SEIS

Lea se sentó en la oscuridad del dormitorio sacando los pies fuera de la cama. Buscó a tientas y se echó una bata sobre los hombros y se la ciñó al cuerpo. Fue en silencio hasta la ventana y se sentó en el alféizar ancho. Una luna desmochada rodaba en las nubes sobre las lomas y el desfiladero parecía de ébano y marfil. Lea alcanzaba a ver el punteado irregular de las casas que formaban la comunidad. Todas estaban a oscuras excepto una ventana lejana cerca del acantilado del arroyo.

De pronto toda la escena pareció tomar un carácter anguloso, completamente fuera de foco. Las lomas y los desfiladeros fueron tan extraños como si ella estuviese mirando un paisaje lunar o las lomas escondidas de Venus. Nada parecía familiar; la luna misma se convirtió en una criatura terrible que miraba de soslayo y que podía acercarse más y más y más. Lea ocultó la cara en el hueco del brazo y alzó las rodillas para apoyar los brazos temblorosos.

¿Qué estoy haciendo aquí?, se dijo. ¿Qué demonios estoy haciendo aquí? No soy de este sitio. Tengo que irme. ¿Qué me une a todas estas... estas... criaturas? ¡No creo en lo que dicen! No creo nada. Es una locura. En algún momento me he vuelto loca y esto es un asilo. Todas estas noches... ¡historias de locos, contadas como si pudiesen ser algo sensato!

Lea se estremeció y alzó lentamente la cabeza, abriendo de mala gana los ojos. Miró un rato la luna y las lomas y las nubes henchidas hasta que todo volvió a ser familiar. Una locura, susurró, pero una locura tan consoladora. Si sólo pudiera quedarme aquí para siempre. Unas lágrimas ávidas borronearon la luna. ¡Si pudiera quedarme!

¡Tonta! Lea hundió otra vez la cara en las rodillas. Decídete. ¿Es esto o no una locura? No puedes pensar que es ambas cosas a la vez. Y la voz anhelante le dijo: Si esto es una locura, la aceptaré de cualquier modo. Todo esto tiene algo así como un maravilloso sentido que nunca pude encontrar antes. Estoy tan cansada de sospechar de todo. La señorita Carolle dice que lo más grande es la fe, la confianza. Tengo que creer, aunque me equivoque... Lea apoyó la frente contra el vidrio frío de la ventana, los ojos fijos en la luz distante. Se estremeció, se apartó del vidrio helado, y puso otra vez la cara sobre la rodilla.

Es hora, pensó. Es hora de que me detenga. Lo importante es que pueda quedarme aquí, flotando en las aguas tibias del prenacimiento. Oh, es hermoso este sitio. Ninguna preocupación sobre cómo ganarse la vida. Ninguna preocupación sobre qué hacer o no hacer. Ninguna duda acerca del camino que hay que tomar en alguna encrucijada. Pero no puede durar mucho tiempo. Volvió la cara y alzó los ojos a la luna. Nada es para siempre, sonrió con cansancio, aunque la desgracia parece de veras interminable.

¿Cuánto tiempo más estaré al cuidado de Karen? No soy ninguna ayuda, no tengo nada que dar. Cualquier cosa que ella haga, soy siempre una carga. Y no puedo... ¿pero cómo podría curarme de algo en un ambiente tan protegido? Tengo que salir y aprender a mirar el mundo cara a cara. Lea torció la boca. Y aun escupirle a los ojos si es necesario, concluyó.

Oh, no puedo, no puedo, se quejó una voz. Échame tierra encima y deja que lo abandone todo.

¡Cállate!, respondió Lea, muy seria. Soy yo quien manda ahora. Vístete. Vamos a irnos.

Lea se vistió rápidamente en la oscuridad, más allá del alcance de la luz de la luna, las lágrimas cayéndole por la cara. Cuando se inclinaba para ponerse los zapatos golpeó contra la cama y durante un momento sollozó inconsolablemente. Al fin terminó de vestirse. Se vistió con sus propias ropas, recién lavadas, se puso la chaqueta, «casi nueva», y recogió el bolso.

