LAS PAREDES
—¡Cuéntalo otra vez! ¡Cuéntalo otra vez, Debby Tonta! —canturrearon los chicos acorralando a la temblorosa y acobardada muchachita contra el poste del molino y rodeándola de tal manera que los ojos asustados de ella no encontraron una vía de salida.
—Vosotros no me creéis. Lo único que hacéis es reíros —protestó—. Siempre lo hacéis. Pero es verdad. Yo vi... —Apretó los labios y abrió los ojos desorbitadamente al recordar.
—Cuéntanos, Debby. Te creeremos —prometió el delgaducho adolescente Edward, no mucho más joven que la propia Debby, y que esta vez encabezaba el grupo. Se apresuró a cruzar los dedos a su espalda, porque temía que decirle una mentira a una tonta contara como una mentira verdadera.
Algunos dieron codazos en las costillas a sus compañeros y todos se miraron sonriendo sin dejar de rodear a Debby. Esto era divertido, nunca dejaba de entretenerlos en los largos y aburridos días del verano. Y además, tonta o no, Debby lo contaba maravillosamente bien.
Debby miró al chico con expresión suplicante. Quería creer... Necesitaba creer que esta vez le estaban diciendo la verdad» que esta vez habría alguien que se asombraría con ella y le creería y, al aceptarla, la ayudaría a lograr la aceptación de toda la Colonia, la aceptación que había perdido cuando había contado confiadamente aquella increíble maravilla a cualquiera que quisiera oírla. Su familia pensaba que era una mentirosa. Los vecinos trazaban pequeños círculos con el dedo índice contra las sienes. Los Mayores...
—¡No! ¡No! —Extendió las manos para rechazar al grupo que la empujaba—. ¡Los Mayores!
Los chicos miraron a su alrededor con expresión cautelosa. Era verdad que la Junta de los Mayores les prohibía hablar del asunto» pero eso sólo servía para aumentar la diversión, y no había Mayores al alcance del oído.
—¡Cuéntanos, Debby, cuéntanos! —La pequeña Heppie tironeó de la falda de Debby—. A mí me gusta.
Debby bajó la mirada y vio los brillantes ojos azules de Heppie y sonrió con expresión cautelosa.
—Cariño —dijo—, tú me crees, ¿verdad?
—Oh, claro que sí, Debby —gritó Heppie—. ¡Cuéntalo otra vez! ¡Me encantan los cuentos!
—¡Cuentos! —La sonrisa de Debby se desvaneció. ¡Ni siquiera una criatura de cinco años, para la que el mundo está lleno de prodigios, podía creerle! ¡Entonces no era de extrañar que Miles...!
Pero Miles la había defendido. Había sido en aquella reunión de la Junta de Mayores, al Oír el espantoso murmullo de «bruja» que le heló la sangre a Debby, cuando Miles se puso de pie para defenderla.
—No tenemos motivos para sugerir siquiera que la señorita Winston es una bruja.
¡La señorita Winston! ¡Oh, Miles, Miles! Después amor mío, amor mío, tu pelo es tan dulce como los caramelos.
—No ha hecho daño a nada ni a nadie. Es una cuestión de enfermedad o una ilusión, o una posesión.
¿Posesión? Dame tus labios, Debby. Dame tus manos pequeñas. ¡Qué diminutos fragmentos de tu ser para contentarme basta la primavera!
—Si se trata de una enfermedad, se curará. Si es una ilusión, desaparecerá. Si está poseída por el diablo, entonces Dios, cuando lo decida, la liberará.
—No nos equivoquemos como hicieron nuestros colonos vecinos en el pasado gritando «bruja, bruja» a cualquier cosa desagradable que ocurría entre nosotros. Tenemos bastante trabajo para salvar nuestra propia alma entre nuestros vecinos y ante Dios sin juzgar, cuando el juicio en realidad le corresponde a Él, que nos apartó de la noche de la tiranía para traemos a esta nueva y brillante tierra. Teniendo en cuenta que la señorita Winston no le hace daño a nadie, no considero que este asunto le concierna realmente a esta junta.
