JORDÁN
Creo que fui el primero en verla: esa forma brillante, entre las nubes, sobre el monte Calvo. No hubo en mi mente pausa alguna de conjetura o de duda. Me sentí seguro en el momento mismo en que advertí el brillo metálico, y el movimiento de las nubes me permitió vislumbrar brevemente una forma curva larga y esbelta. Me sentí seguro y di un grito de alegría. ¡Ahí estaba! Qué respuesta más directa podía pedirse a una plegaria. ¡A la vista de todos! ¡El fin de mi rebelión, la réplica largamente esperada a mis protestas contra tantas restricciones! ¡Ahí, en lo alto, mi liberación! Vacié mis manos de la grava de aquellas dos piedras, que yo había triturado mientras meditaba de pie sobre el peñasco; me froté las manos en los pantalones de lona y me alcé sobre la maleza. Fui hacia la casa. Las ramas superiores de los matorrales marcaban el avance de mis pies en el aire. Pero, aunque parezca extraño, sentí una punzada remota breve, casi como de... ¿pena?
Al acercarme a Canyon, oí el grito, y vi cómo los miembros del Grupo, uno tras otro, subían rápidamente hacia el monte Calvo. Olvidé entonces el momentáneo dolor, y subí con ellos. Y mis manos fueron de las primeras en tocar la superficie lisa, cálida-fría de la nave, que se enfriaba luego de atravesar la atmósfera. En cuestión de minutos, las manos de todos los miembros del Grupo arrastraron la nave hacia abajo: desde las nubes hasta el refugio entre los pinos, más allá de Cougar; gozosamente, cantando una canción del Pueblo, una casi olvidada canción de bienvenida.
Todavía emocionado por la canción, corrí a casa de Obla, llevándole la noticia, como otras veces, puesto que ella no podía salir a recibirla.
—¡Obla! ¡Obla! —grité mientras cruzaba a la carrera el umbral de su casa—. ¡Han venido! ¡Han venido! ¡Están aquí! ¡Alguien de la Nueva Morada!
Entonces recordé, y entré en la mente de Obla. El entusiasmo colmaba mi propia mente, de tal modo que ni siquiera tuve que decir una palabra para que ella viera. A través de mi desbordante y silencioso deleite, oí de algún modo la risa apagada.
—¡Bram, no es posible que la nave tenga un arco iris alrededor y esté toda tachonada de brillantes!
Yo también me reí, un poco avergonzado.
—No, supongo que no —le respondí con el pensamiento—. ¡Pero seguro que tiene un halo!
Luego me senté con Obla en la tranquila habitación y reviví cada segundo del acontecimiento: las formas y los colores, los sonidos, los olores, la apariencia de todo, incluyendo una descripción de la nave, que no tenía un halo. Y Obla, sorda, ciega, sin voz, sin brazos, sin piernas, Obla, que horrorizaría a cualquier forastero, vivió todo el episodio conmigo, me interrogó minuciosamente, y por último alzó la voz que no se podía oír, junto a todos nosotros, en aquella canción de bienvenida.
—Obla. —Me acerqué a ella y le miré la serena cara cicatrizada, enmarcada en la abundancia de oscuros, vigorosos cabellos—. Obla, esto significa la Morada, la verdadera Morada. Y para ti...
—Y para mí... —Los labios se le estiraron en una mueca inexpresiva. Luego la cortina de la cabellera se le movió sobre la cara, ocultándola a mis ojos—. Tal vez un mundo más bondadoso para esconder esta odiosa...
—¡Odiosa no! —exclamé indignado.
La suave risa de Obla me cosquilleó la mente.
—Bueno, no —dijo—. Al fin y al cabo la explosión no dejó mucho de mí... —La cabellera le refluyó de la cara derramándose sobre la almohada.
—¡Te dejó la parte que importa! —exclamé.
—En la Tierra se necesita un recipiente físico —dijo Obla—. Que funcione. Y por una sola vez, desearía que...
La mente le quedó en blanco antes que yo pudiera ver su deseo. El vaso de agua se alzó de la mesa de luz y flotó a la altura de la boca de Obla. Obla bebió brevemente. El vaso volvió a su sitio.
¿Así que estás entusiasmado con la idea de partir? —me provocó mentalmente—. ¡De vuelta a la civilización! ¡Adiós a la ruda frontera!
Sí, estoy entusiasmado —respondí, desafiante—. Tú sabes lo que pienso. Es criminal desperdiciar vidas como las nuestras. Si no podemos vivir aquí de acuerdo con lo que somos, regresemos a la Morada.
¿A qué Morada? —preguntó Obla—. La que conocíamos ha desaparecido. ¿Cómo es la nueva?
—Bueno —vacilé—. No lo sé. Aún no nos hemos comunicado. Pero tiene que ser casi como la vieja Morada. Por lo menos, es probable que esté habitada por el Pueblo, nuestro Pueblo.
—¿Estás seguro de que seguimos siendo el mismo Pueblo? —insistió Obla—. ¿O que ellos siguen siéndolo? El tiempo y la distancia pueden cambiar...
—Por supuesto que somos los mismos —exclamé—. Eso es como preguntar si un perro es un perro en Canyon, sólo porque ha nacido en Socorro.
—Una vez tuve un perro —dijo Obla—. Hace mucho tiempo. Él creía que era un hombre, pues nunca había estado entre otros perros. Tardó seis meses en aprender a ladrar. Fue una verdadera conmoción para él descubrir que era un perro.
—Si quieres decir que hemos degenerado desde que llegarnos aquí...
—Tú mencionaste el perro, no yo —dijo ella—. No riñamos. Además, yo no dije que nosotros éramos el perro.
Sí, pero...
Sí, pero... —repitió Obla como un eco divertido, y yo me reí.
Condenada seas, Obla, así es como terminan la mayoría de mis discusiones contigo. ¡Sí, pero! ¡Sí, pero!
—¿Por qué no salen? —Golpeé impaciente aquella enorme masa inconsútil, que se alzaba sombría en la noche—. ¿Por qué se demoran?
—Te comportas como un niño, Bram —dijo Jemmy—. Tienen sus motivos para esperar. Recuerda que éste es un mundo extraño para ellos. Han de asegurarse...
—¡Asegurarse! —repetí—. Ya les hemos dicho que el aire está bien, y que no hay virus esperando para devorarlos. Además, tienen la defensa de las pantallas-escudos. Ni siquiera necesitan tocar la tierra si no quieren. ¿Por qué no salen!
—Bram —dijo Jemmy en un tono especial, que reconocí en seguida.
—Oh, ya sé, ya sé —dije—. Impaciencia, impaciencia. Cada cosa a su debido tiempo. Pero escúchame, Jemmy, ahora que ellos están aquí, tú y Valancy tendrán que ceder. Ellos les dirán que la obligación del Pueblo es salir definitivamente de aquí, o bien confundirse con los Extraños y limpiar este mundo. Con la ayuda de ellos no nos costaría mucho. Podríamos ocupar posiciones claves...
—No importa cuántos hayan venido, y ni siquiera sabemos aún cuántos son —dijo Jemmy—. Esa «ocupación» de que hablas no es algo propio del Pueblo. Las cosas tienen que crecer. Sólo se injerta en casos extremos. Y prácticamente nunca se destruye. Pero no es momento de volver a discutirlo. Valancy...
Valancy descendió en línea oblicua desde el borde superior de la nave, recortada contra las estrellas.
—Jemmy —dijo, y las manos de los dos se rozaron en el momento en que los pies de ella tocaban el suelo.
Ahí estaba, nuevamente ante mí, esa indecible llama de júbilo, esa unión que se renovaba, luego de una larga separación de diez minutos. Esto también me ponía impaciente. Yo nunca había conocido ese tipo de relación.
Oí la risita de Valancy.
—Oh, Bram —dijo—, ¿es preciso que te devores toda la cena de un solo bocado? ¿Nunca te resignas a esperar?
—Tal vez te convendría un poco de meditación —sugirió Jemmy—. No saldrán hasta la mañana. Tú te quedas de guardia aquí esta noche...
—¿De guardia? ¿Contra quién? —pregunté. —Contra la impaciencia —repuso Jemmy, y su voz asumió ese acento del anciano que espera obediencia sin necesidad de exigirla. Pero antes que pronunciara la próxima frase, el tono fue nuevamente divertido—: Por el bien de tu alma, Bram, y por la contemplación de tus pecados, vigila la noche entera. Tengo un par de mantas en la pick up. —Hizo un ademán y las mantas vinieron flotando sobre los robles enanos—. Toma —dijo—, te ayudarán a pasar la noche.
Miré cómo los dos se encontraban con la pick up por encima del arroyo de la quebrada. Valancy me gritó:
—Medita, concéntrate, Bram. Puede serte útil.
Un pájaro nocturno, sobresaltado, aleteó delante de ellos unos segundos, lúgubremente; luego la oscuridad se los tragó a todos.
Extendí las mantas sobre la arena, junto a la nave, apoyándome contra la tersa frescura de la cubierta exterior, maravillándome de nuevo ante la trama inconsutil, el ininterrumpido fluir. En alguna parte debía de haber una puerta, pero la luz estelar se deslizaba sin intermitencias de una punta reluciente a la otra.
