CAPITULO 04
OLIVIA llamó con impaciencia a la puerta principal del número 2 de Parson Street con la invitación en la mano. No estaba segura de si esa era la residencia del duque de Durham o tan solo la de un amigo con el que se alojaba mientras estaba en la ciudad. Lady Abethnot le había contado que el hombre pasaba la mayor parte del año recluido en la propiedad que tenía en Cornwall, cerca de Penzance. No obstante, le había enviado una nota escrita a toda prisa para invitarla a cenar allí y discutir sobre «la delicada situación que atravesaban», fuera cual fuese, de modo que ella había aceptado de inmediato. Si la cena estaba incluida, mejor que mejor.
Lo primero que la invadió al ver la enorme casa de piedra fue una sensación de asombro ante el hecho de que alguien pudiera «esconder» una vivienda de tal tamaño y belleza en mitad de una ajetreada calle de la ciudad. Por supuesto, el dueño de la casa vivía en un barrio muy bueno, pero su aparente modestia estaba garantizada sin duda por la manera en que el edificio parecía esconderse tras la hilera de árboles y arbustos recortados, que flanqueaban el sendero de adoquines desde el borde del camino en el que ella se había apeado del carruaje enviado por el duque hasta la entrada iluminada por faroles de gas. Los aromas de la primavera impregnaban el aire y los insectos zumbaban con la llegada del crepúsculo. Olivia inhaló profundamente para saborear el sutil perfume de una amplia variedad de rosas, al que se sumaban el de los enebros y el de la lluvia. Esos olores, tan embriagadores y refrescantes, le habrían provocado una sensación de calma y tranquilidad... de no haber sido por lo nerviosa que la ponía volver a ver a ese hombre.
La puerta se abrió en ese preciso momento, sacándola de sus cavilaciones. Enderezó la espalda de manera instintiva para saludar al mayordomo, ataviado con un atuendo formal en blanco y negro, pero antes de que pudiera abrir la boca o entregarle la tarjeta de invitación, el hombre se inclinó en una ligera reverencia.
—Lady Olivia —dijo con unos labios anchos y gruesos que apenas se movían—. Su Excelencia la espera en el comedor.
—Gracias —replicó ella, y se adentró en la casa en cuanto el mayordomo se hizo a un lado para permitirle el paso.
No se había puesto chal, ya que había hecho bastante calor durante el día, así que lo único que le entregó al criado fue su sombrero. Después, se colocó bien los mechones que se le habían soltado de la masa de rizos recogida en la coronilla.
—Sígame, por favor —le pidió el mayordomo, que todavía no le había dicho su nombre, antes de darse la vuelta para guiarla a través de un oscuro pasillo.
Olivia no vaciló; no tenía ningún miedo. Puede que estuviera nerviosa, pero no asustada. Alzó la barbilla, enderezó los hombros y caminó con aplomo por el carísimo suelo de mármol cubierto con alfombras persas en tonos verde oscuro y borgoña. El interior de la casa la asombró aun más que el exterior: estaba decorada con distintos matices de dorado, rojo y bronce, e incluía al parecer una gran colección de muebles importados y accesorios de un estilo decididamente masculino. Si algo podía decirse del duque de Durham (o tal vez de su amigo) era que tenía un gusto exquisito y muchísimo dinero. También olía bien, aun sin colonia, algo que nunca había notado en un hombre con anterioridad. Todos los que conocía utilizaban perfume, incluso Edmund.
Se reprendió a sí misma por tan ridículos pensamientos. No entendía por qué demonios pensaba en su olor en esos momentos. Esa noche necesitaba, más que ninguna otra cosa, centrarse en sus objetivos.
Dado que le habían robado los fondos de la compañía, se concentró en el precario futuro de Nivan y se obligó a prepararse para la entrevista que se avecinaba mientras entraba en el comedor. El aroma de las naranjas y el venado asado la asaltaron de inmediato, al igual que la agradable atmósfera creada por las gruesas alfombras de color borgoña, las paredes pintadas en tonos verde-azulados y marrones, los brillantes muebles de madera de cerezo y la calidez del pequeño fuego que ardía en la chimenea.
Después vio al duque y su corazón se detuvo... antes de comenzar a latir a un ritmo frenético, presa de una pizca de desconcierto e incertidumbre.
Concéntrate, concéntrate, concéntrate..., se dijo.
El duque de Durham se hallaba junto al fuego, con un codo apoyado sobre la gruesa repisa de roble y una copa de un líquido ambarino entre sus largos dedos; tenía la otra mano metida en el bolsillo de los pantalones, con lo que la chaqueta de la levita quedaba apartada de su cuerpo. Olivia demoró su mirada primero en la camisa de seda blanca que se tensaba sobre su pecho, ancho y fuerte. Las prendas, blanco sobre negro, habían sido confeccionadas a medida para adaptarse a la perfección a su enorme estatura; la única pieza de color era la corbata, de un tono verde esmeralda, y por supuesto todo lo que llevaba era de la mejor calidad. Olivia comprendió en ese mismo instante que no podía esperar otra cosa de ese hombre, y por primera vez comenzó a preguntarse por qué Edmund había sentido la necesidad de llegar hasta semejantes extremos para robarle el dinero cuando su hermano poseía una cuantiosa fortuna. No obstante, quizá fuera justo por eso.
