CAPITULO 11
LA impresión que le había causado verla de nuevo comenzaba a disiparse; algo de lo más conveniente, ya que necesitaba concentrarse para seguir adelante con la farsa. Claudette aún no había descubierto su identidad, o al menos eso creía. No obstante, era imposible predecir cuándo lo averiguaría. A decir verdad, no la había visto en diez años, pero dejando a un lado su innegable inteligencia, Claudette era una mujer astuta y manipuladora por naturaleza que siempre esperaba cierta hipocresía por parte de las demás personas y se jactaba de descubrirla sin problemas. En esos momentos, mientras caminaba con ella del brazo, el recogido de rizos rubios que se había hecho en la coronilla le rozaba la barbilla y su intenso perfume de rosas le llenaba las fosas nasales.
Rosas. Claudette siempre olía a rosas, y siempre relacionaría esa esencia con ella. El aroma le resultó nauseabundo, en especial mezclado con la densa neblina de humo y el calor agobiante que reinaban en el salón de baile. Había mucha más gente que cuando llegaron y eso dificultaba en gran medida el trayecto hacia la pista, pero la dama esperaba que charlara con ella, que la cortejara. Y con tanto en juego, Sam decidió que era preciso ser algo más que convincente. Esa noche necesitaba ser Edmund.
—Hueles de maravilla —le susurró al oído después de inclinarse hacia ella.
Claudette levantó la cabeza y le sonrió con picardía.
—Mi querido Edmund, siempre tan halagador...
—Solo cuando se merece —admitió con jovialidad y una sonrisa natural que lo dejó perplejo hasta a él.
La mujer soltó una carcajada.
—Bailemos, cielo. Tenemos mucho de lo que hablar.
Sam sabía que esa actitud alegre expresaba un estado de ánimo que no era real. Habían pasado muchos años, pero recordaba su temperamento a la perfección. Su aparición esa noche la había puesto furiosa, y también sentía celos de Olivia, algo que él encontraba extrañamente divertido y sospechoso a un tiempo. Era obvio que mantenía algún tipo de relación con su hermano, aunque no sabía cuál ni hasta dónde llegaba.
Alcanzaron por fin el centro de la pista de baile y, sin vacilar ni mediar palabra, Sam se volvió y tomó entre sus brazos a la mujer que en cierta época fuera su amante, la mujer que había convertido su vida en un escándalo muchos años atrás. Ella no tardó en ir al grano.
Plantó una falsa sonrisa en sus labios pintados y lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué has vuelto a París? Es imposible que hayas terminado ya con la heredera Govance.
Sam deseó saber quién era la «heredera Govance» y dónde vivía, pero la pregunta de Claudette le dio a entender que Edmund se había marchado de la ciudad para cumplir sus órdenes y que probablemente estaría cortejando a otra incauta mujer para hacerse con su fortuna. Algo que no lo sorprendía ni lo más mínimo.
—Olivia me encontró —respondió con aire despreocupado—. Y como podrás suponer, no podía explicarle que aún no había acabado con... mi obligación, por decirlo de alguna manera.
Ella dejó escapar un resoplido que agitó el cabello de su frente.
—¿Y qué le dijiste? Debía de estar furiosa contigo.
Sam esbozó una sonrisa torcida.
—En realidad, le dije muy poco.
—Pero ¿qué le dijiste con exactitud?
Aunque había utilizado un tono amargo y cortante, no había perdido la sonrisa. Si había algo que recordaba de Claudette era que siempre, en todo momento, necesitaba llevar las riendas de la situación. Que se mostrara tan irritada ante sus evasivas, sin mencionar que había regresado sin dárselo a conocer, significaba que se retorcía de furia por dentro. Sam podía percibir su ira en la forma en que le clavaba las uñas en el hombro y en el hecho de que le apretaba la otra mano hasta un punto rayano en el dolor.
En beneficio de todos aquellos que bailaban a su alrededor, rió por lo bajo como si ella hubiera dicho algo divertido y deseó que su explicación sonara plausible.
—Le dije que, siendo tan estúpido como soy, perdí la mayor parte del dinero en las mesas de juego y temía regresar a su lado. Le dije que semejante flaqueza era un defecto de familia, pero que seguía adorándola. Y después le pedí que me perdonara.
Claudette soltó un bufido muy poco femenino y, por primera vez, su rostro se arrugó en un gesto de desagrado. Por sorprendente que pareciera, después de todo ese tiempo seguía considerándola una mujer hermosa, aunque en esos momentos no se sentía en absoluto atraído por sus encantos.