¿Quiénes estaban dentro? ¿Cuántos eran? Una nave de ese tamaño podía transportar centenares. El comunicador de la nave y el nuestro habían hablado brevemente; el nuestro tropezó un poco en ciertas palabras que recordábamos de la lengua nativa pero que parecían haber cambiado, o caído en desuso. Sin embargo, no se habló de los números hasta el último pensamiento: «Estamos cansados. Fue un largo viaje. Gracias sean dadas al Poder. La Presencia y el Nombre, por haberlos encontrado. Descansaremos hasta que amanezca».
El zumbido de un avión de reacción que volaba muy alto sobre Canyon llegó a mis oídos. Rápidamente alcé la mirada. Nuestra no-luz se cerraba aún sobre el brillo delator de la nave. Me distendí entre las mantas, preguntándome... preguntándome...
Hacía tanto tiempo (en la época de mis abuelos) que todo había ocurrido. La Morada, pulverizada en un puñado de reluciente confeti, las gentes del Pueblo dispersadas hacia todos los puntos cardinales en busca de refugio. Todo estaba en mi memoria, ese río de recuerdos que une y ata tan fuertemente al Pueblo. Si me abandonaba a mis ideas, podía volver a sufrir el despojo, el vagabundeo, el tedio y el terror de la búsqueda de un nuevo mundo. Podía revivir la chirriante, incandescente entrada en la atmósfera de la Tierra, el calor, la vibración, los destrozos, el estallido. Y podía compartir la pérdida de seres amados, las lágrimas, la enceguecedora, mutilante agonía de algunos sobrevivientes que consiguieron llegar a la Tierra. Y podía esconderme, y escapar, y correr y morir, con todos los que padecieron el período de afincamiento, tratando de encontrar el mejor modo de pasar inadvertidos entre los pueblos de la Tierra, y de no perder, a pesar de todo, nuestra identidad, nuestra condición.
Pero todo esto pertenecía al pasado, aunque a veces me pregunto si hay pasado de veras. Lo que me impacienta es el futuro. No hay más que observar el área de las relaciones internacionales. Valancy, por ejemplo, podría sentarse en la próxima conferencia-cumbre y leer la verdad oculta detrás de todas esas caras herméticas, cautelosas y esquivas: una verdad desnuda y enceguecedora como el brillo de la luna en la arista de una puerta de metal... que se abre... que se abre...
Con un esfuerzo de voluntad, retomé a mi vigilancia. Alguien salía de la nave. Me alcé un par de pulgadas sobre la arena y me deslicé silenciosamente en la sombra. Aquella silueta emergió lenta, temerosamente. La puerta se cerró y la silueta se enderezó. Dio un paso cauteloso, otro más cauteloso aún, y de golpe, en un repentino frenesí de movimiento, echó a correr por el lecho de la quebrada, rápida, ¡rápida! Corrió unos treinta metros y de golpe cayó de bruces.
Volé hacia ella.
—¡Eh! —dije.
La figura se volvió hacia mí con un movimiento convulsivo, y entonces pude verle la cara. Supe su nombre: Salla.
—¿Está lastimada? —pregunté, en voz alta.
—No —pensó ella—. No —articuló, con esfuerzo—. No estoy acostumbrada a... —no encontraba la palabra-... a correr.
Parecía pedir disculpas, no por estar poco acostumbrada a correr, sino por haber corrido. Se sentó y me senté a su lado. Nos miramos las caras, y a mí me gustó mucho lo que vi. Era una especie de reafirmación de la tez luminosamente pálida de Valancy, los ojos oscuros y la boca tibia y hermosa. Salla volvió la cabeza, y entonces advertí el tenue destello de la pantalla.
—No la necesitas —le dije—. La noche es calurosa y agradable.
—Pero... —Una vez más advertí un tono de embarazosa excusa.
—¡Oh, sí, pero no siempre! —protesté—. La pantalla es sólo para casos de emergencia.
Salla vaciló un instante, y el fulgor se extinguió. Sentí entonces la dulce fragancia de Salla y pensé tristemente que si yo tuviera una... ¿fragancia?... probablemente estaría compuesta de olor a granero, aserradero y salchichas.
Salla aspiró honda y cautelosamente.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Cosas que crecen! ¡Vida alrededor! Hemos estado viajando tanto tiempo. ¡Huele!
Olí, para complacerla, pero sólo alcancé a percibir el aroma de una flor de manzanita aplastada por la nave.
Esto es una especie de aparte, pues no puedo detenerme en cada recodo de mi historia y ponerme a explicar. Los Extraños, supongo, no podrán comparar con nada la forma en que Salla y yo nos conocimos. Por debajo de toda la charla, de la actividad y el movimiento en los tiempos que siguieron, hubo entre los dos una profunda corriente subterránea de comunicación. Yo había experimentado este mismo tipo de captación en una época anterior, cuando nuestras reuniones trajeron nuevos miembros del Grupo a Cougar, pero nunca tan vigorosamente como con Salla. Tiene que haber sido más notable porque a ambos nos faltaban muchas de las experiencias comunes de aquellos que han vivido en el mismo sitio desde el nacimiento. Ésa debe de ser la explicación.
—Recuerdo —dijo Salla, mientras hacía deslizar la arena entre los dedos de las manos delgadas, que parecían no haber trabajado nunca —que cuando yo era muy pequeña salía a caminar bajo la lluvia. —Hizo una pausa, como esperando una reacción—. Sin mi pantalla —explicó. Nueva pausa—. ¡Me mojaba!-gritó, aparentemente resuelta a impresionarme.
—La semana pasada —respondí—, salí a caminar bajo la lluvia, y me mojé tanto que mis zapatos gorgoteaban con cada paso, y llegué a sentir en la boca el sabor limpio de la lluvia —proseguí—. Inclusive cuando viene acompañada de vientos y truenos, la lluvia tiene una cierta quietud. Me gusta.
Luego, conmovido al oírme decir esas cosas en voz alta, yo también empecé a tamizar la arena con las manos, con alguna violencia al principio.
Salla alargó un dedo fino y lechoso y me tocó la mano.
—Parda —dijo, y al captar mi pensamiento corrigió—: Tostada.
—El sol —expliqué—. Estamos tanto tiempo al sol, sin protección, que nos dora la piel, o nos cubre de pecas, y hasta nos quema y arrebata si no andamos con cuidado.
—Entonces, vosotros seguís viviendo en contacto con la Tierra —dijo ella—. En la Morada casi nunca...
La voz de Salla se apagó, pero alcancé a advertir una sensación, contenida como en una cápsula, que habría sido realmente agradable si uno la hubiera experimentado desde el nacimiento, pero...
—¿Cómo es eso? —pregunté—. ¿Qué tiene vuestro mundo para que necesite protegerse continuamente?
Y mientras decía esto, sentí una punzada de dolor. Mi imaginado Edén...
—No tenemos que protegernos —dijo Salla—. Ya no, por lo menos. Cuando llegamos a la Nueva Morada, tuvimos que renovarlo de un modo bastante completo. Nosotros (me refiero, por supuesto, a nuestros antepasados) deseábamos que se pareciera todo lo posible a la Vieja Morada. Hicimos verdaderas maravillas copiando la vegetación y las colinas y los valles y los arroyos, pero... —aquí un sentimiento de culpa tino las palabras de Salla—. A pesar de todo es una copia... nada es casual... impensado... Cuando la Nueva Morada se hizo habitable, ya estábamos demasiado acostumbrados a las pantallas. Uno se protegía automáticamente. Creo que mi madre no salió jamás de su propio dormitorio sin escudo-pantalla. Es algo que uno... simplemente no hace...
Tendí el brazo sobre la arena sintiendo cómo me raspaba la piel. Algo grato, pero...
Salla suspiró.
—Una vez... ya era bastante crecida para semejante travesura, pero lo cierto es que salí a caminar bajo el sol sin pantalla. Me embarré toda, me ensucié las manos y me rompí el vestido. —Pronunció todas estas palabras, relativas a la suciedad, con esfuerzo, como quien usa un lenguaje demasiado popular en una reunión muy elegante—. Y me enredé el pelo de tal modo en un árbol que tuve que tironear y arrancarme unos mechones para soltarme.
No había jactancia ahora en la voz de Salla. Estaba compartiendo conmigo uno de sus más preciosos recuerdos: algo que entre los suyos no se aceptaba de buen grado.
Le toqué levemente la mano (pues no me comunico demasiado libremente sin algún contacto) y alcancé a verla.
Salía secretamente de la casa, antes del amanecer: extraña casa, extraño paisaje, extraño mundo... cerrando en silencio la puerta, alzándose rápidamente sobre la arboleda. La llama de su rebelión no me era extraña, sin embargo. Yo la conocía demasiado bien. Luego Salla dejó caer el escudo, y yo contuve la respiración junto con ella, pues estaba sintiendo, con tanta intensidad como si fuese el Primero en una Morada reciente, el movimiento del viento en mi cara, en mis brazos y aun entre mis dedos, como ríos diminutos. Sentí el suelo bajo mis pies vacilantes, la arcilla suave y sólida, el contorno de una hoja, la aspereza de la grava, los granos de arena al borde del agua. El chapoteo del agua contra mis piernas fue tan cortante como una mordedura en un limón. ¡Y el líquido! Yo no tenía idea de que lo líquido fuera una sensación tan particular. No recuerdo cuándo caminé por primera vez en el agua, o si alguna vez tuve una sensación de humedad bastante nítida como para decirme conscientemente: «Esto es estar mojado». Todo parecía tan nuevo. No se parecía a nada de lo que había experimentado antes.