Dinero, pensó. No tengo dinero...

Vació el bolso sobre la cama. Unas pocas cosas tintinearon sobre la colcha. Tiré casi todo antes de irme, se dijo, capaz al fin de recordar el momento de la partida sin que las sombras descendieran otra vez sobre ella. Había gastado el último dólar. Miró dentro de la billetera. No había un centavo.

En un compartimiento guardaba una miscelánea de tarjetas, pequeños rectángulos del pasado. ¿Por qué no las tiré también?, pensó. Son inútiles. Empezó a meterlas de vuelta en el compartimiento, sin prestarles mucha atención, y los dedos se le detuvieron en una punta que sobresalía. Sacó unas hojas plegadas, con una delgada cubierta de color azul marino.

¡Bueno, me había olvidado!, exclamó. Mis cheques de viajero, si todavía queda alguno. Hojeó la libreta. Suficientes, se dijo. Suficientes para irse otra vez. Metió todo de nuevo en el bolso, y luego abrió el cajón superior de la cómoda. Una débil luz le tocó los contornos de la cara. Recogió el kumatka y lo hizo girar entre los dedos. Lo sostuvo un momento mientras arrancaba el borde de una revista que estaba sobre la cómoda. Escribió en el papel Gracias, y dejó el kumatka encima.

Las sombras eran tan negras, pero Lea tenía miedo de caminar a la luz. Bajó tropezando desde la casa hacia el camino, tratando de no pensar en los kilómetros y kilómetros que tendría que recorrer antes de llegar a Kerry Canyon o a cualquier otra parte. Estaba ya junto al camino cuando tuvo un sobresalto convulso y se llevó los puños cerrados a la boca ahogando un grito. Algo se movía en el claro de luna. Lea se quedó paralizada en la sombra.

—¡Oh, hola! —dijo una voz alegre, y la figura se volvió hacia ella—. Iba a salir en este momento. No sabía que vendría alguien, en este viaje. Llega justo a tiempo. Suba...

Lea subió en silencio a la golpeada y vieja pick up.

—Un carricoche bastante antiguo, ¿no es cierto? —El hombre siguió hablando animadamente, golpeando la portezuela y manteniéndola cerrada con la ayuda de un trozo de alambre—. Supongo que cualquier cosa termina por convertirse en una antigüedad, si uno la guarda el tiempo suficiente. Esto es una antigüedad desde hace mucho. No creo que haya otra razón para seguir conservándola.

Lea respondió con un vago murmullo y se tomó del costado del coche que se lanzó camino abajo a un metro de altura sobre la superficie de grava blanca.

—No la había visto por aquí —dijo el conductor—,pero nunca había habido tanta gente en el pueblo y todos tan excitados. Ésta es mi primera visita. Anima bastante de algún modo saber que hay tantos de nosotros, ¿no es cierto?

—Sí, así es. —La voz de Lea era un poco ronca—. Una se siente de veras bien.

—Muy molesto sin embargo tener que hacer de noche todos los viajes, de ida y de vuelta. Dicen que en otro tiempo uno podía volar de día sobre la meseta del Asno por lo menos, y luego ir rodando el resto del camino. Pero estamos llegando a la estación de turismo y tenemos que ser más cuidadosos que durante el invierno. Viajamos de noche, y por el camino desde el pico de la Viuda. Un camino bastante malo, por cierto. Se tarda el doble. ¿Usted todavía no se ha decidido?

Lea le echó una mirada a la luz de la luna.

—¿Decidido?

—Oh, sé que no tengo derecho a preguntárselo —sonrió el hombre—, pero todo el mundo anda en lo mismo. —Habló más tranquilo, los brazos apoyados en el volante—. Yo me he decidido. Seis veces. Hasta que al fin pensé que me había decidido para siempre. Luego tenemos una noche de luna como ésta... —Miró por encima del vasto panorama de lomas y llanuras distantes, y suspiró.

El resto del viaje transcurrió en silencio. Lea rió estremeciéndose, asustada, aferrada al borde de la portezuela, cuando la camioneta bajó y las ruedas golpearon el camino cerca del pico de la Viuda. Luego los saltos, sacudidas y traqueteos hicieron imposible toda conversación.

