dobladillo de las faldas rosas rozaba sus brillantes zapatos negros. No obstante, se mantuvo en su lugar, decidida a no dejarle ver lo mucho que la desconcertaba su mera presencia. Tenía la impresión de que ese hombre utilizaba a propósito su increíble altura y su fuerte constitución para intimidarla. Edmund jamás había hecho algo parecido, aunque su marido conseguía lo que quería mediante el flirteo, no con la intimidación. De pronto se preguntó si ese hombre había coqueteado con una mujer alguna vez en su vida.
—¿Cuándo conoció a mi hermano? —inquirió el duque una vez más, aunque de forma más insistente.
Ella parpadeó antes de pasarse las palmas de las manos por la ceñida cintura del corpiño.
—¿No sería mejor que se sentara para hablar de esto?
El duque frunció el ceño durante un instante, lo que revelaba que ni siquiera había considerado la idea de sentarse.
—Está bien —dijo con tono seco al tiempo que se volvía para dirigirse al canapé—, pero mi tiempo es oro, lady Olivia.
—También el mío, Excelencia —replicó ella de inmediato con un tono que daba claras muestras de la creciente impaciencia que la consumía—. Soy consciente de que no se quedará aquí ni un minuto más de lo necesario.
Al parecer, le hizo gracia la elección de palabras. Olivia lo supo por la expresión que atravesó su rostro mientras se dejaba caer sobre el canapé tapizado de rojo, aunque el hombre no hizo comentario alguno. Ella se sentó con elegancia en una pequeña silla que había junto a la ventana para enfrentarse a él desde el otro lado de la mesita de té.
El duque aguardó a que ella empezara a hablar, y Olivia no malgastó su tiempo.
—Conocí a su hermano en una velada que celebraba el cumpleaños de nuestra ilustre emperatriz Eugenia. Desde luego, ella no estaba presente, pero dado que era en su honor, todo el mundo importante estaba allí.
—Naturalmente —comentó él con apatía.
Olivia se dio cuenta de que corría el peligro de irse por las ramas; los nervios la hacían parecer la típica jovencita frívola, y no una dama inteligente educada para utilizar el cerebro. Cambió de posición en el asiento para adoptar una postura más solemne y enlazó las manos sobre su regazo, dispuesta a ir al grano.
—Edmund es un hombre con bastante encanto, Excelencia, y consiguió engatusarme. Me consta que está usted al tanto de su talento y su reputación de libertino. Como podrá suponer, yo albergaba ciertas dudas sobre su supuesta adoración, pero también parecía fascinado por mi trabajo en la empresa, y eso sí que me impresionaba...
—¿Fascinado por su trabajo en la empresa? —intervino el duque, que cruzó las piernas y extendió los brazos sobre el respaldo del sofá.
Olivia hizo un supremo esfuerzo por evitar fijarse en los músculos de su pecho, que tensaron de inmediato el tejido blanco de su camisa y dejaron tirantes los ojales. Ese hombre tenía... un físico de lo más saludable. O eso le parecía. Se negaba a observarlo detenidamente para asegurarse.
—Sí —contestó después de aclararse la garganta—. Supongo que ese fue el motivo por el que... me enamoré tan rápido de él.
—¿Qué clase de trabajo lleva usted a cabo, lady Olivia? —preguntó con un tono en el que se mezclaban el humor y la curiosidad.
Así que no lo sabía... Y eso significaba que no se había molestado en investigar su pasado después del encuentro en el baile. Por unos segundos, Olivia se sintió un tanto ofendida al saber que a él no le habían preocupado mucho las amenazas veladas que había formulado tres días antes, pero a decir verdad no había muchas personas en Londres que supieran que se había criado en Francia y que vivía allí. Con todo, le producía una extraña satisfacción informarle de que «su trabajo» no estaba relacionado con las labores domésticas ni con ejercer de voluntaria en alguna de las causas humanitarias de Eugenia. Lo cierto era que adoraba ver cómo se soliviantaban los caballeros cuando les decía que dirigía un negocio comercial, y además con bastante éxito.
—Soy la propietaria de la compañía de mi difunto padrastro. En esencia, soy la directora de la Casa Nivan de París.
Olivia no tardó más que un instante en darse cuenta de que el duque no sabía de qué le estaba hablando. Recordó que la noche del baile él había permanecido inexpresivo cuando mencionó Nivan. En ese momento supo por qué.
Con un suspiro, se relajó un poco en el asiento y se dispuso a explicarse.
—La Casa Nivan es una compañía de perfumes, Excelencia, y se considera una de las mejores de toda Francia. También fabricamos jabones perfumados, esencias y sales aromáticas, y exportamos nuestros productos a todo el mundo civilizado desde hace más de cuarenta años.
Si esa información lo había sorprendido, se mostró tan reservado al respecto como ella orgullosa. Frunció ligeramente el ceño y la recorrió de nuevo con la mirada, aunque esa vez con una expresión calculadora. Olivia sintió una oleada de calor bajo el vestido de seda y se ruborizó, pero decidió pasarlo por alto con la esperanza de que sus mejillas no estuvieran demasiado sonrojadas.
