CAPITULO 16

DECIDIERON de mutuo acuerdo que solo ella asistiría a la fiesta esa noche. Después de mucho hablar, Sam y ella habían llegado a la conclusión de que lo mejor sería que se reuniera con Brigitte y Edmund en compañía de otros para poder presenciar cómo reaccionaba su supuesto esposo al verla y la relación que mantenía con la familia de su prometida. Además, en la propiedad Govance estaría a salvo, y era poco probable que Edmund la atacara verbalmente allí. No podía delatarla como su «anterior esposa», ni hacerse la víctima delante de la familia Govance y sus conocidos en la industria del perfume, que a buen seguro estarían invitados esa noche. Edmund no podía hacerle nada; tampoco podría decirle nada de importancia, pero la reacción que mostrara al verla sería de lo más significativa. Así pues, habían decidido sorprenderlo, confundirlo y desconcertarlo. Esa noche echarían el cebo; la noche siguiente emprenderían la batalla.

Su mayor deseo era ver cómo se retorcía Edmund delante de su futura familia política. Anhelaba más que ninguna otra cosa bailar un vals con él, actuar como si solo estuviera allí por Brigitte, y ver lo que él hacía. Se lo iba a pasar en grande.

Ataviada con un vestido de noche de satén escarlata con mangas abullonadas y escote bajo, con sus mejores pendientes de rubíes y el pelo rizado y recogido en lo alto de la cabeza, Olivia dejó a Sam en el hotel y le prometió que iría a la fiesta, haría su aparición estelar, presentaría sus excusas y se marcharía pronto para subirse al carruaje de alquiler a las siete en punto, tal y como él había insistido en que hiciera.

Se sentía inquieta; su corazón latía a toda velocidad y tenía los nervios a flor de piel. En los tres días transcurridos desde que se reuniera con Brigitte para tomar el té había luchado contra una extraña mezcla de emociones, no todas ellas buenas. Sam y ella no habían hablado mucho, y parecía que el humor de su compañero también había decaído un poco. Olivia se había tomado un día para visitar la boutique que Govance tenía en el centro de la ciudad, y también su almacén, a fin de descubrir todo cuanto le fuera posible sobre sus nuevas fragancias y sus expectativas para la temporada y el año venideros. Sam no había querido acompañarla, algo que Olivia se tomó como una simple falta de interés. Al menos, eso esperaba. A ella, por su parte, le resultaba sumamente difícil concentrarse en el negocio, ya que su mente regresaba una y otra vez a él, al encuentro con Edmund y al fin de semana. Compartían la misma suite del hotel, pero dormían en habitaciones separadas. Imaginaba que Sam no había hablado mucho con ella porque estaba trazando sus propios planes para presentarse ante un hermano al que hacía más de diez años que no veía.

No comprendía muy bien el resentimiento que Sam albergaba por Edmund, y él no le había mencionado el motivo, o los motivos, que lo habían originado. No lo había presionado para que le contara lo que pensaba, pero su curiosidad había ido en aumento conforme se acercaba el enfrentamiento. A esas alturas, Olivia estaba más que impaciente por que se revelara todo.

No habían llevado el plan de acción más allá de las ideas generales, aunque se habían mostrado de acuerdo en seguir fingiendo que eran una pareja casada, sobre todo porque compartían la habitación del hotel, y todos aquellos que se enteraran se cuestionarían su decencia, si no su cordura, por hacer algo así sin estar debidamente casada. Debía mirar por su negocio y, en ese momento de su vida, Nivan importaba más que ninguna otra cosa. Lo único que la preocupaba era lo que sería de su reputación una vez que todos descubrieran la verdad, algo que, mucho se temía, ocurriría con el tiempo. Pero no podía pensar en eso ahora. Lo único que importaba esa noche era enfrentarse al hombre que había intentado destruirla.

El viaje hasta la propiedad Govance fue rápido y muy pronto se encontró en la escalera de ladrillo situada frente a la casa de color beige oscuro que, a la luz de las antorchas, parecía fundirse con la colina salpicada de flores y los viñedos que había al fondo. Los dos criados de librea situados junto a las enormes puertas de madera para recibir a los invitados la saludaron con una simple inclinación de cabeza antes de permitirle el paso.

Hacía muchos años que no pisaba esa casa, pero lo primero que se le vino a la cabeza cuando entró en el vestíbulo, lleno de luces y engalanado para la fiesta, fue que nada había cambiado. Con tres plantas de altura, el interior de la casa, decorado en tonos castaños, dorados y púrpuras, encajaba a la perfección con las colinas de lavanda y el paisaje del exterior, y lo mismo podía decirse de las lámparas de araña de bronce, de los candelabros de pared de hierro forjado y de las alfombras y los tapices florales diseminados por las estancias de la primera planta.

Olivia solo llevaba un ridículo de color rubí y su abanico de marfil con incrustaciones de oro, de modo que no tuvo que dejarle nada al mayordomo cuando este la condujo hacia el salón, donde los invitados tomarían unos aperitivos y champán antes de la cena.

