GALAAD
No sé en qué momento descubrí que nuestra familia no era como las otras familias. Nada parecía indicarlo. La casa en que vivíamos era muy parecida a las demás casas de Socorro. Nuestros prados descendían como los otros cubiertos de maleza y arbustos hasta el Río Gordo, generalmente seco, que rodeaba la ciudad. Y cuando nuestra vaca llamaba al toro de los Jacob, del otro lado del río, mugía del mismo modo que todas las otras vacas de todos los otros prados. Y yo pasaba días tan ociosos como cualquier otro muchacho de Socorro, tendido a la sombra escasa de los árboles mientras el trabajo esperaba en algún otro sitio. Nunca se me ocurrió pensar que fuésemos diferentes.
Me di cuenta, creo, poco después de haber entrado en la escuela, cuando me enamoré de la niña de trenzas más largas y de dientes más separados de toda la clase. Yo tenía seis años y me parece que ella tenía siete.
Mi amiga y yo nos habíamos refugiado detrás del cobertizo de la escuela, entre las plantas de algodón, para comer juntos nuestro almuerzo, ignorando el coro de «¡Peter anda con una chica! ¡Peter anda con una chica!» y las señas burlonas que querían avergonzarme. Comimos nuestros sandwiches y pickles, y luego nos tendimos de espaldas, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, contemplando el cielo brillante con los ojos entornados, y tratando de comer nuestros pedazos de pastel sin que las migas nos cayeran en las orejas. Yo había comido tan bien, me sentía tan satisfecho y tan enamorado que se me ocurrió de pronto que yo debía intentar algo espectacular en honor de la dama de mis pensamientos. Me senté, electrizado. La idea era magnífica, y yo sabía que podía hacerlo.
—¡Eh! ¿Sabes que puedo volar?
Alcé los brazos y me puse de pie dejando a mi amor boquiabierta, sentada en la hierba. —No puedes. No seas tonto.
¡Sí puedo!
¡No puedes!
¡Puedo! ¡Mírame! —Alcé los brazos y me elevé hasta el techo del cobertizo. Me asomé al borde y dije—: ¿Viste? ¡Puedo volar!
¡Se lo contaré a la maestra! —dijo ella con una voz entrecortada, mirándome con los ojos muy abiertos—. Está prohibido subirse al cobertizo.
—Oh, bah —dije—. No me subí. Vamos, tú puedes volar también. Te ayudaré.
Me deslicé por el aire hasta el suelo. Abracé a mi amor y me elevé. Ella gritó y pateó, y al fin se soltó y echó a correr hacia la escuela, chillando. Desanimado de algún modo por esta deserción, junté los restos de nuestros pasteles y posándome cómodamente en el alero del cobertizo, disfruté de los últimos mendrugos. Al cabo de un rato llegó la maestra, con media escuela detrás.
—¡Peter Merril! ¿Cuántas veces se te ha dicho que no hay que subirse a nada en la escuela?
La miré tranquilamente, notando con interés que la prisa y la agitación le habían desordenado los rizos, y descubriendo una tiesa mecha de cabellos que no armonizaba con aquella cara severa.
—¡No te sueltes y espera a que Stanley traiga la escalera!
—Puedo bajar solo —dije, gateando hasta el poste que sostenía el techo—. Es fácil.
—¡Peter! —chilló la maestra—. ¡Quédate donde estás!
Así lo hice, preguntándome el porqué de todo ese alboroto.
Me bajaron al fin y la maestra me tomó por el brazo y me arrastró hasta la escuela mientras yo gritaba a todo pulmón, ultrajado e indignado porque nadie quería creerme, ni siquiera mi amiga que negaba obstinadamente lo que había visto con sus propios ojos.
—No seas tonto, Peter. No puedes volar. Nadie puede volar. ¿Tienes alas acaso?
—No necesito alas —aullaba yo—. La gente no necesita alas. ¡No soy un pájaro!
