CAPITULO 13
CLAUDETTE se paseaba por su sala de estar, completamente furiosa. Furiosa. Edmund nunca la había tratado con tanto desdén como la noche anterior. Se había comportado como de costumbre mientras bailaban... quizá un poco distante, aunque ella lo había achacado al hecho de que había regresado a París sin avisarla y se mostraba como un cachorrito malo con el rabo entre las piernas. Pero desatender una invitación nocturna a su habitación era lo peor que había hecho nunca. No le había negado los placeres del dormitorio ni una sola vez en todos los años que habían pasado desde que lo conocía. Descubrir a la una de la madrugada, después de una concienzuda búsqueda en el salón de baile, que se había marchado con su mujercita poco después de la medianoche la había enfurecido en extremo. No podía dormir ni comer, de modo que había vuelto a la suite del hotel poco antes de las ocho de esa misma mañana, algo que dejó boquiabiertos a los miembros de su personal de servicio.
Lo cierto era que debía de tener un aspecto espantoso, ya que el delicado peinado se había aflojado durante el viaje de vuelta en el carruaje y todavía llevaba el vestido de baile, ahora lleno de arrugas. Pero ¡tenía todo el derecho del mundo a enfadarse! Primero se había enterado de que Edmund había regresado a París sin consultárselo y luego lo había descubierto en la terraza a solas con su esposa, ¡charlando como dos tortolitos, como si no existiera nadie más en el mundo! Si bien en alguna ocasión había sentido celos de Olivia, no eran nada comparable con el torbellino de emociones que la había embargado al descubrirla junto a Edmund, con las cabezas unidas como si mantuviesen una conversación de lo más íntima. Nunca había visto a Edmund tan interesado en nada de lo que Olivia tuviera que decirle, y cuando los encontró a la luz de la luna tuvo que reprimir el impulso de despellejar a esa pequeña zorra con las uñas. Le habían dado tentaciones de acercarse a Edmund y besarlo apasionadamente delante de los hermosos e inocentes ojos de su sobrina para reclamarlo y hacerle saber de una vez que el hombre con quien se creía casada tenía dueña desde hacía muchos años. Por desgracia, los buenos modales se impusieron y logró contenerse, recordándose con eufórica satisfacción que Edmund podía fingir interés por Olivia, pero que era en su cama donde se despertaría al amanecer.
La estocada final había sido averiguar que él no tenía la menor intención de satisfacer sus exigencias sexuales esa noche.
En ese momento, después de lo que no podía tomarse más que como un rechazo deliberado y cruel, no sabía qué hacer. Necesitaba hablar con él, descubrir cómo le habían ido las cosas en Grasse hasta la llegada de Olivia y qué había ocurrido exactamente entre ellos durante esos días para que la tratara con tanta desconsideración. La explicación que le había dado sobre hacer las paces con su supuesta esposa y regresar con ella a París tenía sentido, pero... resultaba extraña. Edmund nunca hacía nada sin su consentimiento o sin informarla primero al menos, en especial algo tan importante y delicado como eso. Pero lo más significativo era que Claudette sabía sin el menor género de dudas que era imposible que hubiera terminado con el cortejo de la heredera Govance.
Después de varias horas de cuidadosa reflexión, decidió que no tenía más remedio que enfrentarse a él en Nivan, donde a buen seguro estaría en esos momentos, acurrucado en la cama de su sobrina. Por Dios, no sabía cómo hacer las cosas sin contárselo todo a Olivia, sin revelar que formaba parte de aquel extraordinario fraude. Deseaba hacerlo, pero ¿qué ocurriría después? ¿Dónde la dejaría eso? En prisión, lo más seguro; y se negaba en rotundo a acabar en esa situación. Con todo, Olivia necesitaría alguna prueba de su participación, y su sobrina aún se creía casada con Edmund, ya que en caso contrario no se habría mostrado tan cordial ni tan afectuosa con él la noche anterior.
Aun así, a partir de ese momento tendría un solo objetivo en mente: reunirse con Edmund y cerciorarse de que no había decidido acostarse con la pequeña y encantadora Olivia. Y la única forma de estar segura de ello era aparecer de improviso en casa de su sobrina.
La tienda estaba sospechosamente vacía cuando llegó. Normand se encontraba en su puesto habitual, junto a la vitrina delantera, repasando las facturas o algo por el estilo. El hombre levantó la vista cuando se abrió la puerta y la miró de hito en hito, tan estupefacto al parecer como sus criados por el hecho de verla despierta y paseándose por la ciudad antes de la hora del almuerzo.
