CAPITULO 10

SAM no tenía ni idea de qué demonios le pasaba, aunque esperaba que el aire fresco de la calle le despejara la cabeza lo bastante para aclarárselo. Después de una semana en la que lo único que le había salvado del aburrimiento habían sido la vibrante personalidad de Olivia y su deseo de explicarle las operaciones rutinarias de Nivan (que no le interesaban ni lo más mínimo), estaba impaciente porque llegara esa noche y poder empezar a hacer algo de verdad, o al menos descubrir cualquier cosa que pudiera conducirlo hasta Edmund. Debería haber hablado con las personas que conocían a su hermano como el marido de la propietaria de Nivan, tanto social como profesionalmente, y evaluar sus reacciones y sus respuestas a la espera de cualquier tipo de desliz. Y no haberse dedicado a bailar. Detestaba bailar, y eso hacía que su deseo de compartir un vals con ella le resultara aún más sospechoso. En lugar de actuar de manera racional y aprovechar esa noche como era debido, hasta el momento se había comportado como un colegial caprichoso. Y habida cuenta de que tenía casi treinta y cinco años y de su vasta experiencia con las mujeres, eso era totalmente inaceptable. En ese momento tendría que estar dentro, charlando y relacionándose con los demás; puede que incluso debiera alejarse de Olivia durante buena parte de la noche para averiguar lo que pudiera sin interferencias, por más inocentes que fueran.

Sin embargo, debía admitir que la mujer de su hermano lo había dejado mudo de asombro en varias ocasiones durante las últimas horas. En primer lugar, cuando se plantó delante de él en su casa como la elegancia personificada y lo deslumbró con tan extraordinaria combinación de belleza y aplomo; después, cuando se había reído de algo que había dicho, como si disfrutara de veras de su compañía; y por último cuando había mencionado la idea de mordisquearle el cuello, provocándole una incontenible tormenta de emociones. Le había costado un esfuerzo enorme sacarse de la cabeza la imagen de Olivia acercándose a él, todavía mojada tras el baño perfumado, e invitándolo a saborear todas y cada una de las deliciosas curvas de ese cuerpo cálido y suave.

Con todo, lo que más lo había desconcertado había sido su forma de aferrarse a él mientras bailaban, lo bien que encajaba entre sus brazos y la mirada cargada de confusión y deseo que le había dirigido sin darse cuenta siquiera, o eso prefería pensar él. No lograba acostumbrarse a esa mujer inocente y seductora a un tiempo, sobre todo porque jamás había conocido a ninguna que no quisiera algo de él. Era posible que Olivia deseara, o más bien necesitara, su ayuda para encontrar a Edmund y salvar su negocio, pero estaba claro que la dama quería mantener una relación inocente y fraternal. No era de extrañar que se sintiera confusa.

La cálida brisa nocturna le acarició la piel y lo ayudó a relajarse, a asimilar esas nuevas apreciaciones, a volver a la realidad. En esos instantes ella caminaba en silencio a su lado, aunque se había detenido en un par de ocasiones para hablar con unas parejas conocidas que salían del salón. Sam había seguido su ejemplo y se había comportado tal y como lo habría hecho Edmund, y debía admitir que Olivia lo había ayudado bastante al decirle: «Recuerdas a monsieur Levesque, ¿verdad, querido?» o «Creo que cenamos en casa de madame Valois en septiembre, ¿no es así?», a lo que él había respondido con el falso encanto de Edmund: «Desde luego, madame Valois, y está tan adorable como siempre». Sí, no era un mal actor. Sólo habría deseado no tener que fingir que era el hermano que había arruinado su reputación y le había robado a su amante tantos años atrás. Además, en esos momentos tenía a Olivia colgada del brazo; a la esposa de Edmund, o eso creía ella. Por Dios, qué iba a hacer con ella...

—¿En qué estás pensando?