Llegaron a Kerry Canyon en el momento en que la luz del sol bañaba la luna. El conductor sacó el gancho de alambre de la puerta y Lea salió al alba plateada.

—Vamos y venimos casi todas las mañanas y las noches —dijo él—. ¿Vuelve usted esta noche?

—No. —Lea tuvo un escalofrío y se arrebujó en el abrigo—. No esta noche.

—No se demore demasiado —dijo el conductor—. No tenemos mucho más tiempo, ya sabe usted. Si vuelve cuando no hay ningún vehículo, basta que llame. Mmm. Karen es la receptora de la semana. La próxima, Bethie. Alguien vendrá a buscarla.

—Gracias —dijo Lea—. Muchas gracias.

Aturdida, dio la espalda al adiós del hombre.

El bar próximo a la parada del autobús era pequeño y mal ventilado, entorpecido todavía por el peso de la noche, no despierto del todo a la luz desnuda y escasa del alba. El café estaba caliente pero había sido preparado de prisa, y era un poco flojo. Lea tomó un sorbo y dejó la taza, clavando los ojos en aquellas oscuras y móviles profundidades.

Aun en el caso de que esto sea todo, pensó, y yo no pueda tener más orden, paz y claridad... bueno, por lo menos he vislumbrado algo, y mucha gente ni siquiera tiene eso. Creo que he encontrado una llave, una llave casi increíble para mi puerta cerrada. Tiempo, paciencia y fe, y lo más importante es la fe.

Al cabo de un rato tomó otro sorbo, sin alzar la cabeza, y descubrió que el café se le había enfriado.

—¿Se lo caliento? —Detrás del mostrador una nueva camarera estaba atándose rápidamente las cintas del delantal—. El autobús llegará en seguida.

—Gracias.

Lea le dio la taza apartando firmemente la imagen de una taza de café que había humeado toda una mañana, esperando, paciente.

El tiempo es una palabra, la sombra de una idea; pero siempre, siempre, más allá del torbellino de los acontecimientos, la multiplicidad de las actividades humanas o el interminable aburrimiento del desinterés, el cielo está allá arriba, el cielo con todas sus invariables variaciones, mostrando los cambios del ahora y la estabilidad de lo eterno. Allá están las estrellas, las coordenadas exactas de nuestra eternidad que giran y dan vueltas y siempre encuentran el camino de regreso. Allá están las nubes de formas móviles y transitorias, las ventosas colas de caballo, los cielos agrietados y aborregados, y los gozosos tumultos de las tormentas. Y la luna, la luna que se sueña y se oculta para soñar, que compone el mundo con una luz compasiva y hace que todo parezca nuevo para siempre.

En una noche como ésta...

Lea se apoyó en la baranda y suspiró a la luz de la luna. ¿Hacía ya dos lunas o una sola que ella había estado en el puente o se había desmayado en los cielos o había recibido a la luz crepuscular de la montaña el luminoso regalo del amor de una niña? Había hecho pedazos las formas rígidas que el tiempo había tenido antes para ella, y aún no había construido una nueva estructura. El tiempo no tenía aún para ella ninguna uniformidad.

Mañana Grace estaría de vuelta, luego de aquella operación de apendicitis, trabajando de nuevo en el albergue, el empleo que Lea había tenido la fortuna de conseguir. Pero ahora este pequeño refugio temporario se había perdido también. Otro paso en la incertidumbre. Lea estaría libre otra vez, libre de los ruidos de la cocina y el comedor, libre de volver a la esclavitud del despropósito.

Excepto que he dado un paso fuera de mi zona de oscuridad, se dijo, para entrar en una zona de crepúsculo. Y si doy el paso siguiente con paciencia y fe...

—Te llevaré de vuelta a Canyon... —La voz risueña llegó dulcemente.

Lea giró sobre sí misma con un grito inarticulado, y llorando se aferró a Karen. —¡Oh, Karen! ¡Karen!

