CAPITULO 12
OLIVIA no se había sentido tan confusa en toda su vida. Aquella había sido una noche memorable, desde luego, y no solo por el hecho de haber compartido un beso extraordinario con alguien a quien jamás había soñado besar. Desearlo como hombre estaba mal por un millar de motivos sobre los que aún no había reflexionado con detenimiento. Sam había tejido a su alrededor un incuestionable, despiadado y delicioso hechizo del que no conseguía librarse por mucho que lo intentara, aunque debía admitir que hasta ese momento no había rechazado con mucha convicción sus avances, ya fueran físicos o no. ¿Cómo demonios podía albergar esos... sentimientos por el hermano de su esposo? ¿Y por qué, en nombre de Dios, seguía provocándola él, como si sus actos no pudieran tener consecuencias negativas? Lo que habían hecho esa noche iba mucho más allá de una relación entre amigos, aunque entendía que no podía culpar solo a Sam de tamaña indiscreción. También ella había reaccionado de una manera totalmente impropia de una dama, al menos fuera de la privacidad del dormitorio matrimonial. Pero por encima de todo, por encima de cualquier otra consideración, ambos debían comprender que no existía ni la más mínima posibilidad de un futuro romántico para ellos. La atracción que sentían el uno por el otro tenía que acabar; debía acabar de inmediato. El único problema era que no sabía muy bien cómo ponerle fin.
Intentó no mirarlo mientras bailaba con su tía, y se reprendió a sí misma en más de una ocasión por ser incapaz de controlarse y seguirlos con los ojos durante la charla que mantenía con dos de las dientas de Nivan frente a la mesa del bufet. Parecían felices el uno en brazos del otro, pero detectaba cierta rigidez en la postura y la expresión de Sam que no había mostrado con ella. Aunque la irrupción de Claudette en la terraza los había sorprendido a ambos, había sido Sam quien la había dejado perpleja al pedirle un baile a su tía, sobre todo después del momento íntimo que acababan de compartir. No esperaba que la abandonara de una manera tan brusca después de haberle advertido lo mucho que a Claudette le gustaban los encantos de su marido. No obstante, tal vez Sam hubiera mostrado interés en ella por esa precisa razón. Aun así, Olivia habría preferido no haber sentido ese aguijonazo de celos en la boca del estómago cuando los vio juntos. No tenía derecho a sentirse celosa, y eso era lo que más la fastidiaba. Pero lo más importante de todo era que la farsa seguía teniendo éxito. Según parecía, Claudette no se había percatado de que no estaba con Edmund, algo que Olivia había temido desde un principio.
En esos momentos viajaban juntos de vuelta a Nivan; Sam estaba sentado enfrente con los ojos cerrados, pero ella sabía que no estaba dormido. No había dicho más de dos palabras desde que abandonaran la fiesta. Ella no quería marcharse del baile y, según el plan original, no deberían haberlo hecho. No obstante, Sam había insistido, aduciendo sin más que era imperativo que no volviese a ver a su tía esa noche. Se había negado a decirle por qué, o de qué habían hablado Claudette y él en los pocos minutos que habían pasado juntos, y a Olivia la enfurecía que guardara silencio incluso ahora que estaban a solas. Quería respuestas y comenzaba a hartarse de esperar a que hablara.
—¿Por qué estabas tan impaciente por marcharte del baile, Sam? —preguntó cuando el cochero abandonó el sendero de la propiedad Brillon para dirigirse a la ciudad.
Él se limitó a gruñir sin alzar los párpados.
—Hablaremos de ello cuando estemos de vuelta en Nivan.
—¿Has descubierto algo que me estás ocultando? —insistió con un suspiro exasperado—. ¿De qué hablaste con mi tía?
—Ten un poco de paciencia, Olivia.
Había cierto matiz en su tono que no había escuchado con anterioridad. Con todo, las evasivas y ese empeño en hacerla esperar no conseguían más que incrementar su enfado. Habían planeado quedarse a dormir en casa de la condesa; sin embargo, tan pronto como acabó de bailar el vals con su tía, Sam había ido a buscarla con un whisky doble en la mano y prácticamente la había obligado a salir por la puerta mientras apuraba la bebida con un par de tragos. Eso también la había sorprendido, ya que él parecía algo más perturbado de lo que la situación merecía. A decir verdad, se moría por saber qué le había dicho Claudette para alterarlo tanto... o qué había hecho.
—¿Te sientes mareado por la bebida? —preguntó con cautela.
Él esbozó una sonrisa irónica.
—No he bebido lo suficiente.
Olivia no estaba segura de si quería decir que no había bebido lo suficiente para notar los efectos del alcohol o si no había bebido suficiente para calmarse después de las emociones de la noche. Apenas podía ver los rasgos de su rostro, ya que el interior del carruaje permanecía casi a oscuras, iluminado tan solo por la luz de la luna y la de las escasas farolas que dejaban atrás en el camino.