Le había hecho la pregunta en voz baja, pero la voz femenina penetró en sus reflexiones cuando ella se detuvo al borde de la terraza para mirarlo a la cara y se apartó un mechón de la frente con los dedos.

Sam se inclinó sobre la barandilla de hierro y apoyó los codos encima antes de enlazar las manos por delante y volver la cabeza para mirarla.

—Creo que soy un actor magnífico. Debería trabajar en el teatro.

Ella rió por lo bajo y se volvió un poco para contemplar también la colina llena de hierba y flores que se extendía hacia el este durante kilómetros, como si quisiera alcanzar la luna que comenzaba a alzarse en el cielo.

—De alguna extraña manera perversa resulta divertido, ¿verdad? Me refiero a lo de fingir que estamos casados para encontrar a tu hermano y recuperar mi herencia. —Respiró hondo y bajó la vista hasta la fuente iluminada por la luz de las antorchas que gorgoteaba justo por debajo de la terraza—. Es probable que debamos alternar más con la gente si queremos descubrir algo esta noche.

Sam pensó que ya habían descubierto muchas cosas, aunque ninguna de ellas relacionada con Edmund.

—Creo que estoy preparado para el desafío —aseguró al tiempo que se frotaba las palmas de las manos.

—¿De veras? —inquirió ella, aunque era más bien una pregunta retórica pronunciada con cierto toque de humor—. Aun así —prosiguió con tono amable—, me parece que no deberías abandonar Durham para vivir con una compañía itinerante de actores.

Sam se dio una palmada en el pecho con fingido desaliento.

—Eso ha dolido, señora mía. ¿Crees que no tengo el talento necesario?

—¡No, por Dios!, te sobra talento. —Lo miró de reojo con una sonrisa traviesa—. Lo que quiero decir es que está claro que tu... mayor destreza reside en otras cosas.

—Sí, eso es cierto —convino él, observándola con detenimiento.

Después de una breve pausa, Olivia se relajó y apartó la mirada, con lo que su rostro quedó medio oculto por las sombras.

—Creo que tu mayor destreza consiste en provocar a damas desprevenidas.

Tamaña agudeza lo intrigó tanto como lo sorprendió.

—Debo decirte, Olivia Shea, anteriormente Elmsboro, que jamás, en toda mi vida, he sido acusado de provocar a una mujer con zalamerías. Me han acusado de ser demasiado serio con ellas o de ignorarlas por completo. Pero jamás de provocador. —Se acercó muy despacio a ella, hasta que notó la falda del vestido contra las espinillas—. Así que supongo que a ese respecto eres la primera.

—¿La primera? —Olivia sonrió, pero se negó a mirarlo—. Lo dudo bastante, Sam. Estoy segura de que atraes a muchas mujeres, sin importar lo que digas o hagas. Tienes una personalidad demasiado carismática. Es en esa provocación donde reside tu mayor encanto.

Sam no lograba recordar una ocasión en la que un cumplido lo hubiese halagado tanto como ese, y ella lo había dicho como si no fuera más que una idea que se le había pasado por la cabeza.

—Edmund y yo no nos parecemos en nada —murmuró; sentía la imperiosa necesidad de enfatizar lo que ambos sabían con absoluta certeza.

Ella asintió y volvió la cabeza para mirarlo de nuevo con expresión pensativa.

—Sí, pero Edmund es como la mayoría de los caballeros: ostentosamente encantador cuando espera conseguir algún tipo de favor; jovial aun cuando no se siente de humor para serlo; y también halagador, pero no porque desee compartir su apreciación por algo, sino porque quiere algo a cambio. Lo triste es que todo eso es falso y egoísta. —Deslizó el dedo índice a lo largo de la barandilla—. Lo que más admiro de ti, Sam, es que eres honesto. Puede que seas serio hasta límites insospechables, pero eso en sí mismo resulta encantador, porque es genuino. Si hay damas que no lo entienden, que no perciben ese encanto especial que posees, ellas se lo pierden.