Tras respirar hondo para calmarse, se dio cuenta de que tenía el momento de la revelación al alcance de la mano; así pues, enderezó la espalda con aplomo, irguió los hombros y entró en el salón. El murmullo de las conversaciones cesó de inmediato cuando algunas personas, la mayoría conocidas, se quedaron mudas al verla aparecer.

Recorrió el gentío con la mirada para echarle un primer vistazo al hombre que una vez creyó su marido. Sin embargo y para su enorme decepción, descubrió que todavía no se encontraba entre la multitud. Tampoco vio a Brigitte, así que no tuvo más remedio que alternar con la familia y los conocidos, en su mayoría gente que trabajaba para la industria del perfume en la Casa de Govance, hasta que los dos invitados de honor hicieran sus respectivas apariciones.

Sonrió al ver a Ives-Francois Marcotte, el padre de la difunta madre de Brigitte, el patriarca de la propiedad Govance y de su fortuna, y el único miembro superviviente de la familia aparte del padre de la joven, que vivía en Bélgica con su segunda esposa y sus hijos.

El hombre la divisó en cuanto comenzó a dirigirse hacia él. Sus ojos se iluminaron con una sonrisa mientras se apartaba de la chimenea apagada y de un caballero al que Olivia no conocía para reunirse con ella a mitad de camino.

—Grand-père Marcotte —lo saludó con auténtica alegría al tiempo que se ponía de puntillas para darle un par de besos en las mejillas—. Me alegro muchísimo de verte.

—Ay, Olivia —replicó él, que le puso las manos en los hombros y la sujetó durante un momento para recorrerla de arriba abajo con la mirada—. Tienes el mismo aspecto que tu madre hace veinticinco años, y eres igual de hermosa.

—Tú también tienes un aspecto maravilloso, y estás tan apuesto como siempre.

Y era cierto, pensó Olivia, ya que a pesar de que rondaba los setenta y cinco años, tenía un cabello abundante, si bien totalmente blanco, y sus vibrantes ojos azules irradiaban inteligencia y buena salud.

El hombre sonrió y sacudió la cabeza.

—Soy un anciano, pero supongo que mis paseos diarios por la colina me mantienen feliz y contento.

—¿Como el buen vino? —inquirió ella con una sonrisa pícara en los labios.

—Por supuesto que sí —respondió el anciano con una risotada—. La vida no merece la pena sin un buen vino.

Olivia le dio unos golpecitos cariñosos en la mano que seguía apoyada en su hombro.

—En ese caso, me consta que seguirás feliz y contento otros treinta años más.

—Dios lo quiera, querida muchacha, Dios lo quiera. —Dejó caer los brazos a los costados—. Estoy seguro de que conoces a la mayoría de los invitados. La fiesta de esta noche no es más que una pequeña reunión para presentar a monsieur Carlisle a los amigos; mañana será el gran baile, aunque supongo que Brigitte ya te lo habrá dicho. Parecía muy feliz de haberte visto después de tantos años, así que espero que vengas también al baile.

Olivia no pudo evitar preguntarse si Brigitte le había mencionado que conocía a la perfección al prometido de su nieta o que ahora estaba casada, pero decidió no comentar ninguna de esas cosas por el momento.

—No me lo perdería por nada del mundo, grand-père Marcotte. —Echó un vistazo a la estancia—. ¿Y dónde está Brigitte?

El anciano se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de color gris oscuro.

—Bueno, creo que aún no ha terminado de vestirse; ya sabes cómo son las jovencitas...

Olivia rió por lo bajo y asintió con la cabeza.

—Desde luego que sí.

—Pero monsieur Carlisle está por aquí... en algún sitio. —También él miró a su alrededor—. Brigitte me ha dicho que lo conoces, ¿es cierto?

Era una pregunta, no una afirmación, así que Olivia decidió ofrecerle la respuesta que tenía preparada.

—Sí, claro. Es un buen amigo de mi tía Claudette.

Las gruesas cejas blancas del abuelo Marcotte se arquearon con aparente sorpresa.

—Edmund nunca me ha mencionado a la comtesse de Renier, pero supongo que no es algo extraño, ya que solo te conoce de sus viajes a París.

—Estoy segura de que allí es donde se conocieron ellos también.

—¿Y cómo va Nivan? —inquirió en voz más baja.

Olivia se encogió de hombros, agradecida por el cambio de tema.

—Nos va bastante bien, supongo. Le doy las gracias a Dios por poder contar con Normand y su olfato para los negocios. Nos ha prestado una inestimable ayuda a la hora de mantener el patrocinio de muchos de los miembros de la aristocracia, incluyendo el de la emperatriz Eugenia.

—Ah, muy bien, muy bien. —Se inclinó hacia delante con un brillo especial en los ojos—. Es una dama de lo más fastidiosa en lo que a los perfumes se refiere, ¿no crees? Aunque por supuesto, jamás admitiré haberte dicho algo así.