—Entonces no puedes volar. Sólo las cosas con alas vuelan.
Me pasé el resto del mediodía gritando y pateando los escalones de la escuela, hasta que me asusté pensando que la maestra podía decírselo a papá. Al fin y al cabo yo había estado en territorio prohibido, sin que importara tanto cómo había llegado allí.
La maestra no se lo contó a papá, pero aquella noche, cuando me metí en cama, sentí de pronto como un vacío dentro de mí. Quizá yo no podía volar. Quizá la maestra tenía razón. Me escurrí fuera de la cama, y volé cuidadosamente hasta lo alto del armario, y luego de vuelta hasta la cama.
—Puedo volar —murmuré, metiendo la barbilla bajo las mantas y suspirando hondamente.
No era más, por lo tanto, que una de esas cosas divertidas que los adultos le prohibían a uno, como comerse un pedazo de pastel por la mañana, o manejar el tractor, o subirse a la vaca para jugar a los indios.
Y en eso quedó el incidente, hasta que el sábado la maestra nos encontró a mamá y a mí en la tienda y revolviéndome el pelo me dijo:
—¿Cómo está mi pajarito? —Luego se rió y le dijo a mamá—: ¡Se imagina que puede volar!
Vi que mamá apretaba tanto el portamonedas que los dedos se le ponían blancos, y que me miraba con unos ojos sin alegría. Me sentí abrumado por una sorpresa in-crédula y un miedo y una angustia que me daban ganas de llorar, aunque sabía bien que en ese momento no era una emoción mía lo que yo sentía, sino una emoción de mamá.
Mamá tenía siempre los ojos alegres. Era la madre más risueña de Socorro. Llevaba la felicidad dentro de ella como si fuese un ramillete de flores, y lo repartía entre todos los que encontraba. A las otras madres apenas les alcanzaba para repartir entre los de la propia familia. Y sin embargo, a veces, como en la tienda, mamá perdía toda alegría, y mostraba miedo, y un raro tormento. Otras veces mamá me hacía pensar en un pájaro enjaulado, que se apretaba contra los barrotes. Como una noche que recuerdo aún vividamente.
Mamá estaba junto a la ventana, vestida con una bata de franela que le llegaba a los tobillos, y el aire que entraba por los marcos mal ajustados le movía apenas el cabello oscuro. Se había desencadenado una tormenta sobre los Huachuchas, y afuera soplaba el viento. El rugido creciente me había despertado, y yo estaba acurrucado en el sofá, no sabiendo muy bien si los truenos que sacudían constantemente la casa me asustaban o me excitaban. Papá estaba sentado con el periódico en las rodillas.
Mamá habló en voz baja, pero yo la oí claramente en medio del tumulto.
—¿Pensaste alguna vez cómo sería estar ahí arriba en plena tormenta, con nubes bajo los pies y encima de la cabeza, y un encaje de rayos alrededor, como calientes ríos de oro?
Papá movió las hojas del diario.
—No parece muy cómodo —dijo.
Pero yo, en el sofá, acuné las palabras en mí, maravillado. ¡Yo sabía! ¡Yo recordaba! Recité las palabras como una amada lección:
—«Y la lluvia como cabellos de hielo y plata te golpeaba el rostro que alzabas al cielo.» Mamá dio media vuelta y me miró fijamente. Papá clavaba en mí unos ojos sombríos y perturbados.
—¿Cómo sabes eso? —me preguntó. Confuso, bajé la cabeza.
—No recuerdo —murmuré.
Mamá apretó las manos, una contra otra, inclinando la cabeza, de modo que los cabellos le cayeron sobre la cara sombría.
—Sabe porque yo sé. Yo sé porque mi madre sabía. Ella sabía porque el Pueblo sabía —dijo, y se le quebró la voz—. Son las palabras que empleaba ella.
Mamá calló y se volvió hacia la ventana, apoyando el brazo y la cabeza en el marco, como un niño que llora.