¡Nueva y brillante tierra! ¡Qué palabras valientes! Pero no había llegado ninguna primavera para Debby y Miles. Ahora él y Faith Hatchett paseaban de noche por los tranquilos senderos que se extendían entre los árboles en sombras. Incluso por el mismo camino por el que Debby había tropezado...
—Tropecé —dijo en voz alta, deslizándose imperceptiblemente en el gastado surco de su relato repetido—. Tropecé con una arruga, con un pliegue.
—Quieres decir con una protuberancia —entonó Edward, intercambiando miradas de deleite con los otros chicos, mientras intentaba percibir alguna señal-! Debiste tropezar con una protuberancia, o con una rafe.
—¡No, no fue así! —Debby miraba atentamente más allá de ellos y todos se estremecieron de deleite—. Fue una arruga, un pliegue de las Cosas. Simplemente una arruga en el mundo... y en todo, como si pudieras estrujar la creación como si fuera un papel.
Arrugó la frente y volvió a observar el rompecabezas.
—Tú ibas a casa de Granny Gayton —dijo Edward en tono de burla.
—Yo iba a casa de Granny Gayton —coincidió Debby—. Tenía algunas moras para ella, pero tropecé... —Abrió sus ojos oscuros al recordar y los chicos volvieron a estremecerse. Gratitud y Amabilidad, que se encontraban a un costado del grupo, gritaron mientras eran apartados con un empujón y se separaban cautelosamente de Anson Leverette, el vagabundo del lugar, que miraba a Debby con los hombros caídos y las manos en los bolsillos.
—Tropecé —repitió Debby— y todo se oscureció.
—Te golpeaste la cabeza —murmuró Edward.
—No —gimoteó Debby—. Se puso oscuro y yo no estaba en ninguna parte. Todo era negro, negro, negro sin fondo ni techo y nada más que negrura, y entonces todo se sacudió y de repente empezaron a arder fuegos enormes en la oscuridad. Millones, millones como las estrellas, pero grandes y con llamas.
Leverette lanzó un fuerte suspiro y empezó a avanzar entre los chicos, pero se detuvo.
—Entonces la negrura... —la apremió Edward.
—Entonces la negrura desapareció y caí y caí y allí estaba, entre las flores.
—Grandes como tu cabeza —entonó Heppie.
—Grandes como mi cabeza y altas hasta mis hombros. El suelo estaba lleno de barro y se me ensució el vestido —dijo Debby. Entonces vi a una señora»
—Casi desnuda —susurró Edward, avergonzadamente divertido.
—Casi desnuda —coincidió Debby—. Sólo llevaba una tela aquí. —Con un breve gesto se señaló el pecho—. Y un poco más aquí. —Sus manos se deslizaron sobre sus caderas.
»Me ayudó a levantarme con las manos que tenían las puntas pintadas de escarlata, y rió con unos labios rojos como la sangre. Dijo: "Cielos, criatura. ¿Cómo demonios apareciste aquí, en medio de este macizo de flores?"
»Pero yo no podía decírselo. Tenía miedo porque no podía ver adonde había llegado, sólo las flores aplastadas sobre las que había caído.
»Entonces me llevó a la casa.
—La casa! —El susurro estalló como una llamarada—. La casa.
—Miré la casa —dijo Debby en voz muy baja—, y pude ver a través de las paredes.
—¡Las paredes! —murmuraron los chicos.
—De vidrio —intervino Leverette con voz gruesa... Y los ojos sorprendidos de Debby se fijaron en él.
—Pero no era gruesa y rayada y oscura como el cristal. Era clara, delgada y hermosa.
—Hay un cristal distinto al que tú conoces, muchachita. No juzgues el mundo entero según tu pequeña parcela.