Olivia se colocó la falda del vestido, la alisó sobre los muslos, abrió el abanico y comenzó a deslizar la yema del dedo por el borde.
—¿Podrías dejar de moverte un rato? —dijo él con brusquedad.
Eso la enfadó aún más.
—Siento molestarte, milord, pero ¿de verdad esperas que me calme después de todo lo que ha pasado esta noche? Ni siquiera me has contado qué te ha dicho Claudette...
—Hablaremos de ello cuando lleguemos a casa. —Levantó los párpados un poco, lo justo para que Olivia supiera que la estaba mirando—. En estos momentos necesito pensar, así que será mejor que te relajes un poco.
¿Relajarse? ¿Cómo iba a relajarse? Cuando vio que él cerraba los ojos de nuevo, soltó un bufido exagerado y muy poco femenino. Luego llegó a la conclusión de que si seguía importunándolo solo conseguiría que se enfadara con ella y que guardara silencio incluso cuando llegaran a casa. Con eso en mente, se hundió en el asiento y se echó hacia atrás para apoyar la cabeza en el respaldo, tal y como había hecho él, antes de cerrar los ojos.
Debió de adormecerse, porque le pareció que solo habían pasado unos segundos cuando el carruaje aminoró la marcha y se detuvo frente a la tienda. Parpadeó con rapidez para despejarse, se incorporó en el asiento al mismo tiempo que Sam, y después se recogió la falda con una mano mientras aceptaba con la otra la ayuda que le ofrecía el cochero para bajar hasta la calle.
Sam la siguió sin mediar palabra mientras ella sacaba la llave del bolsillo del vestido, atravesaba la tienda a oscuras, subía la escalera y recorría el pasillo que conducía a su hogar. Una vez dentro, se acercó de inmediato al escritorio de pino, encendió la lámpara de gas y se volvió hacia él con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Te parece bien que empecemos a hablar ya?
Supuso que eso había sonado un tanto brusco, si no absolutamente grosero, pero estaba cansada y enfadada, y le importaba un comino lo que él pensara.
Sam se tomó su tiempo para cerrar la puerta con suavidad y asegurar el cerrojo. Después se enfrentó a ella y se pasó los dedos por el pelo; el agotamiento era evidente en sus ojos entrecerrados y en la dureza de sus rasgos.
—Te sugiero que te cambies primero —señaló con frialdad mientras comenzaba a quitarse la chaqueta con movimientos pausados.
Olivia se quedó donde estaba con la espalda erguida.
—¿Cambiarme? ¿Cambiarme para qué?
La irritación ensombreció los rasgos masculinos.
—Para ponerte algo más cómodo.
—Ya estoy comodísima.
—No, no lo estás, y yo tampoco. —Se encaminó hacia la habitación de invitados—. Reúnete conmigo en la cocina cuando estés lista.
Olivia odiaba que los hombres le dieran órdenes que no le apetecía cumplir. El problema era que esa noche él tenía razón. Llevaba puesto un corsé muy ceñido desde hacía varias horas y eso no ayudaba en absoluto a suavizar su temperamento. Además, cambiarse de ropa le daría tiempo suficiente para aclarar sus ideas, algo que evidentemente no había hecho durante el viaje de vuelta a casa.
Tardó unos veinte minutos, ya que no tenía a nadie que la ayudara a quitarse el vestido, las joyas y las horquillas del peinado, pero cuando por fin entró en la cocina con la bata atada a la cintura y el cabello suelto a la espalda, lo descubrió sentado en la silla que había ocupado la primera noche que hablaron, aunque la había girado para poder apoyar la cabeza contra la pared.
Olivia rodeó sus piernas extendidas y se fijó en que él no se había cambiado: se había limitado a quitarse la chaqueta y la corbata, de modo que solo llevaba los pantalones y la camisa arrugada, con el cuello y los puños desabotonados y las mangas enrolladas hasta los codos. Imaginó que estaba lo bastante cómodo y decente para estar en compañía de una dama que no era su esposa.
Olivia tomó asiento en la silla de enfrente, enlazó las manos sobre la mesa y lo miró fijamente para darle a entender que quería sinceridad y que la quería ya.
Sam permaneció callado durante un rato, pero no la miraba a ella, sino hacia delante, hacia el reloj que ella había situado junto a los fogones.
A la postre, Olivia decidió romper el silencio.
—Son más de las dos.
Sam no dio muestras de haberlo notado.
—No creo que estés muy cansada, ya que has dormido durante todo el camino hasta casa.
Olivia suspiró.
—Yo no lo llamaría dormir... Estaba pensando con los ojos cerrados, igual que tú.
Sam volvió la cabeza en su dirección y la miró con una mueca burlona en los labios.
—Roncas, Olivia.
Ella lo miró con la boca abierta.
—¡No ronco en absoluto!
—Aunque debo decir —continuó él haciendo caso omiso de su exclamación— que es un ronquido de lo más delicado y femenino. Uno que encaja a la perfección con una dama hermosa y atractiva como tú.