—He venido a visitar a la feliz pareja —dijo con una sonrisa arrogante.
El hombre cerró la boca de inmediato, y también el libro de contabilidad. Después de echar un rápido vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaban solos, se alejó de la vitrina para caminar hacia ella.
—Madame comtesse, hoy está maravillosa —dijo al tiempo que honraba su presencia con una pequeña reverencia.
Claudette soltó un bufido; sabía que tenía un aspecto horroroso debido a la falta de sueño y de su aseo matinal, pero no tenía tiempo para discutir ese ridículo comentario. Plegó la sombrilla con furia.
—Sé cómo llegar hasta sus dependencias, Normand.
—Oh, por supuesto, madame —masculló el vendedor, que se enderezó de inmediato y enlazó las manos a la espalda—. Pero me temo que no los encontrará aquí.
Claudette dio un respingo y clavó la vista en el hombre.
—¿Qué es lo que ha dicho?
Normand se encogió de hombros.
—Ella no está aquí. Cuando llegué esta mañana, madame Carlisle ya había salido.
—¿Ha salido? —Claudette entrecerró los párpados con aviesas intenciones—. ¿Para qué ha salido? ¿Dónde?
El hombre frunció el entrecejo.
—No tengo ni la menor idea, aunque era bastante obvio que tenía prisa. Además, pidió que le bajaran el equipaje y llevaba una maleta bastante grande.
La frente de Claudette se llenó de arrugas.
—¿El equipaje? ¿Y a qué hora fue eso, querido Normand? —inquirió con exagerada dulzura.
—Bueno, pues sobre... las nueve o así.
—Las nueve —repitió ella. Al ver que Normand no añadía más, preguntó—: ¿Su marido está solo arriba, entonces?
Él negó con la cabeza.
—No, en realidad salió justo después que ella.
¿Se le había escapado? Sin hacer el menor intento ya por ocultar su irritación, Claudette extendió los brazos a los lados y golpeó la vitrina de cristal con la sombrilla.
—Bien, no me haga esperar, ¿adonde fueron?
Normand soltó una exclamación ahogada de fingido horror y después colocó la palma de su mano sobre la carísima camisa de lino.
—Como comprenderá, madame comtesse, no tenía derecho alguno a preguntárselo.
Claudette notó que su rostro se ruborizaba con renovada furia. Nada le habría proporcionado más satisfacción que estrangular a ese hombre para arrancarle la información. Esa pequeña hormiga... No obstante, antes de que pudiera dar comienzo a la retahíla de comentarios mordaces, la puerta principal se abrió a su espalda y entraron dos damas, madre e hija, charlando y riendo, lo que interrumpió su delicado interrogatorio.
Normand compuso una expresión agradable y centró su atención en ellas.
—Madame y mademoiselle Tanquay. Es un enorme placer verlas esta encantadora mañana. Estaré con ustedes en un momentín.
Claudette no tenía tiempo que perder.
—Normand...
—Madame comtesse —la interrumpió al tiempo que se volvía de nuevo hacia ella—, ¿puedo hablar con usted un instante en el salón?
Durante un segundo, Claudette se quedó muda de asombro, pero después se recuperó y sonrió con aire satisfecho al darse cuenta de que tal vez quisiera compartir con ella alguna información importante.
—Por supuesto —contestó con la barbilla en alto y los hombros erguidos antes de encaminarse hacia allí.
Normand le pisaba los talones y, tan pronto como entraron en el salón, Claudette se volvió hacia él con aire majestuoso y expresión impaciente.
—¿Qué tiene que contarme, Normand? —inquirió con tono brusco.
El hombre se tomó su tiempo. Se frotó la mandíbula con la palma de la mano mientras echaba un vistazo por encima del hombro hacia las cortinas de terciopelo rojas, parcialmente abiertas, para vigilar a las dientas, que en esos momentos estaban absortas en los saquillos perfumados colocados en el estante situado detrás de la vitrina.
Claudette aguardó con creciente irritación. Sabía que la aparente renuencia a hablar de Normand era deliberada y que estaba destinada a provocarle cierta expectación... A buen seguro esperaba recibir una recompensa. Era un hombre detestable.
Por fin, Normand le concedió toda su atención.
—Tengo cierta información... —dijo en voz baja.