Pero de pronto volví a sentir el olor de la manzanita aplastada; Salla había retirado la mano.
—Mi madre pregunta por mí —susurró—. No sabe que estoy aquí. Si supiera, le daría un quánico. He de irme, antes que llame a mi cuarto.
—¿Y cuándo salen todos?
—Mañana, creo —dijo Salla—. Laam tendrá que descansar un poco más. Es nuestro Motivador, tú sabes. Atravesar la atmósfera fue algo agotador. Más que toda la travesía. Pero el resto de nosotros...
—¿Cuántos son? —murmuré mientras ella se alejaba, flotando, y ascendía por la curvatura de la nave.
—Oh —me respondió, también murmurando—. Hay...
La puerta se abrió, ella se deslizó al interior.
—Dulces sueños —oí, sin percibir ningún sonido.
En seguida, asombrosamente, una mejilla suave me rozó la cara, y sentí el tibio movimiento de unos labios. Me sentí sorprendido y confuso, aunque complacido, hasta que comprendí, riéndome, que había sido atrapado entre la pregunta de la madre y la respuesta de Salla.
—Dulces sueños —pensé, y me arrebujé entre las mantas.
Algo me despertó en las vacías horas que preceden al alba. Me sentí arrancado del sueño como un pez que sacan del agua tiritando en ese intervalo que media entre quitarse el sueño (como una vestidura) y ponerse la vigilia.
—Tengo que pensar —pensé obtusamente—. Tengo que concentrarme.
Y entonces pensé. Pensé en mi Pueblo, que esperaba, esperaba, midiendo el paso, caminando cuando podía volar. Piensa. Piensa en lo que podríamos hacer si dejáramos de esperar y realmente nos pusiéramos en marcha. Piensa en Bethie, nuestra Sensitiva, en un centro médico, leyendo ante los doctores las enfermedades y dolencias de los internados. Los pacientes ya no podrían esconderse tras enfermedades imaginarias. No habría más diagnósticos erróneos, ni demoras en la identificación de un síntoma. Por supuesto, sólo hay una Bethie (y los pocos Clasificadores que tenemos, y que podrían servir con un poco menos de eficacia), pero sería un comienzo.
Piensa en nuestra capacidad de levitar, de transportar, de comunicar, de usar la Tierra, en vez de someterse a ella. ¿Acaso no se le ha dado al hombre el dominio sobre la Tierra? ¿Y el hombre no había renunciado a ese dominio en algún punto de su historia? ¿No podríamos ponerlo otra vez en el buen camino?
Me retorcí padeciendo esta concentrada reafirmación de todas mis preguntas. ¿Por qué todo eso no podía ocurrir ahora, ahora?
Pero «No», dicen los Ancianos. «Espera», dice Jemmy. «Ahora no», dice Valancy.
—¡Pero miren! —yo quería gritar—. ¡Los hombres hablan de la conquista del espacio! Pretenden llegar allí montados en un bastón. ¡Miren a Laam! Trajo esa nave a nosotros desde alguna patria distante sin levantar un dedo, sin tocar un solo aparato en su cómoda sala de motivaciones. Miren a cualquiera de nosotros. Yo mismo podría levantar nuestra pick up a tal altura que debería ponerme un escudo-pantalla para seguir respirando. Apostaría a que yo rnismo, en uno de esos aviones modernos podría llevarlo hasta el borde del espacio, hasta el umbral de la gravedad terrestre. Y cualquier motivador podría cruzar ese umbral, y con eso terminaría la parte más difícil de la tarea. Por supuesto, aunque todos nosotros podemos levitar, sólo tenemos dos motivado-res; ¡pero sería un comienzo!
Pero «No», dicen los Viejos. «Espera», dice Jemmy. «Ahora no», dice Valancy.
Está bien, admitamos que así violentaríamos el esquema actual, como si pretendiéramos injertar un tercer brazo en un organismo diseñado para tener dos. Sin embargo, los terrestres seguirán un día nuestro mismo camino; observen a Peter y a Dita, y a ese chico Francher, y a Bethie. Algún día, pues, cuando se lo hayan ganado, lo tendrán. Pero si es así, ¿por qué no nos vamos? Encontremos otra Morada. Internémonos en el espacio y dejemos la Tierra a los hombres. Que se tomen su tiempo... si no mueren antes. Vayámonos. Salgamos de este suburbio del mundo. ¡Vayamos a donde podamos ser nosotros mismos a cada momento, abiertamente y sin vergüenza!
Golpeé con los puños sobre la manta; después, tristemente, me limpié los granitos de arena que se me habían pegado a los labios y la lengua y me reí de mí mismo... Contuve el aliento, y me tranquilicé.
—Hola, Davy —dije—. ¿Qué haces tan temprano?
—No me he acostado —dijo Davy, emergiendo de la sombra—. Papá dijo que podría probar mi receptor esta noche. Acabo de terminarlo.
—¿Esa cosa? —me reí—. ¿Qué podrías sintonizar de noche?
—Bueno. —Davy se sentó en el aire, por encima de mis mantas, frotando los pulgares sobre la caja diminuta que tenía en las manos—. Pensé que podría sintonizar sueños, pero no. En los sueños no hay bastantes palabras. Lo probé con toda mi familia, y usé la mitad de la cinta. Tengo que fabricar más.
—Mala suerte —dije—. Habrá que volver al tablero de dibujo.
—Oh, no sé —repuso Davy poniéndose fuera del alcance de mi distraído manotazo—. Lo ensayé con tus sueños... Pero no pude conseguir nada. Así que te hice correr un escalofrío por la espina dorsal.
—Rata —dije, sintiéndome demasiado perezoso para molestarme de verdad—. Con razón me desperté tan bruscamente.
—Sí —dijo Davy volviendo a flotar sobre mí—. Entonces lo probé cuando estuviste despierto. Recogí estructuras de pensamiento más concentrado.
—¡Eh! —dije, incorporándome lentamente—. ¿Pensamiento concentrado?
—Empecemos por el final —dijo Davy, poniéndose nuevamente fuera de mi alcance. Se oyó un parloteo sin sentido—. ¡Ah! —exclamó—, olvidaba la desaceleración. El pensamiento es rápido. Bueno...
Y entonces me oí gritando, clara y minuciosamente, con esas voces metálicas que salen a veces de un receptor telefónico:
—Vayámonos, salgamos ahora mismo de este suburbio del mundo...
¡Davy! —grité, precipitándome hacia arriba, a pesar del obstáculo de las mantas.
¡Escucha, escucha! —exclamó Davy, manteniendo el aparato lejos de mí mientras rodábamos por el aire—. ¡De interés para el Grupo! Sostengo que es de interés para el Grupo! Con la nave que acaba de llegar...
¡Nada de interés para el Grupo! —dije, poniendo por fin las manos en el receptor—. Olvidas la intimidad del pensamiento, y la pena que corresponde a quien viola esa intimidad.
Capté el pensamiento errante de Davy y apreté la cajita en el lugar exacto para borrar la grabación.
—¡Maldito sea! —dijo Davy, desalentado—. Mi primer invento, y tú me borras la grabación.
—Mala suerte —repuse, tirándole la cajita—. Pero oye. —Alargué el brazo y lo atraje hacia mí—. ¡Obla! ¡Piensa en Obla y en este endemoniado artilugio!
—¡Es cierto! —La cara se le iluminó a Davy, mientras era arrastrado por el tren de las ideas —. ¡Cierto! Obla... un ser sin voz... inaudible...
Cuando Davy se perdió entre los árboles, ya se había olvidado de mí.
Nadie crea que me sentí avergonzado de mis pensamientos. Lo que ocurre es que al oírlos me habían parecido tan... tan desnudos y descarnados. De pie, apoyando las manos contra la hermosa nave, sentí que mi convicción se afirmaba.
—Sí. Vayámonos. Si no hay sitio para nosotros en esta nave, podernos construir otras. Encontremos una verdadera Morada en alguna parte. O hagamos una Nueva Morada.
Creo que fue en ese momento cuando empecé a decir adiós a la Tierra; a cortar, casi inconscientemente, todos mis lazos. Como un ala que sube, mis pensamientos tomaron la dirección del cielo. Alcé los ojos. Para esta época, el año que viene, pensé, no estaré viendo el amanecer sobre el monte Calvo.