Lo dijo con tono despreocupado, como si se hubiesen reunido en mitad de la maldita noche para conversar sobre la calidad del té y los beneficios de su comercio. Parecía disfrutar mucho desconcertándola, algo que, teniendo en cuenta lo que había ocurrido esa noche, hacía que se sintiera un poco incómoda a solas con él. Lo mejor sería dejar pasar el irritante comentario y encarar el asunto que se traían entre manos.
—¿Te importaría contarme de una vez por qué estabas tan impaciente por marcharte del baile? —preguntó sin rodeos—. Y no me digas que fue debido a que yo parecía cansada.
Sam estuvo a punto de sonreír.
—Eso fue bastante cruel por parte de Claudette.
Olivia se encogió de hombros.
—Me avergüenza admitir que Claudette suele hacer ese tipo de comentarios, en especial cuando se dirige a mí.
Él apoyó un antebrazo sobre la mesa y recorrió su rostro con la mirada.
—No son más que celos.
Olivia frunció el ceño, perpleja.
—¿Celos? Lo dudo mucho. Mi tía es una belleza, todo el mundo lo sabe. Y ella también.
—Cierto.
Cambió de posición en la silla, algo molesta por el hecho de que él no se hubiera dignado a negarlo... o a decirle que ella era mucho más bella, como habría hecho su marido sin pensárselo dos veces. No obstante, tal vez él no lo creyera así, y debía confesar que eso la preocupaba de una forma que no debería.
—¿Edmund la consideraba hermosa? —preguntó Sam poco después.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado.
—Supongo que sí, aunque a decir verdad nunca me dijo lo que pensaba de ella. Ahora que lo pienso, resulta un poco extraño.
—¿Por qué?
Su curiosidad parecía genuina, así que Olivia dejó escapar un suspiro antes de responder.
—Como ya sabrás a estas alturas, Claudette se sentía físicamente atraída por Edmund, aunque me atrevería a decir que ella nunca llegó a hacer nada del todo indecente en compañía de otros. Es mi tía, después de todo, y es una dama educada y respetada. —Quizá había exagerado un poco, pero al ver que él no decía nada, continuó—: Era evidente para todo el mundo que Edmund parecía disfrutar de cierta... armonía con ella, pero que yo recuerde, jamás mencionó lo que pensaba o sentía con respecto a ella, ni en un sentido ni en otro. Al menos, a mí no.
—Entiendo —murmuró él después de una larga pausa en silencio.
Olivia no creyó que entendiera nada, pero Claudette carecía de importancia en su conversación. Si Sam sospechaba que Edmund y su tía mantenían un romance, estaba equivocado, ya que de ser cierto Edmund estaría en París, y ella estaba segura de que era así. Volvió de nuevo a lo que había ocurrido esa noche.
—¿Vas a decirme por qué me sacaste prácticamente a rastras del baile?
Sam la estudió a la luz de la lámpara con una expresión seria y pensativa.
—Porque tu tía esperaba que me reuniera con ella en su dormitorio más tarde —explicó por fin con tono grave y apacible—. Yo no estaba interesado y no quería estar allí cuando ella descubriera ese hecho.
Olivia se quedó inmóvil; su mente y su cuerpo se quedaron petrificados cuando una extraña sensación de miedo e incredulidad le recorrió las venas.
—Mi tía... —Ni siquiera era capaz de repetirlo. Semejante pensamiento, semejante idea, pasaba de lo inverosímil a lo despreciable—. Eso es imposible —consiguió susurrar con voz ahogada al tiempo que bajaba la mirada.
Sam respiró hondo y giró la silla para poder mirarla de frente; después enlazó las manos y extendió los brazos sobre la mesa.
—Lo siento.
—Tal vez la hayas malinterpretado —balbuceó con la boca seca; de pronto, sentía mucho frío en la caldeada cocina. Se arrebujó bajo la bata y se rodeó con los brazos.
—No malinterpreté nada, Olivia.
No, lo más seguro era que no lo hubiera hecho. Además, sabía que Claudette era muy capaz de sugerir algo semejante. Aun así... Lo miró de inmediato a los ojos.
—¿Creyó que eras Edmund?
Él respondió sin la menor vacilación.
—Sí. Lo creyó.
Con un estremecimiento, Olivia alzó los hombros y se abrazó con fuerza mientras parpadeaba para evitar echarse a llorar delante de él. La idea de que Edmund pudiera haber mantenido una... relación con su tía le daba ganas de vomitar, la ponía físicamente enferma.
—Pero eso no tiene sentido —murmuró con voz trémula—. Edmund jamás mostró el más mínimo interés en ella, al menos estando yo presente.
Sam se limitó a mirarla sin decir nada, y a ella le llevó casi un minuto darse cuenta de que no era necesario que respondiera. Al fin comprendió las implicaciones de sus propias palabras: su marido no había mostrado interés alguno en su tía cuando los tres estaban juntos.