—Sí —respondió Debby con un suspiro—, es posible que fuera cristal. —Observó el rostro desdichado de Leverette y unos pequeños dedos vacilantes se desplegaron en su corazón. ¿Alguien que creía?
—¡Sigue, Debby! —La pequeña Heppie pasaba el peso del cuerpo de un pie al otro con impaciencia—. Sigue. Las paredes...
—Sí, las paredes. —Debby volvió a deslizarse en el torrente compulsivo de su relato—. Podía ver a través de las paredes. La señora me llevó al interior de una habitación extraña, extraña, llena de cosas extrañas, extrañas, y hablaba todo el tiempo de «rodaje de exteriores», de «vestuario» y «extras». Ella creía que había llegado de las colmas de las que provenían otros como yo. Y me dijo «debes lavarte», y me llevó por unas habitaciones en las que las paredes eran de colores brillantes» brillantes, y me condujo hasta otra habitación pequeña.
El grupo se agitó con un estremecimiento de placer.
—Y las paredes —entonaron.
Y las paredes eran lisas y duras como un plato. Por todas partes había dibujos de peces y pájaros raros. Y también estaba lleno de cosas raras.
»Entonces la señora hizo girar algo en la pared y de la pared salió agua, que cayó dentro de una cosa larga y rara como un bote, lo suficientemente grande para acostarse dentro, y muy liso y duro como la porcelana. El agua era brillante y llena de burbujas, y la toqué y estaba caliente.
Los chicos miraron con la boca abierta y fascinados mientras Debby continuaba su relato.
—Entonces hizo girar otra cosa y el agua se enfrió. Roció el agua con un polvo raro y el agua se agitó y se convirtió en un millón de burbujas perfumadas que tenían arco iris en el interior.
»Y todo el tiempo hablaba de ser una desconocida para Cally-no-sé-cuánto, y de cómo se llevaba nuevas sorpresas todos los días, y que yo era aún más sorprendente.
»Entonces la señora dijo: "Métete ahí dentro y quítate el barro. Iré a buscar algo para que te pongas hasta que hayamos limpiado tu ropa."
»Así que me bañé, como si me bañara en nubes calientes, pero con frío alrededor de los hombros, y me sequé con una toalla tan larga como yo y tan gruesa como una manta. Después la señora me trajo una bata de seda y oro, demasiado grande, y se,llevó mi ropa sucia a otra habitación. Abrió una puerta pequeña de la pared y metió mi ropa dentro, prenda por prenda, mientras reía y decía: "Auténticos, son realmente auténticos, ¿verdad?"
»Y dijo: "¿Tienes hambre?", y solté la lengua lo suficiente para decir sí, así que cogió una cuerda y la introdujo en la pared y cogió dos rodajas de pan tan blancas como la nieve y las puso en los agujeros de una caja encendida. Salió el olor de las tesadas y de repente el pan saltó dorado, crujiente y caliente. Pero no hubo fuego» ni llamas.
Leverette y los chicos aguardaron absolutamente concentrados mientras Debby se humedecía los labios secos y tragaba saliva.
—Cuando me comí las tostadas y la mermelada y la leche fría que salió de detrás de una puerta blanca y fría de la pared, la señora sacó mi ropa de la otra puerta pequeña mientras hablaba y hablaba sin parar. Mi ropa estaba limpia y casi seca. Entonces cogió otra cuerda y la introdujo en la pared y una cosa rara de hierro se calentó y me alisó la ropa sin necesidad de volver a poner el hierro en te estufa para que se calentara.
«Mientras yo me vestía, sonó un timbre varias veces y la señora levantó algo de la mesa. Empezó a hablar como si allí hubiera alguien. Tuve miedo y empezó a correrme el sudor frío por la cara.
»La señora me dijo: "¿Tienes mucho calor?" y apretó un botón de la pared. Empezó a sonar algo y de la pared de la habitación salió un viento frío. ¡Tocó otro botón y del cielorraso salió una luz!