Al promediar la mañana, la totalidad del Grupo, incluyendo el Grupo de Bendo, que había recibido nuestro aviso, aguardaba en la ladera de la colina, cerca de la nave, descansando al sol que de mala gana abandonaba la primavera para internarse en el arduo verano. No había mucha conversación, y tampoco mucha alegría. La nave nos traía a todos una carga excesiva de pasado; los oscuros torrentes de la memoria corrían entre los miembros del Grupo. Me incorporé a uno de esos torrentes y sólo encontré las sombras de la Travesía. ¡Pero la Morada, exclamé, la Morada antes!
En ese preciso momento, un destello brilló sobre el cuerpo de la nave. Todos miramos. La puerta se abría. Hubo una pausa, y en seguida aparecieron los cuatro: Salla, sus padres, y un cuarto individuo, de más edad. Los tenues centelleos de los escudos-pantallas los envolvían en un halo de seguridad. Torcieron la cara sintiendo la descarga del sol, pero al mismo tiempo las pantallas se hicieron más opacas y tomaron un tinte azul profundo.
El Más Viejo, la cara ciega vuelta hacia la nave, habló desde el seno de una corriente del Grupo.
—Bienvenidos al Grupo. —El pensamiento era cordial y armónico—. Tres veces bienvenidos entre nosotros. Son los primeros que vienen desde la Morada a reunirse con nosotros en la Tierra. Estamos ansiosos por tener noticias de nuestros amigos.
Hubo un repentino coro de pensamientos:
—¿Está Anna con ustedes? ¿Y Mark? ¿Ha venido Santhy? ¿Y Bedia?
—Esperen, esperen —repuso el padre alzando, implorante, los brazos—. No puedo contestarles a todos al mismo tiempo, salvo si les digo que... sólo nosotros cuatro hemos llegado en la nave.
—¡Cuatro! —pareció que el aturdido pensamiento iba a despertar un eco audible.
—Bueno, sí —respondió el padre, al tiempo que nos daba su nombre: Shua—. Mi familia y yo, y nuestro Motivador, Laam.
¿Entonces, los demás...? —Varios de nosotros caí mos de rodillas, con el Signo temblando en nuestros dedos.
¡Oh no! ¡No! —dijo Shua, impresionado—. No, nos fue muy bien en nuestra Nueva Morada. Casi todos vuestros amigos os esperan ansiosamente. Recordaréis que nuestro Grupo era el que vivía junto al vuestro en la Morada. Nuestro Grupo y otros dos llegaron a la Nueva Morada. ¡Y hemos traído esta nave vacía para poder llevarlos a todos de regreso a la Morada!
¡A la Morada! —Por un asombrado instante, la palabra flotó casi visible en el aire, sobre nosotros.
Pero después se elevó en un grito, expandiéndose y estallando en sonido, y el Grupo entero se remontó hacia el cielo. Fue un grito tan jubiloso y estático, que el eco ahuyentó a dos grajos en el pinar del valle.
—Bueno —reflexioné, asombrado—, ¡parece que todos piensan como yo! —y me uní al vuelo y al jubiloso coro sin palabras del Canto del Regreso.
Pero mi entusiasmo decayó un poco cuando me pregunté si alguno de ellos compartía conmigo ese repentino dolor, esa punzada extraña que yo había sentido antes. Pero la reprimí rápidamente, y la oculté tanto que sólo un Clasificador hubiese podido localizarla. Recogí en mi ascenso al chico Francher; aún no había aprendido a remontarse muy por encima de las copas de los árboles, y el Grupo lo estaba dejando rezagado.
—Son cuatro —le dije a Obla silenciosamente—. Sólo cuatro. Trajeron la nave para llevamos de regreso a la Morada.
Obla volvió hacia mí la cara ciega.
—¿A llevarnos a todos? ¿Así sin más?
—Bueno, sí —repuse, frunciendo levemente el ceño—. Supongo que así sin más, aunque no sé lo que eso quiere decir.
—Al fin y al cabo, los desterrados no piensan casi en otra cosa que en el día del regreso —dijo Obla y después, burlándose delicadamente—: Supongo que todos han hecho sus maletas.
—Yo tengo mis maletas hechas prácticamente desde que nací —contesté—. ¿No he hablado siempre de librarnos de la atadura que nos retiene en este mundo?
—Sí —dijo Obla—, has hablado, exhaustivamente. Saca la mano por la ventana, Bram. Toma un puñado de sol. —Obedecí, llenándome la mano con la coruscante luminosidad—. Viértelo. —Incliné la mano y sentí el tibio flujo de luz que escapaba—. ¡Nunca volveremos a sentir la luz del sol terrestre! —dijo ella—. ¡Nunca, nunca más!
—¡Por favor, Obla, no hables de eso! —exclamé.
—No estabas tan seguro de ti mismo, ¿verdad? —preguntó—. Ni aun después de todas tus protestas. Aun a pesar de ese asombro tibio que crece dentro de ti.
—¿Asombro tibio? —Sentí que se me encendía la cara—. Oh —dije torpemente—. Eso no es más que interés natural por una desconocida... ¡por alguien que viene de la Morada! —Sentí crecer mi excitación—. ¡Piensa, Obla! ¡De la Morada!
—Una desconocida de la Morada. —El pensamiento de Obla era un poco triste—. Escucha tus propias palabras, Bram. Una desconocida de la Morada. ¿Cuándo, jamás, las gentes del Pueblo han sido desconocidas para nosotros?
—Estás jugando con las palabras —le dije—. Permíteme que te cuente todo...
Desde que tengo memoria, he usado a Obla como piedra de toque. No recuerdo, sin embargo, haberla visto físicamente completa. Empecé a prestarle atención sólo después de su desastre y el mío. La misma explosión que la mutiló, se llevó a mis padres. Estaban tratando de sacar a unos Extraños de un avión que se había estrellado, y no consiguieron hacerlo a tiempo. Algunos de mis planes más espectaculares han sonado a huecos y vacíos frente a la atenta receptividad de Obla. Y algunos de mis pensamientos más tímidos cobraron una fuerza monumental cuando ella los aceptó sin objeciones. De algún modo, cuando uno oye sus propias ideas, despojadas de elementos extraños y desnudas de toda pretensión, sólo entonces puede considerarlas en una perspectiva adecuada.
—Pobre chica —interrumpió cuando le conté cómo se le había enredado el pelo a Salla—. Pobre chica, sentir que el dolor es un privilegio...
—¡Es mejor que hacer del dolor una forma de vida! —repliqué rápidamente—. ¿Y quién podría saberlo mejor que tú?
—Quizá, quizá —dijo Obla—. ¿Quién puede decir qué es mejor, tener hambre y recibir alimentos o recibir tanto alimento que nunca se conoce el hambre? Un poco de ayuno es a veces bueno para el alma. Piensa en un sorbo helado de agua después de una tarde en un campo de heno.
Me estremecí ante el delicioso recuerdo.
—Bueno, de todas maneras... —y terminé de contarle la historia.
Casi había cruzado el umbral de la casa de Obla, cuando recordé de pronto. ¡Ni siquiera le había mencionado a Davy! Regresé y se lo conté. Pero antes que llegara a la mitad de la historia, Obla hizo una mueca y la cabellera se le derramó sobre la cara protegiéndola. Cuando terminé, me quedé allí de pie, torpemente, sin saber qué hacer. Al fin capté un tenue eco del pensamiento de Obla: «Una voz de nuevo...». Creo que buena parte de mi desprecio por los artilugios de Davy se extinguió del todo en ese momento. Cualquier cosa capaz de dar alegría a Obla...
Pensé estar preocupado por la alternativa de irnos o quedarnos, hasta esa tarde en que encontré a casi todos los del Grupo sentados en los peñascos que dominan el arroyo. Dita rayaba el agua con los pies descalzos, y los demás se concentraban en la caída de las gotas, como si allí estuviese la respuesta. Me acerqué abiertamente, para que no pensaran que los espiaba, pero no creo que prestaran mayor atención a mi arribo.
—En cuanto a mí —dijo Dita, recogiendo las rodillas hasta el pecho y tomándose los pies mojados con las manos—, es diferente. Ustedes pertenecen del todo al Pueblo. Pero yo soy de la Tierra. Mis raíces están ancladas en esta vieja roca. Imaginen lo que sería para mí decir adiós a mi mundo. Piensen en lo que fue la Travesía... —Un remolino de incomodidad recorrió el Grupo—. ¿Comprenden? Y sin embargo, quedarme, ver cómo se marcha el Pueblo, saber que se han ido... —Apoyó la cara sobre las rodillas.
La rápida solicitud de los otros la envolvió en seguida. Low fue a sentarse a su lado.
—Marcharnos sería igualmente malo para nosotros —dijo—. Desde luego, pertenecemos al Pueblo, pero ésta es la única Morada que hemos conocido. Yo no crecí en el seno de un Grupo. En verdad ninguno de nosotros. Todas nuestras raíces están firmemente clavadas aquí. Marcharnos...
—¿Qué puede ofrecernos la Nueva Morada que no tengamos ahora? —dijo Peter iniciando un pequeño remolino en la corriente poco profunda. Low inmovilizó la corriente, y hubo un momento de silencio.
—Pregúntenle a Bram —dijo Low al fin, mirándome por encima del hombro, con una sonrisa—. Él no ve el momento de marcharse.
—La Nueva Morada es nuestro mundo —dije, flotando hacia ellos y recogiendo mis pensamientos dispersos—.