—De eso no me cabe duda —le espetó ella—. No creerá que he accedido a venir a este espantoso salón rojo para conseguir una copa de champán o para charlar con usted sobre las fragancias de la temporada...
Ese comentario arrogante no lo amedrentó ni lo más mínimo.
—... por la que tendrá que darme una compensación económica, desde luego —finalizó con una sonrisa complaciente.
Normand la hormiga. Siempre tan predecible...
—¿De qué se trata?
El hombre cruzó los brazos sobre el pecho y se acercó un paso a ella.
—Me gusta especialmente el brazalete de diamantes que lleva puesto.
Claudette siguió la mirada del vendedor hasta su muñeca izquierda, donde la pulsera de exquisitas piedras de veinte quilates que le había regalado su primer marido quince años atrás brillaba en todo su esplendor. Era con mucho su mejor joya, y solo se la ponía en ocasiones elegantes, como el baile de la noche anterior. Esa insinuación, el hecho de que Normand creyera que consideraría siquiera la idea de entregársela, la dejó sin palabras.
—No puede hablar en serio —señaló, estupefacta—. Debe de haber perdido la cabeza si cree que voy a entregarle los diamantes... estos diamantes nada menos... a cambio de un poco de información, Normand.
El hombre soltó un suspiro exagerado y sacudió la cabeza mientras bajaba la vista hasta la punta de uno sus brillantes zapatos negros, que no dejaba de mover sobre la alfombra.
—Creo que yo me lo pensaría mejor si estuviera en su lugar, madame. La... información... que poseo es muy, muy valiosa. —Volvió a mirarla a los ojos—. Al menos para usted.
Por primera vez desde que lo conocía, Normand consiguió desconcertarla por completo. Claudette no lo había visto nunca tan arrogante, tan seguro de llevar las riendas, como en ese instante.
—¿Qué es lo que quiere, Normand? —preguntó con mucha cautela, dejando claro con la seriedad de su voz y la rigidez de su postura que no permitiría que jugara más con ella.
El hombre volvió a echar un vistazo por encima del hombro, evasivo. Después, se inclinó hacia delante y murmuró:
—Creo que preferiría que me entregara el brazalete primero.
Claudette no podía dar crédito a semejante insolencia. Ladeó la cabeza antes de esbozar una sonrisa desdeñosa.
—Dígame dónde están y adonde han ido y tal vez me lo piense.
Normand se echó a reír por lo bajo y comenzó a rascarse las patillas.
—Ay, madame comtesse, sé mucho más que eso.
Atónita una vez más, Claudette parpadeó con rapidez y lo miró de arriba abajo con una mueca de desprecio e incredulidad.
—¿El brazalete? —pidió de nuevo el hombre, que extendió el brazo hacia ella con la palma abierta.
Deseaba asesinarlo... pero no antes de haber descubierto lo que sabía; su sonrisa satisfecha revelaba por sí sola la importancia de la información que tenía en su poder, y eso era de lo más significativo. Jamás le habría pedido algo de tanto valor personal para ella sin una buena razón. Tal vez fuera un asqueroso bastardo, pero no era estúpido.
Tras arrojar el parasol al sofá de terciopelo que había a su espalda, Claudette se arrancó los diamantes de la muñeca.
—Sabe que lo recuperaré —le advirtió, fulminándolo con la mirada—. Y haré que lo arresten por robo.
—No, creo que no —replicó él de inmediato con tono despreocupado—. Lo habré desmontado y vendido por piezas antes del mediodía. Tengo... conocidos, digámoslo así, que se encargan de esas cosas. Por una pequeña cantidad de dinero, desde luego.
Lo odiaba. Lo odiaba de verdad. Con los rasgos tensos a causa de la furia, Claudette le arrojó el brazalete con fuerza y le dio en el pecho, aunque él lo atrapó sin problemas con una mano.
—Empiece a hablar —exigió entre dientes al tiempo que apretaba los puños a los costados.
El hombre aguardó, desafiándola a propósito mientras alzaba la joya para inspeccionarla; cada diamante reflejaba la luz del sol que entraba por una ventana cercana mientras él lo hacía girar entre el dedo índice y el pulgar.
—Normand, le juro que...
El vendedor cerró la mano en torno al brazalete y sonrió.
—Tal vez quiera sentarse.
Claudette se inclinó hacia él.
