CAPITULO 08
NORMAND guardaba un secreto. Un secreto maravilloso. Un secreto muy, muy importante y potencialmente lucrativo. Y sería de lo más divertido fastidiar a la condesa con él... Solo fastidiarla, por supuesto, ya que no deseaba desvelarlo todo y permitir que tuviera más control sobre toda aquella estratagema del que ya tenía. Quería ser él quien estuviera al mando, para variar. Y, mon Dieu, la información le había caído encima como llovida del cielo.
Tras esbozar la primera sonrisa genuina en muchas semanas, Normand tiró del cordel de la campanilla de la suite de la condesa Renier, situada en el último piso del hotel Emperatriz. Se alojaba allí solamente cuando visitaba París y, hasta donde él sabía, aún no había regresado al campo desde la última vez que habló con ella, hacía más de tres semanas.
Segundos después, la puerta se abrió con un crujido y su mayordomo, Rene, lo invitó a entrar con un gesto formal del brazo.
—Madame se encuentra en el tocador, monsieur Paquette, pero estoy seguro de que lo recibirá si la espera.
¿Si la esperaba? Esperaría allí hasta el segundo advenimiento de Cristo si hacía falta para poder ver la expresión de su rostro cuando le contara lo que sabía. La vida no podría darle una satisfacción mayor que esa.
—La esperaré —le informó con insolencia al hombre alto y canoso—. Y me gustaría tomar un café.
—Desde luego —replicó Rene de manera educada—. Por aquí.
Normand siguió al corpulento mayordomo hasta la sala de estar de la condesa, una estancia saturada que ella había adornado con un alarde de brillantes tonos rosados y rosas rojas. Aunque la condesa aún conservaba su belleza después de tantos años y se cuidaba mucho para mantener ese aire de sofisticación y elegancia en todo lo que hacía y lucía, a Normand le provocaban náuseas los lugares en los que vivía, tanto en París como en el campo, siempre que se veía obligado a sentarse con ella para cotillear en medio de toda aquella esplendorosa estridencia.
Ese día, la dama había dejado las ventanas entreabiertas para permitir la entrada de la brisa y había colocado rosas rojas en un jarrón de cristal sobre la mesita de té, así que era evidente que esperaba recibir visitas. Los muebles se aglomeraban en la pequeña sala, ya que la condesa había añadido un nuevo canapé rosa tapizado de terciopelo desde que él la visitara por última vez. Era algo del todo innecesario, en su opinión, y sin duda pretendía hacer juego con el enorme sofá que ocupaba el centro de la habitación y cuyo tapizado estaba compuesto por las rosas rojas más grandes y horrorosas que había visto jamás. Distintos paisajes florales ocupaban casi el total del espacio disponible en las paredes, todos enmarcados en el mismo tono rosa que las gruesas borlas que sujetaban las cortinas de terciopelo rojo. Y todo el conjunto se hallaba sobre un kilómetro al menos de gruesa alfombra rosa.
Como de costumbre, Normand tomó asiento en uno de los sillones tapizados a rayas rosas y blancas que había frente al sofá y comenzó a tamborilear con los dedos en un gesto de impaciencia. Rene regresó pasados un par de minutos y depositó una bandeja plateada frente a él, en la mesita de té, antes de coger el recipiente de porcelana y servir su hirviente contenido en una de las dos tazas de color rosa; luego, con una rígida reverencia, abandonó la sala. Normand añadió azúcar y leche a su gusto. Sabía con certeza que la condesa lo haría esperar; siempre lo hacía. La mujer jamás se levantaba antes del mediodía y pasaba casi dos horas en el tocador, un hecho que Normand conocía porque en una ocasión había tenido la audacia de visitarla a las once y había sido informado bruscamente de que la señora estaba dormida y de que jamás recibía visitas antes de las tres.
Bueno, ese día había llegado bastante antes de las tres, ya que desde que comenzaron a trabajar juntos (si uno podía utilizar esa palabra para describir su peculiar colaboración) le habían otorgado privilegios de los que otros no gozaban, sobre todo cuando disponía de información vital, como era el caso.
Sin embargo, esa tarde estaba esperando más de lo habitual. Tras considerar la idea de tomarse una tercera taza de café y decidirse a no hacerlo, ya que pedir permiso para utilizar su cuarto de baño privado sería un motivo de vergüenza, se metió la mano en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y sacó el reloj dorado que le había regalado su abuela. La una y media. Llevaba allí casi cuarenta y cinco minutos. Se sentía de lo más irritado, pero llegó a la conclusión de que la encantadora condesa se reprendería por haberlo hecho esperar cuando descubriera la importancia crucial de su visita. Normand tuvo que reprimir el impulso de frotarse las manos a causa del regocijo.