—Es bastante posible —añadió en un susurro después de humedecerse los labios— que Edmund la rechazara. Es conocida por mostrarse un poco... agresiva cuando quiere conseguir algo.
Él aguardó un poco antes de responder.
—¿De verdad crees eso, a pesar de todo lo que te ha hecho mi hermano?
Su voz tenía un tono molesto, como si deseara con desesperación que ella comprendiera lo que había ocurrido pero no pudiera explicárselo sin más. Olivia necesitaba asimilar los detalles, concentrarse en lo que Edmund había dicho y hecho, en cómo era su tía. Cuando lo pensó de ese modo (su insistencia en un matrimonio apresurado, la noche de bodas que no fue tal, su execrable estratagema para robarle la herencia), la conclusión obvia fue la que Sam le había dado a entender.
No pudo controlarse más y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Cómo pudo mi esposo traicionarme de ese modo? —Se sintió invadida por un arrebato de furia—. Está claro que tú lo conoces mucho mejor que yo, Sam —señaló, mirándolo a los ojos—. ¿Acaso sugieres que planeó casarse conmigo y robarme el dinero con la ayuda de mi propia tía?
Él permaneció callado unos instantes y la miró con los ojos entrecerrados. Después se frotó la cara con la palma de la mano.
—Olivia, creo que hay muchas cosas en esta situación de las que no estás enterada.
Ella sonrió con amargura.
—Eso es bastante obvio. Ni siquiera voy a fingir que sigo entendiendo algo.
Con eso, se puso en pie de repente y se rodeó con los brazos antes de comenzar a pasearse por la cocina. No lo miraba, aunque notaba sus ojos puestos en ella, controlando todo lo que hacía en un intento por averiguar qué se le pasaba por la cabeza. Por fin, se detuvo delante del fregadero y contempló la pila sin ver nada en realidad.
—De modo que, al contrario que a tu hermano, a ti no te interesaba ni lo más mínimo su invitación, ¿no? —preguntó en voz un poco más alta.
—Si quieres saber la verdad —replicó él muy despacio—, no. No me interesaba en lo más mínimo.
—¿Por qué?
El silencio de la estancia se volvió denso y opresivo.
—Creo que ya te han hecho bastante daño, Olivia —contestó después de un rato.
Era una respuesta bastante evasiva, pero ¿qué esperaba? ¿Devoción eterna? En realidad, ni siquiera debía habérselo preguntado. Esa situación no tenía nada que ver con él y estaba en su derecho de mantener una relación con quien le diera la gana, incluso con una de sus familiares. Con todo, Olivia no podía negar que su sinceridad y su preocupación la habían hecho sentirse mucho mejor.
—¿No vas a decirme dónde crees que está tu hermano? ¿Qué crees que está pasando? —inquirió con una voz serena aunque cargada de furia.
Oyó que Sam respiraba hondo una vez más y reunió el coraje necesario para levantar la cabeza y darse la vuelta a fin de enfrentarse a él. La luz de la lámpara proyectaba sombras sobre los hermosos rasgos de su rostro y se reflejaba en sus ojos oscuros, que permanecían fijos en ella; también iluminaba el cabello que le caía sobre la frente, la línea firme de su mandíbula y la mueca seria de sus labios. Sintió un mariposeo en el estómago al contemplar su extraordinario atractivo, pero aguardó a que respondiera a esa pregunta crucial con una postura decidida y una mirada agobiada, rogando que le dijera la verdad.
—Te diré lo que pienso si tú también eres sincera conmigo.
Reaccionó sorprendida:
—¿Sincera con respecto a qué?
Sam ladeó la cabeza un poco.
—Ya llegaremos a eso. Primero hay algo que debo saber: ¿qué es Govance?
Olivia frunció el ceño y sacudió la cabeza, confundida.
—¿Dónde has oído hablar de Govance?
—Claudette lo mencionó.
Eso era bastante extraño, ya que ni su tía ni Edmund tenían nada que ver con las otras casas de perfumes. Se apoyó contra el borde del fregadero y cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Govance es una importante y respetada casa de perfumes, aunque abastece a una industria más amplia, sobre todo al mercado asiático. Solo tienen una pequeña tienda en París, pero... ¿por qué quieres saberlo?
Sam se quedó callado un momento sin dejar de mirarla.
—¿Quién es su heredera?
La mente de Olivia comenzó a funcionar a toda prisa, llena de posibilidades.
—¿La heredera de Govance? Lo más probable es que sea Brigitte Marcotte. Es la nieta del propietario.
Él se miró los dedos mientras los golpeaba contra la mesa.
—¿Qué edad tiene?
Olivia empezó a entender hacia dónde se dirigían sus preguntas, pero eso no hizo más que aumentar la confusión y el miedo que sentía.
—No sé qué edad tiene exactamente —dijo—, pero debe andar por los diecinueve o veinte años. Han pasado al menos cinco desde la última vez que la vi.
Sam se enderezó un poco en el asiento.
—¿No vive aquí?