Estaríamos entre los nuestros. Ya no necesitaríamos ocultarnos. No tendríamos que ajustamos a un orden al que no pertenecemos. No tendríamos que esperar, y sólo esperar, cuando es tanto lo que podríamos hacer.
Sentí alrededor un torbellino de pensamientos, a medida que cada uno se enfrentaba con su propia visión de la Morada. Sin una palabra más, todos se alejaron. Mientras se iban lentamente, no me llegó ni siquiera el eco de un pensamiento. Todos estaban encerrados en sí mismos.
La paz y la tranquilidad habían desaparecido de Cougar Canyon. Todavía, al amanecer, la luz chorreaba oblicua entre los árboles; todavía el viento movía la ramas en las tardes calurosas y quietas, y de tanto en tanto alzaba las hojas secas en un fugaz remolino; todavía la esbelta luna nueva brillaba, nítida, en el cielo del crepúsculo... pero por encima de todo pesaba un enorme signo de interrogación.
Yo no lograba concentrarme en nada. Cortando un tablón en el aserradero, me paraba en la mitad del trabajo y pensaba: «¿A qué preocuparse? Pronto nos habremos marchado». Y luego, ese espasmo de agudo placer y anticipación se convertía, de algún modo, en el dolor del despojamiento; sentía deseos de recoger un puñado de aserrín.
Y por las noches, cuando alzaba las esclusas para irrigar otro campo de alfalfa, pateaba las tablas húmedas y mohosas y pensaba, exultante: Cuando estemos allí, no tendremos que hacer estas tonterías. ¡Haremos llover el agua donde y cuando la necesitemos!
O bien me tendía al borde del sol ardiente, con la cabeza en la sombra de la alameda, y sentía la profunda tibieza que me inundaba hasta los huesos, oliendo el expectante y polvoriento olor de la tarde, sintiendo cómo el sueño envolvía mis pensamientos mientras los mirlos chillaban en los campos lejanos, hasta que de pronto sabía que no podría irme. Que no podría abandonar la Tierra a cambio de ningún otro sitio.
Y sin embargo, ahí estaba Salla. La Tierra de Salla no se parecía a nada que uno pudiera imaginar. Por ejemplo, nunca se le ocurría que las cosas pudieran hacerle daño. Un día la encontré en mitad de la meseta del Homo, acurrucada bajo un pino, con los pies descalzos entre las manos y balanceándose de dolor.
¿Dónde están tus zapatos? —fue lo primero que se me ocurrió mientras me agachaba a su lado.
¿Zapatos? —Salla captó la imagen que yo le proyectaba—. Oh, zapatos. Mis... sandalias están en la nave. Quería sentir este mundo. En nuestra tierra nos protegemos tanto, que no podría describirte la textura de las cosas. Pero aquí la arena me pareció tan hermosa la primera noche, y el agua es tan maravillosa, que pensé que este pedregal negro y reluciente sería una textura distinta. —Sonrió dolorida—. Es distinta. Es caliente, y...
—Quema y lástima —completé—. No me extraña. A esta hora del día el pedregal se calienta como un horno. Por eso le llaman la meseta del Homo.
—Me caí, corriendo —dijo Salla—. Me quedé tan sorprendida, que no atiné a remontarme o protegerme.
—Déjame ver.
Le aflojé los dedos y le tomé en mi mano un esbelto pie blanco. ¡Adonday Veeah! silbé. Cuidadosamente le despegué de la piel unas escamas ensangrentadas de esquisto.
—Prácticamente te has ampollado los pies. ¿No sabes que el sol es terrible a esta hora?
—Ahora lo sé —dijo ella.
Volvió a tomarse el pie con las manos, y echó un vistazo a la planta.
¡Mira! —exclamó—. Hay sangre.
Sí —dije—. Eso es habitual cuando te lastimas la piel. Mejor que vuelvas a casa y te hagas cuidar esos pies.
¿Cuidar?
—Claro. Antiséptico contra los gérmenes, y un ungüento para las quemaduras. No podrás salir a caminar por uno o dos días. De a pie, por lo menos.
—¿Y por qué no empleamos un poco de tránsfugo y no-bi? Es mucho más sencillo.
—Indudablemente —respondí, elevándome sentado, a la par de ella, y enderezándome en el aire, sobre el camino—. Sería mucho más sencillo, siempre que yo supiera de qué hablas.
Viramos en dirección a la casa.
—Bueno, en mi Morada, los Curadores...
—Ésta es la Tierra —dije—. Aún no tenemos Curadores. Lo más que se puede hacer es que nuestra Sensitiva ayude a los que conocen el arte de curar. Es un arte bastante improvisado entre nosotros. Además, podrías resultar alérgica a nosotros y te saldría un sarpullido con cada inyección. Tu madre se preocupará, probablemente...
—Mi madre... —Hubo una curiosa pausa—. Mi madre ya está fastidiada conmigo. Piensa que soy decididamente undene. Lamenta no haberme dejado en casa. Teme que nunca volveré a ser la misma.
—¿Undene? —pregunté, pues Salla no había aclarado el término.
—Sí —dijo ella, y empecé a captar una extraña imagen, y luego otra, hasta que me pareció que yo ya entendía.
—Bueno —repliqué—. Nosotros no comemos guisantes con la punta del cuchillo, ni nos limpiamos la nariz en la manga. Podemos ser bastante bien educados cuando nos lo proponemos.
—Ya sé, ya sé —dijo apresuradamente Salla—, pero mi madre... Bueno, tú sabes lo que son algunas madres.
—Sí, es claro —respondí—. Pero si nunca caminas, ni trepas a un árbol, si no nadas ni haces otras cosas por el estilo, ¿cómo te diviertes?
—No es que no hagamos esas cosas —dijo ella—. Pero rara vez las hacemos distraídamente, sin pensar. Se supone que a medida que crecemos, dejamos atrás esas actividades infantiles, y buscamos otros placeres, más intelectuales.
—¿Por ejemplo?
Hice a un lado las ramas para que ella bajara a la puerta de la cocina, y casi me disloqué el hombro al pretender, simultáneamente, abrirle la puerta. Luego de varias salidas en falso y otras tantas detenciones, como cuando uno se cruza con otra persona y ambos quieren eludirse, llegamos a la mesa de la cocina. Salla contuvo la respiración al sentir el ardor del mertiolato en los pies llagados.
—¿Por ejemplo? —repetí.
—¡Uf! Ésta sí que es una sensación —dijo Salla, apretándose los tobillos con las manos.
Pero cuando le apliqué el ungüento calmante, Salla aflojó los dedos.
—Bueno, el placer favorito de mi madre es anticipar. Y lo hace muy bien. Le gustan las rosas.
—A rní también —dije, intrigado—, pero rara vez anticipo en relación con las rosas.
Salla se rió. Me gustaba su risa. Se parecía más a una frase musical que a una risa. El chico Francher la había utilizado como tema en una de sus obras. Por supuesto, ni a él ni a mí nos agradó mucho que los otros niños de Canyon la recogieran usándola para una melodía bailable, pero admito que tenía mucho ritmo... Bueno, de todas maneras, Salla se rió.
—¿Sabes? Usamos las mismas palabras pero es evidente que nos movemos en distintos niveles de comprensión. No... Lo que le gusta a mi madre es anticipar una rosa. Elige un pimpollo que parece interesante (y ella reconoce los más sutiles matices de diferencia), y después hace una rosa, sintética. Lo más parecida posible al pimpollo verdadero. Luego, durante dos o tres días, trata de anticipar cada movimiento en la eclosión de la rosa verdadera, abriendo simultáneamente su rosa sintética, y aun anticipándose imperceptiblemente a la otra.-Salla volvió a reír—. Hay una anécdota familiar: una vez eligió un pimpollo que no hizo nada durante dos días, y al tercero se marchitó y convirtió en polvo. Parece que lo habían rociado inadvertidamente con destro.
—No quiero parecer undene —dije—, pero me cuesta imaginar que alguien pase dos días mirando un capullo de rosa.
—Y sin embargo, ayer por la tarde te pasaste una hora entera mirando el cielo —dijo Salla—. Y anoche, cuatro de vosotros estuvieron horas repartiendo y recibiendo naipes. Incluso me parece que el juego te emocionó en varias ocasiones.
—Hum... bueno, sí —admití—. Pero es diferente. Un atardecer como ése... y hay que ver la forma en que juega Jemmy...
Advertí una chispa de burla en los ojos de Salla y nos reímos juntos. La risa no necesita de intérpretes; por lo menos no los necesitaba nuestra risa.
Salla disfrutaba de veras experimentando nuestro mundo, y yo mismo descubrí muchas cosas que nunca había advertido antes. Fue ella quien encontró la gruta, después que el diminuto chorro de agua que brotaba en la ladera del monte Calvo despertara su curiosidad.
—No es más que un manantial —le dije mientras mirábamos la raya oscura de un pliegue en la maciza montaña.
—Nada más que un manantial —se burló ella—. En esta tierra de poca agua, ¿puede haber algo que no sea nada más que un manantial?
