CAPITULO 09
OLIVIA adoraba casi cualquier tipo de fiesta. Por lo general, las galas proporcionaban un ambiente perfecto para ver y ser visto, en el que podía promocionar su negocio y las nuevas esencias de la temporada. La velada de esa noche, sin embargo, no se parecería en nada a ninguna de las anteriores. No solo porque tendría que actuar delante de diferentes conocidos, clientes y la élite de la sociedad, sino también porque su compañero de farsa era el hombre más exasperante que había conocido en su vida.
Los últimos días juntos habían sido de lo más interesantes. Habían conversado en varias ocasiones, casi siempre sobre temas triviales, aunque había logrado aclarar lo que más la había desconcertado de cuanto le había contado: tenía una hermana. O, para ser más precisa, Edmund y él tenían una hermana; una hermana cuya existencia su marido jamás había mencionado. Aunque llevaba días dándole vueltas, aún no entendía por qué lo había hecho. Se lo había comentado a Sam, y según él, Edmund se lo había ocultado porque no quería compartir su pasado con ella. Eso la había dejado muy frustrada, pero debía admitir que cuanto más conocía a Sam, más convencida estaba de que su esposo era un embustero y un embaucador que solo deseaba su dinero. Decir que se sentía humillada, engañada y, sí, también estúpida por haber caído en las redes de semejante estafador, habría sido quedarse muy corta. Desde el principio, desde el momento en que Edmund la abandonó, había albergado la esperanza de estar equivocada.
Aunque le había explicado que su hermana Elise, de veintisiete años, se había casado con un importante terrateniente y vivía en el campo dedicada a cuidar de sus cuatro hijos, Sam había eludido cualquier cuestión personal y no le había formulado ninguna pregunta mientras ella trabajaba en la tienda. Sin embargo, se negaba a apartarse de su lado y esa atención constante había empezado a agobiarla; no porque hiciera o dijera algo particularmente irritante, sino porque su mera presencia la distraía muchísimo.
El instinto le decía que seguía sin confiar en ella. Además, no le quitaba los ojos de encima, como si esperara que alguno de sus actos o palabras revelaran de forma inadvertida sus malas intenciones. Sin embargo, Olivia no le había dado motivos para sospechar de sus argumentos y tenía la impresión de que en los últimos días habían conseguido alcanzar cierto grado de compañerismo. Esa noche, no obstante, sería una prueba crucial. Muchos de los asistentes a la fiesta darían por hecho que él era Edmund, le harían preguntas y, tal vez, revelarían información importante sobre su hermano que ella desconocía. La interpretación que tendrían que llevar a cabo para descubrir el paradero de Edmund estaba a punto de comenzar. Al menos, eso esperaban.
Sam la seguía de cerca en esos momentos, mientras descendían las escalerillas del carruaje de alquiler y comenzaban a caminar en silencio hacia las enormes puertas principales de la fabulosa propiedad de la condesa Louise de Brillon, localizada a varios kilómetros al oeste de París. El nerviosismo que la embargaba se incrementaba con cada paso que daban por el sendero adoquinado que serpenteaba a través del césped recién cortado, los coloridos rosales y las buganvillas, que despedían un seductor aroma floral. El ambiente de la noche estaba cargado de expectación y calidez. Las estrellas del cielo apenas se distinguían sobre la brillante iluminación de la casa; las risas, la música y el murmullo de las conversaciones aumentaban conforme se acercaban a las puertas.
Olivia se había ataviado con uno de sus mejores vestidos de noche, una costosa creación de satén bordado en tonos escarlata y oro. El traje llevaba unos aros enormes, un corpiño muy ajustado y un escote bajo y cuadrado que resaltaba el tamaño de su busto, aunque una delgada franja de encaje dorado transparente ocultaba la mayor parte del valle entre los senos. Los bordados de flores que adornaban el bajo del vestido y las mangas tres cuartos iban a juego con los detalles del abanico de marfil que llevaba. Para completar su apariencia, se había puesto un conjunto de colgante y pendientes largos de rubíes, y se había hecho un suave recogido de rizos en la coronilla.