—No, vive en Grasse, donde el mundo comercial del perfume... —Abrió los ojos de par en par y bajó muy despacio los brazos a los costados cuando las piezas del rompecabezas empezaron a encajar—. Crees que Edmund...
—Está en Grasse, cortejando a la ingenua Brigitte para arrebatarle su fortuna —terminó en su lugar—. Igual que hizo contigo.
Olivia intentó concentrarse todo lo posible, digerir las implicaciones, asimilar el significado de semejante idea.
—Pero si averiguaste eso hablando con Claudette, entonces... entonces ella sabe dónde está, dónde ha estado todo este tiempo. Ella forma parte del engaño.
—Edmund es un embaucador y tiene cerebro propio, pero seguro que no sabe quiénes son las partes interesadas en la industria del perfume. Creo —admitió con voz seria— que tu tía no solo pretende obtener beneficios, sino que también lo ha planeado todo, incluido tu matrimonio con Edmund.
Olivia ya no tenía ganas de llorar, solo deseaba romper algo. De repente, se sentía incapaz de respirar; no podía entender tamaña indecencia, no podía creer que la gente a la que amaba, la gente que creía que la amaba a ella, estuviera dispuesta a arruinar su futuro para conseguir dinero. Jadeó en busca de aire y se dio la vuelta para mirar por la ventana; después se volvió de nuevo y dejó los brazos muertos a los costados mientras se movía en semicírculos por la cocina sin ver nada, conmocionada.
Sam debió de percibir la intensidad de su estupefacción, ya que se puso en pie de inmediato y arrastró la silla hacia atrás sin el menor miramiento para acercarse a ella.
—Claudette... —Tragó saliva y enterró los dedos de ambas manos en su cabello para recogérselo hacia atrás—. Claudette fue quien me lo presentó, quien quiso que me casara con él. Quien me recomendó encarecidamente que lo hiciera —masculló con furia.
—Olivia —dijo Sam con un tono tranquilizador al tiempo que le apoyaba las manos en los hombros para impedir que se moviera.
Ella no podía soportar el contacto; necesitaba aire. Le apartó los brazos al instante y se acercó a toda prisa a la pared opuesta para contemplar las preciosas teteras de porcelana que había coleccionado a lo largo de los años y que estaban colocadas en un estante de la alacena. Luchó contra el intenso impulso de hacerlas añicos contra el suelo.
Todo empezaba a quedar claro: las mentiras, las artimañas, el astuto fraude. Y los motivos.
—Claudette quería hacerse cargo de Nivan cuando Jean Francois murió —declaró con amargura—, porque sabía que mi madre carecía de la habilidad necesaria para hacerlo y todos los demás vivían en Grasse. Y tenía razón. —Se estremeció—. Pero de haber conseguido el control, Claudette se habría embolsado cada penique y habría llevado a Nivan a la bancarrota, y todo el mundo lo sabía. Todo el mundo. Esa es la razón por la que incluso su hermano, Robert Nivan, le negó la oportunidad de hacerlo y me dejó a mí la dirección de la tienda. —Miró a Sam por encima del hombro con expresión cáustica—. Según parece, al ver que no conseguiría lo que deseaba, trazó un plan para arruinar a su propia sobrina con la ayuda de un canalla encantador y espectacularmente atractivo.
—Recuperaremos tu dinero —dijo Sam con voz tensa.
Una risa histérica burbujeó en su garganta.
—¿Mi dinero? ¿Crees que todo esto es por la herencia?
Se volvió bruscamente para enfrentarse a él.
—¿Qué pasa con mi dignidad, con mis sentimientos? Sé que me han utilizado. Hasta tú lo dijiste, Sam. Edmund me utilizó. Los dos me utilizaron.
Sam cruzó los brazos sobre el pecho y se limitó a mirarla con el cuerpo rígido y una expresión tensa.
—Lo sé. Y lo siento —admitió con calma—. Pero tendrás que confiar en mí.
—¿Confiar en ti? —Se irguió en toda su estatura y lo fulminó con la mirada antes de preguntar—: Dime una cosa, Excelencia, ¿por qué me has besado esta noche?
Esa pregunta lo pilló desprevenido. Abrió la boca un poco mientras la miraba de arriba abajo. Después, apretó los dientes, entrecerró los párpados y comenzó a acercarse a ella muy despacio.
—Creo que tú también me besaste a mí, milady, aunque no logro hacerme una idea de por qué ha salido a colación ese maravilloso momento de pasión, ni qué tiene que ver con esta conversación.
Olivia negó con la cabeza en un gesto desafiante, ignorando el hormigueo de regocijo que le habían provocado sus palabras.
—Tiene mucho que ver —aseguró con voz temblorosa en un intento por no perder el hilo—. Me besaste, y besar a una mujer casada de esa manera no es algo que engendre confianza. ¿Besas a todas las damas casadas que conoces?
—Casada... —repitió él en un susurro.