—No vale la pena —protesté, mientras la seguía, hendiendo el aire—. Ni siquiera es agua potable.
—Pero podría aplacar una sed del corazón —dijo Salla—. La vista del agua en una tierra árida.
—Ni siquiera salpica —repliqué mientras nos acercábamos al hilo de agua.
—No —dijo Salla, poniendo el dedo índice bajo el chorrito—. Pero hace crecer las cosas.
Tocó levemente las plantitas verdes que se adherían a la húmeda pared rocosa.
—Bonitas —dijo por cortesía—. Pero mira el paisaje.
Dimos media vuelta, apoyando las espaldas contra la muralla que caía a pico, y contemplamos las vastas perspectivas de cadenas montañosas, rojizas, purpúreas y azules, que proyectaban ferozmente unos peñascos desnudos, mostrando sólidos bosques o cuadriláteros vegetales hasta donde abarcaba la vista. Perezosamente, a lo lejos, se alzaba una columna de humo, que una corriente de aire doblaba casi en ángulo recto, disolviéndola en bruma. Debajo, un pliegue tras otro de colinas abrazaban los diminutos senderos y viviendas de los que se habían refugiado en esa soledad.
—Y sin embargo —y la voz de Salla fue casi un susurro—, si uno se perdiera en una vastedad lo bastante grande, se encontraría convertido en alguien diferente, alguien que sólo tiene ante sí el Ser y la Presencia.
—Cierto —dije aspirando profundamente el olor a sol, a pino y a caliente roca granítica—. Pero no son muchos los que llegan a esa vastedad. La mayoría edificamos nuestros pequeños mundos con distracciones suficientes para mantenernos apartados de la contemplación del Ser y de Dios.
Hubo un momento de profundo silencio mientras dejábamos que nuestros propios pensamientos cerraran el tema. Entonces yo descendí, pero Salla se remontó.
—¡Eh! —le grité—. ¡Estás subiendo!
—¡Lo sé! —me contestó—. ¡Y tú bajas! ¡Todavía no he encontrado el manantial!
De modo que me elevé yo también, protestando contra la obstinación de las mujeres, y me puse a la par de Salla en el momento en que se apoyaba en un filoso estribo de roca al borde de la hendidura verde por donde se filtraba la humedad.
¡Qué hermoso abismo! —exclamó Salla complacida.
Si te asustaran las alturas... Salla me miró rápidamente.
¿Asustan a alguien? —preguntó—. ¿Realmente?
—Sí —dije—. Una vez leí un caso... ¿Quieres probar la textura de eso?
Y recreé para ella el terror alelado, frenético, mortal, que experimentaba un amigo mío, un Extraño, que apenas se atreve a asomarse a la ventana de un segundo piso.
—¡Oh, no! —exclamó Salla, palideciendo y sujetándose al ralo tapizado de enredaderas y ramas de la roca—. ¡Basta! ¡Basta!
—Lo siento —dije—. Pero es una emoción diferente. La recuerdo cada vez que leo: «Ni la altura ni la profundidad ni ninguna otra criatura». La altura es una criatura para mi amigo, una criatura horrible, destructora, que revolotea sobre él aguardando la oportunidad de echársele encima.
—Es una lástima —dijo Salla-que no se acuerde de la próxima frase, y no aprenda a perder ese temor...
De mutuo acuerdo, cambiamos rápidamente de tema en mitad del aire.
—Ésta es la fuente —dije—. ¿Satisfecha?
—No —contestó Salla, buscando entre las enredaderas—. Quiero ver el chorlito que chorrea, y la gota que gotea, desde el comienzo.
Y se metió más en la maleza. Rogando al cielo que me diera un poco de paciencia, ayudé a Salla a apartar las hojas y tallos. Salla se adelantó hacia la próxima capa... y de pronto había desaparecido.
¡Salla! —grité, manoteando las enredaderas —. ¡Salla!
¡A-q-q-quí! —me llegó la respuesta subvocal.
¡Habla! —dije mientras sentía que el pensamiento de ella se me escurría.
¡Estoy hablando! —la respuesta me llegó con la última palabra—. Y estoy sentada en un agua terriblemente fría. ¿Qué esperas para entrar?
Me deslicé cautelosamente a través de la grieta, al interior de la oscuridad. Tropecé y caí de rodillas en un agua helada, que casi me llegaba a la cintura.
—Está oscuro —susurró Salla, y hubo un eco apagado alrededor.
—Espera a que tus ojos cambien —contesté.
Buscando a tientas en el agua, encontré la mano de Salla, y no la solté. Pero aun luego de una pausa sin aliento, nuestros ojos no recibieron luz suficiente excepto un tenue centelleo verdoso a la entrada de la gruta.
—¿Tienes bastante? —pregunté—. ¿Te parece bastante chorreante y goteante?
Alcé nuestras manos, y el agua nos chorreó hasta los codos.
—Quiero ver —protestó Salla.
—Las cerillas —dije-no sirven cuando están mojadas. Linterna no tengo. ¿Alguna sugerencia?
—Bueno, no —contestó Salla—. ¿No viven resplandores en este mundo?
—Creo que no, pues la palabra no me hace resonar una campanita en la cabeza. ¡Pero, un momento!
Le solté la mano e incorporándome tanteé el bolsillo.
—Dita me enseñó, o trató de enseñarme, después que Valancy le dijo cómo...
Me interrumpí, absorto en el problema de buscar en el bolsillo de los pantalones húmedos que se me pegaban al cuerpo.
—Sé que soy una extraterrestre —se quejó Salla—. Pero creía conocer bastante tu idioma.
—Dita es la Extraña que encontramos con Low. Tiene algunos Dones y Persuasiones que a nosotros nos faltan. ¡Aquí está! —gruñí, y volví a sentarme en el agua—. Ahora veamos si puedo recordar.
Sostuve entre los dedos la fina moneda y puse en movimiento todos esos engranajes mentales que parecen tan complicados hasta que uno alcanza la simplicidad elemental básica. Concentré todo mi ser en el pequeño disco de metal. Y de pronto hubo un súbito y enceguece-dor destello de luz. Salla lanzó un grito, y yo bajé rápidamente la luz a un nivel más práctico.
—¡Lo hice! —exclamé—. ¡Esta vez brilló en seguida! La última vez tardé media hora en conseguir una chispa.
Salla miraba maravillada el diminuto globo de luz en mi mano.
¿Y un Extraño puede hacer eso?
¡Sí! —respondí, sintiéndome de pronto muy orgulloso de nuestros Extraños —. ¡Y ahora yo también puedo! Aquí tiene, señora —parodié una voz nasal—. La luz, la cueva. Mire todo lo que se le antoje.
La caverna no me impresionó demasiado. El piso era de arena, pálida, granular, parecida al azúcar. En el ojo de agua (del que ambos salimos tan pronto como vimos tierra firme) no había fuente visible, pero el nivel no cambiaba, a pesar del fino chorro que escapaba a la ladera del cerro. El techo tenía aproximadamente el doble de mi estatura, y el ojo de agua no era más ancho en su diámetro mayor. Las paredes se curvaban alrededor del agua. A primera vista, no había nada especial en la gruta. Ni siquiera estalactitas o estalagmitas: nada más que arena, y el tranquilo estanque que centelleaba un poco a la luz de la moneda encendida.
—¡Bueno! —dijo Salla, suspirando feliz mientras se echaba hacia atrás, con las manos mojadas, la pesada cabellera—. Aquí es donde nace.
—Sí —dije cerrando la mano alrededor de la moneda y observando cómo la luz se pulverizaba entre mis dedos—. Un comienzo húmedo.
Pero Salla correteaba sobre la arena a cuatro patas.
—Hay espacio suficiente para ponerse de pie —le dije, siguiéndola.
Soy un ser de las cavernas —respondió Salla, sonriéndome por encima del hombro—. No un ser humano que explora un reino. Visto desde aquí, parece diferente.
Muy bien, troglodita —dije—. ¿Qué aspecto tiene, visto desde ahí?
¡Maravilloso! —la voz de Salla era muy suave—. ¡Trae la luz y mira!
Nos tendimos de bruces y espiamos a través del angosto túnel (apenas de un pie de ancho) que Salla había descubierto. Enfoqué la luz hacia el angosto pasadizo.
Era una red de cristales, delicada como un encaje; blancos, rosados o de un verde pálido, tan frágiles que contuve la respiración, temiendo quebrarlos. Cuanto más miraba, más maravillas descubría: bosques en miniatura que parecían copos de nieve, escalinatas para hadas, castillos y minaretes, terrazas de flores en suaves laderas y ramas cargadas de capullos que casi parecían bastante vivos como para agitarse bajo una brisa imaginaria. A la distancia de un brazo, en el interior del túnel, un estanque reflejaba apaciblemente la perfección circundante y duplicaba el hechizo.
Salla y yo nos miramos. Nuestras caras estaban tan juntas que cada uno se reflejaba en los ojos del otro; ojos que afirmaban y reafirmaban: Nuestro... Nadie más, en todo el universo, comparte este sitio con nosotros.