Por fin se escucharon pasos en el pasillo que había a su espalda. Normand dejó la taza y el platillo sobre la bandeja y se puso en pie de inmediato antes de volverse hacia la entrada. Se estiró la chaqueta del traje justo en el momento en que Rene entró en la sala de estar y anunció en tono formal a la condesa, como si el invitado fuera un maldito dignatario y no un simple vendedor de perfumes. Aunque había que admitir, se dijo con orgullo, que nadie que frecuentara la tienda describiría Nivan y su establecimiento como simples.
Enlazó las sudorosas manos a la espalda, irguió los hombros con aplomo y compuso una expresión seria y agradable mientras la condesa de Renier entraba en la estancia como si flotara en una ráfaga de aire cálido y perfumado, con su habitual sonrisa arrogante plantada en esos labios pintados de rojo. A decir verdad, estaba tan hermosa como siempre: ataviada, maquillada y perfumada de la manera apropiada para recibir una visita en una tarde primaveral.
Normand entrechocó los talones, concentrado en su propia pose, en su expresión y, sobre todo, en mantener las manos unidas tras la espalda para no molestarla; la condesa le había explicado la última vez que estuvieron juntos que él hablaba demasiado con las manos. Por lo general, Normand detestaba a esa mujer, sobre todo por ese aire de superioridad con el que lo trataba. Sin embargo, era ella quien llevaba las riendas de su inusual relación, y no había podido hacer nada para cambiarlo. Al menos hasta ese momento.
—Normand —lo saludó la dama, que inclinó la cabeza mientras se acercaba a su lado con expresión agradable.
Él le hizo una reverencia y después tomó la mano suave y de manicura perfecta que le ofrecían para llevársela a los labios.
—Madame comtesse, esta tarde está deslumbrante, como de costumbre.
—Merci —replicó ella ladeando la cabeza.
Normand se apartó.
—Traigo noticias.
—¿De veras? En ese caso, siéntese, siéntese.
Le señaló el sillón a fin de darle permiso para volver a tomar asiento.
Normand se acomodó de nuevo, aunque permaneció erguido y con los hombros tensos a causa de la anticipación.
La condesa siguió su ejemplo y se sentó con elegancia en el sofá que había enfrente. Se alisó las amplias faldas de seda del vestido hasta que quedaron perfectamente situadas alrededor de sus tobillos y después enlazó las manos sobre el regazo para prestarle toda su atención.
—Bien, mi queridísimo Normand —dijo con un exagerado suspiro—, ¿cuáles son esas... noticias que tiene para mí?
Gracias a un riguroso autocontrol, Normand consiguió esbozar una sonrisa distinguida y mantenerse callado el tiempo necesario para aclararse las ideas... y ser él quien la hiciera esperar por una vez.
—Esta mañana he tenido una conversación de lo más interesante con monsieur Carlisle, en Nivan.
Durante algunos segundos, la dama pareció confusa y sus perfiladas cejas se unieron brevemente. Luego se relajó contra el respaldo del sofá y alzó la barbilla en un pequeño gesto de beligerancia.
—Se equivoca. Edmund está en Grasse —replicó ella con un tono autoritario algo más frío—. Recibí una carta suya hace tan solo tres días, y no decía nada de regresar. Al menos, no tan pronto.
Normand no había pensado en eso, y casi se dio de patadas por no haber considerado siquiera la posibilidad de que ellos dos mantuvieran una comunicación constante. Aun así, podía sacar ventaja de aquello si ella llegaba a sospechar de las intenciones de su querido Edmund.
Se reclinó en el asiento, tal y como había hecho la condesa, y descansó los codos en los brazos del sillón antes de entrelazar los dedos por delante del abdomen.
—Disculpe, madame, pero no estoy equivocado. Edmund está aquí, en París, en Nivan. Regresó ayer, con Olivia. —Hizo una pausa con la única intención de enfatizar sus palabras y después se encogió de hombros para añadir—: Es evidente que ha dado con él.
—¿Y qué? —le espetó la condesa de inmediato—. ¿Lo ha obligado a regresar con ella?
—No tengo la menor idea —dijo.