Su voz había tomado un cariz reflexivo, pero a Sam no le cabía duda de que ella hablaba en serio. No supo qué decir. A decir verdad, encontraba sus ideas de lo más halagüeñas. Ninguna otra mujer había conseguido jamás que se sintiera apreciado por lo que era.

Olivia permaneció callada durante un buen rato y él permaneció a su lado, compartiendo ese agradable silencio. La música del salón de baile llegaba hasta ellos desde las muchas ventanas abiertas y, de vez en cuando, se escuchaba una conversación animada o alguna carcajada a lo lejos. Sin embargo, ellos dos estaban prácticamente a solas, algo que él había previsto cuando eligió ese punto de la terraza, tan alejado de las puertas como permitía el decoro.

—Has preguntado por mi familia —dijo ella a la postre.

—Sí —replicó él.

Por extraño que pareciera, estaba disfrutando de la intimidad y de la disposición de Olivia a revelarle ciertas cosas.

—Bueno, veamos... —comenzó—. Soy hija única. Conocí a mi madre mucho mejor que a mi padre, aunque por aquel entonces no era más que una niña y supongo que él pensaría que no temamos muchas cosas de las que hablar.

Sam no se sentía sorprendido en absoluto, pero decidió no mencionarlo. Permaneció en silencio para permitir que continuara a su propio ritmo.

Olivia giró el abanico entre las manos sin dejar de mirarlo y esbozó una pequeña sonrisa mientras recordaba.

—Cuando mi padre murió, hace siete años, mi madre (francesa de nacimiento y con una enorme familia en este país) decidió que quería regresar a Francia. Casi de inmediato estábamos a bordo del barco que nos llevaba de vuelta a París. Poco después de nuestro regreso, conoció a monsieur Jean Francois Nivan.

—El propietario de la tienda.

Olivia asintió con la cabeza.

—Sí, el establecimiento había pertenecido a su familia durante tres generaciones. Era un buen hombre, un buen padrastro y un buen comerciante, y supongo que a mi madre le gustaba de verdad, aunque él casi le doblaba la edad y no gozaba de buena salud. Con todo, su matrimonio nos proporcionó estabilidad económica. A su muerte, mi madre se convirtió en la propietaria de Nivan, pero aunque a ella le gustaba el ambiente social que le proporcionaba la tienda, carecía de instinto para los negocios. Cuando murió hace un par de años, yo tomé el control del establecimiento, logré que volviera a ser rentable y popularizar su nombre en toda Francia. Esa es precisamente la razón por la que Eugenia compra solo nuestros productos, aunque creo que eso puede cambiar gracias a tu hermano.

—¿Cómo murió tu madre? —preguntó Sam un momento después.

Olivia suspiró con suavidad.

—A causa de una gripe muy fuerte. Al menos, eso fue lo que dijo su médico.

—Y te dejó sola.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado.

—No exactamente. Tengo familia aquí, aunque está diseminada por todo el país. —Frunció el ceño antes de añadir—: Mis parientes más cercanos son mi tía y los muchos primos de monsieur Nivan que viven y trabajan en Grasse, el lugar que se ha convertido en el centro mundial de la industria del perfume en los últimos años. Los veo de vez en cuando, ya que viajo hasta allí al menos dos veces al año para mantenerme al tanto de cuáles son las últimas esencias y las novedades dentro del negocio. —Bajó la voz hasta convertirla casi en un susurro—. Estaba utilizando parte del dinero de la herencia en crearnos un nombre, pero Edmund me arrebató esa posibilidad. Si te soy del todo sincera, Sam, cuanto más te conozco y comprendo las malignas y siniestras intenciones que tenía mi esposo para conmigo desde un principio, más difícil me resulta no odiarlo.