Cuando por fin se decidió a mirarlo a la cara, todo pensamiento relacionado con su marido se desvaneció al instante. Aunque se parecía mucho a Edmund en el plano físico, la expresión y la pose del duque de Durham no tenían nada que ver con las de su hermano. Edmund se mostraba siempre jovial y afable, pero ese hombre exudaba un poder, una autoridad y una energía que era aconsejable tener en cuenta. Ambos individuos eran increíblemente apuestos, pero mientras Edmund era dado al flirteo, no podía decirse lo mismo del duque. En absoluto.
El duque enfrentó su mirada con una expresión que pretendía intimidarla y que irradiaba tal intensidad que Olivia estuvo a punto de echarse atrás.
Estremecida, se detuvo un momento para aclararse las ideas. La mirada penetrante de esos ojos castaños decía a las claras que no confiaba en ella lo más mínimo. No confiaba en ella..., pero aun así la había invitado a cenar esa noche, lo que significaba que sí creía que conocía a su hermano, fuera cual fuese su relación. Había esperado algo más, aunque supuso que el hecho de que la aceptara allí, por más dudas que tuviera, era un buen comienzo.
Nerviosa, respiró hondo para intentar controlar la creciente ansiedad que la invadía y permitió que la amplia falda de satén del vestido se apartara del vano de la puerta y cayera con elegancia a su alrededor mientras se adentraba en el comedor. Inclinó la cabeza para saludar al hombre cuya mirada había comenzado a recorrerla muy, muy despacio, de la cabeza a los pies.
—Buenas noches, Excelencia —dijo con una voz tan agradable como le fue posible, ya que deseaba establecer una conversación apacible, como la discusión entre un hermano y una hermana.
No obstante, su propia voz le sonó bastante tensa y sus mejillas se sonrojaron ante tan abierto escrutinio.
—Olivia —replicó él, logrando que su sencillo nombre sonara... sensual.
Se sentía un tanto violenta, de modo que entrelazó los dedos con fuerza a la altura del regazo.
—Gracias por la invitación para la cena.
El duque esbozó una sonrisa torcida.
—Es lo menos que puedo hacer por la mujer que afirma haberse casado con mi hermano.
¿«Que afirma»? Le había entregado la licencia matrimonial para que la examinara, por el amor de Dios. ¿Qué otra prueba necesitaba? Y el hecho de que hubiera utilizado la palabra «mujer» en lugar de «dama» la fastidió aun más. De haber sido cualquier otro hombre, le habría puesto en su lugar. No era ningún estúpido, y el hecho de que hubiera utilizado esa palabra insinuaba que ella mentía. Y eso era un insulto a su persona. Estaba claro que no debía confiar en él más de lo que él confiaba en ella.
—Vaya, hay que ver lo halagador que puede llegar a ser usted, milord —replicó con una expresión aburrida y la barbilla en alto.
El hombre parpadeó con rapidez, asombrado a todas luces por semejante comentario y, para alegría de Olivia, también desconcertado. Eso dibujó una sonrisa de satisfacción en sus labios. Si el duque esperaba que fuera como el resto de mujeres que conocía, que se volvían sumisas ante esa arrogante... prepotencia, se iba a llevar un buen chasco.
Se recogió la falda con delicadeza una vez más y caminó hacia él con una expresión risueña a pesar del nerviosismo.
—¿Esta encantadora casa es suya? —inquirió con un tono tan prosaico como la pregunta.
El duque dio un buen trago de la bebida sin despegar los ojos de ella.
—No, es de un amigo.
—Ah... Desde luego.
El ceño masculino se frunció un poco al escuchar eso. No tenía ni la menor idea de lo que había querido decir, pero se negaba a preguntar. Qué hombre más terco... Aunque eso no debería extrañarla, porque sin duda parecía terco.
—¿Le gustaría tomar una copa de jerez? —le ofreció con tono indiferente al tiempo que se apartaba por fin de la chimenea.
—Sí, gracias —replicó Olivia, que se detuvo a poca distancia de él.
Tras recorrerla con la mirada una última vez, el duque se dio la vuelta para dirigirse a un excelente mueble de licores situado detrás de la mesa, que ya había sido preparada para dos personas con un mantel de encaje borgoña y una vajilla de porcelana blanca.
—¿El dueño también es amigo de Edmund?
—Lo era.
Olivia observó cómo el hombre cogía una decantadora, le quitaba el tapón y derramaba una pequeña cantidad de líquido ambarino en la copa de jerez. Estaba claro que el arte de conversar no era uno de los talentos del duque de Durham.