Mientras Debby recordaba los fascinantes milagros que la habían abrumado, sus ojos adoptaron una expresión delirante y asustada.
—Se puso una cosa larga y blanca en la boca y de su mano surgió una llama y de su cara empezó a salir humo. ¡Después fue a otra pared y movió algo, y la música llenó la habitación!
Debby tenía las manos entrelazadas y apretadas contra su agitado pecho.
—Y en la misma pared unas personas empezaron a moverse y a cantar. —Su voz se convirtió en un susurro—. Personas, diminutas, diminutas, no más grandes que mi mano, que se movían en la pared... ¡en la pared!
—Tonta, Debby tonta —susurró Heppie. Los otros chicos la miraron con furia. Había pasado por alto la señal convenida y era lo mismo que arrebatarles el final del relato. Pero Debby estaba inmersa en sus recuerdos.
—Tuve miedo. Eché a correr. Salí corriendo de la casa y de las flores. Oí a la señora que me llamaba y el canto de esa gente pequeña. Corrí hasta el medio de las flores y tropecé...
—Con una raíz —dijo Edward y le sonrió a los otros chicos.
—Con un pliegue —insistió Debby.
—Con una roca —bromeó Edward.
—¡Con una arruga! —La voz de Debby estaba impregnada de ira.
Se produjo una pausa. Entonces Heppie empezó a canturrear:
—Tonta, Debby tonta.
Debby lanzó un grito de impotencia y desesperación y golpeó cruelmente a Edward en la cara.
—¡No me creéis! ¡Prometisteis que lo haríais! ¡Lo prometisteis! —golpeó al sorprendido y lloroso chico con los puños apretados. Los otros niños, paralizados por esta súbita desviación de la pauta, se abrazaron aterrorizados. La pequeña Heppie se echó a llorar con el rostro oculto en la falda de su hermana.
Debby cogió un mechón del pelo de Edward, le hizo levantar la cara y lo abofeteó una y otra vez; le brillaban los ojos y tenía el rostro contorsionado.
—¡Mentiroso! ¡Mentiroso!
Leverette apartó a los chicos y le cogió el brazo a Debby.
—¡Basta! —dijo bruscamente—. ¡Suéltalo! —Pero tuvo que separarle los dedos, uno por uno, del pelo de Edward.
Entonces, Debby se lanzó contra él y empezó a golpearle el pecho con los dos puños, al tiempo que lanzaba gritos desgarradores, tan terribles que helaban la sangre. Leverette hizo un gesto con la cabeza a los sorprendidos chicos mientras cogía las manos de Debby, que no paraban de moverse.
—¡Marchaos! —dijo—. Y nunca más hagáis algo así. ¿Comprendido?
Mientras se tocaba la mejilla ardiente con una mano y con la otra se frotaba la cabeza, Edward asintió en silencio.
—Si los Mayores se enteran de una sola palabra de esto, me encargaré de vosotros. ¡Ahora largaos!
Asustados y tropezando, los chicos se alejaron lentamente y de pronto giraron y desaparecieron entre los arbustos del lado del camino. Los aullidos de Heppie indicaban su avance.
Leverette apartó a Debby y observó serenamente el rostro contorsionado y arrasado por las lágrimas. La abofeteó con suavidad. Ella dejó de gritar de inmediato, se encogió y empezó a sollozar y se habría desplomado si no hubiera sido porque Leverette la cogió. La llevó hasta un tronco y se sentó junto a ella; dejó que Debby se secara las lágrimas en la pechera de su camisa hasta que los sollozos se serenaron y se convirtieron en jadeos estremecidos.
—No me creyeron —se quejo, haciendo un esfuerzo por reprimir las lágrimas.
—Claro que no —le dijo Leverette—. Y nunca te creerán. Si esperas que lo hagan, eres una tonta.
Debby se tensó, indignada.
—Pero es verdad. Ocurrió. Yo vi... —Por sus mejillas empezaban a correr otra vez las lágrimas.