Olivia se echó a reír de buena gana.

—¡Jamás!

El hombre se apartó un poco y vio a alguien que llamaba su atención detrás de ella.

—Debo atender a los demás, querida mía. Pero por favor, Olivia, pásate por la tienda y prueba alguna de las nuevas colecciones que hemos traído de Asia mientras estés en Grasse. Me gustaría mucho conocer tu opinión.

O venderme alguna, se dijo ella con una sonrisa.

—Ya lo he hecho, grand-père Marcotte, y he encargado que me envíen algunas a Nivan a finales de año, ya que la temporada lo merece.

—Magnífico —replicó el anciano, de lo más complacido. Tomó las manos enguantadas de Olivia entre las suyas con delicadeza—. Me alegro mucho de verte, Olivia. Disfruta de la fiesta, ¿quieres?

Más de lo que te imaginas, grand-père, pensó ella.

—Desde luego que sí.

—Bien.

Y con eso, le soltó las manos, le dio unas palmaditas en la mejilla y se alejó de ella.

Apostada cerca de la chimenea situada en la pared sur, Olivia desvió la vista hacia la parte central de la estancia en busca de Edmund. Debía admitir que, aunque se sentía más que preparada para enfrentarse a él, jamás había estado tan nerviosa en toda su vida. Vio a varias personas a quienes conocía de vista o de oídas, y después de intercambiar algunos cumplidos con dos damas que compraban perfumes en Grasse para su boutique de París, se abrió paso hacia el extremo opuesto de la sala, donde se encontraba la entrada al comedor adyacente, y se situó junto al buffet de chasse de madera de nogal tallada, desde donde tenía una visión mucho más clara de ambas entradas.

Como se sentía demasiado nerviosa para comer, optó por coger una de las muchas copas llenas de champán que había sobre la mesa del bufet con cubierta de mármol y tomó tres o cuatro tragos rápidos para mantener la ansiedad a raya. Aunque Sam se había mostrado de acuerdo con su plan de ataque, Olivia sabía con certeza que no le hacía ninguna gracia que fuera sola a la fiesta esa noche. No había dicho nada al respecto, pero a esas alturas ella conocía sus expresiones faciales bastante bien, y había percibido la renuencia escrita en los rasgos duros de su rostro y en la mirada que le había dirigido cuando lo dejó en el vestíbulo del hotel para encarar a Edmund sin él. Incluso en ese instante, ya en la fiesta, mientras intentaba concentrarse en la oportunidad que había imaginado durante meses, no lograba alejar su mente del hermano que la distraía con una simple mirada, con un beso, con una caricia. No podía quitarse de la cabeza el recuerdo de lo que había ocurrido aquella noche en la cocina, algo de lo más inapropiado por parte de Sam, horrible e inmoral por parte de ella, y total e inexplicablemente... maravilloso.

Sam. Sam. Sam...

De pronto, enderezó los hombros y sintió que se le aceleraba el corazón. Sus ojos se clavaron en el objeto de su ira y de su angustia. Desde el lugar que ocupaba junto al pasillo del comedor, localizó a la serpiente que se había convertido en el objetivo de su misión, tan alto e imponente como siempre en toda su apuesta gloria, mirando a una Brigitte radiante que le clavaba sus diez dedos de uñas perfectas en el codo mientras caminaba con él del brazo.

Notó que se le secaba la boca y retrocedió un par de pasos para esconderse entre la mesa del bufet y una corpulenta dama ataviada con un vestido de aros amplios, a fin de tomarse unos segundos de respiro y observar a ese canalla antes de que la viera.

Esa noche vestía un traje de color azul marino, un chaleco azul claro, una camisa de seda blanca y una corbata a rayas azules y blancas. Tenía el pelo tan largo como ella lo recordaba, aunque se lo había recortado un poco por detrás de las orejas y se lo había peinado hacia atrás, como Sam.

En ese momento se le ocurrió que aunque los dos hombres eran físicamente idénticos, Sam tenía una presencia mucho más autoritaria que su hermano menor; quizá se debiera a que había recibido una educación basada en las expectativas de su título, pero a Olivia le daba la impresión de que era más una cuestión de discrepancia entre sus personalidades. Sam parecía siempre atractivo y distante; Edmund tenía un aspecto jovial y... pícaro. Pícaro y feliz, como parecía en esos momentos, mientras sonreía a su prometida.

Brigitte levantó la vista para contemplar su rostro con adoración cuando los invitados a la fiesta rompieron en aplausos al verlos llegar juntos y se acalló el rumor de las conversaciones. La futura novia parecía radiante y era obvio que no le preocupaba en absoluto que alguno de los asistentes pudiera arruinarle la fiesta. Edmund también parecía despreocupado, lo que significaba que o bien Brigitte había mantenido su palabra y no le había hablado del té que habían tomado juntas, o bien que ese hecho no le importaba en lo más mínimo porque confiaba en la devoción de su dama y en su propio plan de ataque.