Sam la había observado detenidamente para evaluar cada uno de los aspectos de su apariencia con calculada deliberación cuando por fin se había presentado ante él antes de salir. Olivia sabía que le había dado su aprobación, aunque no había dicho nada en particular acerca de la elección del vestido ni sobre su apariencia en general. Por su parte, él estaba magnífico con el atuendo formal de noche. Se había puesto un traje negro azabache de corte impecable que destacaba aún más gracias a la camisa blanca de seda con chorreras, al cuello y los puños blancos de la chaqueta y al chaleco cruzado que delineaba los músculos de su pecho. No recordaba haber visto a Edmund tan guapo jamás. No obstante, el corte de cabello de Sam le daba un aire distinguido; lo llevaba más corto que su marido y se lo había peinado hacia atrás, lejos del rostro, lo que proporcionaba una vista perfecta de sus rasgos cincelados, de sus oscuros ojos castaños y de su expresión perspicaz. Eso también la preocupaba un poco, ya que Edmund siempre parecía de buen humor, sobre todo en público. Para que su plan funcionara, sería necesario recordar a Sam que debía hacer lo mismo.
Había estado en casa de la condesa en varias ocasiones, la mayoría relacionadas con el suntuoso gusto en perfumes de la dama y su deseo de probar las últimas fragancias en la comodidad de su lujoso salón. Olivia siempre había complacido a la mujer, en parte porque le caía bien, pero también porque era una de las mejores dientas de Nivan y su influencia entre los aristócratas franceses despertaba un continuo interés por su establecimiento. Las adquisiciones de la condesa de Brillon rivalizaban con las de la emperatriz Eugenia. Era muy probable que esas dos mujeres compraran los más caros perfumes, saquitos, sales de baño y aceites en mayor cantidad que el resto de la clientela en su conjunto.
Esa noche, Olivia notó de inmediato que la condesa había embellecido el interior de su propiedad para la fiesta añadiendo adornos dorados y lazos verdeazulados alrededor de los arreglos florales y los manteles que encajaban a la perfección con el estilo neo renacentista de los muebles y con las gruesas y coloridas alfombras orientales.
Muchos de los invitados se encontraban ya allí cuando Sam y ella se adentraron por fin en el gigantesco salón de baile. A través de una neblina de humo y risas, del olor de la comida y el intenso aroma de los perfumes, Olivia divisó a la condesa y a su prometido al pie de la escalera, saludando a la élite de la sociedad parisina a su llegada.
Sam la sujetó con suavidad por un codo para guiarla hacia la fila de entrada en un intento por apresurar las presentaciones antes de mezclarse con la multitud. Ella lo siguió sin rechistar, aunque comprendió en ese preciso momento que llevar a cabo esa farsa les resultaría mucho más difícil de lo que habían planeado. Durante los últimos días, le había proporcionado a Sam una breve descripción de las personas que estarían allí, de la apariencia y las excentricidades, tanto usuales como no, de aquellos con quien tendría que conversar. Aun así, el hombre distinguido e increíblemente apuesto, que en esos instantes permanecía tras ella con aire frío y decidido, no se comportaba en absoluto como su marido. Los invitados de esa noche lo tomarían por Edmund, pero cuanto más lo conocía Olivia, más fácil le resultaba advertir las diferencias entre ambos. Su apariencia era idéntica, pero eran casi opuestos en todos los demás aspectos. Sam tendría que demostrar una capacidad de interpretación notable a fin de no levantar sospechas y chismorreos. Olivia solo rezaba para que pudieran mezclarse con los demás sin despertar mucha atención o especulaciones.
Descubrió de inmediato que eso no iba a ocurrir. En el momento en que pisaron la alfombra roja de la escalera que conducían al salón de baile, colmado de conversaciones y de parejas que bailaban, la atmósfera pareció congelarse a su alrededor. Las cabezas se volvieron y comenzaron los susurros, que se escuchaban incluso por encima del vals de Chopin interpretado por el excelente sexteto de la orquesta. El ambiente se volvió súbitamente tenso a causa de la expectación.
—Se han fijado en nosotros —susurró Olivia apretando el abanico cerrado que llevaba a la cintura.
Sam sujetó su codo con firmeza mientras bajaba la vista hasta su rostro.
—Se han fijado en ti, y todos esos hombres que miran con la boca abierta se mueren de envidia al ver que te llevo del brazo. —Hizo una pausa antes de añadir en tono pensativo—: Ojalá mis amigos estuviesen aquí para presenciar este momento.
—¿Amigos?
Él estuvo a punto de soltar un resoplido, pero volvió a centrar su atención en la multitud mientras descendían los escalones.
—Sí, Olivia, por más escandaloso que sea mi pasado, sigo teniendo amigos.