Y era cierto. Pero sabía, o al menos sospechaba, que había algo más relacionado con el regreso del hombre, algo que no le mencionaría a la mujer que estaba sentada frente a él. Guardarse ciertas cosas le proporcionaría una ventaja que sin duda podría utilizar en un futuro próximo.
Era evidente que ella trataba de asimilar la información, debatiéndose entre varias posibilidades: la de creer o no en su palabra; la de echarlo de allí de inmediato o indagar en busca de respuestas. No sabía si marcharse de allí al instante para ir en busca de Edmund, pillarlo desprevenido y coserlo a preguntas sobre su inesperado regreso con Olivia o tomarse su tiempo para reflexionar sobre las opciones que tenía y pensarse bien las cosas, como haría una dama inteligente y culta que no se sintiera en absoluto intimidada.
Como era de esperar, ganó la buena educación.
—Bien, ¿y qué le dijo? —inquirió unos instantes después.
Normand dejó escapar un largo suspiro, casi alborozado ante la posibilidad de desordenarle las plumas a la condesa.
—Muy poco. Apenas pasé cinco minutos con la feliz pareja en la tienda esta mañana, mientras monsieur Carlisle elegía un nuevo perfume para esta primavera.
Ella sonrió con ironía.
—¿Feliz?
Esa era la pregunta que esperaba. Frunció el ceño deliberadamente y asintió.
—En realidad, ahora que lo pienso, yo no diría que parecieran exactamente felices —comentó con tono pensativo—. Más bien... —Alzó la mirada un momento hasta el techo dorado y vulgar antes de volver a clavarla en ella—. Parecía que hubieran llegado a una especie de... nuevo acuerdo entre ellos. O quizá para ellos.
Era obvio que la condesa no tenía ni idea de lo que quería decir.
—Un acuerdo —repitió, mirándolo como tuviera un cerebro de mosquito y no supiera explicarse con claridad.
Normand sabía que disfrutaría recordando ese momento el resto de su vida.
—Algo ha cambiado entre ellos. No podían quitarse los ojos de encima. —Se lamió los labios y añadió con mordacidad—: O, para ser más preciso, él no podía apartar los ojos de ella.
La condesa no se movió, no cambió su expresión, ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirarlo en absoluto silencio mientras pasaban los minutos. Normand aguardó sin saber muy bien qué reacción debía esperar; no obstante, sabía que ella había digerido y procesado la información, todas sus posibles facetas e implicaciones.
—Me pareció que usted debía saberlo —dijo con voz grave y seria.
Por fin, la condesa respiró hondo y sus labios rojos esbozaron una sonrisa, aunque Normand sabía que era falsa por la rigidez de su mandíbula... y por el hecho de que su mirada seguía siendo dura, implacable y calculadora.
—Por más interesante que sea esta noticia, Normand, me cuesta mucho trabajo creer que la pequeña y adorable Olivia, si bien es muy hermosa, haya logrado atrapar el interés de Edmund. Si no lo consiguió antes de la boda, ¿por qué iba a hacerlo ahora? —Sacudió la cabeza como si quisiera convencerse a sí misma de lo absurda que era semejante posibilidad—. No, lo que usted... sugiere es imposible.
Normand enfrentó las yemas de los dedos de ambas manos y asintió con la cabeza.
—Me consta que tiene usted razón, madame comtesse.
—Por supuesto que tengo razón —replicó ella con una exasperación evidente bajo sus secos modales.
—Con todo... —continuó Normand—, pasaron la noche juntos en su casa.
Eso la enfureció; Normand pudo ver cómo se contenía a fuerza de autocontrol y cómo su rostro, perfectamente empolvado, se ruborizaba hasta las raíces de su brillante y trenzado cabello rubio. Aun así, no podía estar seguro de si ese súbito arranque de furia se debía a la delicada información que le había proporcionado o al hecho de que hubiera tenido la audacia de decirle algo así a sabiendas de lo que ella sentía por Edmund. De cualquier forma, la reacción de la dama lo complació en extremo, y eso era suficiente.
—No soy ninguna estúpida, Normand —le dijo ella a modo de advertencia, desafiándolo con la mirada.
Él se llevó la mano al pecho y compuso una falsa expresión de consternación.
—Jamás se me ocurriría pensar tal cosa. Solo he venido para contarle lo que sabía.
—Y es obvio que no es mucho.