Al ver lo mucho que la habían herido los actos de cobardía de su hermano, Sam notó que el resentimiento que sentía hacia Edmund cobraba vida de nuevo. Cuanto más conocía a Olivia, más convencido estaba de que ella era inocente en todo aquello. La precaución lógica que guardaba con ella comenzaba a disiparse, que Dios lo ayudara.

—Supongo que también sentirás curiosidad por saber por qué permanezco al cargo del negocio, ¿verdad?

Sam no estaba pensando en eso en esos momentos, pero pasó por alto ese hecho.

—No es usual que una dama de tu riqueza y tu posición social sea... trabajadora, por decirlo de alguna manera.

Ella volvió a sonreír.

—El hermano de mi padrastro, Robert, era el beneficiario, y hasta el momento sigue siendo el dueño, aunque también vive en Grasse. Confía plenamente en mis capacidades y, puesto que adoro mi trabajo, me dedico en cuerpo y alma a mantener a Nivan entre las casas de perfume más importantes de toda Francia.

—Y esa reputación está en peligro a causa de tu matrimonio con Edmund —intervino Sam con voz suave.

Ella respiró hondo y alzó el rostro hacia el cielo mientras cerraba los ojos.

—Edmund jamás comprendió mi dedicación. Para él, Nivan no era más que un establecimiento que vende perfumes a damas consentidas. Pero pensaba eso porque nunca se molestó en tratar de entender el funcionamiento del mercado y porque, a buen seguro, jamás me entendió a mí. —Abrió los ojos una vez más y se volvió un poco para observarlo—. Nivan ha sido la única y verdadera alegría de mi vida. Mi mayor logro personal ha sido conocer todos y cada uno de los detalles de mi negocio, hasta las más pequeñas excentricidades de las dientas habituales, y utilizar esos conocimientos para dirigir la tienda con maestría. Nivan y yo somos famosos en todo el país por ser los mejores en lo que hacemos y en cómo lo hacemos. Ninguno de los éxitos que haya podido lograr en mi vida puede compararse con ese. Y mucho menos mi matrimonio, aunque debo confesar que en cierto momento albergaba esperanzas de lo contrario.

Sam se quedó callado; la admiraba por semejante capacidad de compromiso, aunque lo invadió una desagradable frustración al darse cuenta de que él nunca había dedicado tanto empeño a nada que no fuera dirigir su propiedad como era debido. Por primera vez desde que se conocieron, comprendió que tenía delante a una mujer extraordinaria. Jamás había conocido a nadie como ella. Edmund no solo había sido un imbécil por rechazar el regalo que le había tocado en suerte; también se había mostrado de lo más despiadado al robarle esa inocencia que, junto con su astuta personalidad, hacía de ella una mujer única.

—¿Olivia? —murmuró con tono ronco y suave.

Ella se irguió con decisión y enderezó los hombros al tiempo que aferraba el abanico.

—Siento haberme extendido tanto. ¿Quieres regresar al salón ya?

Sam sacudió la cabeza muy despacio antes de alargar el brazo y sujetarle la barbilla entre el índice y el pulgar.

Ella se puso tensa y abrió los ojos tanto que podía verse la luna reflejada en sus oscuras profundidades.

—Deberíamos hablar con los demás. No... no descubriremos mucho aquí solos.

Se quedó sin voz, y Sam habría jurado que temblaba un poco. Lo maravilló descubrir que, si bien parecía saber lo que iba a ocurrir y percibir el deseo que lo invadía, Olivia no hacía intento alguno por alejarse de él.

—Creo que estamos descubriendo muchas cosas —susurró con voz ronca.

Después, bajó la cabeza con agonizante lentitud y cubrió su boca con los labios.

Sam no sabía muy bien qué reacción debía esperar de ella, pero ambos comprendieron de inmediato que ese beso era muy diferente del primero que habían compartido en Inglaterra. En lugar de mostrarse sorprendida o tratar de liberarse, Olivia permaneció muy, muy quieta y dejó que él explorara sus labios con suavidad. Y Sam se tomó su tiempo, a sabiendas de que tendría que instigar su respuesta, de que tendría que esperar para abrazarla hasta que ella se diera cuenta de lo mucho que deseaba hacerlo.