Una vez que el grand-père de Brigitte realizó una breve presentación y ofreció un brindis para desearles lo mejor, la pareja comenzó a mezclarse con la multitud mientras los invitados volvían a degustar el champán y los aperitivos entre risas y charlas. Olivia estudió a los prometidos desde su posición y se dio cuenta de que Brigitte había elegido un vestido de noche en satén de color celeste, con volantes de encaje blanco que armonizaban con el atuendo de Edmund. Llevaba aros de amplitud media y el cabello rubio trenzado y peinado en dos rodetes alrededor de las orejas. Lucía pocas joyas y no se había maquillado, aunque estaba bastante bonita, casi resplandeciente, debido sin duda a la excitación de la noche y al entusiasmo por la futura boda.

Por un segundo, Olivia sintió un ramalazo de culpa al saber que iba a interferir en tan dichosa ocasión... hasta que recordó por qué había acudido allí en primer lugar, cuánto daño le había hecho ese hombre y el hecho de que pretendía hacerle exactamente lo mismo a Brigitte. Con ese pensamiento en mente, decidió que ya había llegado la hora de acercarse a la feliz pareja para darles la enhorabuena.

Tras reunir todo el coraje que poseía, dejó lo que le quedaba de bebida en la mesa auxiliar de nogal que había a su derecha, se recogió la falda y caminó con decisión hacia Edmund, que en ese instante se encontraba en el centro del salón con una copa de champán en la mano.

Brigitte la vio primero y la miró de arriba abajo con una expresión calculadora. Después tiró de la manga de Edmund hasta que consiguió que dejara de prestar atención a la conversación que mantenía con dos hombres mayores y se inclinara hacia ella para poder susurrarle algo al oído. De pronto, Edmund levantó la cabeza y posó la mirada en ella por primera vez.

A decir verdad, fue un momento de valor incalculable. La típica sonrisa falsa de Edmund se desvaneció de su rostro y su tez palideció al verla caminar con aire despreocupado hacia él. En lo único que pensaba Olivia en ese instante era en lo mucho, muchísimo, que deseaba que Sam estuviera allí para poder presenciarlo.

Con una enorme sonrisa de satisfacción, se acercó a ellos con el ridículo y el abanico en la mano izquierda a fin de ofrecerle la derecha a Brigitte.

—Queridísima Brigitte, esta noche estás radiante —dijo con tono alegre mientras se inclinaba para darle un beso.

Después se apartó un poco y concentró su atención en Edmund, la Serpiente.

Brigitte fue la primera en hablar.

—Cariño, ¿recuerdas a lady Olivia Shea, de la Casa de Nivan?

Edmund parpadeó unos instantes, como si se sintiera del todo confundido, y después la observó de la cabeza a los pies, como si tratara de asimilar el hecho de que la tenía delante de sus narices, compuesta, educada y desafiándolo a reaccionar en primer lugar. Olivia extendió una mano con la palma hacia abajo para que se la besara.

—Buenas noches, monsieur Carlisle —lo saludó con voz amable y una sonrisa inocente.

El canalla se recuperó por fin al darse cuenta de que lo mejor sería saludar, ya que ella no iba a dejarlo en ridículo ni a ponerse a despotricar en ese instante.

—Desde luego que sí. Lady Olivia... —Carraspeó un par de veces mientras le cogía la mano para llevársela a los labios—. Tiene... muy buen aspecto.

Olivia notó su mano fría y húmeda; estaba claro que el pánico le hacía sudar. Esbozó una sonrisa mientras atesoraba ese instante de bochorno para él.

—Es un placer verlo de nuevo en tan... extraordinarias circunstancias.

Edmund estuvo a punto de perder la sonrisa y frunció ligeramente el entrecejo.

—Ya lo creo. No tenía ni idea de que conocía a los Marcotte ni la Casa de Govance.

Serpiente mentirosa...

—Bueno, es una sorpresa maravillosa para todos, ¿no cree? —Abrió el abanico y comenzó a agitarlo con lentitud ante su rostro—. Estoy segura de que usted sabe que mi tía Claudette tiene familia en Grasse, aunque es cierto que yo no había vuelto aquí desde hace años. Es una suerte que haya venido a tiempo para celebrar su futuro matrimonio.

Tras mirarla con suspicacia y con una sonrisa pizpireta en los labios, Brigitte preguntó con descaro:

—¿Y dónde está tu marido, Olivia? Creí que vendría contigo esta noche.

Justo en el momento oportuno. Edmund no podría haberse sentido más atónito ante semejante revelación. Se echó hacia atrás de pronto y comenzó a ruborizarse.

—Me temo que hoy se sentía un poco indispuesto —contestó Olivia de inmediato para no darle la oportunidad de intervenir—, pero me ha pedido que os transmita sus mejores deseos.

—Lo siento mucho —replicó Brigitte mientras frotaba la manga de Edmund con la palma de la mano, aunque obviamente no era cierto.

Olivia suspiró.

—Sí, bueno, ya sabes que aquí hace mucho calor.