Olivia parpadeó, un tanto sorprendida por la irritación que destilaba su tono y por la intrigante alusión a un escándalo que no le había mencionado. No obstante, podía referirse sin más a las vergonzosas temeridades de su hermano. De cualquier forma, lo más importante era que ella no había pretendido insultarlo y necesitaba que él lo supiera.
—Por supuesto que tienes amigos —se burló en voz baja al tiempo que se inclinaba hacia él—. Yo conocí a uno de ellos, ¿recuerdas? Además, jamás habría pensado lo contrario.
—¿No? —inquirió él sin mirarla.
A Olivia le dio la impresión de que el duque estaba pensando en otra cosa cuando se detuvo dos escalones por encima del salón de baile para inspeccionar a los invitados de la condesa de Brillon. Ella, sin embargo, estaba más interesada en centrar la atención del hombre en ella y en la conversación que mantenían en esos momentos.
—¿Qué escándalo podría ser tan grande para hacerle perder a sus amigos?
Él volvió la cabeza de inmediato para mirarla y la estudió con el ceño fruncido.
Olivia aguardó sin quitarle la vista de encima, a sabiendas de que pronto tendrían que hablar con la condesa.
—¿Qué escándalo? —preguntó de nuevo segundos más tarde, con la esperanza de no haber parecido demasiado apremiante.
De repente, el duque bajó la mirada hasta sus pechos y la observó el tiempo suficiente para que ella empezara a sofocarse. Luego volvió a mirarla a los ojos.
—Esta noche estás muy hermosa, Livi —murmuró con una expresión más suave—. El escándalo es que mi hermano estafara a una dama tan extraordinaria en todos los aspectos. Edmund es un estúpido.
Olivia notó que se le ruborizaban las mejillas y que se le secaba la boca. El sofoco que había sentido instantes atrás se convirtió en un fuego que se extendió entre ellos y la dejó sin aliento antes de transformarse en un extraño nerviosismo, casi en anticipación. La había halagado y desconcertado a un tiempo, y en algún recóndito lugar de su mente surgió la idea de que no solo lo había hecho con toda deliberación, sino también con la mayor honestidad. Se dio cuenta en ese preciso momento de que jamás la había cortejado un hombre que le hiciera sentir lo que el duque de Durham conseguía con una simple mirada y un par de palabras. Tardó unos segundos en controlar el deseo de inclinarse hacia él y besarlo allí mismo en el salón de baile, delante de todo el mundo. Una idea de lo más indecorosa, se mirara como se mirase.
La boca masculina se curvó una vez más en una sonrisa elocuente.
—También hueles muy bien.
Tras decir eso, se volvió para guiarla hacia la anfitriona.
Olivia se reprendió para sus adentros en un intento por recuperar la compostura con rapidez.
—Sinvergüenza —susurró después de acercarse a él.
Sam se echó a reír por lo bajo, pero no dijo nada más. Y un momento más tarde, como si fuera la cosa más natural del mundo, tiró de ella hacia delante y la presentó como su esposa a la condesa de Brillon, haciendo gala de la elegancia y la pericia de un actor consumado. Su interpretación de Edmund era más que perfecta. Era absolutamente brillante.
—¡Olivia, querida! —exclamó Louise Brillon, que extendió los brazos enguantados para abrazarla y darle un beso en cada mejilla antes de mirarla a los ojos—. Me alegro mucho de que hayas regresado. Y veo que has traído contigo a tu elegante marido. Una sorpresa maravillosa.
Sam tomó con delicadeza la mano extendida de la dama y se inclinó en una solemne reverencia mientras se la llevaba a los labios.
—Madame comtesse, esta noche está deslumbrante —dijo con una sonrisa arrebatadora—. Le doy mi más sincera enhorabuena por su inminente matrimonio. Debe de sentirse muy feliz.
Olivia observó cómo la condesa, ataviada con un hermoso vestido de satén azul marino, se hinchaba de orgullo y se aferraba al brazo de su prometido.
—Este hombre es una joya —replicó con calidez—. Permítame que le presente a monsieur Antonio Salana, mi futuro esposo.
Y de ese modo, Sam y ella conocieron al rico exportador italiano que estaba a punto de convertirse en el tercer marido de la condesa de Brillon, un hombre de alta alcurnia que le doblaba la edad y que sin duda poseía la riqueza que la dama exigía en un matrimonio.
—Por favor, diviértanse mucho esta noche —dijo el hombre en francés antes de poner su atención en el siguiente invitado de la cola.