A la postre, el duque tomó una larga y profunda bocanada de aire.
—Así pues, supongo que usted, o su fábrica, ha elaborado un perfume para la emperatriz Eugenia, ¿no es así?
—Así es —replicó ella—. Servimos a la élite francesa, junto a otras tres o cuatro casas de perfumes importantes. No obstante, la que frecuenta la emperatriz se considera siempre la más elegante, aunque en realidad no lo sea. Hasta hace poco, siempre elegía su perfume en Nivan; nos ha sido fiel desde hace casi una década. Y cuando empezó a acudir exclusivamente a nuestro establecimiento, trajo consigo un gran número de clientes importantes. Ella es muy libre, por supuesto, de acudir a cualquier otro establecimiento en el momento en que lo desee si uno de ellos crea una esencia que sea más de su gusto, así que trabajamos con ahínco para ser competitivos. Gracias a su hermano, Excelencia, mi empresa ha perdido por completo esa capacidad competitiva. —Se inclinó un poco hacia delante y lo miró a los ojos—. Y quiero recuperarla.
El duque cambió de posición en el sofá para relajarse mientras la estudiaba.
—Estoy impresionado —dijo por fin.
Olivia parpadeó, sin saber muy bien si lo había dicho en serio ni qué había sido con exactitud lo que lo había impresionado. No parecía interesado en absoluto en el arte de crear fragancias, pero la observaba con detenimiento, como si esperara que ella abordara de una vez el meollo de la cuestión.
Los dedos masculinos comenzaron a tamborilear sobre la parte superior del sofá.
—¿Debo suponer que Edmund robó el dinero destinado a conservar el interés de la emperatriz en sus fragancias?
Olivia cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Eso sería decirlo de una manera un tanto simplista. Pero sí, robó gran parte del dinero que yo había reservado para la investigación después de la muerte de mi madre, hace dos años. Si no pago el dinero necesario para mantener la empresa en marcha, me veré obligada a cerrar Nivan. —Hizo una pausa antes de alzar la barbilla para agregar con amargura—: Creo que Edmund me utilizó con ese propósito, y que lo planeó desde el día en que me conoció.
El duque de Durham permaneció en silencio durante largo rato, observándola con una expresión especulativa en sus ojos oscuros. Después se echó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y enlazó las manos por delante.
—¿Y cómo consiguió mi hermano robarle su dinero?
Olivia lo miró como si fuera tonto.
—Se casó conmigo.
El hombre rió por lo bajo.
—Sí, eso parece, pero no logro comprender cómo es posible que una mujer tan inteligente como usted, con tanto... juicio para los negocios, se limitara a entregarle el dinero cuando él se lo pidió. Me gustaría saber cómo lo consiguió mi hermano.
Tanto sus palabras como su tono denotaban sinceridad, y Olivia se sintió agradecida en lo más hondo por semejante cumplido, aunque se cuidó mucho de ocultarlo y de no sonreír de oreja a oreja. Ningún hombre, aparte de su padre, le había dicho jamás que era inteligente.
—Edmund cogió algunas copias de nuestros documentos matrimoniales y retiró el dinero de mi banco como solo podría hacerlo mi marido, con la ayuda de mi banquero, por supuesto.
—Entiendo —comentó él sin expresión alguna—. Algo de lo más conveniente.
Olivia no tenía claro si ese comentario la había molestado o no.
—¿Hay alguna razón para que no me crea?
Él respiró hondo de nuevo y se echó hacia atrás.
—No tengo razón alguna para no creerla, lady Olivia, porque conozco a Edmund. Yo jamás robaría el dinero a mi esposa para abandonarla después, pero él... el hermano que recuerdo... no dudaría en hacerlo. Como ya le he dicho antes, Edmund y yo somos muy diferentes. Nuestras personalidades son tan distintas como parecido es nuestro aspecto.
Olivia no tenía nada que decir al respecto. No sabía si lograría diferenciarlos si estuvieran el uno junto al otro.
—Usted no lleva perfume —dijo ella en voz alta sin pensarlo mientras lo observaba.
Él pareció bastante sorprendido ante un comentario tan inesperado.
—Prefiero bañarme. Detesto las colonias.
—En la sociedad moderna actual —replicó ella con una sonrisa—, la gente ya no se pone perfume para ocultar los olores que puedan resultar ofensivos, Excelencia. La elección de un perfume por parte de un hombre dice mucho acerca de su personalidad y de su estilo, y el caballero lleva ese perfume para expresar esa parte de sí mismo.
El duque soltó un gruñido al escucharla.
—¿Acaso insinúa que carezco de estilo y de personalidad, milady?
—Por supuesto que no —le aseguró ella—. Lo que ocurre es que aún no ha encontrado la fragancia que encaja con usted.
Por primera vez, el duque de Durham le sonrió de verdad, y su aspecto, tan increíblemente apuesto y encantador, estuvo a punto de lograr que se derritiera en la silla.