Un comentario de lo más ridículo, ya que había ido a verla con lo que ambos sabían que eran noticias extraordinarias. Sin embargo, haciendo gala de su acostumbrada sagacidad, Normand se mordió la lengua y dejó pasar esa grosera observación.
La condesa cogió la jarra de porcelana para servirse una taza de café, que ya debía de estar frío. Normand vio cómo añadía dos cucharaditas de azúcar y habría podido jurar que le temblaban las manos. Ver a la condesa de Renier nerviosa era toda una novedad, y una experiencia de lo más satisfactoria.
—Bien, ¿y qué cree que debemos hacer al respecto? —preguntó la dama segundos más tarde.
Esa pregunta lo sorprendió. La condesa tenía por costumbre no solicitar jamás su opinión sobre cualquier cosa que no estuviera relacionada con una nueva fragancia para sus saquitos. Y no recordaba ninguna ocasión en la que le hubiera pedido consejo. En ese preciso instante, Normand fue consciente de lo alarmada que se sentía la dama.
Se inclinó hacia delante en el sillón y enlazó las manos antes de apoyar los codos en las rodillas.
—Yo diría, madame comtesse, que si él ha venido aquí sin que usted lo sepa es que oculta algo.
—Tonterías —espetó ella antes de dejar la taza y el platillo sobre la bandeja con tal descuido que se produjo un estrépito.
—De cualquier forma, él está aquí con su esposa, quien al parecer sigue creyendo que están casados de verdad, y usted no ha sido informada de ello. —Se calló de nuevo para estudiar su reacción con detenimiento—. Algo anda mal.
La condesa tragó saliva con fuerza y cogió de nuevo su taza, aunque no bebió.
—Sabemos que fue a buscarlo —continuó Normand en voz más baja—. ¿No se le ocurrió pensar que podría buscarlo en Grasse?
—Por supuesto que sí —señaló la dama, que frunció el ceño al bajar la mirada para observar el contenido de la taza antes de deslizar el pulgar por el borde del platillo—. Pero jamás imaginé que Edmund respondería a su súbita e inesperada aparición siguiéndola de vuelta hasta aquí. ¿Por qué iba a hacer algo así?
Era el comentario más sincero y franco que había expresado delante de él. Era evidente que en su mente bullían muchas posibilidades y que ninguna de ellas era positiva; en caso contrario, habría mantenido la pose de sofisticado cinismo mucho mejor que en esos momentos.
—La verdad es que no lo sé —respondió él al tiempo que se frotaba las palmas—. Pero creo que deberíamos averiguar por qué no se ha puesto en contacto con usted. Podría haber una buena razón...
—Estoy segura de que la hay —interrumpió ella, que recuperó el aire distinguido de inmediato—. Pero no quiero que usted le diga nada. De momento.
—Desde luego —accedió Normand con una sonrisa—. Ni siquiera le hice saber que encontraba algo extraño en su regreso, y él no me dio razón alguna para cuestionar sus intenciones.
—Por supuesto que no. Es demasiado inteligente para eso —replicó la condesa al tiempo que depositaba la taza de café frío sobre la bandeja una vez más.
Normand se esforzó por no mostrar la intensa furia que lo había invadido de repente ante la calculada insinuación de la dama sobre su inteligencia... o más bien, sobre su intuición, que funcionaba tan bien como siempre. Y algún día, de algún modo, la utilizaría contra ella. Sin embargo, por desgracia, ese día no llegaría demasiado pronto.
—Creo que debería verlos juntos —señaló con un nudo en la garganta—. Ver qué dice Edmund cuando ella está a su lado y cómo reacciona Olivia ante él. De esa manera descubrirá más cosas que enviándole un mensaje para reunirse con él en privado.
La condesa respiró lo bastante hondo para alzar los hombros y llenar su busto; después sonrió de nuevo y recuperó su pose arrogante como si jamás hubiera albergado la menor duda con respecto a nada.
—Ya había pensado en eso, Normand —explicó mientras deslizaba la yema de los dedos por la cintura del vestido—. El sábado por la noche acudiré a la fiesta de compromiso de la comtesse Brillon. Olivia estará allí, y si su «marido» se encuentra en la ciudad, seguro que la acompaña.
Normand sabía que eso era cierto. La condesa de Brillon era una de las más ricas y devotas dientas de Nivan. Olivia recibiría una invitación y, puesto que había vuelto a la ciudad, asistiría sin lugar a dudas.