—¿Cómo se llama?
Permaneció callado durante un instante, mientras volvía a colocar la botella de cristal en su lugar. Después se dio la vuelta y se acercó a ella con su bebida en la mano.
—Colin Ramsey, el caballero al que conoció en el baile, aunque no creo que Edmund lo mencionara nunca, ya que usted lo habría recordado.
Olivia entrecerró los ojos mientras tomaba la copa, poniendo mucho cuidado en no rozarle los dedos.
—No, Edmund jamás mencionó a nadie de Inglaterra que no fuera usted, e incluso en esas ocasiones, usted no era más que un lejano hermano mayor que, según él, seguía celoso de su buena fortuna. Creí que sería un hombre viejo y casado que vivía en el campo y cuidaba de su prole. —Hizo una pequeña pausa antes de añadir con tono insolente—: Jamás mencionó que fueran gemelos.
—¿Y no le parece eso bastante extraño? —preguntó él segundos después.
—¿Que no sea usted un hombre viejo y casado o que no mencionara que eran gemelos?
El duque resopló con fuerza antes de darle un nuevo sorbo a la bebida, pero no apartó la mirada de ella.
—Que no quisiera hablarle de mí.
—Sí, por supuesto que me parece extraño —admitió con sinceridad—, pero en las pocas ocasiones en que le pregunté sobre su familia y sus viejos amigos me dio una respuesta rápida y cambió de tema con la jovialidad suficiente para que yo no me preocupara por lo que ahora me tomo como evasivas.
—Sin duda lo eran —señaló él en tono irónico—. Cuando uno huye de algo, o de alguien, no suele querer hablar del tema.
Olivia dio un pequeño sorbo del delicioso jerez, desesperada por obtener respuestas pero sin querer parecer demasiado ansiosa.
—Bueno, puesto que al menos lo mencionó a usted, supongo que debo sentirme aliviada al saber que no huía de su hermano.
Los ojos oscuros del hombre se entrecerraron significativamente, y Olivia se vio obligada a admitir que se sentía bastante orgullosa de haber logrado irritarlo. El duque no sabía si su intención era bromear o si en realidad no sabía lo mucho que Edmund lo despreciaba; y le alegraba mucho contar con esa ventaja, al menos en cierto sentido.
Un instante más tarde, Carlisle se acercó un poco más, lo bastante para que ella pudiera apreciar la tenue sombra de la barba que le oscurecía la mandíbula. De haber sido cualquier otro caballero, le habría molestado bastante que no se hubiera dignado a afeitarse de nuevo para la cena. Pero a él, esa ligera sombra de barba le daba un aspecto casi... distinguido. De una manera extraña y atractiva.
—¿Tan terrible soy, lady Olivia?
Se reprendió al instante, exasperada por haberse dejado llevar por sus pensamientos.
¡Concéntrate!, exclamó para sus adentros.
—¿Terrible? —Enderezó los hombros—. ¿Terrible en qué sentido?
Él se echó a reír. Una risa grave de auténtica diversión.
Olivia se sorprendió tanto que estuvo a punto de dejar caer la copa de jerez. El duque de Durham era un hombre de un atractivo devastador cuando reía.
Un instante después, una vez que las risas se apagaron, él la miró a los ojos y murmuró:
—En el pasado, milady, era considerado ciertamente terrible por las damas audaces que comprendían que había descubierto sus mentiras, por pequeñas que fueran. —Se inclinó hacia ella y bajó la voz—: O por más extravagantes que fueran.
Olivia tardó varios segundos en reaccionar ante esa reveladora información.
—En ese caso, me alegra mucho saber que seguirá siendo encantador conmigo —replicó con una sonrisa elocuente.
El duque intentó no echarse a reír de nuevo, pero fracasó estrepitosamente, y Olivia no pudo evitar fijarse en el hoyuelo que le salía en la mejilla derecha... un rasgo facial del que Edmund carecía. Comprendió de pronto de que estaba disfrutando del intercambio de bromas. Inclinó la cabeza en su dirección, como si fuera a compartir un secreto.
—Pero me gustaría saber quiénes son esas damas audaces, Excelencia, ya que debo mostrarme de lo más cautelosa.
Al instante, la sonrisa masculina se convirtió en una mueca de amargura.
—Las francesas, lady Olivia. Jamás he conocido a ninguna digna de confianza.
Al parecer, al duque ya no le hacía ninguna gracia. De hecho, por la expresión de absoluto desprecio que había aparecido en su rostro tras ese sencillo e inocente comentario, Olivia se dio cuenta de que jamás confiaría en ella, que ni siquiera llegaría a caerle bien, debido a su ascendencia. Deseó conocer las razones que fundamentaban tanta animosidad, aunque eso no supondría diferencia alguna en la relación que pudieran llegar a mantener. A ella tampoco le gustaba ese hombre. Menudo asno pomposo...