Brigitte sacudió la cabeza.

—Sí, la verdad es que acostumbra a hacerlo.

—Y por supuesto, como es inglés no está acostumbrado a que el sol brille tanto.

—Cierto —convino la joven con un leve gesto de preocupación—. Creo que no ha llovido desde hace más de una semana.

Olivia le siguió la corriente.

—No ha caído ni una gota desde que estamos aquí, me temo.

Edmund había entrecerrado los párpados para observarla con detenimiento.

—Te has casado —dijo de repente.

Fue un comentario absurdo, pero al parecer a su falso marido le estaba costando mucho digerir la información.

—Sí —respondió sin más al tiempo que clavaba la vista en él.

—Y con un inglés como tú, cariño —añadió Brigitte, que le dio un apretón en el brazo al que seguía aferrada.

—Sí, ahora que lo pienso se parece bastante a usted, monsieur —dijo Olivia con regocijo al tiempo que inclinaba la cabeza a un lado para examinarlo de la cabeza a los pies—. Aunque creo que es un poco más alto, tal vez más de medio centímetro.

—Pero es imposible que sea tan guapo —ronroneó Brigitte, que alzó la mirada hasta el rostro de su prometido.

Edmund le dedicó una sonrisa... una sonrisa de lo más falsa, en opinión de Olivia, pero su mente debía de ser como un hervidero en el que bullían comentarios y cuestiones que no podía pronunciar. Olivia no podría haber disfrutado más de ese momento.

—La verdad es que creo que es también igual de guapo —aseguró mirando a Brigitte mientras cerraba el abanico para sostenerlo con ambas manos delante de su regazo—. Pero ¿no es eso lo que creen todas las esposas de sus maridos?

—Claro que sí —convino Brigitte.

—Imagino que su esposo y usted se hospedan en el hotel Maison de la Fleur, ¿verdad? —inquirió Edmund con tono frío y calculador, algo más recuperado.

—Desde luego que sí —contestó ella con aire ingenuo tras decidir que lo descubriría de todos modos, se lo dijera o no—. Nos parece el lugar más bonito de Grasse, y no deseaba importunar a la familia, ya que llegamos sin avisar.

—Desde luego... —repitió él sin dejar de estudiarla. Esbozó una sonrisa ladina antes de añadir—: Dado que es de Inglaterra, quizá conozca a su marido. ¿Cómo se llama, si puedo preguntarlo?

Olivia se reprendió para sus adentros por no haber previsto las posibles preguntas sobre su marido; con todo, aquella era una pregunta estúpida, teniendo en cuenta que Edmund había permanecido muchos años lejos de su país natal y que estaba claro que no conocía ni a una pequeña fracción de la población inglesa. Sin embargo, lo más importante era que si mencionaba el nombre de Sam, Edmund acudiría al hotel esa misma noche para enfrentarse a ellos, y eso era algo que no podía permitir, al menos hasta que estuviesen preparados. No, deseaba que la gran revelación tuviera lugar la noche del día siguiente, en el baile, donde todos pudieran presenciarla.

—Se llama John —murmuró sin pensárselo—. John Andrews. Es un banquero de Londres.

Edmund arqueó un poco las cejas mientras la examinaba con meticulosidad en busca de mentiras ocultas.

—¿Un banquero? —preguntó.

Olivia sonrió de oreja a oreja, muy orgullosa de su capacidad de invención.

—La verdad es que sí. Me está ayudando a llevar las finanzas.

Habría jurado que Edmund soltaba un resoplido.

Brigitte la miró con la boca abierta.

—¿Nivan atraviesa dificultades financieras? —preguntó, aunque en esa ocasión su interés era genuino.

Olivia compuso una mueca de despreocupación e hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

—No, no, por supuesto que no. Nuestras ventas han ido más que bien hasta ahora. —Echó un vistazo a Edmund antes de volver a dirigirse a Brigitte—. No, en realidad monsieur Andrews ha sido una verdadera joya a la hora de ayudarme a reestructurar mi herencia. Al parecer —añadió en voz baja con una sonrisa cínica—, después de examinar los papeles se dio cuenta de que había... «desaparecido» parte de ella de algún modo.

—Ah, entiendo —murmuró Brigitte segundos después con tono distante.

Edmund, rígido y con un semblante inexpresivo a excepción de las ventanas de la nariz dilatadas, parecía a punto de estallar. O de abalanzarse sobre su garganta. Su inocente prometida no era consciente de la furia que lo embargaba, aunque frunció el ceño, probablemente porque se había dado cuenta de que, al tocar el tema de las herencias, Olivia podía dar a entender que Edmund pretendía hacerse con la fortuna de Govance a través del matrimonio. A pesar de que estaba disfrutando de la situación, Olivia no estaba preparada todavía para una batalla verbal, y tampoco para un estallido de lágrimas.

Se apresuró a desechar el tema con un movimiento de cabeza y un leve encogimiento de hombros.