—Ah, Olivia, tesoro —añadió la condesa cuando ambos dieron un paso hacia la pista de baile—, tu tía llegará de un momento a otro. Se quedó encantada al enterarse de que habías regresado a la ciudad con tu marido. —Apoyó una mano enguantada sobre un hombro de Olivia—. Y, por supuesto, todos sabemos que ella nunca se perdería una de mis fiestas.
Olivia gruñó para sus adentros. Detestaba a la hermana de su difunto padrastro, una mujer a la que le gustaba mucho beber y que codiciaba la fortuna de su herencia familiar. Sin embargo, era su obligación fingir todo lo contrario, y jamás mencionaría lo mucho que despreciaba a la dama delante de nadie.
—¡Espléndido! —replicó con alegría—. Estoy impaciente por verla, madame comtesse. —Alzó la vista hacia Sam, que la estaba mirando con un gesto interrogante—. ¿Vamos a por una copa de champán, querido?
Él asintió y esbozó una sonrisa llena de encanto, tal y como habría hecho Edmund.
—Desde luego. Y después, bailaremos.
Olivia apoyó la mano en su brazo y juntos se abrieron camino entre la multitud de invitados en dirección al muro este, donde las enormes ventanas ovaladas permanecían abiertas para que la brisa de la noche refrescara el abarrotado salón. Había criados ataviados con librea escarlata frente a ellas, sirviendo platos de entremeses y una inagotable oferta de champán. Sam la condujo hasta el rincón, cogió un par de copas altas de una bandeja plateada y le ofreció una de ellas.
Olivia dio un par de sorbos para calmar los nervios y saboreó la bebida, que estaba deliciosa. Él, en cambio, se limitó a sujetar la copa y a observarla con detenimiento, como si no hubiera nadie más en el salón de baile.
—¿Quién es tu tía? —preguntó después de un rato.
Temía que quisiera saberlo.
—La hermana de mi difunto padrastro. Una dama de lo más pesada a quien le gustan demasiado el vino y los caballeros. —Dejó escapar un suspiro—. Estoy segura de que la conocerás esta noche, y... —Lo miró de arriba abajo—... de que le caerás muy bien.
Sam enarcó las cejas con una sonrisa irónica.
—¿De veras? En ese caso será un placer conocerla.
—No, no lo será. Puedes creerme.
El hombre volvió a reírse por lo bajo, y Olivia descubrió que la fascinaba su risa.
—Entonces ¿por qué crees que le gustaré?
Ella cerró los ojos y se mordió los labios durante un instante. La estaba fastidiando a propósito, pero supuso que no podía ocultárselo. Lo descubriría tarde o temprano.
—Porque flirteó abiertamente con mi marido delante de todo el mundo, incluyéndome a mí —replicó después de tomar otro largo trago de champán.
Semejante declaración la dejó avergonzada, así que desvió la mirada hacia la pared norte de la estancia para contemplar sin interés alguno la hilera de espejos con marcos dorados que reflejaban el variopinto despliegue de colores y la luz de un millar de velas.
—Quiero bailar contigo —dijo Sam un instante después con un tono grave y casi afectuoso.
Aliviada por el cambio de tema, Olivia plantó una sonrisa en sus labios y respiró hondo antes de mirarlo de nuevo a los ojos.
—Sabes que eso me encantaría.
La intensidad de la mirada masculina atrapó la suya.
—A mí también, Livi.
Ella se estremeció por la forma en que había pronunciado su nombre y la extraña manera en que la miraba, como si compartieran un secreto íntimo que solo ellos conocían. Sin embargo, eso también le recordó cuál era la razón por la que habían acudido al baile esa noche.
Dio un paso hacia delante para acortar la distancia que los separaba con el abanico en una mano y la copa de champán en la otra. Él no se movió; no le quitó los ojos de encima.
—Tengo que contarte algo que probablemente debería haberte dicho antes —le dijo, alzando la voz para hacerse oír sobre los ruidos de la fiesta—. Por mucho que... me guste oírte llamarme Livi, Edmund se negaba a hacerlo, y todo el mundo lo sabe. —Se aclaró la garganta—. Me llamaste así delante de Normand el otro día, aunque dudo que él notara semejante detalle, ya que no se relacionaba mucho con mi esposo. Sin embargo, no deberías llamarme de esa forma cuando haya otras personas delante. Por si acaso.