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —Karen rió, los brazos tiernos alrededor de los hombros estremecidos de Lea—. ¡Me cubrirás de moretones! ¡Oh, Lea! ¡Es bueno verte otra vez! Como sitio adecuado para suicidas esto es mejor que el puente. —La voz de Karen continuó, ayudando a Lea que trataba de dominarse—. ¿Quieres que te empuje aquí? Tiene que haber casi mil metros hasta abajo. Y allá corre un río, un río con agua.

—Agua fría. —Lea se estremeció soltando a Karen y pasándose el brazo por las mejillas húmedas—. Demasiado fría para una muerte cómoda. ¡Oh, Karen! ¡Qué tonta fui! Sólo porque tenía los ojos cerrados pensé que el sol se había apagado para siempre. ¡Qué tonta!

—Todos somos tontos una vez al año —dijo Karen—. Lo que no importa mucho si nos damos cuenta y este año no somos la misma clase de tontos. ¿Cuándo vuelves conmigo?

¿Cuándo vuelvo contigo? —Lea clavó los ojos en Karen—. ¿Quieres decir cuándo vuelvo a Canyon?

¿Hay otro sitio? —preguntó Karen—. Ante todo no oíste aún todas las historias...

—Pero seguramente ahora...

—No todavía —dijo Karen—. No te perdiste ninguna aún. La última estará por comenzar cuando lleguemos. Pues verás, poco después de haberte ido... Bueno, ya lo oirás todo más tarde. Pero lamenté tanto que te fueras ahora. Todavía no te llevé a la colina...

—Pero la colina está todavía allí, ¿no es cierto? —sonrió Lea—. ¿Las colinas eternas...?

—Sí —suspiró Karen—. La colina está todavía ahí, pero ahora puedo llevar a cualquiera. Bueno, así son las cosas. ¿Hasta cuándo puedes quedarte?

—Grace volverá mañana —dijo Lea—. Tuve la suerte de conseguir este empleo. Me ayudó a salir adelante...

—En ese sentido estuvo bien —convino Karen—, pero no es el tipo de trabajo más apropiado para ti.

Lea se estremeció, de pronto sintiendo frío en el alma, temiendo un cambio que hasta ahora no había previsto.

—Llegará a serlo.

—Nunca lo será —dijo Karen fríamente—; es sólo algo provisional, para llenar el tiempo, para entretenerte un rato. Nunca llenarás así ese hueco que te preocupa, y sería lo mismo que te sentaras y te contaras los dedos de las manos. En otras palabras, estás interfiriendo.

—Oh, quisiera de veras llenar ese hueco. Ocurre simplemente que estoy aún metida en el incómodo proceso de descubrir a qué categoría pertenezco, y aunque no me guste mucho estoy empezando a sentir que pertenezco a algo de veras, y que voy a alguna parte.

—Bueno, la parte más inmediata es Canyon —dijo Karen—. Estaré contigo mañana por la noche. No estás tan lejos de nosotros. ¡La gente del Pueblo vuela a mayores distancias! ¿Tu equipaje?

Lea rió.

—Tengo un cepillo de dientes ahora, y un camisón.

—¡Materialista! —Karen extendió el dedo índice y tocó apenas la mejilla de Lea—. La luz vuelve. El candelabro está encendido otra vez.

—Alabado sea el Poder.

Las palabras brotaron espontáneamente de los labios de Lea.

—La Presencia sea contigo.

Karen se elevó hasta la baranda del porche, de espaldas a la luna, la cara en la sombra. La luz de la luna le plateaba las manos cuando las extendió y le tocó los hombros a Lea, despidiéndose.

La noche siguiente, antes que saliera la luna, Lea esperaba de pie en el porche oscuro, apretando contra el cuerpo el pequeño envoltorio, estremeciéndose a causa de la excitación y el viento helado que se abría paso entre los pinos a orillas del desfiladero. Unas nubes informes y grises se habían extendido más y más luego de la puesta del sol. La salida de la luna sólo sería visible desde el borde superior de aquel gris creciente. Lea se sobresaltó; las sombras se movieron y coagularon sobre ella y se convirtieron en una figura.