Sin palabras, volvimos a sentarnos en la arena. No sé lo que le ocurría a Salla, pero en cuanto a mí, me costaba un poco respirar; por algún extraño motivo me parecía necesario contener el aliento, como si no quisiera que mis ideas fueran leídas con tanta facilidad como las ideas de un niño.
—Dejemos la luz —susurró Salla—. Quedará encendida aunque tú no estés, ¿verdad?
—Sí —dije—. Indefinidamente.
—Dejémosla junto a la gruta más pequeña —rogó Salla—. Sabremos de este modo que está siempre iluminada y hermosa.
Salimos por la hendidura de la roca y flotamos allí unos segundos, riéndonos de nuestro desaliño. Luego nos volvimos hacia la casa. Necesitábamos ropa seca.
—Me gustaría que Obla viera esa caverna —dije impulsivamente.
Pero en seguida lamenté haberlo dicho, advirtiendo la protesta de Salla.
—Quiero decir —enmendé torpemente—, ella nunca puede ver...
Me interrumpí. Al fin y al cabo, Obla no vería mejor si estuviese allí. Yo tendría que mirar por ella.
—Obla —pensó Salla—. Está muy cerca de ti.
—Es casi mi segundo yo —dije.
—¿Pariente?
—No. Un parentesco de almas, solamente.
—La siento tan a menudo en tus pensamientos —dijo Salla—. Y sin embargo... ¿la he conocido?
—No. Ella no recibe gente.
Sentía alojada en mi espíritu la fuerza limpia, sin mácula de Obla. Pero de nuevo capté la afligida protesta de Salla, que parecía sentirse excluida, antes que decidiera protegerse con una pantalla-escudo. Yo vacilaba aún. No quería compartir aquello. Obla era más una expresión de mí mismo que una persona separada. Una expresión escondida y preciosa. Temía compartirla... temía que fuera como acercar el dedo a uno de esos frágiles cristales de la gruta y convertir su perfección en un poco de polvo.
Dos semanas después del arribo de la nave, se convocó a una reunión general del Grupo. Nos congregamos todos en la llanura alrededor de la nave. Al principio aquello fue como una fiesta campestre, inundada de risas y de niños voladores que jugaban por encima de las cabezas de la gente madura. Los muchachos de mi edad se apeñuscaban a un costado también con ganas de jugar, pero dominándose, porque al fin de cuentas uno supera ciertas tendencias infantiles, sobre todo cuando los adultos miran. Sentado entre ellos, yo sentía un vacío en mi interior. Salla estaba con sus padres.
El Más Viejo no había venido. Se había quedado en casa, luchando por contener su ser en el derruido cuerpo, que cada vez más se parecía a una cárcel que se disuelve. Así que fue Jemmy quien nos habló.
—No es bueno alargar los períodos de indecisión —comenzó, sin más preliminares—. La nave ha estado aquí dos semanas. Todos hemos hecho frente a nuestro problema: irnos o quedarnos. Pero muchos entre nosotros no han llegado todavía a una decisión. Debemos ha-cerlo, y pronto. La nave partirá dentro de una semana. Para ayudarnos a decidir, estamos dispuestos a oír argumentos breves, a favor o en contra.
Hubo un extraño sentimiento de tensión mientras por todo el Grupo fluía una corriente común de pensamiento, y pasábamos a ser una unidad, y ya no una masa de individuos.
—Yo iré. —Era el pensamiento del Más Viejo, desde Canyon—. La Nueva Morada sabrá cómo ayudarme, de modo que mis últimos años pasen casi sin dolor. Desde la Travesía... —Aquí se interrumpió, irradiando un divertido—: ¡Breve!
—Yo me quedaré. —Era la voz de una joven de Bendo—. Apenas hemos empezado a hacer de Bendo un lugar habitable. Me gustan los comienzos. La Nueva Morada, para mí, está terminada.
—Yo no quiero irme —canturreó una voz muy joven—. Mis rabanitos apenas empiezan a crecer y tengo que regarlos continuamente. Si me voy, morirán.
Una onda de regocijo se propagó por el Grupo, tranquilizándonos a todos.
—Yo iré. —Era Matt, a quien habíamos hecho regresar de la Universidad de Tecnología cuando llegó la nave—. En la Morada, mi especialidad está mucho más desarrollada que aquí o en cualquier otra parte. Pero volveré.
—Por muchas razones —previno Jemmy—, no hay una ruta libre y fácil, que permita ir y volver de la Tierra a la Morada.
—Me arriesgaré —dijo Matt—. Me las ingeniaré para volver.
—Yo me quedo —dijo el chico Francher—. Aquí en la Tierra soy diferente, con una ventaja. Allá sería diferente con una desventaja. Lo que aquí puedo hacer bien, allá no tendrá demasiada importancia. No quiero ir a un sitio donde tendría que hacer música elemental. Quiero que mi música siga siendo grande.
—Yo voy —dijo Jake, con la voz burlona de siempre—. Estoy cansado de perder el tiempo. Quiero ser un ciudadano maduro. Pero mi verdadero motivo... —aquí la verbalización cesó, y todo lo que pude comprender fue una especie de concepto angular en que el tiempo y el espacio se entretejían. Vi mi propia perplejidad en las caras que me rodeaban, y me sentí un poco menos estúpido—. ¿Comprenden? —dijo Jake—. Esto es lo que durante mucho tiempo he tenido en la punta de la mente. Shua me dice que allá están adelantados en eso. Y a mí-no me importa empezar por el abc tratándose de algo así.
Carraspeé. ¡Ésta era mi oportunidad para transmitir a todo el Grupo lo que yo pensaba! Aparentemente, era el único que veía la situación con suficiente claridad.
—Yo...
Fue como si me internara en un denso banco de niebla; como si me quedara ciego y sordo de un solo golpe. Tuve la impresión de que me desgarraban como un pedazo de papel. Consciente al fin de mis verdaderas ideas, perdí todo aliento. ¡No quería irme! Me sentí arrebatado por un torbellino de pensamientos enloquecidos. ¿Cómo podía quedarme después de todo lo que había dicho? ¿Cómo podía quedarme y dejar que Salla se fuera? ¿Cómo podía irme y dejar a Obla? Vagamente escuché la voz de otro que concluía:
—...¡porque con Morada, o sin ella, ésta es la Morada!
Cerré la boca, desmesuradamente abierta ahora que se había quedado sin palabras, y me humedecí los labios secos. Pude ver nuevamente, pude ver cómo el Grupo se disolvía con lentitud; cómo el Grupo de Bendo se congregaba bajo los árboles, mientras los demás se alejaban flotando en la llanura. Low se inclinó hacia mí, sobre una roca.
¿Qué te pasa, muchacho? —dijo, riendo—. ¿El gato te comió la lengua? Esperaba de ti una ráfaga de elocuencia capaz de llevar a todo el Grupo a la planchada de la nave.
¡Bram es tímido! —bromeó Dita—. ¡No quiere dar a conocer sus convicciones!
Ensayé una especie de sonrisa.
—Piedad de mí, gente —dije—. Ved frente a vosotros un ser privado de convicciones, desnudo como un grajo en el viento helado de la indecisión.
—Se me han terminado las lágrimas —dijo Peter, poniéndose serio—. Pero hay mucha simpatía disponible.
—Gracias —respondí—. Se toma nota y se aprecia.
Me sentí incapaz de llevar mis nuevas dudas a Obla, el nuevo tumulto y dolor de mi corazón; ella era demasiado una parte de todo esto. Los llevé, pues, a la montaña. Me instalé como un pajarraco meditabundo en el estribo de piedra a la entrada de la gruta. Y allí vociferé hasta que me dolió la garganta y mi voz chirrió, contra este mundo y sus limitaciones. Roncamente murmuré todas las dudas y tropiezos que nos asediaban... que me asediaban. Y el mundo, con enfurecedora placidez, me devolvió en sus ecos, por cada argumento, una sólida refutación. Ahora escuchaba yo con ambos oídos, con uno mi propia voz, con el otro la respuesta del mundo. Y mi voz se debilitaba más y más, mientras la voz de la Tierra ya no era un simple murmullo.
—¡Nada es como debiera ser! —aullé roncamente, en mi último, fatigado embate contra el cielo vespertino.
—Ni lo será jamás, salvo en la eternidad —me replicó una franja de púrpura crepuscular.
—Pero podríamos hacer tantas cosas...
—¿Acaso el pan puede hacerse sólo con levadura? —replicó la primera estrella vespertina.
—Nos estamos desperdiciando —susurró.
—También el trigo cuando se lo desparrama por el campo —contestó el pinar que coronaba una colina distante.
—Pero Salla se irá. No estará más...
Y ahora nada contestó: sólo el viento gemía y un guijarro suelto rodó hacia la oscuridad.
—¡Salla! —grité—. ¡Salla se irá! ¡Respóndeme a «o! Pero al mundo se le habían acabado las respuestas. El viento parecía muy ocupado en zumbar entre los árboles.
—¡Contéstame! —dije en un murmullo.
—Te contestaré. —La voz era muy suave, pero me sacudió como un trueno—. Puedo contestarte. —Salla descendió livianamente sobre el peñasco y se sentó a mi lado—. Salla se queda.