Con una sonrisa desdeñosa, Olivia bebió un poco más de jerez y le dio la espalda antes de recorrer la alfombra hasta el otro extremo de la mesa principal; sabía con certeza que él seguía con la mirada todos y cada uno de sus movimientos. Extendió el brazo y deslizó la yema de los dedos sobre la superficie de madera pulida antes de acariciar el encaje de una servilleta.
—Así pues, a la luz de tan... refinado razonamiento, supongo que al menos la mitad de las veces no sabe si le estoy diciendo la verdad o no. Qué lástima.
Tal y como había esperado, él no respondió de inmediato, aunque solo fuera para no azuzar más el fuego entre ellos. A la postre, después de un rato de silencio, echó un vistazo hacia atrás y descubrió con cierto placer que el duque parecía estudiar cada centímetro de su cuerpo: desde los oscuros rizos que enmarcaban su rostro y que había sujetado con una sarta de perlas en su coronilla, hasta los intrincados detalles del costoso vestido de noche de color escarlata. Y estaba claro que le gustaba lo que veía. Como mujer que era, Olivia lo sabía sin necesidad de que se lo dijera.
Sintió una extraña opresión en el estómago y un peculiar hormigueo bajo la piel. Jamás había reaccionado de una manera tan intensa a ese tipo de... «escrutinio» con Edmund. Y la sensación la sorprendió y la desconcertó a un tiempo; no solo por el hombre que se encontraba al otro lado de la estancia, sino porque hacía apenas unos instantes que se había dado cuenta de lo mucho que la despreciaba, de que no confiaría en ella y de que le desagradaba el hecho de que hubiera irrumpido en su bien ordenada vida.
—Está claro que sabe cómo estimular a un hombre, lady Olivia —murmuró con voz ronca, aunque la vehemencia de sus palabras se abrió paso en los pensamientos de Olivia.
Ella enarcó las cejas e intentó dominarse con todas sus fuerzas para mantener el tono civilizado y agradable de la conversación.
—¿Estimular? ¿De qué forma lo estoy estimulando a usted, milord?
El duque entrecerró los ojos antes de apurar la bebida con un rápido movimiento y dejar la copa sobre la repisa de la chimenea.
—No quería decir que me estimulara a mí, milady —replicó muy despacio—, al menos no en estos momentos o de manera intencionada. —Unió las manos a la espalda y comenzó a caminar hacia ella con la mirada clavada en la alfombra mientras hablaba con tono pensativo—: Me refería más bien a que todo en usted, tanto su aspecto altivo y refinado como su elegancia y su evidente... magnetismo, está perfectamente diseñado y dispuesto para despertar el deseo de un hombre, de cualquier hombre. —Volvió a mirarla a los ojos cuando se situó junto a ella una vez más—. No puedo saber si ha sido usted quien ha creado esa imagen o si se convirtió en una criatura deslumbrante por obra y gracia de Dios, y lo más probable es que carezca de importancia. —Bajó la voz a fin de convertirla en un susurro grave y duro para añadir—: Es usted un hermoso producto, Olivia, al igual que el perfume que fabrica, y no puedo negar que me siento muy impresionado, algo que sin duda usted ya se esperaba. Pero un producto no es más que un producto. Y no me dejaré engañar.
¿Engañar? ¿Acaso creía que trataba de engañarlo? Sus insultos, aunque mezclados con halagos, la enfurecieron. Había menospreciado de forma deliberada todo lo que la definía como mujer al describir su mera apariencia como algo con lo que había que mostrarse cauteloso. Olivia no conseguía recordar ninguna otra ocasión en la que un hombre la hubiera insultado de una forma tan despreciable. No obstante, se negaba a apartarse de él, a sucumbir ante ese carácter avasallador o a reaccionar como él esperaba y abofetear su rostro apuesto y enigmático. No, era mucho mejor de lo que él se creía, y tenía la intención de demostrárselo. Ese hombre la consideraba frívola y narcisista, lo mismo que pensaba de todas las francesas, pero ella pensaba demostrarle lo que eran el comedimiento y el aplomo.
Con un brillo desafiante en los ojos, dejó el jerez sobre la mesa y entrelazó los dedos con fuerza a la altura del regazo.
—Le agradezco tan amables cumplidos, milord —dijo con fingida dulzura—. Me halaga que haya apreciado mis esfuerzos por lucir el mejor aspecto posible cuando estoy en compañía de otros.
Las mejillas masculinas se contrajeron al escucharla, pero el duque no dijo nada.
Satisfecha, Olivia esbozó una sonrisa.
—No obstante —añadió—, como bien sabe, si bien los productos se compran y se venden, no puede decirse lo mismo de mí. Haría bien en recordarlo.
El tiempo transcurrió con increíble lentitud mientras él la observaba sin tapujos, y por un fugaz instante, Olivia temió que la echara de allí... o que la zarandeara hasta dejarla sin sentido.
—¿Amaba a mi hermano?
