CAPITULO 20
IBA a ser una noche memorable. Olivia estaba sentada frente a Sam en el que debía de ser el carruaje más caro y lujoso en el que había viajado en toda su vida.
Había estado muy ocupado toda la semana, y ella supo en ese momento en qué había invertido el tiempo. Era obvio que había adquirido ese hermoso y enorme vehículo, con su escudo de armas pintado en dorado sobre las portezuelas lacadas en negro, para el baile de esa noche. El interior era increíblemente cómodo, con asientos tapizados en terciopelo rojo rubí, cortinillas para las ventanas y alfombras para el suelo.
También había encargado el espectacular traje a medida que lucía esa noche y que le daba un aspecto magnífico. Estaba confeccionado en seda negra italiana e iba acompañado de una camisa blanca, con el cuello y las solapas ribeteados en seda, y de un chaleco negro cruzado.
Ambos habían solicitado un baño antes de vestirse, ya que el servicio del hotel preparaba la bañera y el agua caliente en menos de una hora. Olivia había utilizado el jabón con esencia de vainilla que había comprado en Govance la semana anterior y después se había aplicado el agua de colonia especiada con base de vainilla en todo el cuerpo.
Tras cepillarse el cabello para secarlo, se lo había trenzado con una cadena dorada y una sarta de perlas y después se lo había recogido en la coronilla, dejando que unos cuantos mechones le rodearan el cuello y la cara para suavizar el efecto.
Después de ponerse la ropa interior y el ceñido corsé, que se abrochaba en la parte delantera y le alzaba los pechos, se atavió con el mismo vestido dorado que llevaba la noche que conoció a Sam. Era su mejor vestido de noche, con ese brillo despampanante, la cintura ajustada y el escote bajo que permitía una seductora vista de sus pechos. Había pedido a Sam que le abrochara los botones de la espalda sin pensárselo dos veces. Después de la tarde que habían compartido, no sintió la más mínima vergüenza al sentir su contacto o el beso que le dio en la nuca al terminar.
Abandonaron el hotel justo después de las siete y media, lo que les daba tiempo de sobra para llegar a las ocho en punto. Se habían puesto de acuerdo en los detalles, ya que ambos deseaban hacer su aparición cuando la mayoría de los invitados ya estuvieran allí, lo que les proporcionaría la oportunidad de mezclarse con la gente antes de que repararan en Sam. Y a decir verdad, Olivia quería llegar lo bastante tarde para que Edmund se cociera a fuego lento mientras aguardaba a verla llegar con su marido.
Sam, que en esos momentos iba sentado frente a ella, tenía un aspecto sofisticado y espectacular, y estaba mucho más apuesto de lo que lo había visto jamás. Después del baño y el afeitado, se había peinado el cabello hacia atrás e incluso se había puesto un toque de colonia... no porque le gustara, sino porque se trataba de la mezcla única que ella había elegido y creado para él.
Olivia había comenzado a ponerse nerviosa en cuanto vio el carruaje y Sam la ayudó a subir. En ese instante, cuando ya estaban a punto de llegar a la propiedad, apenas podía contenerse. Habían hablado muy poco durante el trayecto. Sam estaba absorto en sus cavilaciones sobre la noche que tenían por delante, aunque parecía hacerle gracia su inquietud y había comentado algo sobre que no debería retorcer el abanico de marfil sobre el regazo.
El carruaje aminoró la velocidad para detenerse detrás de la fila de vehículos, tanto privados como de alquiler. La casa estaba tan iluminada como la noche anterior, aunque de un modo incluso más espectacular, si eso era posible.
Impaciente, Olivia se inclinó hacia delante para echar un vistazo por la ventanilla mientras aferraba con la mano la delgada cadena del ridículo bordado en oro.
—¿Estás preparada para esto? —preguntó Sam en voz baja, rompiendo el silencio.
Ella lo miró y sonrió.
—Jamás he deseado tanto asistir a un baile en toda mi vida.
Pudo ver que él le devolvía la sonrisa gracias a la iluminación de la mansión, que en esos momentos se reflejaba en su cara.
—Estás arrebatadora —murmuró.
Olivia estuvo a punto de derretirse sobre el asiento mientras lo observaba con absoluta adoración.
—Tú también, Excelencia.
Los labios masculinos se curvaron en una mueca burlona.
—Además, hueles muy bien.
—Es una fragancia especiada con base de vainilla, una nueva adquisición de Govance.
—Así que compras en la competencia, ¿eh? —bromeó él.
En una decisión totalmente desconcertante por su parte, Olivia bajó la voz hasta convertirla en un susurro y se inclinó hacia él para preguntarle:
—¿Te gustaría conocer uno de los secretos de seducción de los perfumistas?
Sam enarcó las cejas, interesado.
—¿Ahora?
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Cierto, por qué no... —repitió él con ironía.