—Oh, Karen —llamó en voz baja—. Tengo miedo. ¿No puedo esperar y viajar en autobús? Va a llover. Mira... ¡mira!

Extendió la mano y sintió la picadura de las primeras gotas.

—Karen me envió. —La voz profunda y divertida sacudió a Lea contra la baranda—. Dijo que temía que el cepillo de dientes y el camisón de usted tuvieran que arreglárselas solos. Por alguna razón parece que los músculos de levitación se le hubieran acalambrado. ¿Me permite?

—Pero... pero... —Lea apretó con más fuerza el envoltorio—. ¡No puedo levitar! ¡Tengo miedo! Casi me muero cuando Karen me transportó la última vez. Por favor, déjeme esperar el autobús. No tardaré mucho más. Sólo una noche. No tuve tiempo de pensarlo cuando Karen me lo dijo anoche. —Cerró con fuerza los ojos—. Estoy a punto de echarme a llorar —dijo ahogándose-o a maldecir, y no hago bien ninguna de las dos cosas, así que váyase, por favor. Estoy demasiado asustada para ir con usted.

Sintió que el hombre le sacaba gentilmente el envoltorio de los dedos contraídos.

—No es tan malo —dijo él con el tono de quien enuncia un hecho.

¡Pueblo maldito! —Lea tenía ganas de aullar—. ¿Nunca entienden? ¿Nunca simpatizan?

Claro que entendemos. —La voz contenía la risa—. Y simpatizamos cuando la simpatía es lo indicado, pero no derramamos lágrimas sobre todos los que se sienten mal. ¿Nunca observó a un niño que tropieza y cae? Siempre mira alrededor para ver si tiene que llorar o no. Bueno, usted miró alrededor. Vio cómo era y no está llorando, ¿no es cierto?

—¡No, maldición! —Lea casi rió—. Pero estoy de veras demasiado asustada...

—Bueno, me llamo Deon, en caso de que usted quiera personalizar esas maldiciones. Podríamos ayudarla, de cualquier modo. Podría dormirla y también oscurecer mi propia pantalla para que usted no pudiera ver afuera... aunque así se perdería usted muchas cosas. Tendría que haber traído el carricoche al fin y al cabo.

Lea se aferró a la baranda.

¿El carricoche?

Sí, usted lo conoce bien. No habían planeado utilizarlo hoy.

Si cree usted que me hubiese sentido más segura en ese montón de hierro viejo. —Lea se cruzó de brazos—. Hubiera tenido tanto miedo como ahora.

—Escuche. —Deon alzó vivamente el envoltorio de Lea—. Va a llover dentro de medio minuto. El camino es largo. Karen están esperándola y yo le prometí que la llevaría a usted. Vamos pues, y si no lo soporta probaremos otro modo. Está oscuro, y no podrá ver...

El zigzag de un relámpago cayó de lo alto del cielo a los fondos del precipicio, y el trueno sacudió el porche como una explosión. Lea ahogó un grito y se aferró a Deon. Los brazos de Deon la envolvieron y ella hundió la cara en el hombro de él, que apoyó la cara en el pelo de Lea.

—Lo siento —dijo Lea estremeciéndose, todavía abrazada a Deon—. Tengo miedo de tantas cosas.

El viento golpeó las faldas de Lea y murió. Las sacudidas tumultuosas de los árboles se aquietaron, y Lea sintió que se le aflojaba el cuerpo. Rió un poco y empezó a levantar la cabeza. Deon la contuvo, apretándole la cabeza contra el hombro de él.

—Tranquila —dijo—. Estamos en camino.

—¡Oh! —jadeó Lea, aferrándose de nuevo a Deon—. ¡Oh, no!

—Oh, sí —dijo Deon—. No trate de mirar. No podría ver nada de todos modos. Estamos entre nubes. Pero vaya acostumbrándose. Pronto volaremos sobre las nubes y hay luna llena. Entonces sí podrá ver algo.