—¡Salla! —exclamé, atinando sólo a aferrar la roca y mirarla.
—Mi madre tuvo un quánico cuando se lo dije —sonrió Salla, aliviando la tensa, incómoda emoción—. Le expliqué que necesitaba una monografía para terminar mis estudios, y que éste sería un tema perfecto.
»Me contestó que yo era demasiado joven para saber lo que quería. Le dije que si yo terminaba mis estudios con buenas notas, agregaría una nueva pluma a su sombrero: perdona el provincialismo. Y entonces me respondió que ni siquiera conocía a tus padres. —Salla se ruborizó y sus ojos vacilaron—. Le dije que no había habido Palabra entre nosotros. Que no estábamos juntos. Todavía. No mucho.
—¡No tiene por qué ser ahora! —exclamé tomándole ambas manos —. ¡Oh, Salla! ¡Ahora podemos permitir nos esperar!
Y la arranqué al peñasco, emprendiendo el más enloquecido y absurdo vuelo de mi vida. Como un par de dementes, hendíamos el aire por encima del viejo monte Calvo, remontándonos y zambulléndonos como un relámpago ebrio. Pero mientras una parte de nosotros se movía tan lejos y tan rápido, otra parte de nosotros hablaba tranquilamente, planeando, calculando, regocijándose, con tanta serenidad como si estuviéramos de nuevo en la gruta contemplándonos mutuamente con ojos apacibles y reflexivos. Al fin cayó la noche, y nos apoyamos exhaustos uno contra el otro, derivando lentamente hacia Canyon.
—Obla —dije—. Vamos a contárselo a Obla.
No había necesidad de ocultar a Salla ningún aspecto de mi vida. Al contrario, era preciso convertirla en un todo coherente, que incluyese a Obla y a Salla.
Las ventanas de Obla estaban oscuras. Eso significaba que no tenía visitas. Estaría sola. Llamé levemente a la puerta, con una serie inconfundible de golpes.
—¿Bram? ¡Adelante! —dijo Obla con acento de bien venida.
—Traje a Salla —le expliqué—. Permíteme encender la luz.
Avancé un paso y entré.
—Espera...
Pero yo había apretado la llave de la luz.
—Salla —comencé—, te presento...
Salla lanzó un grito y se cubrió los ojos con un brazo; un repentino aluvión de horrorizada repugnancia sofocó la habitación, y vi que Obla flotaba en el extremo más lejano... escondiéndose... escondiéndose detrás del torbellino desesperado de su cabellera, el cuerpo mutilado retorciéndose en la túnica blanca, pegándose a las paredes, tratando de huir, mientras su angustia física y mental gemía, de un modo casi audible, alrededor de nosotros.
Tomé a Salla y la saqué del cuarto, apagando la luz. La arrastré hasta el borde del patio, donde las paredes del cañón se alzan verticales hacia el cielo. La arrojé contra el muro de granito. Ella dio media vuelta y escondió la cara contra la roca, sollozando. La tomé por los hombros y la sacudí.
—¡Cómo pudiste! —gruñí entre dientes, y una cólera indignada enronquecía mis palabras—. ¿Es ésta la clase de gente que nace ahora en nuestro Hogar? ¿Valen más los brazos y las piernas y los ojos que la persona? —Sentí el latigazo de la cabellera de Salla contra mi cara—. ¿Es lí cito ahora que un alma viva nos repugne? ¿Ya no tienen bondad,compasión?
Quería castigar a Salla, golpearla contra algo sólido, protestar contra eso indecible que se le había hecho a Obla, esa llaga incurable.
Salla se libró de mí y voló fuera de mi alcance, mirándome colérica con ojos húmedos.
—¡Tú también tienes la culpa! —replicó, bañada en lágrimas—. Habría preferido la muerte antes que hacerle algo así a Obla, o a nadie... ¡si hubiera sabido! Pero no me lo dijiste. Nunca me la mostraste como es, sino llena de fuerza y belleza y salud.
¿Por qué no? —grité furioso, elevándome hasta ponerme a su altura—. Sólo así la veo. Y es inútil que trates de echarme la culpa...
¡Pero es que tienes la culpa! ¡Oh, Bram!
Y se echó llorando en mis brazos. Cuando pudo hablar nuevamente, entre hipidos y sollozos, dijo:
—Allá no tenemos gente así. Quiero decir, yo nunca vi una persona... incompleta. Nunca vi cicatrices y mutilaciones. ¿No entiendes, Bram? Yo estaba preparada para recibirla, completamente... pues era parte de ti. Y encontrarme de pronto abrazando... —se ahogaba—. Mira —prosiguió—, escucha, Bram. Allá tenemos la regeneración y... el tránsgrafo... y nadie jamás queda inacabado.
La solté lentamente, perdido en mi asombro.
—¿Regeneración? ¿Tránsgrafo?
—¡Sí, sí! —exclamó Salla—. Puede recuperar sus piernas. Puede volver a tener brazos. Puede tener nuevamente una hermosa cara. Hasta es posible que recobre los ojos, y la voz, aunque de eso no estoy segura. Pero puede volver a ser Obla, en vez de una oscura cárcel para encerrar a Obla.
—Nadie nos dijo eso.
—Nadie nos preguntó.
—Interés común.
—Seré yo quien pregunte entonces. ¿Tienen ustedes niños dóbicos? ¿Algún caso de cazerinea? ¿O de trimorfosemia? No es que no queramos preguntar. Pero ¿cómo saber qué debemos preguntar? Simplemente no se nos ocurrió preguntar.
—Lo siento —dije, secándole los ojos con las palmas de mis manos, a falta de algo mejor—. Debí habértelo dicho.
Mis palabras eran apenas un indicio superficial de mi profundo, abyecto arrepentimiento.
—Vamos —dijo, separándose de mí—. Tenemos que ir hacia Obla, ahora, ahora mismo.
Fue Salla quien finalmente indujo a Obla a volver a su cama. Fue Salla quien aplacó el frenético torbellino de la cabellera de Obla. Fue Salla quien estrechó la cara mutilada y llorosa contra su hombro joven y derramó el bálsamo de la pena y la comprensión sobre las heridas de Obla. Y también fue Salla quien le explicó a Obla la curación que la Morada reservaba para ella. Se lo explicó una y otra vez hasta que al fin Obla lo creyó.
Los tres estábamos agotados, satisfechos de poder quedarnos sentados un minuto, de modo que la irrupción de Davy nos sorprendió doblemente.
—¡Eh, Bram! ¡Eh, Salla! ¡Eh, Obla! Ya lo he arreglado. Ya no silba en las eses, y tú misma puedes trabar la reproducción, si quieres. Miren. —Dejó caer sobre la almohada el pequeño cubo que reconocía como el receptor—. Pruébalo. Vamos. Pruébalo con Bram.
Obla volvió la cara hasta que su mejilla tocó el cubo. Salla me miró, asombrada; luego miró a Obla. Hubo una breve pausa, y un dic, y entonces escuché, lejanas pero nítidas, las primeras palabras audibles que jamás le había oído a Obla.
—¡Bram! ¡Oh, Bram! Ahora puedo ir contigo. No me dejarán aquí. ¡Y cuando llegue a la Morada, me contemplarán! ¡Entera de nuevo!
En medio de mi estupefacción escuché a Davy que decía:
—¡No usaste una sola ese, Obla! Di algo que tenga una ese para que pueda controlar.
¡Obla pensaba que yo volvía al Hogar! ¡Y esperaba que volviera con ella! No sabía que yo había resuelto quedarme. Que nos íbamos a quedar. Me encontré con los ojos de Salla. Nuestra comunicación fue rápida y completa, antes que la vocecita de Obla dijera:
—¡Salla, mi dulce amiga! ¡Espero que éstas sean suficientes eses!
Y por primera vez oí la risa de Obla.
De modo que allá, en algún sitio, hay una diminuta gruta en cuyo interior brilla una moneda, custodiando el pacto de amor entre Salla y yo: una vela en la ventana de la memoria. Allá lejos, en algún lugar, están las vistas y los sonidos, los olores y los gustos, el gusto a hogar de la Tierra. Por un tiempo, he vuelto la espalda a la Tierra Prometida. Porque en esos largos años que pasaron, cruzamos nuestro Jordán. Mi problema consistía en pensar que dondequiera que mirase, y sólo porque era yo quien miraba, estaba la meta. Pero en todo ese tiempo la Travesía, reverberando a la luz de la memoria, había sido algo realizado, y no algo deseado. Mi nostalgia de la Morada debió de ser, en cierto modo, como aquella vieja hambre de buenos platos que acompaña al esfuerzo de todos los pioneros.
Y Salla... Bueno, a veces cuando no estoy mirando, ella me mira y después mira a Obla. Y a veces, cuando ella no mira, yo la miro y después a Obla. Obla no tiene ojos, pero a veces, cuando no miramos, me mira a mí, y después a Salla.
Muchas cosas nos ocurrirán a los tres, antes que la Tierra vuelva a crecer ante nosotros en los cristales de las escotillas, pero, pase lo que pase, volveremos a ver la Tierra: yo por lo menos. Y entonces, realmente, habré regresado a mi Morada.