Olivia se mantuvo en sus trece, con la espalda contra la pared y la mano apoyada en el estante de las teteras. Se preocupó un poco al notar que la voz masculina se había vuelto tan fría como su expresión.
—¿Qué ocurriría si te dijera que creo que no estás legalmente casada con mi hermano?
Ella sonrió con desprecio.
—Te diría que has perdido la cabeza. O que eres un embustero y tratas de confundirme para que me rinda ante tus encantos, como hizo Edmund.
Sam dio un paso más hacia ella mientras apretaba la mandíbula con furia.
—¿Crees que por eso te besé esta noche? ¿Para qué te enamoraras de mí? —Esbozó una sonrisa sarcástica—. Créeme, encanto, no necesito mentir a una mujer para conseguir su interés.
Puesto que eso era bastante cierto, a Olivia no se le ocurrió nada que decir.
—Entonces ¿por qué lo hiciste?
—Dime una cosa, mi hermosa y encantadora lady Olivia —murmuró él, pasando por alto su pregunta—, ¿Edmund te hizo el amor alguna vez?
Horrorizada, Olivia ahogó una exclamación y guardó silencio mientras él se situaba justo delante de ella. Sus ojos, que parecían brillantes bolas de cuarzo a la luz de la lámpara, destilaban furia.
—¿Te hizo el amor? —susurró una vez más—. Y no me refiero a hacerte el amor con palabras y halagos, sino a hacerte el amor como un marido se lo hace a su esposa, físicamente, en la cama de matrimonio.
Ella parpadeó con rapidez, asustada tanto por su postura intimidante como por la pasión que parecía haberse encendido entre ellos.
—El grado de intimidad que yo haya compartido con Edmund no viene al caso —consiguió balbucear.
Eso no lo disuadió en absoluto.
—Fuiste tú quien abrió la puerta con tu pregunta sobre el beso que compartimos —masculló él con voz ronca— y tus inquietudes con respecto a la confianza. Quizá yo tema confiar en ti. Respóndeme, y sé sincera.
Aún no la había tocado, pero ya no podía acercarse más sin hacerlo. Olivia sintió que se le doblaban las rodillas.
—Me voy a la cama.
—Responde primero.
—No.
Las oscuras cejas masculinas se enarcaron un poco.
—¿Quieres decir que Edmund no te hizo el amor como debería hacerlo un marido?
Las lágrimas llenaron sus ojos de nuevo, aunque en esta ocasión se debían a la frustración más absoluta.
—Eres despreciable.
—Me han llamado cosas peores —reconoció él sin más—. ¿Edmund te hizo el amor?
¿Por qué no dejaba de preguntarle eso?
—Es mi marido —dijo ella al tiempo que apretaba los puños—. ¿Tú qué crees?
Sam se apartó un poco, lo justo para poder mirarla de arriba abajo y comérsela con los ojos. Olivia se sintió desnuda y vulnerable.
—Creo que cualquier mujer con tu aroma, tu aspecto y tu forma de besar se está perdiendo lo que más necesita de un marido.
Olivia ardió de furia y levantó la mano para abofetearlo con fuerza. Sin embargo, jamás llegó a tocarle la mejilla, ya que él reaccionó con la misma rapidez y le sujetó la muñeca.
—¿Te... hizo... el amor, Livi? —susurró, retándola a desafiarlo.
Olivia sintió una lágrima en la mejilla, pero se negó a acobardarse, a doblegarse ante las emociones que la embargaban.
—No —susurró con los dientes apretados.
Sam pareció tambalearse ante semejante admisión, como si jamás se hubiera esperado algo así. Aspiró el aire entre dientes mientras aflojaba la mano con la que le sujetaba la muñeca y daba un paso atrás. Olivia observó cómo cambiaba su expresión en cuestión de segundos, pasando de una determinación férrea a una extraña incredulidad. Y luego dejó escapar un suspiro cálido que le acarició la piel y la estremeció por dentro.
—Me abandonó la noche de bodas —añadió con la voz rota mientras lo recordaba—. Me besó como me besaste tú y después me humilló, igual que tú en estos momentos. —Alzó la barbilla antes de señalar con desprecio—: Eres igual que él.
Eso transformó al instante el enfado de Sam en una furia de primera categoría, tal y como ella había previsto. Pero en lugar de soltarla con desagrado como ella esperaba, le colocó la mano libre sobre el pecho, justo por debajo de la base de la garganta, y la empujó contra la pared antes de que pudiera parpadear.
—No me parezco a Edmund en nada, Olivia, y tú lo sabes —señaló con un tono grave cargado de amenazas—. Yo jamás te habría dejado, y jamás te dejaré, atormentada y anhelante. Mi dignidad está por encima de eso.
Al percibir la honestidad que destilaban sus palabras y la angustia que mostraban sus ojos, Olivia notó que se derretía por dentro y empezó a temblar sin poder contener las lágrimas.
—Lo sé... —admitió en un murmullo apenas audible.