Sam no reaccionó en forma alguna, lo que significaba que o bien no la había entendido o bien todavía intentaba hacerlo. Cada vez más incómoda, Olivia se removió con nerviosismo entre las ceñidas ballenas del corsé y después tomó otro sorbo de champán.
—Deberías habérmelo dicho antes —replicó él tras unos instantes.
Ella dejó escapar un breve suspiro.
—Lo sé... Lo que ocurre es que a mí... —Tragó saliva—. A mí...
—Te gusta que te llame así —terminó en su lugar, repitiendo lo que le había dicho antes.
Olivia sintió un desagradable calor y abrió el abanico por primera vez esa noche para agitarlo con suavidad delante de su rostro.
—Sí, lo admito. Así es como me llamaban mi madre, mi padre y mis amigos íntimos. A Edmund no le gustaba. Pero cuando te oigo decirlo... —Miró a su alrededor para comprobar si había alguien escuchando la conversación íntima que compartían y descubrió con alivio que los invitados se comportaban como si ellos no estuvieran allí—. No lo sé. No puedo explicarlo.
—Yo sí. Te resulta íntimo.
Olivia volvió a mirarlo a los ojos.
—No —explicó al tiempo que negaba con la cabeza—. Es solo más... informal, más familiar, y puesto que tú y yo somos... parientes, tiene mucho más sentido que me llames así.
Sam esbozó una sonrisa irónica.
—Pero también es más íntimo, y a mí me gusta. Por esa razón.
—Creo que me gustaría bailar ya —dijo Olivia, obligándose a sonreír con dulzura.
—De cualquier forma —continuó él, que pasó por alto el intento de cambiar de tema—, puesto que me lo has pedido amablemente, dejaré de llamarte Livi cuando haya otras personas delante. Del mismo modo, desde ahora en adelante nunca, jamás, volverás a llamarme «cuñado».
Eso la dejó desconcertada. Era su hermano político.
—¿De acuerdo? —insistió Sam.
Olivia se mordió el labio inferior durante un instante antes de acceder.
—De acuerdo.
—Y... —añadió él en voz más baja al tiempo que se acercaba a ella lo suficiente para que la falda del vestido rozara sus piernas—... cuando se dé una situación íntima en la que pueda llamarte Livi, tú me llamarás Sam. Nada de «cuñado», «milord» o «Excelencia», y jamás «Edmund». Solo Sam.
Olivia solo pudo mirarlo con la boca abierta.
—A menos —señaló él mientras se encogía de hombros y se echaba un poco hacia atrás— que prefieras dirigirte a mí con algún término cariñoso, en cuyo caso me sentiría de lo más... complacido.
¿Término cariñoso? ¿Complacido?
De pronto, Sam sonrió... esbozó una sonrisa arrebatadora que hizo que le temblaran las piernas.
—Bailemos, mi hermosa Olivia —dijo casi en un susurro.
Sin darle la más mínima oportunidad de protestar o decir nada, le quitó la copa de champán y la dejó junto a la suya, que ni siquiera había tocado, sobre una mesa que había a su derecha. A continuación le ofreció el brazo, y Olivia lo aceptó sin pensárselo dos veces.
La condujo hacia el centro de la pista de baile mientras ella plegaba el abanico. Instantes después se encontraba entre sus brazos y giraba al compás de un hermoso vals interpretado a la perfección.
Apenas era consciente de que había muchas personas observándolos, aunque supuso que debían de resultar una pareja bastante llamativa, en especial dada la estatura de su supuesto marido, a la cual, por suerte, podía ajustarse sin sentirse demasiado abrumada. Samson no apartaba la vista de ella mientras la guiaba al ritmo de la música. Era un bailarín maravilloso, y eso puso una vez más de manifiesto las diferencias entre ese hombre y su esposo. Edmund bailaba tan bien como cualquiera, pero Sam estaba concentrado, absorto en ella; su marido a menudo parecía pensar en otras cosas, como si hubiera preferido alternar con otras personas. Cuanto más conocía a ese hombre, más le preocupaba la relación que había mantenido con Edmund.
—Háblame de tu familia —le susurró Sam al oído.
Ella se echó un poco hacia atrás, sorprendida.
—¿De mi familia?
El hombre esbozó una sonrisa pícara.
—Digamos que estoy mucho más interesado en tu pasado que en los efluvios del perfume de la temporada.
Olivia sonrió.
—No son efluvios, querido, sino esencias.
—Ah. Sí, desde luego.