Pasaron horas, o eso le pareció, hasta que Olivia comenzó a responder a la urgencia del beso. Cuando por fin empezó a sucumbir, Sam bajó poco a poco el brazo y le rodeó la espalda antes de extender la palma sobre su columna para estrecharla contra sí. Ella se apoyó contra su cuerpo y se entregó a las sensaciones mientras inclinaba la cabeza a un lado para devolverle el beso.

Y besaba como los ángeles. O quizá eso imaginaba él, ya que hacía una eternidad que no lo besaba una mujer que lo deseara tanto como él a ella. Podía escuchar los latidos de su propio corazón en las sienes y sentir lo rápido que le corría la sangre por las venas. También percibió la inseguridad que invadía a Olivia, incluso cuando dejó caer el abanico al suelo sin darse cuenta y alzó los brazos para rodearle el cuello.

Cada vez más confiado, apoyó la mano libre en su cintura. Olivia suspiró y enredó los dedos en su cabello para acariciarlo con suavidad. Sam sentía sus pechos aplastados contra el torso, y esa plenitud incrementaba su deseo de acariciarla, de hacerle saber el efecto que tenía en él, de mostrarle hasta dónde llegaba su necesidad. Le recorrió el labio superior con la lengua antes de volver a apretar su boca contra la de ella para exigirle más, para tentarla y saborearla.

Olivia dejó escapar un pequeño gemido y se dejó llevar, se entregó al momento mientras le acariciaba la cara con la palma de la mano y le recorría la mejilla con el pulgar. Sam siguió su ejemplo y la estrechó con fuerza antes de alzar una mano hasta su cabeza para enredar los dedos en la suavidad de su cabello; después, acercó la otra mano a la delicada curva de su pecho. No podía, no debía acariciarla allí todavía. Aún no. No hasta que ella dejara claro que lo necesitaba.

La respiración de Olivia se volvió tan rápida como la suya, acelerada por la creciente pasión que los embargaba, y Sam se permitió por fin separarse un poco para recorrer con los labios la suave piel de su barbilla, de su garganta y de la línea de la mandíbula. Ella jadeó entre sus brazos y le sujetó la cabeza al tiempo que alzaba el rostro hacia el cielo para proporcionarle un mejor acceso.

Su impaciencia quedó clara. De forma impulsiva, Sam elevó la mano para cubrirle el pecho por encima del vestido y notó el encaje dorado bajó la palma.

Olivia volvió a gemir, pero esa vez con un incuestionable deseo de que la tocaran, así que Sam buscó sus labios una vez más mientras introducía los dedos por debajo de la franja de encaje para cubrir la parte superior del suave montículo de carne. Ella ni siquiera pareció notarlo. Se aferraba a él, saboreándolo, y Sam la estrechó contra su torso. Sentía los músculos tensos y sabía que perdía el control, tanto de su cuerpo como de su mente, con cada segundo que pasaba.

Y entonces, antes de que pudiera comprender lo que ocurría, Olivia se apartó un poco y retiró el brazo de su cuello para sujetar la mano que le cubría el pecho.

Sam se vio obligado a echar mano de su fuerza de voluntad para apartar los dedos de esa suavidad prohibida; le daba vueltas la cabeza, le ardía la piel y su corazón martilleaba desaforado en el pecho. Tardó lo que le parecieron horas en darse cuenta de que ella había retrocedido un paso y que sujetaba su mano entre las suyas mientras le daba pequeños besos en los nudillos y recorría la yema de sus dedos con la mejilla y los labios.