—¡Oh, Bruce, perdóname!
Yo miraba con los ojos muy abiertos, asombrados, tratando de que los ojos no se me llenaran de lágrimas mientras luchaba contra la pena y la desolación de mamá.
Papá se acercó a ella y la abrazó. Me miró por encima del hombro.
—Mejor que te vayas a la cama, Peter. Lo peor ha pasado.
Yo me fui arrastrando los pies, de mala gana, estupefacto. Poco antes de cerrar la puerta me detuve y escuché.
—Nunca le dije una palabra, te lo aseguro —dijo la voz entrecortada de mamá—. Oh, Bruce. Me esfuerzo tanto, pero a veces... ¡oh, a veces!
—Ya lo sé, Eve. Y es mucho lo que has logrado. Sé que te cuesta mucho, pero lo hemos hablado tan a menudo. No hay otro camino, querida.
—Sí —dijo mamá—, no hay otro camino, pero... ¡oh, dame tu fuerza, Bruce! ¡Bendito sea el Poder, que te ha traído a mí!
Cerré silenciosamente la puerta, y me acurruqué en la oscuridad, sobre la cama, y al fin sentí que la angustia de mamá se transformaba otra vez en una cálida ternura. Luego, sin razón aparente, volé gravemente hasta lo alto del armario, volví a mi cama y me acosté. Y recordé entonces. Recordé los calientes ríos de oro, las nubes arriba y abajo, y los vientos que golpeaban como olas de espuma escarchada. Pero junto con ese dulce recuerdo me llegaba también la advertencia: No puedes, pues tienes sólo ocho años. Tienes sólo ocho años. Hay que esperar.
Muy poco después nacía Bethie, cuando yo estaba por cumplir nueve años. Me veo aún inclinado sobre la cuna, sobre el milagro de aquellos deditos y aquellos cabellos de caramelo batido. Bethie, mi hermanita. Bethie, a quien todos miraban fijamente, murmurando entre ellos, cuando mamá la dejaba ir a la escuela, aunque se pasaba la mayor parte del tiempo en casa, aun cuando ya era bastante mayor. Porque Bethie era diferente... también.
Cuando Bethie tenía un mes, yo me apreté el dedo con la puerta del dormitorio y lloré durante un cuarto de hora, pero Bethie sollozó continuamente hasta que yo no sentí ningún dolor en el dedo.
Cuando Bethie tenía seis meses, nuestro pequeño terrier, Glib, cayó en una trampa para serpientes. Regresó a casa lloriqueando, arrastrando la trampa. Bethie chilló hasta que Glib se quedó dormido sobre la pata vendada.
Papá tuvo un ataque de apendicitis aguda cuando Bethie tenía dos años, pero fue ella quien tuvo que tomar un sedante hasta que pudimos llevar a papá al hospital.
Una noche papá y mamá estaban junto a la cama de Bethie, que dormía muy intranquila a pesar de los sedantes. Nuestro vecino, el señor Tyree, había estado cortando leña y el hacha se le había desviado. Había perdido un pulgar del pie y mucha sangre, pero cuando el doctor Dueff llegó corriendo en su coche, se precipitó primero a nuestra casa y luego fue a la del señor Tyree. El señor Tyree descansaba como podía, con el pie vendado apoyado en un sillón, y con las manos en las orejas para no oír los gritos de Bethie.
—¿Qué podemos hacer, Eve? —preguntó papá—. ¿Qué dijo el doctor?
—Nada. No pueden hacer nada por ella. Supone que se le pasará con los años. No entiende. No sabe que ella...
—¿Qué ocurre? ¿Por qué Bethie es así? —preguntó papá desesperado.
Mamá se encogió.
—Es una sensitiva. Hay gente así en el Pueblo, aunque no de tan pocos años. Esa sensibilidad les permite ayudar a los que sufren. Bethie no tiene más que parte del Don. No lo domina.