—Supongo que nadie debería exigir a una dama que esté al tanto de su fortuna. Al menos, eso es lo que piensa mi esposo.

Edmund no podía decir nada al respecto, pero sus rasgos parecieron petrificarse; Brigitte se limitó a asentir.

—En fin, creo que no debería reteneros más —dijo con jovialidad mientras miraba a su alrededor—. Por el amor de Dios, no debería haberos acaparado durante tanto tiempo cuando hay tantas personas que han venido a celebrar vuestro compromiso. —Volvió a mirarlos con una sonrisa—. Quizá podamos charlar después.

Brigitte sonrió con evidente alivio.

—Sí, supongo que deberíamos alternar con otras personas, ¿no te parece, cariño?

En ese preciso instante, dos damas mayores a las que Olivia no conocía personalmente los interrumpieron con abrazos y felicitaciones, y ella retrocedió un paso para darles espacio.

Tras clavar una última y significativa mirada en los ojos de Edmund, le dio la espalda y se acercó a la mesa de bufet en busca de otra copa de champán; la necesitaba con desesperación, ya que sus manos habían empezado a temblar.

Debía marcharse de allí lo antes posible, presentar sus excusas y regresar a la seguridad que le proporcionaban los brazos de Sam y los sólidos muros del hotel. Allí se sentía vulnerable y Edmund no le quitaría los ojos de encima, buscando quizá una oportunidad para enfrentarse a ella; con todo, Olivia no lograba imaginar qué pretexto podría dar a Brigitte para separarse de ella el tiempo necesario para una discusión privada.

Con la mente hecha un lío y los nervios de punta, estiró la mano para coger una copa de champán. No se dio cuenta de que Edmund estaba a su lado hasta que la cogió del brazo con la fuerza suficiente para derramar parte del líquido sobre su vestido de noche y la gruesa alfombra floral que tenía a los pies.

Aterrorizada, Olivia fue incapaz de moverse. Puesto que se encontraban en una de las esquinas de la sala, estaban apartados de todo el mundo.

—Te reunirás conmigo mañana a las diez, en el cenador del jardín del hotel —le dijo él desde atrás con voz grave y tensa—. Ve hasta allí sola. Tenemos que hablar, Olivia.

Antes de que pudiera mediar palabra, Edmund se apartó y se alejó tan rápido que en el momento en que pudo volverse ya había desaparecido entre la multitud de joviales invitados, que seguían disfrutando del ambiente festivo y charlando como si nada. Al parecer no se habían fijado en ella ni en los pocos segundos que había pasado con Edmund.

Sam no había dejado de pasearse de un lado al otro del vestíbulo del hotel desde que ella se marchara. Estaba más preocupado de lo que recordaba haberlo estado en toda su vida, aunque sabía que el plan que habían trazado serviría muy bien a sus propósitos y que ella estaría a salvo en compañía de otras personas. Aun así, le irritaba no estar con ella para observarla en acción, para ver la expresión del rostro de Edmund cuando le pusiera la vista encima por primera vez. No le quedaba más remedio que esperar a que le diera los detalles, y puesto que ya habían pasado más de dos horas desde que se marchara, su paciencia comenzaba a agotarse.

Ya había caído la noche, y apenas había terminado de decidir que la esperaría dentro cuando vio que su carruaje se detenía frente al hotel y que el cochero se apeaba del asiento para abrirle la portezuela.

Corrió hacia el vehículo, pero Olivia sonrió de oreja a oreja en cuanto puso los ojos en él, deteniéndolo de inmediato.

—Pareces un poco nervioso —comentó ella con una sonrisa satisfecha que no logró disimular.

Sam entrelazó las manos a la espalda y la observó con interés mientras ella se acercaba.

—No tenía otra cosa mejor que hacer que esperarte, lady Olivia.

—Como debe ser —señaló ella con expresión pícara.

Estaba hermosa; resplandecía con una sonrosada vitalidad que no tenía cuando se marchó.

—¿Y bien? —preguntó él con las cejas arqueadas después de un largo silencio.

En ese instante, ella soltó un grito y saltó a sus brazos.

—Ay, Dios, Sam, ¡fue maravilloso! ¡Sencillamente maravilloso! —exclamó en un estallido de regocijo al tiempo que lo estrechaba con fuerza y enterraba la cara en su cuello.

Sam se sentía tan aturdido por su comportamiento, por semejante familiaridad, que por un momento no pudo responder. Luego, como si fuera la cosa más natural del mundo, la rodeó con los brazos y la apretó contra él. Le levantó los pies del suelo mientras ella reía y depositaba un millar de pequeños besos en su cuello.

Esa mujer lo fascinaba. Inhaló el aroma a vino y a flores que emanaba de ella y se deleitó con la suavidad del cabello que le rozaba la mejilla mientras se tomaba un momento, un momento robado, para saborear sus sutiles curvas y el contacto de sus labios sobre la piel, para sumergirse en la inocencia de su risa. Su felicidad lo embriagaba, y cuando sintió por fin que Olivia le ponía las manos en los hombros para intentar liberarse, pensó en lo solitario que sería su mundo sin ella.