—A lo largo de los años —comenzó con tono travieso— muchas grandes seductoras han utilizado una única fragancia embriagadora, exótica y almizclada para... atraer a los caballeros que querían ver en su cama.
Sam se quedó boquiabierto, pero no dijo nada; se limitó a mirarla.
Olivia se echó hacia delante en el asiento para colocarse justo al borde.
—Introducían los dedos en su entrepierna para recoger el flujo que humedecía su sexo —explicó en un susurro ronco sin dejar de sonreír— y después se lo aplicaban detrás de las orejas, en la garganta y entre los pechos, lugares en los que los hombres suelen fijarse bastante. —Se enderezó un poco—. La esencia del almizcle siempre ha sido una de las preferidas por el género masculino. Y, como es natural, a los maridos les encanta, ya que no les cuesta ni un penique.
Lo había dejado desconcertado y eso le provocó una carcajada. Sam meneó la cabeza muy despacio.
—Livi, amor, has puesto mi mundo patas arriba.
El carruaje se detuvo en ese preciso instante y, justo cuando uno de los lacayos quitaba el seguro de la portezuela, Olivia se inclinó hacia delante para darle un rápido beso en la boca.
—Para desearte suerte, cariño.
Después, aceptó la mano que le ofrecía el criado y se apeó del magnífico vehículo.
Subieron juntos los escalones que conducían a la enorme puerta principal detrás de otros invitados cuyos carruajes habían precedido al suyo. Iban agarrados del brazo y Olivia se aferraba a él con más fuerza de la que la situación requería. Sam parecía calmado, aunque ahora que lo conocía lo bastante bien para poder identificar cada una de sus expresiones faciales y sus movimientos, sabía sin la menor duda que la emoción lo invadía.
Los criados solo se fijaron en ellos por un breve instante cuando se adentraron en el vestíbulo junto con otros invitados. La mayoría de los asistentes recién llegados aún no conocían al prometido de Brigitte, de modo que no les prestaron más atención de lo que habrían hecho en circunstancias normales, a pesar de que Sam y ella, con sus magníficos y costosos atuendos, formaban una pareja de lo más llamativa.
En lugar de girar de inmediato hacia la izquierda para dirigirse al salón, tal y como ella había hecho la noche anterior, caminaron muy despacio hacia un amplio corredor que conducía a la parte trasera de la propiedad.
El personal de servicio de los Marcotte había decorado la casa de manera espléndida para esa noche: velas encendidas por todas partes y flores recién cortadas en coloridos jarrones de importación ubicados en todas las superficies disponibles. La fragancia de las flores se mezclaba con los distintos perfumes, el humo de los cigarros y el aroma de los deliciosos alimentos del salón de baile situado justo delante de ellos.
Sam mantenía la vista clavada al frente y justo cuando llegaron a la entrada, Olivia le apretó el brazo con suavidad. Él bajó la mirada y sonrió de una manera que la calmó y la reconfortó al instante. Ella le devolvió una sonrisa de cosecha propia; no la sonrisa de excitación que tenía momentos antes, sino una que revelaba un entendimiento total y la esperanza de que esa noche fuera tan solo un presagio de las cosas maravillosas que estaban por llegar.
Luego, por fin, se adentraron en el salón de baile, iluminado por un millar de velas que se reflejaban en los enormes espejos situados en las paredes y en los intrincados grabados de oropel que cubrían el elevado techo. Los criados, ataviados con libreas de color carmesí, se abrían paso entre el gentío con bandejas doradas llenas de copas altas de champán y entremeses. El sexteto de la orquesta situado en el extremo noroccidental de la sala tocaba una gavota mientras un montón de coloridas faldas giraban alrededor de la pista al compás de la música.
A Olivia le encantaban las fiestas, y el hecho de poder contemplar tanta belleza acompañada por el hombre de sus sueños convertía aquella en una ocasión mágica.
Sam comenzó a dirigirse hacia la derecha para rodear a un grupo de invitados cuyas voces y risas se escuchaban por encima del estrépito.
—¿Vamos a bailar? —preguntó ella con la esperanza de que él le respondiera que sí, ya que una vez que la familia los descubriera, la alegría de la noche llegaría a su fin y comenzaría el drama.
Él agachó la cabeza para que pudiera escucharlo.
—No hasta que toquen un vals. Detesto bailar, y me niego a sufrir cualquier otra pieza.
Olivia echó los hombros hacia delante, de manera que a él no le quedara más remedio que mirarla.
—¿Detestas bailar? —inquirió, sorprendida.
Sam esbozó una sonrisa burlona.
—Solo hay una cosa que deteste más: ir a la ópera.
Ella se echó a reír.
—En ese caso jamás te haré sufrir obligándote a asistir a ninguna que no sea La flauta mágica. Me encanta La flauta mágica.