—Dígamelo ahora mismo, pequeño sapo, o le juro por Dios que le atravesaré la garganta con la sombrilla y dejaré que se desangre hasta la muerte sobre esta horrible alfombra roja.
La amenaza ni siquiera lo hizo parpadear.
—Apostaría esta preciosa pieza de orfebrería a que ambos están ahora de camino a Grasse.
Claudette soltó una exclamación ahogada y lo miró con la boca abierta.
—¿Eso es todo?
—Nooo...
Estaba a punto de explotar, y el hecho de que él fuera consciente de ello no hacía sino empeorar las cosas.
—Piénselo, madame comtesse —continuó en voz baja; entrecerró los ojos mientras y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta del traje—. ¿Por qué cree que viajan hacia Grasse?
Algo extraño comenzó a roerle las entrañas y la hizo vacilar; algo que todavía no lograba definir.
—¿Por qué cree usted que van hacia allí, Normand? —replicó con voz tensa.
Él respiró hondo y se meció sobre los pies.
—Creo que van de camino hacia allí para enfrentarse al hombre al que Olivia considera su marido y que en estos momentos trata de seducir a Brigitte Marcotte de Govance.
Claudette se limitó a mirarlo y sacudió la cabeza muy despacio, perpleja. Luego, como si del estallido de un trueno cercano se tratara, la verdad penetró en su cabeza. Se apartó del hombre de un salto con los ojos abiertos como platos y estupefacta más allá de toda explicación, atrapada en una tormenta de la más pura incredulidad.
—Ay, Dios mío... —susurró mientras la habitación comenzaba a dar vueltas a su alrededor.
—¿Quiere sentarse ahora? —preguntó Normand con tono afable.
Claudette no podía respirar, no podía hablar. Sintió que se le doblaban las piernas y, cuando dio un paso atrás, se pisó el dobladillo del vestido y cayó sobre el sofá. La carísima sombrilla quedó aplastada bajo su trasero, pero ella ni siquiera se dio cuenta.
Tardó largos y dolorosos segundos en asimilar ese giro tan inesperado y peligroso de los acontecimientos. Clavó la vista en la alfombra, presa de los temblores, y comenzó a sudar cuando empezó a entender lo que había ocurrido a su alrededor sin su conocimiento, sin que se diera cuenta; cuando comenzó a comprender lo que ocurriría en Grasse mientras ella permanecía allí sentada en la ignorancia, encajando las piezas de aquella terrible revelación.
Samson estaba allí. Había ido a Francia en secreto a petición de Olivia, o puede que incluso con ella. La joven había ido sola en busca de su descarriado marido, pero no a Grasse como ella había supuesto, sino a Inglaterra, y había regresado con Sam en vez de con él.
Samson y Olivia.
Santa madre de Dios...
Alzó la vista hacia Normand, que seguía igual que antes, tamborileando en el suelo con las puntas de los pies y con una sonrisa satisfecha en su despreciable boca.
—Usted lo sabía.
Él se encogió de hombros.
—Lo suponía.
Jamás había experimentado una mezcla de sensaciones como la que la embargaba en esos momentos: confusión, frustración, miedo y pura rabia. Sobre todo rabia, en especial contra sí misma por haber sido tan mema para no percatarse de lo que había ocurrido delante de sus narices en los últimos días.
Debería haber descubierto la farsa, tal y como lo había hecho Normand, y mucho más rápido. Debería haberlo sabido. Todas las señales estaban presentes: las excelentes aptitudes de Sam para el baile, el cabello más corto, su falta de interés cuando flirteaba con él y el momento íntimo que había compartido con su sobrina en la terraza. Por Dios, ¡si hasta lo había invitado a su habitación! No era de extrañar que hubiera huido. Estaba claro que había quedado como una estúpida delante de todo el mundo, y sin duda Samson lo había disfrutado más que nadie.
—¿Cuándo? —consiguió pronunciar con voz rota—. ¿Cómo se dio cuenta, Normand?
—Monsieur? Le parfum, s'il vous plaît?
Normand se volvió hacia la voz que los había interrumpido y se quedó tan sorprendido al ver a las dos damas que se hallaban tras él como ella misma.
Una furia irracional se apoderó de Claudette.
—Está ocupado —señaló con un tono airado que pareció traspasar las paredes.
Las mujeres la miraron de hito en hito. Normand se interpuso entre ellas para solucionar el asunto.