Lea luchó contra el terror, y lenta, lentamente se le fue borrando, reemplazado por un asombro que comenzaba a asomar. Oh, pensó, mientras las palabras de Karen le venían poco a poco a la memoria: «Los brazos recuerdan cuando los ojos olvidan». Oh, cielo santo. Y abrió los ojos y parpadeó cerrándolos de nuevo a la luz que derramaba la luna llena.

—Entonces... ¿fue usted mismo? —tartamudeó entornando los ojos y espiando la cara de Deon blanqueada por la luna.

—Eso es lo que yo iba a preguntarle —sonrió Deon—. Pienso que yo debiera haberla reconocido antes, pero recuerde: la primera vez que la vi estaba usted metida en el agua hasta el cuello y un mechón de pelo aplastado contra la cara... ¡y Karen no me hizo la menor insinuación! ¡Pero mire ahora! ¡Mire ahora!

Habían salido de las sombras, y Lea miró la serena marejada de nubes, la incomparable maravilla de un campo de nubes debajo de la luna. Era una belleza que no sólo alimentaba los ojos, sino que llamaba además a todos los sentidos a abarcarla y contenerla. La entristecía a Lea no ser capaz de tomarla en los brazos y apretarla con fuerza hasta que se le confundiera con ella misma.

En silencio, los dos se movieron sobre extensos campos de curvas inmaculadas, la inefable delicia de profundidades y alturas y sombras cambiantes; un mundo completo en sí mismo que no tenía ninguna relación con la tierra que yacía allá abajo, en la oscuridad.

Al fin Lea susurró:

—¿Puedo tocar una? ¿Puedo meter de veras las manos en una de esas nubes?

—Claro, sí —dijo Deon—. Pero recuerde, criatura, que hace frío ahí fuera. Hemos subido mucho, por encima de la tormenta. Pero si usted quiere...

—¡Oh, sí! —jadeó Lea—. ¡Será como tocar el dobladillo del cielo!

No sintiendo ni siquiera la mordedura del frío cuando Deon abrió la pantalla, Lea extendió tímidamente la mano hacia el caudaloso flanco de la nube. La nube se le cerró sobre las manos, incorpórea, hermosa, intangible como la luz, insustancial como un sueño, y como un sueño se le disolvió entre los dedos. Cuando Deon cerró de nuevo la pantalla, Lea se descubrió a sí misma jadeando y temblando. Se miró las manos y vio que resplandecían húmedas a la luz de la luna. Alzó los ojos, volviéndose en brazos de Deon.

—Comparta mi nube —dijo, y le tocó suavemente la mejilla.

Era difícil medir el tiempo, moviéndose sobre aquella maravilla de nubes, pero al cabo de un rato no demasiado largo la voz de Deon vibró contra la mejilla de Lea, que descansaba en el hombro de él.

—Vamos a bajar. Prepárese para las turbulencias. Seguramente nos sacudiremos un poco.

Lea se movió y sonrió. —Me he quedado dormida. Todo esto no puede ser sino un sueño.

—¿Un buen sueño?

—Un buen sueño.

—¡Allá vamos! ¡Sosténgase!

Lea contuvo el aliento mientras se zambullían en la blancura. Toda la serenidad y la belleza desaparecieron junto con la luna. Alrededor sólo había oscuridad y tumulto. El viento los golpeó rudamente llevándolos de un lado a otro entre las nubes, con una velocidad imposible, hacia abajo, increíblemente lejos, torciéndolos y volcándolos, envolviéndolos en relámpagos, sacudiéndolos con el estruendo del trueno, ensordeciéndolos, aun protegidos por aquel escudo, con los innumerables chillidos del huracán.

¡La muerte!, pensó Lea, fuera de sí. ¡El fin de la vida! ¡La locura! ¡El caos!

Y de pronto, en medio del terrorífico tumulto, sintió otra vez el calor y la protección, y el calor de alguien que la acompañaba, la proximidad de otra respiración, la fuerza de unos brazos.

Esto, pensó entonces Lea, ávidamente, tiene que ser ese amor que Karen mencionó. Ahí afuera todas las tormentas del mundo. Aquí, la fuerza, el calor, y alguien.