Esa pregunta formulada en voz baja pareció salir de la nada, y para ser sincera, la dejó perpleja. Abrió los ojos de par en par y se alejó un poco de él, turbada por su proximidad y furiosa por su insolencia. Le resultaba en extremo difícil comprender el motivo de aquel repentino cambio de tema.
—¿Cómo dice?
Los labios masculinos dibujaron una diminuta y elocuente sonrisa.
—Le he preguntado si amaba a mi hermano. Hemos conversado en tres ocasiones sobre él, sobre el hecho de que le robó el dinero después de casarse con usted y sobre su deseo de encontrarlo a cualquier precio, pero ni una sola vez ha mencionado el amor que sentía por él. —Encogió uno de sus fuertes hombros—. La verdad es que es algo que me intriga muchísimo.
Olivia sabía que su rostro se había puesto del mismo tono que su vestido ante tan intensa mirada.
—Por supuesto que sí—afirmó después de respirar hondo.
Durante algunos segundos, el duque de Durham se limitó a mirarla a los ojos con una expresión seria e indescifrable. Tal vez estuviera evaluando su respuesta, o quizá esperara algo más, pero no estaba dispuesta a ofrecérselo. Los pormenores no eran asunto suyo.
Después, para la más absoluta sorpresa de Olivia, hizo lo impensable. Le sujetó la barbilla con una de sus fuertes manos y se la levantó a fin de posar sus labios sobre los de ella... no en un beso cargado de pasión, sino en una caricia dulce y tierna que no encajaba en absoluto con la exasperación que reinaba entre ellos.
Olivia tardó lo que le parecieron días en darse cuenta de que la estaba besando de verdad. Aturdida, trató de apartarse de él y soltó un gruñido de protesta al tiempo que levantaba las manos para darle un empujón en el pecho, cubierto por la chaqueta de seda. La respuesta del duque fue colocar una de las manos en la parte posterior de su cabeza para mantenerla inmóvil mientras intensificaba el beso, acariciándole los labios hasta que a Olivia no le quedó otro remedio que rendirse.
Y lo hizo. La renuencia disminuyó poco a poco y empezó a notar un súbito remolino de sensaciones en su interior que le aflojó las rodillas e hizo que su cuerpo cobrara vida bajo el corsé. El hombre irradiaba calor, olía de maravilla y sabía... a gloria. Magia en su estado más puro. En ese mismo instante, justo cuando estaba dispuesta a derretirse entre sus brazos y a aceptar por completo su asalto, el duque la soltó con delicadeza y apartó su rostro del de ella al tiempo que deslizaba la yema del pulgar sobre sus labios.
Olivia jadeaba y, pasado un instante, abrió los ojos para contemplar el fino tejido de su chaleco, poniendo mucho cuidado en no mirarlo a los ojos.
Por el amor de Dios, ¡la había besado! A propósito. Y... había sido un beso espléndido.
La culpa y el arrepentimiento la inundaron al instante y dio un paso atrás para alejarse del poderoso físico masculino.
—¿Está loco? —susurró.
El duque tomó una profunda bocanada de aire.
—Por un momento, sí —admitió en un murmullo ronco.
—No tenía derecho a hacerlo —dijo Olivia con voz grave y trémula—. Estoy casada con su hermano.
—Y yo tengo todo el derecho a poner en tela de juicio sus propósitos al sacar ese asunto a relucir, milady.
Olivia levantó la cabeza de inmediato con la intención de atacarlo verbalmente. Pero en lugar de eso, fue consciente de lo mucho que le había afectado a él ese abrazo. Tragó saliva con fuerza al ver el sonrojo de su rostro, lo mucho que le costaba respirar y la intensidad de la mirada que había clavado en ella. El simple hecho de saber que lo había excitado con solo acariciar sus labios la dejó perpleja.
—¿Y le importaría explicarme qué demonios pretendía demostrar besándome? —preguntó en un susurro furioso.
—Que se siente atraída por mí —respondió él sin el menor titubeo.
Y usted por mí, añadió Olivia para sus adentros.
—Está chiflado. Y es un canalla —fue lo único que consiguió decir.
La confusión le impedía idear una respuesta más lógica a un comentario tan absurdo y perturbador.
El hombre estuvo a punto de sonreír y se metió las manos en los bolsillos.
—No es la primera francesa que me lo dice.
Olivia se llevó una mano a la acalorada mejilla.
—Me consta que tampoco soy la única inglesa que se lo ha dicho.
Él no respondió; se limitó a mirarla de arriba abajo una vez más muy despacio, con una expresión dura y desconfiada. Tras esperar un instante a que el duque hiciera algo, cualquier cosa, Olivia dio un nuevo paso atrás y clavó la vista en las gruesas cortinas mientras se pasaba los dedos por los labios, como si quisiera librarse de la evaluación masculina.