—Denme un momento, por favor, señoras. Elijan cualquier fragancia o artículo que quieran y, a cambio de su paciencia, yo les restaré la mitad del precio de venta.
No le dieron las gracias por su generosidad, pero tampoco se marcharon de la tienda. Claudette hizo caso omiso de su presencia cuando las damas titubearon unos instantes antes de acercarse de nuevo a las vitrinas sin dejar de susurrar.
Normand volvió a clavar la vista en ella con los ojos entrecerrados en un gesto de fastidio.
Claudette tampoco le prestó atención a eso.
—¿Cómo lo adivinó? —repitió, aunque ya había recuperado un poco de sensatez.
El hombre suspiró.
—En primer lugar, la llamó Livi...
—Edmund detesta los sobrenombres cariñosos —intervino ella al tiempo que aferraba la falda del vestido con ambas manos.
—Sí, lo sé —le aseguró Normand con tono frío—. Eso despertó mis sospechas de inmediato. Pero también había algo más... «sutil» entre ellos.
—¿Qué? —lo presionó Claudette con la frente arrugada.
El vendedor sonrió con malicia, disfrutando en extremo con toda aquella situación.
—Su forma de mirarla.
—¿Su forma de mirarla?
—Yo diría —comenzó con regocijo al tiempo que se inclinaba hacia ella—, que parecía hechizado por su sobrina. Y Olivia por él.
Claudette notó que se ruborizaba, que el sudor humedecía su labio superior y que su corazón comenzaba a latir más aprisa.
Esto no puede estar ocurriendo, pensó.
Por primera vez en su vida, creyó que se desmayaría de verdad. El salón rojo comenzó a girar a su alrededor en un torbellino carmesí que le produjo náuseas. Se sentía mareada en medio de aquel calor agobiante, dentro del ceñido y pesado vestido.
Cerró los ojos para respirar tan profundamente como le fue posible un par de veces e intentó concentrarse, recuperar el control de sus sentidos y de sus pensamientos, digerir aquella inesperada revelación y las posibles consecuencias que tendría para ella e incluso para Edmund. Para ambos como pareja. Todo había cambiado y necesitaba pensar, tomar una buena decisión ahora que Sam y Olivia estaban al tanto de la mayor parte de su estratagema, sino de toda ella. Todo había cambiado, y no podía reflexionar acerca de las opciones que tenía en ese lugar, con la pequeña hormiga observando cada uno de sus movimientos.
Haciendo gala de un gran aplomo, levantó los párpados para mirar a Normand una vez más. Él no había apartado la mirada de ella, aunque su expresión en ese momento era de curiosidad y no de insolencia, como la que mostraba instantes atrás. Le sonrió con cinismo mientras recuperaba la compostura. Después, se puso en pie muy despacio para enfrentar su mirada atrevida con una similar de cosecha propia y se alisó la falda antes de apartarse el cabello de la frente, todavía cubierta de sudor.
—Bueno —dijo con tono práctico—, supongo que tendré que prepararme para un viaje a Grasse.
Normand sonrió con desdén y comenzó a mover las puntas de los pies una vez más.
—Me consta que monsieur Carlisle estará encantado de verla.
Claudette enarcó una ceja.
—De eso no me cabe la menor duda —replicó.
—Además, tengo dientas que precisan mi atención —añadió el hombre—. Más tarde buscaré a alguien que se encargue de vender los diamantes.
Lo había dicho por puro despecho, para recordarle cuánto le había costado conocer los detalles que le permitirían estar un paso por delante de todos los demás. A decir verdad, había sido un precio pequeño a pagar por semejante información: Samson y la encantadora y dulce Olivia no tenían ni la más mínima idea de que ella estaba al corriente de todo.
Claudette estiró el brazo hacia atrás para coger su parasol. Luego, se acercó hasta Normand con un par de pasos.
—Disfrute del dinero que consiga con la venta de la pulsera, Normand. Tengo la certeza de que lo gastará con prudencia.
El hombre asintió con la cabeza.
—De eso puede estar segura, madame comtesse. Le deseo un viaje tranquilo y fructífero.
Con absoluto regocijo, Claudette le clavó la sombrilla en la punta del pie y apretó con fuerza sobre sus dedos.
—Eres un cabrón, Normand.
Y tras eso se alejó de él. Pasó por alto el atormentado jadeo del hombre y el enrojecimiento de su rostro mientras atravesaba el salón de Nivan en dirección a la puerta principal.