Algo preocupado, la soltó poco a poco y la bajó al suelo.

Olivia retrocedió un paso sin dejar de sonreír y lo miró a los ojos.

—Tengo que contártelo todo, pero vayamos dentro.

—Muy buena idea —replicó él sin apartar todavía las manos de su cintura.

Olivia tomó una de ellas y, sin decir una palabra más, lo arrastró hasta la tercera planta.

La suite que compartían poseía comodidades modestas, entre las que se contaban dos dormitorios separados y una sala central. Esta última era una pequeña estancia con las paredes empapeladas, un sofá de cerezo tapizado con un diseño floral y una sencilla mesa a juego con dos sillas. Olivia se situó cerca de la mesa, sobre la cual había una lámpara que ella había encendido al entrar, y se quitó los pendientes antes de arrojarlos, junto con el abanico y el ridículo, sobre la superficie de madera.

Luego se volvió para mirarlo sin perder la sonrisa.

—Fue maravilloso.

Sam cruzó los brazos a la altura del pecho.

—Eso ya lo has dicho.

—Estaba desconcertado, absolutamente desconcertado. —Entrelazó las manos por delante del regazo—. Ay, Sam, fue tan divertido...

Él se dirigió al sofá y se dejó caer en él antes de extender las piernas y cruzar los brazos sobre el abdomen, mirándola con diversión.

—Lo has pasado bien, ¿eh?

—Ni te lo imaginas. —Tiró de una de las sillas y tomó asiento con delicadeza antes de colocarse la falda del vestido rojo alrededor de los tobillos—. Se puso pálido cuando me vio por primera vez. Luego, después de hablar unos momentos con Brigitte y con él, se enfadó muchísimo, aunque eso logró ocultarlo con más éxito que su desconcierto. Su reacción fue mucho mejor de lo que habría podido imaginar, y lo más divertido fue que no pudo decir una palabra sin delatarse ante su prometida, ya que ella no se apartó de su lado ni un momento. Lo tenía en mis manos. —Se cubrió la boca con la mano durante unos segundos para acallar las risillas—. Le dije que estaba casada con un tal señor John Andrews, un banquero londinense que me estaba ayudando con mis finanzas porque parte de mi herencia había «desaparecido». —Dejó caer los brazos sobre el regazo—. Ay, Dios, Sam, ojalá hubieras estado allí para verlo. Ese momento no tuvo precio.

Su entusiasmo era contagioso y Sam se descubrió riendo por lo bajo, con la cabeza apoyada sobre el respaldo del sofá.

—Me encantaría haber estado allí para verte en acción, encanto. He tenido que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para no coger un caballo y acercarme hasta allí a mirar.

Ella inclinó la cabeza a un lado y le dedicó una sonrisa.

—No dejé de pensar en ti ni un instante.

Esa revelación pronunciada en voz baja le hizo un nudo en la boca del estómago.

—Eso espero —murmuró en respuesta, aunque se dio cuenta de que quizá el comentario no significara lo que él deseaba.

—No dejaba de pensar en lo bien que lo habríamos pasado enfrentándonos a él juntos —continuó—, con la pobre Brigitte colgada de su brazo, completamente cautivada y aferrada a él como si temiera que fuera a robárselo delante de sus narices. —Soltó un resoplido exagerado y puso los ojos en blanco—. Una idea de lo más absurda.

En ese instante, Sam quiso besarla hasta dejarla sin sentido.

—¿Ocurrió algo más? ¿Te dijo algo sobre Nivan o sobre tu dinero?

Olivia se removió un poco y manoseó la falda de su vestido con el ceño fruncido.

—No, nada en particular, pero la verdad es que no tuvo oportunidad de hacerlo. Creo que lo dejé muy confundido, en especial porque no actué en absoluto como una mujercita con el corazón roto. Sin embargo, Brigitte y yo charlamos en cierto momento sobre las diferencias entre Edmund y mi marido. —Le dirigió una mirada traviesa y sonrió una vez más—. Les dije que mi marido no solo era casi medio centímetro más alto, sino que también era tan guapo como él.

Sam se dio cuenta de que no podría escuchar mucho más sin cogerla en brazos y hacerle el amor allí en la alfombra, mandando todas las incertidumbres y los recelos al infierno. El hecho de que Olivia hubiera notado que una de las escasas diferencias que existían entre Edmund y él era que su estatura era ligeramente superior tenía mucha más importancia para él de la que ella podía imaginarse.

—¿Hablaste mucho tiempo con él? —preguntó, buscando cualquier posible detalle que ella hubiera podido olvidar.

Olivia se encogió de hombros mientras lo pensaba.