La hizo girar al compás de la música, aunque Olivia se dio cuenta de que cada vez se acercaban más a las puertas de la terraza, algo que la alegró sobremanera. Necesitaba con desesperación un poco de brisa fresca.
—Bueno, ya que hablamos del tema, ¿qué perfume llevas esta noche? —preguntó él momentos después.
Olivia sabía que le importaba un comino, pero se sintió agradecida por el cambio de tema y satisfizo su curiosidad.
—Llevo una base especiada de vainilla con un ligero toque cítrico para darle color.
—Mmm... Suena delicioso.
Ella se echó a reír y echó la cabeza hacia atrás, lo que la hizo quedar un poco más cerca de él: sus pechos se aplastaron contra su torso y los aros empujaron el vestido hacia atrás. Era indecente estar tan cerca, pero se negaba a apartarse de su poderoso abrazo. No tenía ninguna gana de moverse.
—Dime, Olivia, ¿te... bañas también con esas fragancias? —preguntó él con voz ronca.
Parpadeó con rapidez, escandalizada por el hecho de que él imaginara esas cosas, y lo golpeó levemente en el hombro con el abanico.
—Eso, querido «esposo», no es asunto tuyo —replicó con timidez. Estaba disfrutando muchísimo de su compañía y no podía borrar la sonrisa de sus labios—. Y me niego a permitir que me mordisquees el cuello para comprobarlo.
Tardó un momento en darse cuenta de lo que había dicho, y cuando lo hizo, fue como una bofetada en pleno rostro. Se quedó rígida y abrió los ojos de par en par en un gesto preocupado. Había ido demasiado lejos.
—Siento mucho...
—Limítate a bailar conmigo, Olivia —la interrumpió él con un tono pensativo, casi distante.
Sam había dejado de sonreír, pero no se había apartado de ella. A decir verdad, la sujetó con más fuerza mientras recorría con la mirada su rostro, su cabello, sus hombros y sus labios antes de volver a sus ojos. Parecía increíblemente poderoso, con músculos grandes y sólidos, mucho más fuertes de lo que ella había imaginado. Sus marcados rasgos faciales tenían un toque tosco, aunque en extremo atractivo. Irresistibles. Olivia se quedó sin aliento.
Sus movimientos se hicieron más lentos y se detuvieron al fin cuando el vals acabó minutos después, pero Olivia no pudo apartarse de él. Todavía no. Tomó aire para calmar los acelerados latidos de su corazón, pero siguió aferrada a él. Notaba el brazo que le rodeaba la cintura y la fuerte palma que apretaba su mano contra el pecho masculino. Descubrió que se había puesto el perfume que había creado para él y que le sentaba a las mil maravillas.
—¿Quieres que tomemos un poco de aire fresco? —preguntó él, interrumpiendo sus pensamientos con una delicada muestra de realidad.
Olivia se apartó al instante con las mejillas sonrosadas, el cuerpo acalorado y los sentidos agudizados hasta un punto que no lograba comprender. Cuando Sam le soltó la mano, parpadeó con rapidez, bajó la vista hacia el vestido y se alisó la falda, aunque más por librarse de ese instante de incomodidad que por cualquier otro motivo.
Entonces, como si las luces se hubieran apagado durante horas y brillaran en ese momento más que nunca, se dio cuenta de que estaban en la pista, rodeados de invitados que trataban de bailar a su alrededor.
—¿Damos un paseo, cariño? —inquirió a su vez, con la cabeza hecha un lío.
Con todo, enderezó los hombros para recuperar la compostura que no había llegado a perder del todo y estrujó el abanico contra el corpiño con ambas manos.
Habría jurado que Sam parecía a punto de partirse de risa. Lo veía en sus ojos.
—¿Vamos a la terraza, lady Olivia? —preguntó él con un consumado encanto.
Olivia esbozó una sonrisa tensa mientras se aclaraba las ideas.
—Desde luego. —Hizo una pausa antes de añadir en voz más baja—: A mi tía le encanta llamar la atención a su llegada, así que imagino que no tardará en aparecer... y preferiría demorar el momento de los saludos tanto como me sea posible.
Era una excusa de lo más pobre, pero él pareció aceptarla.
Sam esbozó una sonrisa atractiva y llena de buen humor.
—¿Temes que no esté a la altura de lo que se espera de un marido?
Ella le tomó del brazo y se volvió hacia las puertas de la terraza.
—Me niego a responder a eso.
Sam soltó una carcajada mientras la acompañaba al exterior.