Después de unos segundos de incomodidad, al menos por su parte, él se alejó por fin para dirigirse al comedor y tiró de la gruesa cuerda color bronce para avisar al servicio. Casi al instante aparecieron tres criados con bandejas plateadas llenas de comida que dejaron sobre el aparador de roble, situado al otro extremo de la estancia. No los miraron ni una sola vez mientras trabajaban en silencio y de manera profesional.
Olivia no tenía claro si se sentía agradecida por la interrupción o molesta por la repentina presencia de otras personas, a pesar de que se suponía que los criados debían resultar invisibles. Sabía por experiencia que los sirvientes cuchicheaban, pero decidió que a esas alturas los rumores eran la última de sus preocupaciones.
De pronto, el mayordomo entró en la sala y comenzó a hablar con el duque en voz baja. Olivia aprovechó la oportunidad para intentar recuperar la compostura; respiró hondo unas cuantas veces mientras se alisaba la falda con las manos y aguardaba a que el ritmo de su pulso se normalizara.
Su cuñado estaba erguido en toda su magnífica estatura, nada afectado al parecer por su pequeña discusión, mientras daba las instrucciones al mayordomo, que asentía con expresión obediente. Una vez que el diálogo llegó a su fin, todos los sirvientes se marcharon sin mirar siquiera en su dirección, cerraron la puerta y los dejaron a solas una vez más. La cena tenía un aspecto exquisito, pero tendrían que servirse ellos mismos y conversar como si nada hubiera ocurrido. Vaya una idea ridícula...
El duque la miró de nuevo y se frotó la barbilla con los dedos.
—¿Cenamos, queridísima cuñada?
Olivia estuvo a punto de poner los ojos en blanco. ¿Era posible que su sarcasmo fuera más descarado?
Esbozó una sonrisa dulce, aunque ya no tenía ganas de comer.
—Por supuesto, Excelencia.
En un alarde de amabilidad, él le hizo un gesto con la mano para señalar la mesa.
—Por favor. Tenemos mucho de lo que hablar.
¿Quería hablar en esos momentos? Por el amor de Dios, el duque de Durham acababa de besarla. Sin explicaciones, sin avisos... y a ella le había gustado. A decir verdad, le había encantado... lo bastante para que cualquier tipo de conversación resultara en extremo difícil, al menos para ella. De pronto se dio cuenta de que él podría haber planeado con antelación un acto tan despreciable y placentero a fin de desconcertarla y conseguir cierta ventaja en la discusión que sobrevendría. Si ese era el caso, ese pobre hombre arrogante descubriría lo que era un desafío de proporciones femeninas. No tenía ni la menor idea de con quién estaba tratando, y eso sin duda le daría cierta ventaja.
Sam estaba furioso consigo mismo por haberse aprovechado de ella de esa manera, por utilizar la situación en beneficio propio y enfrentarse a la supuesta esposa de su hermano no con palabras, sino con una lujuria abrasadora. Aun así, no tenía claro que Olivia estuviera muy sorprendida. Después de todo, había sido ella quien había irrumpido en su vida con sus propios planes de ataque. Sin embargo, esa noche lo había dejado asombrado. En lugar de salir de la casa echa una furia, echarse a llorar o abofetearlo como habría hecho cualquier otra mujer, había logrado mantener la compostura. En ese instante estaba sentada frente a él, comiendo pato a la naranja relleno de castañas con suma elegancia después de haber compartido un beso que los había desconcertado a ambos. Lady Olivia Shea era diferente, una mujer astuta que en apariencia disfrutaba entablando batallas de ingenio con los caballeros que la rodeaban, y Sam no estaba seguro de si le gustaba o no ese peculiar carácter suyo. Aunque, por supuesto, sus opiniones carecían de relevancia en ese asunto.
—¿Cómo está su cena, Olivia? —preguntó en tono afable.
Ella levantó la mirada mientras apilaba delicadamente un bocadito de relleno sobre el tenedor con el cuchillo.
—Deliciosa, gracias. ¿Y la suya, Excelencia?
Sam gruñó para sus adentros ante tanta formalidad.
—Perfecta.
La mujer esbozó una dulce sonrisa y cortó otro pedazo del venado asado.
—Tendrá que decir a su amigo que su cocinero es extraordinario. ¿Está aquí esta noche?
Sam se vio obligado a reprimir un juramento. La conversación era insustancial y sin sentido.
—Hablemos mejor de ese encantador beso que hemos compartido.
La vio vacilar un segundo, con el tenedor a medio camino de la boca. Luego, sin mirarlo, volvió a dejarlo en el plato.
—Si vamos a hablar de algo que no sean el clima y la comida, preferiría hablar de Edmund y de lo que piensa hacer usted para ayudarme a recuperar mi dinero. —Se reclinó en la silla y se dio unos golpecitos en la boca con la servilleta—. Ya llevo demasiado tiempo apartada de Nivan, Excelencia; necesito volver a casa lo antes posible para supervisar mi empresa. Aunque puede que no lo entienda, ya que usted ha heredado su fortuna.