—¿Y te creyó?
Sam le guiñó un ojo.
—Estoy aquí, ¿verdad? —murmuró.
Ella no apartó la vista de su rostro y sus ojos se entrecerraron en un gesto de sospecha.
—¿Sigue enamorada de ti? —inquirió con tono suave, aunque no logró evitar que su voz revelara un cierto matiz de inseguridad.
Sam notó el martilleo de su corazón en el pecho. Deseaba gritarle con furia, explicarle con enorme regocijo que Olivia, su queridísima sobrina, no podía estar enamorada de su supuesto marido y besarlo a él de la forma en que acababa de hacerlo. Y por raro que pareciera, darse cuenta de ello lo calmó por dentro, lo tranquilizó de tal manera que pudo ofrecerle una sonrisa genuina a la dama.
—Eso creo, madame comtesse. Pero ¿no era eso lo que querías?
Durante algunos segundos, mientras la hacía girar con maestría por la pista al compás del vals, Claudette se negó a responder, aunque él sabía que su mente hervía con distintas ideas y preocupaciones. Parecía más vieja; las finas líneas de su rostro se veían más pronunciadas, casi flagrantes bajo la brillante luz, a pesar de que los cosméticos que se había aplicado lograban ocultar en parte algunos de los delatadores signos de su edad. No obstante, quizá él la observase con un ojo demasiado crítico. Sin duda, los ingenuos infelices que la miraban veían en ella a una mujer rubia de generoso busto y con el rostro de un ángel. Eso mismo había visto él el día que la conoció.
—No me gusta nada que hayas regresado sin consultármelo, querido —ronroneó al fin, devolviéndolo a la realidad con sus palabras.
Sam frunció el ceño y le acarició la espalda con la yema de los dedos.
—Claro que no... Siento muchísimo haberlo hecho.
—¿Por qué no me lo dijiste?
El famoso lloriqueo de Claudette. Eso sí que no lo había echado de menos en todos esos años. Tras tomar una profunda bocanada de aire, replicó:
—Porque Olivia no se ha apartado de mi lado desde nuestro regreso, y está claro que no podía decirle que iba a hacerte una visita. Sin duda, eso habría despertado sus sospechas.
Ella suspiró y comenzó a aminorar el ritmo de los pasos de baile cuando la pieza, expertamente interpretada por la orquesta, llegó a su fin.
—De cualquier modo, me gustaría que me aclararas qué hacías hace un momento en la terraza con mi adorable sobrina, Edmund. Parecíais absortos en una... conversación íntima. —Muy despacio, aceptó el brazo que le ofrecía para dirigirse a la mesa del bufet—. Me dio la impresión de que algo había cambiado entre vosotros dos.
Ese sí que es el eufemismo del siglo, se dijo Sam.
—Bobadas... Bailamos y ella tenía calor, así que la llevé fuera para que tomara un poco de aire fresco. ¿Por qué lo preguntas?
Era estupendo poder ponerla a la defensiva por una vez.
Ella le dio un apretón en el brazo y entornó los párpados mientras aceptaba la copa de champán que le ofrecía.
—Estoy celosa, cariño.
Sam sintió que parte de la tensión de su espalda cedía y se echó a reír. Con que celosa... Solo cuando algo interfiere con tus calculados planes, pensó. Se inclinó hacia ella y le susurró:
—Zorra astuta...
Claudette soltó una carcajada.
—No sabes hasta qué punto.
Sam la miró a los ojos.
—¿No? Te conozco muy bien, ¿o acaso lo has olvidado, queridísima tía?
Insegura, Claudette perdió la sonrisa y parpadeó con rapidez unas cuantas veces antes de apurar el contenido de su copa de champán y coger otra. Sam se mantuvo firme, a la espera, deseando poder ser más directo con ella sin despertar sus recelos.
Al final, Claudette se acercó un poco más y lo agarró de un codo para arrastrarlo lejos de la multitud, hacia las ventanas abiertas.
—He oído que duermes con ella en su casa —murmuró. Luego, con un suspiro exasperado, añadió—: Creí que teníamos un acuerdo, Edmund.
Sam no llegaba a imaginarse cuál era ese acuerdo, pero lo más importante era que al parecer Olivia y él estaban siendo vigilados por alguien que le pasaba información a Claudette. Eso le resultó un tanto turbador, aunque nada sorprendente.
—¿Edmund?