—¿Por mí? —gruñó papá.
Mamá lo miró con ojos serenos y amantes.
—Por los dos, Bruce. Corrimos ese riesgo. Tentamos a la suerte, luego de Peter.
De modo que ahora éramos dos los diferentes, aunque también diferentes entre nosotros. Para mí era una diversión, casi todo el tiempo, pero no para Bethie.
Teníamos que tener cuidado con Bethie. Probó la escuela un tiempo, pero las rodillas despellejadas, los empujones, los dolores de dientes, los chichones, y los dolores de cabeza del portero después de las borracheras del fin de semana la devolvían a casa agotada y temblorosa, al borde de la histeria. De modo que Bethie aprendió las letras y los números con mamá, y se quedaba apoyada melancólicamente en la verja mientras pasaban los otros chicos.
No mucho después descubrí un modo de utilizar prácticamente mi diferencia. Papá me pidió que guardara en el cobertizo un montón de leña que Delfino había dejado en el patio de atrás. Yo me había citado con unos compañeros para explorar una vieja mina de espato flúor y ahora aquel trabajo me impediría ser de la partida. Fui al patio de atrás y me quedé un rato con las manos en los bolsillos pateando el montón de leña. Al fin cargué una brazada, gruñendo bajo el peso. Llegué al cobertizo, dejé caer la madera, y me lastimé el pulgar. Me senté en cuclillas en el patio y me succioné el dedo, con los ojos clavados en la leña. De pronto, se me ocurrió algo. ¿Si yo podía volar, no sería posible que la leña volase también? Sí, era posible. Me incliné hacia adelante y castañeteé los dedos ante media docena de leños, concentrándome. Los empujé hacia el cobertizo, los guié hacia el sitio donde yo quería dejarlos, y los ordené como si fuesen naipes. No tardé mucho en descubrir cuál era la carga máxima, y guardé toda la leña en un tiempo maravillosamente corto.
Entré silbando en casa y fui a buscar una luz. La mina era muy oscura y ninguno de mis amigos tenía una linterna.
Papá estaba revisando las cuentas de la leche y alzó los ojos.
—Te he dicho que guardaras la leña.
—Ya la guardé —respondí, sonriendo.
—Déjate de bromas —gruñó papá—. No tuviste tiempo.
—Es cierto —dije, triunfalmente—. Descubrí una técnica nueva. Verás...
Callé, paralizado por la mirada de papá.
—Nadie te ha pedido nuevas técnicas —dijo tranquilamente—. ¡Vuelve y quédate ahí hasta que hayas tenido tiempo de guardar bien la leña!
—Ya está guardada —protesté—. ¡Y los chicos están esperándome!
—No quiero discutir —dijo papá, muy pálido —. Vuelve a la leñera.
Volví a la leñera, pasando junto a mamá que había venido de la cocina y que había extendido hacia mí la mano. Me senté en la leñera, furioso, decidido a no salir de allí hasta que papá fuese a hablarme.
Luego, me puse a pensar. Papá no era comúnmente tan poco razonable. Quizá yo había hecho algo malo. Quizá no estaba bien guardar la leña de ese modo. Quizá... Se me confundieron los pensamientos mientras recordaba los murmullos que yo había alcanzado a oír a propósito de Bethie. Quizá lo que yo había hecho era un disparate, una cosa insensata.
Pensé mucho. Hacer algo insensato significaba no hacerlo como todo el mundo. Por ese motivo, quizá, papá había reaccionado así. Yo había hecho entonces una cosa insensata. Miré fijamente el suelo, desorientado. ¿Qué había de diferente en nuestra familia? Y por vez primera fui capaz de separar y reconocer el sentimiento que yo debía de tener desde hacía mucho tiempo, el sentimiento de estar mirando desde afuera, el sentimiento de estar aparte. Sí, descubrí, era necesario ocultarse, ser prudente. Si había algo anormal, nadie tenía que saberlo. Yo no debía traicionar...