Por fin, abrió los ojos para contemplarla y supo de inmediato que aquel sería un momento crucial en su vida. Ninguna mujer lo había tratado jamás con tanta ternura en mitad de un arrebato de deseo. Decir que se sentía desconcertado habría sido un eufemismo. Olivia temblaba, respiraba con tanta dificultad como él, y sin embargo lo acariciaba como si fuese algo hermoso y delicado, casi apreciado.

Muy despacio, mientras recuperaba el juicio, Sam cobró conciencia de dónde estaban, de la música y el alborozo que los rodeaban, del aroma de la cálida brisa nocturna mezclado con la tentadora fragancia de la piel femenina, que aún invadía sus sentidos.

Olivia seguía con los ojos cerrados, pero Sam casi podía percibir la intensidad del deseo que emanaba de ella. Con un rápido movimiento, extendió los brazos para sujetarla por los hombros y arrastrarla contra su cuerpo. La joven guardó silencio cuando la rodeó con un brazo para estrecharla y utilizó la otra mano para colocarle la cabeza bajo su cuello, a fin de que la mejilla descansara sobre su pecho.

Por Dios, debía de pasarle algo malo. Jamás se había mostrado tan protector con una mujer con la que solo había compartido un beso apasionado; jamás había sentido una necesidad tan acuciante de experimentar un placer que no le pertenecía. Esa mujer lo confundía y lo asombraba a un tiempo; se había entregado a él, pero no en un arrebato de lujuria, sino como una persona desesperada por sentir la pasión, por sentirse deseada. Todavía podía saborear la dulzura de los labios femeninos en los suyos; todavía le daba vueltas la cabeza al pensar en su piel, en su perfume, en esa atracción mutua que invadía la atmósfera que los rodeaba.

La abrazó hasta que notó que su respiración se normalizaba y dejaba de temblar, pero no pudo dejar de preguntarse con cierto fastidio y una pizca de desesperación qué habría ocurrido si hubieran estado lejos de allí.

—Creo que me ocurre algo extraño —dijo Olivia.

Ese comentario pronunciado con voz ronca mostraba una preocupación tan semejante a la suya que le llegó al alma.

—No te ocurre nada extraño, Livi —le aseguró en voz baja, sonriendo para sus adentros.

Olivia permaneció inmóvil unos segundos más, contemplando la noche a la luz de la luna. Él se inclinó hacia delante para darle un beso en la coronilla e inhalar ese perfume especiado de vainilla que siempre asociaría con ella y con su incomparable belleza. Al final, muy despacio, ella apoyó las palmas en su pecho y se apartó de él.

Sam permaneció erguido, con las manos a los costados, aunque no le quitó la vista de encima. Sin embargo, ella no se atrevía a mirarlo, de modo que le concedió unos momentos para que recuperara la compostura.

—Esto... esto no está bien —susurró Olivia. Tomó una profunda bocanada de aire antes de intentarlo de nuevo—. No ha estado bien, ha sido...

—Perfecto —terminó Sam.

Ella sacudió la cabeza y se cubrió la boca con los dedos.

—Estoy casada, Sam.

Él tragó saliva, enfurecido por la vergüenza que denotaba ese desesperado intento de convencerlo de algo que lo carcomía por dentro.

—Lo que tuviste con mi hermano jamás fue un matrimonio —le aseguró después de una larga pausa al tiempo que se metía las manos en los bolsillos del traje.

—Eso es irrelevante.

No tienes ni idea de lo que dices, pensó Sam para sus adentros.

—Tenemos trabajo que hacer, Olivia —dijo con una determinación que lo sorprendió incluso a él—. Hasta que encontremos a Edmund, nos tomaremos cada día como venga.

Por primera vez desde que se besaran, ella levantó los párpados y lo miró a la cara. Sam sintió que se le retorcían las entrañas al ver las lágrimas que trataba de ocultar con todas sus fuerzas. Por mucho que deseara abrazarla en esos momentos, por mucho que anhelara estrecharla entre sus brazos de nuevo y protegerla del dolor y la consternación que tanto él como su hermano le habían causado, no se atrevía a hacerlo. Esa atracción explosiva y poco convencional que sentían provocaba en ella emociones de lo más volátiles... y también en él.