Sam resopló.
—Creo que podré mantenerme despierto en una obra de Mozart. Por lo menos durante el primer acto.
—Aaah... será un placer verte sufrir para complacerme —bromeó ella al tiempo que le apretaba el brazo.
—Soportaría cualquier sufrimiento por ti, Olivia —admitió él, que volvió a dirigir su mirada vigilante hacia la multitud.
Lo había dicho en un tono casual, como si no fuese más que una idea que se le había pasado por la cabeza, pero el significado de esas palabras llenó el corazón de Olivia de una extraordinaria e inexplicable felicidad. Fue entonces cuando comenzó el vals y, sin decir palabra, Sam la condujo directamente hacia la pista de baile.
Olivia disfrutó del momento y pensó en lo mucho que le recordaba a la primera vez que bailaron en Londres, cuando iba ataviada con ese mismo vestido y contemplaba con furia los hermosos ojos del hombre que la acompañaba porque creía que era Edmund. En este instante solo veía a Sam, un individuo distinto a cualquier otro, con sus propios anhelos, temores y sueños.
Le dedicó una sonrisa mientras la hacía girar con una maestría que desafiaba su impresionante estatura o su afirmación de que detestaba bailar. Era un bailarín maravilloso.
—Quiero contarte algo que jamás te he dicho antes —confesó Olivia sin dejar de mirarlo a los ojos.
Sam frunció el ceño por un momento y después, en lugar de sonreír, tomarle el pelo o mostrar un poco de curiosidad, compuso una expresión solemne y su mirada tomó una intensidad que Olivia no creía haber apreciado nunca antes.
—Adelante —solicitó con voz seria y grave, apenas audible por encima de la música.
—Ya te conozco casi tanto como a Edmund —dijo con voz trémula—. Y deseo con toda mi alma que sepas que no os parecéis en nada. Eres un hombre maravilloso. —Respiró hondo para reunir coraje—. Si ambos estuvieseis al lado, llevarais la misma ropa, el mismo peinado y tuvieseis la misma expresión, te reconocería con los ojos cerrados, con solo tocarte la cara.
Él se limitó a observarla durante unos instantes. Sus rasgos revelaban una miríada de emociones y sus pasos se hicieron más lentos a medida que el significado de las palabras penetraba en su cerebro.
Sam tragó saliva con fuerza y apretó la mandíbula mientras le rodeaba la cintura con el brazo y oprimía el torso contra sus pechos para acercarla tanto como le fuera posible. Después apoyó la frente sobre la de ella.
—Olivia...
Su voz, el sonido de su nombre en sus labios, la envolvieron como una súplica de toda una vida de sueños.
Cerró los ojos y disfrutó del baile, a sabiendas de que este se había convertido en bamboleo de un solo corazón, de un alma compartida.
—Te amo —susurró Olivia.
Sam se estremeció antes de responder en un murmullo ronco y maravillado:
—Yo también te amo.
Olivia sabía que nada en su vida podría compararse al momento que estaba compartiendo con él, a la asombrosa y exquisita felicidad que le había llenado el corazón al oírle repetir esas palabras con absoluta sinceridad. Recordaría siempre que las había pronunciado mientras la estrechaba en una hermosa habitación llena de gente, mientras la hacía girar al compás de la música de un millar de ángeles que cantaban solo para ellos una oda al triunfo de la felicidad eterna.
Deseaba besarlo, huir con él a una tierra exótica y no regresar jamás, no mirar nunca atrás. Estar con él así para siempre.
Las lágrimas humedecieron sus pestañas cuando sintió que apartaba la frente de la de ella y le daba un suave beso en la frente; un beso que se demoró un par de segundos más de lo necesario.
Olivia alzó la mirada y descubrió la adoración que brillaba en sus ojos oscuros y la sonrisa que elevaba una de las comisuras de sus labios.
De pronto, Sam clavó la mirada en algún lugar por encima de su cabeza y ella pudo ver cómo se transfiguraba su expresión. La sonrisa desapareció de su semblante a medida que sus rasgos se endurecían y sus ojos se entrecerraban.
En ese instante se dio cuenta de que todo había cambiado a su alrededor. La música seguía sonando, pero ya no era un vals, y aquellos que habían bailado en torno a ellos formaban ahora un círculo. Todos los miraban sin dejar de susurrar.
Olivia era consciente de la imagen que debían de presentar, abrazados de una manera indecorosa, como dos amantes perdidos en su propio y diminuto universo.
Notó que Sam la soltaba y colocaba las manos en la parte superior de sus brazos para alejarla un poco. Su rostro se tiñó de un intenso rubor debido a la súbita e intensa vergüenza.
—Ha llegado el momento —susurró Sam.
Fue entonces cuando comprendió que todos tenían la vista clavada en él.
El drama había comenzado.