—Por ahora duermo en su habitación de invitados —admitió con un encogimiento de hombros. «Por ahora.» No pudo evitar sonreír ante la fascinante idea de cambiar esa circunstancia—. No creo que Olivia esté dispuesta a aceptar un tipo de relación más íntima.
Claudette pareció relajarse.
—No puedes consumar tu relación con ella, Edmund —confesó con el primer signo de verdadera preocupación—. Ya hemos hablado de las posibles consecuencias, y creo que estas serían incluso peores ahora que has regresado. Olivia querrá meterte en su cama, pero debes mostrarte firme. ¿Seguimos estando de acuerdo en este tema?
Sam se sintió como si le hubieran dado una patada en el estómago y le hubieran sacado el aire de los pulmones con la fuerza de un millar de caballos.
Su hermano no se había acostado con Olivia. O al menos Claudette creía que no lo había hecho. ¿De verdad Edmund podía ser tan imbécil? ¿O tan inteligente? Parecía lógico, tanto para uno como para otro, mantener abierta la opción de la anulación en caso de que presentaran su licencia matrimonial como legítima, y en ese sentido Edmund le había hecho un tremendo favor a Olivia. Si uno podía llamarlo así. También podía darse el caso de que su hermano se mantuviera fiel a Claudette por amor, aunque dadas las pasadas experiencias Sam dudaba de que eso fuera cierto. Quizá Edmund solo quisiera evitar el riesgo de dejar embarazada a Olivia, una posibilidad mucho más probable. En lo que a Claudette se refería, o bien no quería que consumaran el falso matrimonio porque sentía cierto afecto familiar por su sobrina o bien tenía razones de tipo mucho más personal, algo que a Sam le parecía mucho más factible. Lo que más le había sorprendido era que Edmund no hubiese querido acostarse con la mujer que lo consideraba su esposo. Olivia se habría entregado a él de buena gana; si no por el placer, sí porque era su obligación. Debía de haber sido su hermano quien rechazara las relaciones íntimas. Edmund y Claudette estaban juntos en esto. Edmund y Claudette, como siempre.
Aun así, no podía deshacerse por completo de la irritante idea de que Olivia estaba involucrada en la farsa y de que ellos tres estaban tratando de engañarlo para hacerse con su dinero y llevarlo a la ruina. Existía la posibilidad de que Olivia le hubiera dicho a su tía quién era él antes de la fiesta de esa noche. El recelo que le despertaban su hermano y Claudette siempre le había llevado a considerar la peor de las posibilidades. Y lo molestaba en extremo no conocer a Olivia lo bastante bien para confiar en ella. Lo había besado con pasión, pero ¿sería capaz de actuar tan bien? No lo sabía.
Por el amor de Dios, ¿qué diablos debo creer?, se preguntó.
La incertidumbre provocada por el millar de implicaciones posibles debió de reflejarse en su expresión.
—Veo que te he dejado perplejo —comentó Claudette con una mueca torcida en los labios que no la favorecía en absoluto—. Me lo esperaba. Sé que jamás deseaste hacerle el amor antes, pero al veros esta noche en la terraza... bueno... —Se recogió las faldas de satén rosa y las sacudió un poco—. Supongo que me he dejado llevar por la imaginación.
Sam estaba bastante seguro de que no los había visto besarse ni había escuchado la conversación, ya que de lo contrario se habría puesto mucho más histérica.
—Sabes que no la deseo —dijo en voz baja, aunque le resultó difícil no atragantarse con semejante afirmación—, pero hay que guardar las apariencias.
—Por supuesto. —Sus ojos se iluminaron mientras daba cuenta del contenido de la segunda copa de champán con tres enormes tragos—. Cielos, parece que tú también necesitas un poco de champán, cariño —dijo con tono afectuoso al tiempo que le daba un golpecito en la mejilla. Después se puso de puntillas para susurrarle al oído—: Me quedaré a pasar la noche en la habitación de huéspedes de la segunda planta, en la esquina del ala este. Te veré allí más tarde. —Y sin esperar respuesta, se separó de él—. Estoy segura de que tu adorable esposa ya te echa de menos, Edmund, y yo debo relacionarme con los demás. —Se pasó la mano por la nuca—. Ya charlaremos con más calma en otro momento. Estoy impaciente por oírte hablar de tus últimos viajes —le aseguró.
Luego, tras recogerse la falda, se dio la vuelta y se marchó.
Sam no dejó de contemplar su espalda hasta que ella desapareció entre la multitud. Después, presa de una súbita desesperación, fue en busca de un trago de whisky.