De pronto una ráfaga descendente los envolvió arrojándolos fuera de la nube de tormenta, haciéndolos girar en el aire hacia los abismos de Cougar Canyon, y depositándolos al fin rudamente al pie de un pino amarillo.

—¡Señor! —Deon se apoyó contra el tronco del árbol—. Estoy contento ahora de que no hayamos tomado la pick up. ¡Una tormenta así le hubiera soltado todas las tuercas!

—No lo dudo. —Lea se movió en el círculo de los brazos de Deon—. Pero no me lo hubiese perdido por nada del mundo. ¡Es mejor que pasarse las horas maldiciendo y llorando! Una maravillosa tormenta. —Se apartó de Deon y miró alrededor—. ¿Dónde estamos?

Tanteó con el pie un largo borde de piedra, iluminado por los relámpagos.

—En la colina que se alza sobre la escuela.

¿En la colina? —Lea miró alrededor con un sorprendido interés —. Pero no hay nada aquí.

Muy cierto. —Deon pateó un pequeño terrón hacia la oscuridad—. Nada más que nosotros. La semana pasada aquí mismo yo hubiera jurado... Oh, bueno...

—Estaba preocupada. —La voz repentina que venía de la oscuridad los sobresaltó a los dos—. Pensé que el viento los había llevado a kilómetros de aquí, o que quizá los había retrasado el cepillo de dientes de Lea. Todos están esperando.

Karen descendió junto a ellos.

—¿Entonces vino? —Deon dio un paso adelante, ansiosamente—. ¿Funcionó? ¿Qué fue...?

Karen se rió.

—Cálmate, Deon. Llegó. Funciona. Los Viejos han llamado a una reunión y todo está dispuesto excepto tres asientos vacíos que no ocuparemos. ¡Arriba!

Y Lea se encontró de pronto arrebatada en el aire y sobre la loma antes que pudiera contener el aliento o que el miedo la alcanzara. Y sentía un fuego en las mejillas y se reía, la lluvia chisporroteándole en el pelo, y casi en seguida descendieron en el porche de la escuela dejando que los gruñidos del trueno y los gritos del viento los empujaran a través de la puerta. Se abrieron paso entre los grupos de gente que hablaba y encontraron unos asientos. Lea echó una mirada al rincón donde acostumbraba sentarse, casi temiendo verse allí sentada, el cuerpo doblado sobre la miseria de contar las monedas de su miseria.

Sentía las piernas y los brazos inundados de maravilla y deleite, y le costaba contener un inarticulado grito de alegría. Extendió los dedos de las manos, buscando, buscando con las manos abiertas, lo que podía haber delante.

La oscuridad caerá otra vez, admitió. Esto es sólo una grieta en mi calabozo, un anuncio de lo que está del otro lado. Pero qué maravilla, ¡qué maravilla!

Cerró apenas los dedos para sostener un puñado de esa felicidad y no le sorprendió que otra mano se cerrara cálidamente sobre las suyas. Éstas son gentes que me escucharán cuando llore, se dijo. Me ayudarán a encontrar mi respuestas. Me sostendrán mientras recorro ese largo camino que ha de llevarme de vuelta a mí misma. Ya nunca sola. ¡Ya nunca sola otra vez!

Dejó que todo excepto el momento presente se alejara de ella en un suspiro de estremecida felicidad y murmuró con el grupo:

—Estamos aquí reunidos en Tu Nombre.

No había nadie sentado al pupitre. Encima se veía el mismo aparato, o uno muy parecido, que había estado allí otras veces. Valancy, llevando en un brazo la tierna carga de Nuestro Bebé, envuelta en franelas, se inclinó hacia adelante y tocó el aparato.

—Ya dije que llegaría muy bien.

La voz tenía un sonido tan natural que Lea buscó involuntariamente en el extremo de la sala al orador invisible.

—Y me ha tocado la última historia, después de todo. Bueno, supongo que querrán un tema, también ahora, y aquí está: «Pues atravesaréis el Jordán para tomar posesión de la tierra que Dios vuestro Señor os ha dado, y seréis los dueños de esa tierra y allí habitaréis...».