Aunque lo impresionaba la capacidad de esa mujer para permanecer imperturbable y concentrada después de una sugerencia tan inapropiada, se sintió insultado por la sonrisilla condescendiente que había aparecido en sus labios rosados. Por extraño que pareciera, esa falsa seguridad en sí misma que mostraba lo fastidiaba y lo excitaba a un tiempo.
Cambió de posición en la silla y dejó los cubiertos sobre el plato antes de relajarse contra el respaldo y apoyar los codos en los brazos del asiento.
—Tengo una proposición que hacerle, Olivia —dijo, observándola fijamente.
Ella se llevó la copa de vino hasta la boca, dio un trago y se lamió los labios.
—Doy por hecho que se trata de una propuesta para recuperar mi dinero —replicó ella al tiempo que dejaba la copa sobre la mesa.
En esa ocasión, su aplomo lo sacó de quicio, aunque se negaba a darle la satisfacción de saberlo. En su lugar, asintió muy despacio con la cabeza y frunció los labios en un gesto pensativo.
—Tal vez, aunque no estoy seguro de que esté tan satisfecha consigo misma después de oír lo que pienso.
Olivia abrió la boca un poco, pero la cerró de nuevo antes de apretar los labios.
—No soy una engreída, pero, de cualquier forma, eso no viene al caso, Excelencia. Si le soy sincera, me trae sin cuidado lo que piense de mí.
—La cuestión es —explicó Sam con una voz cargada de amenazas mientras se inclinaba hacia delante— que lo que pensemos el uno del otro es mucho menos importante que lo que podemos hacer para ayudarnos en este asunto, Olivia.
La sonrisa desapareció de su rostro cuando la mujer inclinó la cabeza a un lado para estudiarlo con detenimiento.
—¿Y qué podemos hacer el uno por el otro?
Sam se aclaró la garganta y levantó la copa de vino para estudiar a su cuñada por encima del borde de cristal.
—Necesita mi ayuda, y después de considerar todas las posibilidades, he decidido brindársela.
—Necesito recuperar mi dinero —afirmó ella después de un rato de silencio—, ese es mi objetivo principal. A usted parece divertirlo eludir este tema, pero lo cierto es que el hecho de que sea el hermano de mi marido lo convierte en responsable de su engaño. Creo que siempre he sido de lo más clara al respecto.
—Desde luego que sí —replicó él mientras se llevaba la copa a los labios. Después de beber, añadió—: Pero tengo motivos personales para encontrar a mi hermano, y usted es la primera persona en muchos años que afirma haberlo visto recientemente y haber pasado algún tiempo en su compañía.
Ella lo fulminó con la mirada.
—En realidad, hace muy poco que me casé con él.
Sam estuvo a punto de sonreír. El comentario encajaba a la perfección con lo que estaba pensando.
—Sí, cierto, y por extraño que parezca comienzo a creer que dice la verdad.
Olivia se enderezó en la silla y enlazó las manos sobre el regazo.
—¿Debería agradecérselo? —preguntó en tono sarcástico, a todas luces aturdida.
Esa vez no pudo evitar sonreír, pero aunque deseaba responder, consiguió dejar a un lado la cuestión.
—Le propongo que busquemos a Edmund juntos, lady Olivia. En Francia.
Ella no contestó de inmediato, se limitó a mirarlo con suspicacia.
—¿Y cómo sugiere que lo hagamos? —preguntó con pies de plomo—. ¿Por dónde empezaríamos y quién sería nuestro acompañante en esa cruzada? ¿Por qué en Francia? Lo más probable es que abandonara el país después de robarme el dinero.
Sam tomó una honda bocanada de aliento, disfrutando del momento a pesar de que la expectación le había provocado palpitaciones en las sienes.
—Creo que deberíamos comenzar por París, ya que fue allí donde fue visto por última vez. Podemos rastrear sus movimientos, visitar a sus conocidos y a la gente con la que se relacionaba. Si hay más personas involucradas en el plan para robarle su fortuna, las pillaremos desprevenidas.
Olivia dejó escapar un resoplido.
—¿Quién demonios iba a ser tan despreciable?
Sam se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea. Pero el mejor lugar para descubrirlo, el mejor lugar para empezar a buscar, es París.
Ella lo meditó durante un rato.
—Supuse que habría vuelto aquí, a su hogar, con su familia.
—Edmund jamás regresará a Inglaterra —replicó él con sequedad.
La dama enarcó las cejas.
—¿Y cómo lo sabe, milord?
Sam volvió a acomodarse en la silla. Aún no estaba dispuesto a revelar demasiadas cosas sobre su pasado, ya que no confiaba del todo en lo que ella le había dicho.
—Baste decir que sé cómo piensa mi hermano.
Olivia soltó un bufido.
—Sí, ya... Yo creí saberlo también.
Él entrecerró los ojos para observarla.
—Iremos a Francia —murmuró—. Empezaremos en cualquier sitio y veremos si alguien nos revela su paradero creyendo que soy él.