—Todo saldrá bien —dijo en un intento por tranquilizarla al tiempo que le acariciaba la línea del nacimiento del pelo con la yema de los dedos—. Las cosas volverán a su lugar.

Ella se limitó a observarlo durante un buen rato con los ojos abiertos de par en par, preocupada. Después, irguió los hombros con decisión.

—Siento que haya ocurrido esto.

Sam esbozó una sonrisa irónica.

—No lo sientes, y yo tampoco. Ambos sabíamos que ocurriría tarde o temprano.

—No sucederá de nuevo.

Le entraron ganas de soltar una carcajada al escucharla.

—Como vos deseéis, milady —replicó en cambio.

Olivia lo miró de reojo.

—Aunque debo confesar que me ha gustado...

Sam no pudo creer que admitiera algo así. Y eso dio al traste con su esfuerzo por controlar la excitación que lo embargaba.

—A mí también. —Tanto su expresión como su voz se volvieron más serias—. Creo que nunca había disfrutado tanto de un beso. Y lo digo en serio, Livi.

Ella aspiró con fuerza.

—¿Por qué? —susurró con voz trémula.

No había esperado que le preguntara eso, y lo cierto era que no estaba preparado para responder. Con todo, la verdad salió a la luz por sus propios medios.

—Nunca he conocido a una mujer como tú. Eres única en todo lo que haces y lo que dices, y también cuando besas.

—Yo puedo decir exactamente lo mismo de ti, Sam —replicó en un murmullo, mirándolo con el asomo de una sonrisa en los labios—. Jamás he conocido a un hombre como tú.

—¿Ni siquiera Edmund? —preguntó sin poder evitarlo.

Olivia respondió con absoluta certeza.

—Edmund menos que nadie.

Lo inundó una arrolladora marea de sensaciones. Nadie lo había considerado diferente a su hermano. El hecho de que Olivia fuera la primera en hacerlo debía de ser la mayor ironía del mundo.

—Deberíamos regresar a la fiesta —dijo ella tras un largo suspiro.

—La fiesta puede irse al infierno.

Ella sonrió, y su sonrisa fue ensanchándose con cada instante que pasaba.

—Vaya, aquí estáis. ¿Cómo demonios habéis conseguido llegar hasta este lugar?

Olivia se apresuró a apartarse de él y se volvió hacia la oscura silueta de una mujer que los observaba desde la distancia. Pero a Sam fue esa voz lo que más lo desconcertó.

La voz de ella.

Notó cómo su sangre se convertía en un río helado que inundaba todo su cuerpo y lo dejaba petrificado. Lo envolvió una peculiar sensación de irrealidad que le provocó un sudor frío y su corazón comenzó a latir con fuerza dentro del pecho.

—Parece... que has dejado caer el abanico, querida.

Olivia se recuperó con rapidez.

—Vaya, es cierto. —Se agachó para recuperarlo—. Mi esposo y yo estábamos hablando, tía Claudette.

—Claro, claro... ¿Qué otra cosa podríais hacer aquí fuera? —replicó la otra mujer.

Fue entonces cuando se acercó a ellos, y la imagen que Sam había intentado desterrar de sus pensamientos, de sus recuerdos, de su pasado, regresó con fuerza para abofetearlo en pleno rostro.

Santa madre de Dios...

—Hace una noche preciosa, tía, y Edmund y yo...

—Estabais charlando a la luz de la luna. Sí, ya me lo has dicho. Qué enternecedor.

Sam no podía moverse. Se había quedado petrificado, reviviendo una pesadilla que acababa de empezar una vez más.

Claudette... Por el amor de Dios, Edmund, ¿qué es lo que has hecho?, se preguntó.