Esa tierna claudicación lo hizo titubear un instante. Después, la expresión de su mirada cambió de la furia más absoluta a un deseo intenso y abrasador. Sam se apoderó de su boca con un beso impetuoso y devastador, acallando el grito que se formó en su garganta ante un contacto tan súbito... y tan necesitado.
La besó con un anhelo reprimido que iba más allá de toda lógica; su lengua buscaba, arrasaba, suplicaba una respuesta. Olivia gimió y luchó por respirar cuando la inmovilizó contra la pared con el peso de su cuerpo. Sentía la tensión de sus poderosos músculos, la increíble fuerza que la atraía y la envolvía... esa fuerza que le impediría escapar en el caso de que quisiera hacerlo.
Cuando escuchó el gemido gutural que salió de la garganta masculina, el sonido del deseo en su más pura forma, Olivia se excitó como nunca antes.
Las lágrimas corrían por sus mejillas cuando comenzó a devolverle el beso con avidez, sin pensar con claridad. Su mente, su cuerpo y sus buenas intenciones habían sido asaltados y conquistados por un deseo tan intenso como el de él. Apoyó una mano en su hombro, pero, invadido por una ferocidad que ella no comprendía ni esperaba, Sam le aferró ambas muñecas con la mano izquierda y se las sujetó por encima de la cabeza, contra la pared, mientras seguía atormentando su boca con esa dulce agonía.
Después, Olivia notó vagamente que tironeaba del lazo de la bata con la mano libre. Forcejeó un poco, pero él hizo caso omiso de sus protestas y perseveró en el deseo de avivar su pasión. La besó de manera implacable hasta que, en un momento dado, atrapó su lengua y la succionó.
Olivia estalló en llamas. No podía detener los estremecimientos que la sacudían ni los gemidos que escapaban de su boca hacia ese mundo de súbito placer. Fue entonces cuando él le cubrió el pecho con la mano a través del delicado algodón del camisón, y ella no pudo soportarlo más.
Consciente de su vulnerabilidad, Sam no le soltó las muñecas mientras introducía la rodilla entre sus piernas para ayudarla a mantenerse en pie. Olivia jadeó con fuerza cuando él empezó a acariciarle el pezón con el pulgar, animándolo a continuar con una lujuria que ya no podía controlar.
Cuando Sam se apartó de su boca por fin, ella pudo apoyar la cabeza en la pared. Cerró los ojos con fuerza y respiró en busca de aliento mientras él besaba sus pómulos, su barbilla y su cuello y le acariciaba los pechos con ardiente determinación.
Olivia apenas podía respirar. Y a Sam le ocurría lo mismo: podía sentir su respiración cálida e irregular sobre la garganta, las mejillas y la oreja. Cuando le mordisqueó el lóbulo, Olivia dejó escapar un gemido gutural y se frotó de manera instintiva contra su muslo, demostrándole con esa incontrolable respuesta lo mucho que le gustaba. Sam inhaló con fuerza y le pellizcó los pezones antes de frotarlos con el pulgar, acariciándola con maestría con una de sus enormes manos.
—:Por Dios, Livi —le susurró al oído con un tono cargado de agonía—. Déjame darte lo que necesitas. Déjame...
Olivia se apretó contra él mientras sus jadeos resonaban en la oscura cocina en una silenciosa súplica de satisfacción. Hambriento, Sam se apoderó de su boca de nuevo para inflamar su deseo. Apartó la mano del pecho para llevarla más abajo; tiró del bajo del camisón y lo levantó poco a poco hasta que consiguió dejar libres sus piernas. Y luego hizo lo que no había hecho ningún hombre: trazó una exquisita y abrasadora línea ascendente por su muslo hasta que encontró el núcleo de su deseo, su placer oculto.
Olivia comenzó a retorcerse; tenía miedo, aunque deseaba esas caricias con desesperación. Cuando notó cómo rozaba el vello rizado de su sexo, la invadió un ramalazo de culpabilidad, pero este pasó rápidamente al olvido cuando Sam deslizó los dedos entre los suaves pliegues de carne y empezó a tocarla muy despacio, con suavidad, aprovechando la humedad que mojaba su piel.
Apartó la boca de ella.
—Siénteme aquí —susurró con voz ronca y entrecortada contra su mejilla—. Esto es lo que necesitas.
Sus movimientos provocaban sensaciones exquisitas dentro de ella, que ya no escuchaba otra cosa que los atronadores latidos de su propio corazón. Tras cerrar los ojos con fuerza, emitió un suave gemido y se apretó contra sus dedos. Después, echó la cabeza hacia atrás y permitió que él sostuviera el peso de sus brazos por encima de su cabeza.
Sam la acarició con deliberada lentitud, deslizando un dedo dentro y fuera de ella una y otra vez antes de acelerar el ritmo para satisfacer sus demandas. Con la mejilla apoyada sobre la suya y la frente contra la pared, le besaba la oreja y le frotaba el cabello con la nariz. A pesar de que su mente le gritaba que se detuviera, Olivia siguió el ritmo de las manos masculinas entre jadeos, rogándole sin palabras que indagara con los dedos más a fondo y le diera todo.