—No mucho, tal vez cinco minutos, aunque supongo que fue mejor así. Había alrededor de... bueno... tres docenas de personas allí, y todo el mundo quería darle la enhorabuena, así que no pude entretenerlo mucho. Con todo, no dijo una sola palabra de ti... ¡Ay! Mencioné a la tía Claudette, aunque solo de pasada. —Se inclinó hacia delante con un brillo especial en los ojos—. Me habría encantado oírle hablar de ella, pero, si te digo la verdad, Sam, lo que más me gustó de la noche fue saber que él no podía hacer comentario alguno respecto a lo que yo decía. No podía hacer otra cosa que retorcerse y rogar que yo no le revelara demasiadas cosas a su querida Brigitte.

Esa mujer lo deslumbraba: tanto por su inteligencia y su encanto, como por su belleza, exterior e interior. En ese preciso instante, Sam decidió que lo más estúpido que Edmund había hecho en su vida había sido dejar que esa extraordinaria mujer se le escapara de las manos.

—¿Qué sentiste por él, Olivia? —preguntó con cierta vacilación al tiempo que se inclinaba hacia delante para apoyar los codos sobre las rodillas.

—¿Qué sentí por él? —repitió ella, perpleja—. ¿A qué te refieres?

Sam se frotó las palmas de las manos y eligió las palabras con mucho cuidado.

—Me has dicho cómo te sentías al enfrentarte a él esta noche, que te encantaba estar al mando de la situación, pero una vez me dijiste que lo amabas. Siento curiosidad por saber si todavía sientes lo mismo. ¿Sentiste celos de la atención que le prestaba a Brigitte? —Hizo una pausa y, tras mirarla a los ojos, le preguntó sin rodeos—: ¿Sigues enamorada de él?

Ella se limitó a permanecer sentada y a mirarlo con semblante inexpresivo durante muchos minutos... o al menos eso le pareció a él. Pero en un momento dado, se puso en pie de repente.

—Edmund es un estúpido —le aseguró con un tono cargado de certeza—. Jamás podría amar a un estúpido.

Sam apoyó las palmas en las rodillas y se levantó para situarse al lado de ella, abrumado por un alivio que ni siquiera entendía del todo.

—¿Sabes, Olivia?, yo estaba pensando exactamente lo mismo.

Ella entrecerró los ojos y puso los brazos en jarras.

—¿De veras?

Sam se acercó un paso más y bajó la vista para contemplar su rostro. —De veras.

Olivia empezó a sacudir la cabeza muy despacio y recuperó la expresión de regocijo y expectación.

—El baile de mañana por la noche será una revelación para todos, Sam, y estoy impaciente por entrar en ese salón contigo.

—Yo también —murmuró él, reprimiendo el impulso de acariciarla.

Durante algunos instantes, se miraron el uno al otro en silencio. La tensión del ambiente se incrementó tanto que incluso Olivia se dio cuenta. Abrió los ojos de par en par al entender lo que ocurría; separó los labios un poco y se los lamió con vacilación. Después retrocedió un paso para romper el hechizo.

—Creo... creo que es hora de retirarme —dijo.

La comezón que sentía en las entrañas, el acuciante deseo que no podía saciar, amenazó con abrumarlo. Si ella supiera lo que le hacía sentir...

—Date la vuelta —le ordenó con un tono algo más brusco de lo que pretendía.

Olivia movió la cabeza, confundida.

—Yo... yo no...

—Solo quiero desabrocharte el vestido —dijo con suavidad.

Puesto que carecía de doncella, la había ayudado a abotonarlo esa misma tarde, y entonces ella había considerado que el corsé y las enaguas eran prendas suficientes para mantener el decoro. Las situaciones desesperadas precisaban medidas desesperadas y todo eso. No obstante, en esos momentos parecía poco dispuesta a dejar que la ayudara.

Sam estiró una mano y deslizó los dedos por su mejilla.

—No pasa nada, Olivia. Deja que te desabroche el vestido y podrás irte a la cama.

Tras un segundo de indecisión, ella bajó las pestañas y se dio la vuelta sin mediar palabra para dejarle hacer lo que le había pedido.

Comenzó por la parte superior, cerca de sus omóplatos. Sam notó cómo se erizaba la piel femenina cuando empezó a desabrochar los botones uno a uno, descendiendo sin problemas por la espalda cubierta por el corsé hasta la cintura. Después la sujetó por la parte superior de los brazos con el fin de que se diera la vuelta de nuevo.

La mirada de Olivia lo dejó destrozado. Sus ojos estaban llenos de aceptación, de comprensión, de confianza y de devoción.

Con el vestido apretado contra su pecho para evitar que se cayera, colocó la mano libre sobre su mejilla y dijo con voz ronca:

—Gracias, Sam. Por todo.

Él le alzó la barbilla con los dedos.

—Haría cualquier cosa por ti —susurró con tono serio; la intensidad de su mirada encerraba esperanzas y significados ocultos.

Olivia tragó saliva con fuerza. —Buenas noches, Sam.

Él suspiró para sus adentros. —Buenas noches, Livi.

Ella se volvió una vez más y se encaminó hacia su dormitorio sin volver la vista atrás. Una vez dentro, cerró la puerta con suavidad.