Olivia se acercó a ella, apoyó las manos en sus hombros y le dio un beso en cada mejilla.

—Me alegro mucho de verte —dijo con tono alegre—. Edmund, la condesa de Renier ha llegado.

Había mencionado el título de su tía en su beneficio, lo que le dio a entender que Olivia no tenía ni la menor idea de hasta dónde llegaba el engaño de su hermano.

Claudette volvió la cabeza en su dirección y Sam pudo sentir la intensa mirada de la mujer y la multitud de emociones que emanaba de ella, ninguna de ellas agradable.

Santa madre de Dios...

—Veo que has encontrado a tu marido —bromeó Claudette al tiempo que avanzaba para que la luna iluminara finalmente los rasgos de su rostro. Un instante más tarde, le cubrió las mejillas con las manos y le dio un rápido beso en la boca—. Edmund, querido, me alegro mucho de que hayas regresado a casa. Olivia te ha echado muchísimo de menos.

Por un brevísimo instante, Sam no supo qué hacer. Pero después su mente cobró vida y, por mucho que detestara hacerlo, se transformó en su hermano una vez más.

—Nos preocupaba un poco que no vinieras esta noche —comentó con una sonrisa diabólica—, pero luego comprendimos que nunca te perderías una fiesta como esta. —Hizo una pausa antes de añadir—: Olivia y yo te conocemos muy bien, ¿no es así, Claudette?

Ella lo miró a la cara y arrugó el ceño por un instante.

—Sí, desde luego.

Se produjo un momento de extrema incomodidad. La tensión era palpable, y amenazaba con igualar la rigidez de los músculos de su cuerpo. Sam apretó las manos hasta convertirlas en puños antes de estirar los dedos de nuevo. Olivia lo observaba, preocupada sin duda por su falta de diplomacia, pero ella no podía imaginarse lo difícil que le resultaba permanecer allí y no marcharse sin decir siquiera una palabra más. Por más vergonzosa que fuera la idea, era consciente de que aún no había descartado por completo que Olivia formara parte de la farsa que había presenciado hasta el momento. El hecho de que lo hubiera besado y de que lo deseara físicamente no significaba que no pudiera engañarlo. Había aprendido muy bien esa lección años atrás gracias a su embaucadora tía Claudette. Le costaba mucho creer que la intimidad que acababan de compartir fuera otra cosa que un genuino despliegue de sentimientos por parte de Olivia, pero quedaba la posibilidad de que ellos tres trataran de tomarlo por tonto... y de arrebatarle su dinero.

Con todo, si de verdad no era más que una persona inocente en manos de dos víboras, se merecía justicia, y no había nadie más adecuado para proporcionársela que el hermano del hombre que había planeado su ruina.

Se aclaró la garganta y asintió con la cabeza antes de ofrecerle el brazo a la mujer que lo había traicionado hacía tantos años.

—Bien, queridísima tía, ahora que has llegado para deleitarnos con tu adorable compañía, sería para mí un placer inenarrable que aceptaras bailar conmigo.

Sintió la mirada perpleja de Olivia sobre él, pero ese increíble giro de los acontecimientos lo había dejado tan aturdido que no se atrevió siquiera a mirarla. Y eso lo asustó más que ninguna otra cosa en el mundo.

Claudette sonrió con aire satisfecho ante la sugerencia y colocó una mano de uñas perfectas sobre la manga de la chaqueta.

—El placer será todo mío, queridísimo sobrino. —Mientras tiraba de su brazo para alejarlo de allí, añadió por encima del hombro—: Tal vez quieras utilizar este tiempo para refrescarte un poco, Olivia. Pareces algo cansada. Me llevaré de aquí a tu marido y lo mantendré entretenido durante un rato.

Con eso, Claudette, siempre dueña de la situación, lo guió por el sendero de la terraza hacia las puertas del salón de baile mientras Olivia los seguía a corta distancia, taladrándole la espalda con la mirada.