—Pero seguro que ella espera verla a usted allí, y lo mismo puede decirse de Edmund —sugirió con pies de plomo.
La dama sonrió de oreja a oreja.
—¿Qué podría hacer o decir Edmund delante de una multitud de personas? —Se encogió de hombros y sacudió la mano en un gesto que pretendía descartar sus preocupaciones—. No puede esconderse de mí para siempre. Y si no asistieran, yo tendría la seguridad de que algo anda mal. No puedo sacar conclusiones precipitadas acerca de este nuevo... giro de los acontecimientos basándome únicamente en su palabra y su buen juicio.
La mujer tenía razón, como de costumbre, y Normand sintió un nuevo ramalazo de furia. Zorra condescendiente...
La condesa se puso en pie de repente en una clara señal de despedida, y a Normand no le quedó más remedio que seguir su ejemplo; aunque, por extraño que pareciera, no pudo evitar fijarse en que su vestido verde lima parecía desentonar en extremo en una habitación llena de tonos rosas y rosas rojas. No habría sido capaz de crear una mezcla de esencias apropiada para ella en ese momento ni aunque su vida hubiera dependido de ello.
—Debería marcharme ya —dijo con una sonrisa educada.
—Desde luego, querido Normand.
Bajó la vista hasta el servicio de café y se frotó la mejilla con la palma de la mano, vacilante por primera vez esa tarde; con todo, al final decidió que esa mujer ya lo había enfurecido lo suficiente. Le daría un poco de su propia medicina.
—¿Sabe? —dijo en voz baja—, siempre existe la posibilidad de que Edmund haya conseguido el dinero de alguna forma y que crea que la Casa de Goyance está al alcance de su mano.
Olvidó mencionar que su querido y adorado Edmund podría estar guardando el dinero, y los beneficios cosechados de la joven heredera a la que trataba de estafar esa vez, para sí mismo. Una deducción razonable si se tenía en cuenta que el hombre había regresado a París sin notificárselo a la condesa.
Sin embargo, no necesitaba mencionar ese aspecto. Volvió a observar el rostro de la dama y percibió en su mirada que estaba furiosa de nuevo... después de notar un breve titubeo. Una vez más, contuvo el regocijo del triunfo. Ella no había pensado en eso.
Sus adorables ojos azules se entrecerraron; las sospechas y la irritación que la embargaban se convirtieron de pronto en una fuerza casi palpable.
—Ya ha dicho suficiente por hoy, Normand —le advirtió la dama con suavidad, ya sin rastro de sonrisa alguna.
Él le dio la razón con un asentimiento de cabeza.
—Le pido disculpas. Mi única intención era informarle de mis pensamientos y...
—Así lo ha hecho. Se lo agradezco. Ahora estoy cansada y quiero tumbarme un rato.
¿Cansada? Al parecer, el paseo por el tocador había resultado agotador.
La condesa extendió la mano para que se la besara y Normand la complació depositando un breve beso sobre sus nudillos antes de volver a ponerse en pie con los brazos a los costados.
—Bien, pues si me entero de algo más...
—Vendrá a contármelo de inmediato, lo sé —terminó por él al tiempo que se recogía la falda para dirigirse con toda elegancia hacia la puerta de la sala de estar—. Gracias, Normand. Rene lo acompañará hasta la salida.
Normand se quedó donde estaba unos instantes más, escuchando los pasos femeninos que se alejaban y apretando los puños sin darse cuenta. Sin embargo, mientras caminaba hacia la puerta donde lo esperaba el obediente e inexpresivo mayordomo con su bombín en la mano, Normand rió por última vez para sus adentros. Por Dios, si ella hubiera sido un poco más amable, un poco más generosa en términos económicos, le habría contado todo. Tal y como estaban las cosas, habría renunciado a un año de salario para poder asistir a la fiesta de compromiso de la comtesse de Brillon el sábado siguiente, donde esa mujer altanera y calculadora que creía poder controlarlo todo se enfrentaría no con su queridísimo Edmund, sino con su hermano: el auténtico Samson Carlisle, duque de Durham. La última persona en la tierra a la que esperaría ver en Francia; la única persona a la que no querría volver a ver jamás.
Dejó atrás el sendero del jardín para adentrarse en el ajetreo de la calle y se detuvo cerca del carro de un vendedor de flores, donde cerró los ojos y respiró hondo para inhalar el fresco y dulce perfume. Luego, alzó el rostro hacia el sol.
A decir verdad, aquel era un día maravilloso.