—¿Qué quiere decir con eso de «creyendo que soy él»? —preguntó ella con suspicacia.
—Está casada con un hombre que es mi hermano gemelo, Olivia —susurró con tono grave, enfatizando la palabra «gemelo». Esbozó una sonrisa torcida—. Cualquier persona involucrada se sorprenderá al verme con usted después de que él huyera con su dinero. —Hizo una pausa antes de añadir con tono despreocupado—: A menos que tenga usted una idea mejor...
Al parecer, Olivia tardó un buen rato en comprender su propuesta, en asimilar qué era lo que estaba sugiriendo con exactitud. Después, en lugar de mostrarse ofendida o escandalizada, sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Está hablando en serio... —murmuró.
Sam tomó otro sorbo de vino para demorar su respuesta.
—Desde luego que hablo en serio; por eso la besé. Si debo fingir que soy Edmund, usted y yo tendremos que comportarnos como si estuviéramos casados. —Se quedó callado unos segundos antes de añadir—: Existe cierta atracción entre nosotros, de modo que no debería resultarnos difícil.
Ella se quedó muy quieta y sus rasgos adquirieron un gesto inexpresivo, aunque tenía los ojos abiertos de par en par a causa de la incredulidad. Sam aguardó, deleitándose con la situación.
—No... sé qué decir —susurró Olivia instantes después.
Él cogió el tenedor de nuevo y pinchó un bocado del pato a la naranja.
—Creo que eso es bueno para una mujer.
—Me parece despreciable que se haya atrevido a sugerir que... —Tosió antes de tragar saliva—. Que nosotros...
No pudo terminar la frase. Sam permaneció en silencio a fin de alargar sus temores el mayor tiempo posible; a decir verdad, no tenía ninguna otra razón para hacerlo que el hecho de disfrutar del rubor de sus mejillas y de la forma en que se movía en el asiento al pensar en una relación íntima entre ambos. Y sabía que estaba pensando en eso, porque ella parpadeó con rapidez y apartó la mirada con un gesto incómodo antes de coger la copa de vino y apurar el contenido de dos grandes tragos del todo impropios en una dama.
Sam descansó los codos sobre los brazos de la silla y unió las yemas de los dedos de ambas manos a fin de dar tiempo a la dama para imaginárselo todo, a fin de recrearse de la respuesta de su propio cuerpo ante la mera idea de verla desnuda sobre las sábanas, invitándolo con esos abrasadores ojos azules a que la tomara. Por supuesto, eso no ocurriría jamás si aún amaba a Edmund y estaban legalmente casados, pero era una idea fascinante de cualquier forma.
A la postre, ella meneó la cabeza como si deseara sacarse esas ideas descabelladas de la mente y después sonrió con aire despreocupado.
—No podemos... —comenzó, mirándolo a los ojos.
Él enarcó las cejas.
—¿No podemos?
Olivia no apartó la mirada.
—No podemos comportarnos con indiscreción, Excelencia.
No pudo evitar sentirse admirado por su audacia, a pesar de que el comentario podía significar unas cuantas cosas.
—Desde luego que no, lady Olivia. Puesto que es mi hermana política, está usted bajo mi responsabilidad, y yo me tomo mis responsabilidades muy en serio.
Ella se relajó un poco en la silla y a punto estuvo de echarse a reír de alivio.
—No me cabe ninguna duda. —Calló un momento antes de admitir—: Aunque hay que discutir algunos detalles, parece un comienzo bastante bueno, dada la poca información de la que disponemos. ¿Cuándo nos marcharemos?
Sam intentó no mostrar el asombro que le producía esa rápida aceptación. De pronto se le ocurrió que en otras circunstancias esa mujer podría haber llegado a gustarle mucho, con toda su picardía y su inteligencia. Su indescriptible belleza física no era más que una bonificación extra. Y no podía decir lo mismo de ninguna de las damas a las que conocía. De hecho, puesto a pensarlo, no conocía a ninguna otra mujer que poseyera esa extraña mezcla de sofisticación, energía e ingenio. Y esta pertenecía a su hermano. Si no hubiera resultado tan ridículo, se habría puesto furioso.
—Partiremos dentro de dos sábados —replicó con demasiada dureza antes de volver a concentrarse en la comida.
Ella se quedó callada una vez más, quizá para tratar de evaluar ese repentino cambio de humor. Sam solo deseaba poder decirle lo mucho que lo incomodaba tratar con ella en esas circunstancias, pero eso no serviría más que para admitir su indecorosa lujuria. Prefería con mucho parecer loco.
—Se lo agradezco mucho, Excelencia —replicó ella con un tono cargado de sarcasmo mientras cogía también el tenedor—. Es usted increíblemente generoso.
Sam no levantó la mirada y ambos siguieron comiendo en silencio. Olivia no entendía por qué se había enfadado y, para ser franco, prefería dejar las cosas así. Cuanto menos se gustaran, más fácil y más rápido sería el viaje.
Al menos, eso esperaba.