De pronto, todo su cuerpo se tensó contra él. Al percibir que se acercaba a la culminación, Sam introdujo un dedo en su interior mientras ella se frotaba contra los demás.
—Dios, no... —susurró ella contra sus labios—. Dios, no...
—Sí —replicó él con vehemencia—. Deja que sienta cómo te corres...
Olivia abrió los ojos de inmediato.
—No...
Él se apartó un poco para observarla y apretó la mandíbula al mirarla a los ojos.
—Claro que sí...
De repente, una marea de éxtasis prohibido estalló en su interior y la hizo gritar, logrando que su cuerpo se estremeciera con cada cresta de intenso placer, con cada una de las contracciones que apretaban el dedo masculino y la dejaban sin aliento.
Jadeó con fuerza.
—Sam...
—Estoy aquí —susurró él para tranquilizarla—, observándote, sintiéndolo todo.
Olivia volvió a apretar los párpados, incapaz de mirarlo, incapaz de comprender lo que acababa de hacer con él, lo que él le había hecho. Sam siguió acariciándola para mantener las sensaciones vivas y movió los dedos con suavidad, casi con cariño, como si disfrutara de la humedad que manaba de ella con cada espasmo de placer.
Por fin, Olivia se quedó quieta y se obligó a calmarse mientras él le soltaba las muñecas para que pudiese bajar los brazos a los costados. La mantenía pegada a la pared con el peso de su cuerpo y, por primera vez, Olivia fue consciente de la rígida necesidad que se apretaba contra su vientre. Cerró los ojos en un intento por ignorarla y se concentró en suavizar el ritmo de su respiración, de los latidos de su corazón. Debía asimilar lo que acababa de ocurrir.
Ninguno de ellos dijo nada durante un rato, aunque Olivia podía sentir la tensión y el calor que emanaban del cuerpo masculino. Supo que él intentaba mantener el control cuando apoyó la frente en la pared y sintió el calor de su mejilla contra la de ella. Movió una rodilla contra su muslo para hacerle entender que se sentía incómoda con la mano que aún permanecía entre sus piernas y Sam la retiró por fin, dejando que su camisón cayera hasta el suelo.
Cuando se le despejó la cabeza y comprendió lo que ese hombre acababa de hacerle... y con cuánto descaro había respondido ella a sus caricias, estuvo a punto de morirse de vergüenza.
—No —dijo Sam con voz débil al percibir su repentino deseo de huir—. No te vayas todavía.
Olivia no podía hablar, no quería hacerlo, pero se quedó quieta como él le había pedido, sin saber muy bien qué hacer ni qué esperaba de ella en esos momentos.
Sam seguía jadeando, pero echó su cuerpo a un lado a fin de permitirle que respirara profundamente y dejara de temblar.
En su cabeza bullían emociones que no lograba comprender... un millar de emociones que la paralizaban y le provocaban sentimientos contradictorios: se sentía sola y vulnerable, apreciada y respetada, atemorizada y afligida, y más que ninguna otra cosa, maravillada.
Sam no debería haber hecho algo así y en cierto modo lo odiaba por haberse aprovechado de ella. Pero a pesar de que lo odiaba, confiaba en él y lo necesitaba; necesitaba todo lo que hacía por ella.
En esa ocasión no pudo contener las lágrimas que se acumulaban tras sus párpados cerrados: lágrimas de frustración, de furia, de dolor y de sueños perdidos. Sam podría haberla tomado; deseaba estar con ella de un modo más íntimo y sin embargo no la había obligado a hacer nada más que traicionarse a sí misma. En ese momento, pese a que aún se encontraba entre sus brazos y no se había recuperado del todo de la deliciosa tormenta de sensaciones, lo despreciaba en la misma medida que lo deseaba.
—Me preguntaste por qué te besé esta noche —murmuró él por fin para romper el silencio.
Olivia sacudió la cabeza de una manera casi imperceptible, incapaz de contestar.
—Livi —murmuró al tiempo que le rozaba la oreja con la nariz—, te besé porque todo lo que hay en ti me rogaba que lo hiciera.
—No —replicó ella con un hilo de voz.
Sam respiró hondo antes de apartarse poco a poco de ella, que aun con los ojos cerrados pudo sentir el calor de su mirada sobre el rostro. Y después notó cómo las yemas de sus dedos se deslizaban sobre la frente antes de pasar a las mejillas y retirar una lágrima.
—Eres tan dulce, tan hermosa... —masculló él con un tono ronco y ausente—. Por favor...
Pero Olivia ya se había apartado. En su prisa por escapar, golpeó con la cadera el estante de la porcelana e hizo tintinear sus hermosas teteras. Se dirigió hacia la puerta, lejos de la vergüenza y la confusión. Lo dejó solo en el silencio y la penumbra de la cocina.