—Es posible —dijo Leverette.
Debby lo miró fijamente.
—¿Tú me crees?
—Digamos, más bien, que no desconfío de lo que dices —respondió Leverette.
—Pero nadie... ni siquiera Miles... —Se sorprendió y se inquietó al comprobar que esta vez, al pronunciar su nombre, no se le desgarraba el corazón. De modo que concluyó en tono malhumorado—. Ni siquiera Miles me cree.
—¿Entonces por qué eres tan terca y sigues hablando del tema?
Debby se sonrojó, indignada.
—No quieren creerme. Dijeron que soy una mentirosa. Pero era verdad del principio al fin. ¡Tienen que creerme! —Su voz se tensó y se le llenaron los ojos de lágrimas—. Soy casi una marginada. Ya no pertenezco a este sitio. —Se tapó la cara con las manos y bajó la cabeza—. Nunca más pertenecerá a este sitio, aunque deje de hablar de esto. A menos que me crean.
—Y nunca te creerán —dijo Leverette en tono categórico. Hicieron silencio—. ¿Tú qué sabes de mí? —le preguntó repentinamente.?
Debby lo miró con expresión embotada; tenía la mano oculta en la maraña de pelo que le caía sobre la frente.
—Simplemente que estuviste fuera tres años y que has cambiado.
Leverette lanzó una. carcajada..
—Y ahora tampoco les gusto. Me soportaban cuando era un inútil despreocupado que se reía de todo, pero ahora dicen que mi mirada es la de una persona obsesionada. Y es verdad. Es verdad. Yo tampoco pertenezco a este lugar. Me parece, señorita Winston, que estamos los dos en el mismo saco. —Sonrió burlonamente—. Eso es lo que conseguimos por permitir que nuestros ojos...
—¿Nuestros ojos? —Debby lo miró perpleja.
—Tropecé —dijo Leverette.
—Con una arruga —susurró Debby—, y las paredes.
—No... no había paredes —dijo Leverette—. Nunca llegué más allá de la oscuridad con las estrellas que brillaban. Estuve allí tres años, me dijeron, Pero los años son una manera estúpida de medir el tiempo cuando nada cambia. Estuve suspendido en la oscuridad, contemplando las estrellas resplandecientes hasta que me interné en la locura y abandoné la locura... entré en el infierno y salí del infierno. Mi alma y yo conferenciamos y analizamos la vida y la muerte y la eternidad. ¿Te extraña que haya cambiado... que tenga la mirada de una persona obsesionada?
—¿Cómo regresaste? —musitó Debby.
—Tú me trajiste de vuelta —dijo Leverette—. La primera vez que tropezaste.
—Con un pliegue —canturreó Debby.
—Con un pliegue —repitió Leverette—. Eso me liberó, y regresé... en persona. Pero ya no puedo adaptarme a la vida aquí.
—Yo tampoco —dijo Debby.
Se miraron larga y profundamente, y se cogieron de las manos. Una cálida sensación de aceptación impregnó el corazón de Debby, y una parte de la amargura abandonó el rostro de Leverette.
—¿No podríamos viajar juntos otra vez e irnos a alguna otra parte? —preguntó Debby.
—No —respondió Leverette—. El pliegue ha desaparecido. Acabo de llegar de allí. Va y viene, o de lo contrario Algo lo encontró y lo hizo desaparecer. Tendremos que hacernos un lugar aquí... o en otra colonia si lo prefieres. —Le apretó la mano, consolándola.
—¿Pero yo dónde estaba? —preguntó Debby—. ¿Dónde estaba la casa y las paredes?
—Tal vez Aquí, pero en otro Cuando —dijo Leverette—. Tal vez en otro Donde pero en este Ahora. Fuera como fuese...
—Yo estuve allí —insistió Debby— ¡y tú me crees!
—Estuviste allí —coincidió Leverette—, y yo te creo.