—¿Usted ha encontrado la suya?
Olivia sintió que el sudor le cubría el cuello y el labio superior, y luchó contra el impulso de secárselo. ¿Por qué demonios ese hombre parecía tan... fresco?
—Utilizo muchas fragancias —replicó con tono neutro—. Por lo general uso una u otra según mi estado de ánimo.
—Sí, eso me parecía.
—¿Eso le parecía? —repitió, incapaz de idear una réplica más adecuada.
Él se encogió de hombros, como si el comentario no significara nada.
—Hoy huele diferente. —Su expresión se volvió seria una vez más cuando añadió—: Soy de lo más perceptivo cuando es necesario, lady Olivia.
Esa advertencia dio en el blanco y se produjo un incómodo silencio. Mantuvo la vista clavada en ella durante unos instantes, pero por suerte Olivia no perdió la compostura; se mantuvo erguida, aunque se ruborizó hasta las cejas al descubrir que él sabía cómo olía. Solo esperaba que el duque no notara también su bochorno... aun en el caso de que fuera tan perceptivo como afirmaba ser.
Finalmente, el hombre se frotó la barbilla con sus largos dedos y se puso en pie una vez más. Ella lo imitó con tanta delicadeza como pudo en semejantes circunstancias.
—Necesito ver las copias de sus documentos matrimoniales —dijo.
—Por supuesto; se las traeré.
El semblante masculino reflejó su sorpresa, y Olivia tuvo que reprimir una sonrisa satisfecha mientras se recogía las faldas y pasaba a su lado para dirigirse al pequeño secreter de roble que había junto a la ventana.
—Me encargué de que realizaran copias. Edmund tiene una de ellas. Pero este es el documento original, y necesito que me lo devuelta.
Levantó la vista para mirarlo y vio que sonreía con ironía.
—Parece que ha pensado usted en todo, lady Olivia.
—Así es —replicó ella de inmediato al tiempo que le ofrecía una pluma—. También necesito su firma, por si se diera el caso de que usted decidiera no devolvérmelo.
El duque dio unos pasos para acercarse a ella. Aunque se negó a apartar la mirada de la suya, Olivia no pudo evitar dar un paso atrás en esa ocasión, intimidada por su impresionante estatura y su pose autoritaria.
—Desde luego, lady Olivia —accedió con voz grave y sincera mientras estudiaba su rostro sonrojado.
Olivia intentó que no le temblaran las manos al entregarle la pluma.
—Habrá notado que el pliego de papel superior indica que le hago entrega de mi certificado de matrimonio y que debe devolvérmelo después del tiempo que estime necesario para examinarlo.
El hombre bajó la vista por fin hacia los papeles. A continuación, cogió la pluma que ella sostenía entre los dedos, la hundió en la tinta y firmó el documento.
—Gracias, Excelencia —dijo Olivia una vez que él volvió a colocar la pluma en el tintero.
—Ha sido un placer para mí satisfacer su petición, milady —replicó él con voz lánguida, erguido en toda su estatura una vez más y sin dejar de mirarla a los ojos.
Olivia no podía soportar más el agobiante calor del salón de lady Abethnot, o quizá fuera la sofocante presencia del duque. No importaba: por ese día, había terminado con él.
Se apresuró a recoger el documento y le entregó el certificado.
—Gracias, milord, por la rapidez con la que ha atendido este asunto —dijo con cordialidad.
—No hay por qué darlas —dijo él, sin añadir nada más.
Durante un desconcertante momento, ninguno de ellos realizó el menor movimiento. Después, Samson Carlisle inclinó la cabeza a un lado y preguntó:
—¿Cómo se considera, lady Olivia, inglesa o francesa?
Ella se echó hacia atrás, sorprendida, y enlazó los dedos a la espalda.
—Ambas cosas.
Él la miró a los ojos unos segundos más antes de asentir levemente.
—Por supuesto.
Olivia no sabía muy bien cómo tomarse eso, y él no le ofreció más explicaciones.
Se produjo otro incómodo momento de silencio antes de que el hombre se alejara un poco de ella e inclinara la cabeza una única vez.
—Me pondré en contacto con usted dentro de pocos días, milady, y discutiremos qué vamos a hacer con mi incorregible hermano.
—Muchas gracias, Excelencia.
La recorrió con la mirada una última vez, aunque, en opinión de Olivia, se detuvo durante demasiado tiempo en sus pechos. Ella no se movió.
—Que tenga un buen día, lady Olivia —dijo sin más antes de darse la vuelta y salir de la estancia.
Olivia seguía teniendo palpitaciones mucho después de escuchar cómo lady Abethnot cerraba la puerta principal. Después se dejó caer en el sofá sin pensar en las posibles arrugas que aparecerían en la falda de su vestido y se dedicó a contemplar la lluvia que caía al otro lado de la ventana con un único pensamiento en mente: «Este hombre puede llegar a ser mucho más peligroso que Edmund...».