Mamá estaba de pie a mi lado.
—Papá dice que ahora puedes irte —dijo, sentándose junto a mí, y mirándome sin alegría—. Peten... Papá no podía hacer otra cosa. Todo lo que puedo decirte es esto: no olvides nunca, estés donde estés, hagas lo que hagas, que lo diferente muere. Tienes que conformarte... o morir. Pero no te avergüences, Peter, no. ¡Nunca te avergüences! —Mamá me puso rápidamente las manos en los hombros y me rozó la oreja con los labios—. ¡No dejes de ser diferente! —murmuró—. Tan diferente como puedas. ¡Pero que no lo vea nadie, que no lo sepa nadie!
Mamá desapareció en la escalera que llevaba a la cocina.
Entré en la adolescencia, y me alejé más y más de los chicos de mi edad. Las cosas que les parecían más divertidas, no me interesaban mucho. De modo que en los años siguientes seguí cada vez con mayor frecuencia el consejo que me había susurrado mamá, sin pedir nunca explicaciones, pues yo sabía que ella no me las daría. El incidente de la leña me había abierto todo un nuevo panorama de posibilidades, aunque yo no supiese muy exactamente qué posibilidades eran éstas. Me acostumbré a pasarme las horas en la parte baja del prado, donde ensayaba toda clase de experiencias, sin saber nunca si resultarían o no. Trabajé mucho y en algunos casos fracasé, y en otros tuve éxito.
Descubrí que un castañeteo de los dedos me bastaba para traer cosas hacia mí, o para enviarlas a cortas distancias sin molestarme o tocarlas, como había hecho con la leña. Yo subía regularmente hasta las puntas de los álamos altos, deslizándome luego en éxtasis hasta el suelo, hasta que una vez me extasié demasiado y aterricé de narices. En una ocasión, concentrándome tanto que me dolió la cabeza y quedé aturdido, logré encender un pequeño fuego. Luego quise tomar una llama y me ampollé y chamusqué las manos.
Me parece que por ese entonces me descuidé un poco y no me molesté en tratar de saber si me vigilaban o no, pues comenzaron a oírse ciertos rumores. Bub Jacobs le contaba a todo el mundo que yo «hacía cosas» cuando estaba solo en el prado. La mueca maligna con que acompañaba sus cuentos transformaba esas «cosas» en cualquier perversión que los oyentes pudieran imaginarse, y lo de «solo» terminaba de condenarme sin remedio. Experimenté así amargamente lo que mamá me había dicho. El que es diferente muere, y una sola muerte no es nunca bastante. Uno muere y muere, y muere, muchas veces.
Luego un día sorprendí a Bub mientras rondaba por nuestro bosque. Me vio y puso pies en polvorosa comprendiendo muy bien qué podía pasarle si yo lo atrapaba. Eché a correr detrás, pero en seguida me detuve. ¿Para qué fatigarme? ¿Por qué no hacer con aquel mentecato lo que había hecho con la leña?
Bub dio un grito de verdadero terror cuando sintió que el suelo le faltaba bajo los pies. Se debatió en el aire, convulsionado por el miedo y por aquella cosa terrible que le ocurría, y el grito se le apagó y se le quedó en la garganta. Y yo, abajo, me reí de él sintiéndome un gigante, muy por encima de la gente estúpida como Bub.
De pronto, antes que Bub se desmayara, sentí su terror, y asomó a mi garganta un eco de su grito. Caí al suelo, abrumado por una repentina certeza, un conocimiento que no me venía de la experiencia ordinaria: yo había cometido un terrible error, yo había prostituido mis poderes utilizándolos para aterrorizar injustamente.
Me arrodillé y alcé los ojos hacia Bub, doblado en el aire, por encima de mi cabeza, fuera del alcance de mis manos. Se me hizo un nudo en la garganta al descubrir que yo no sabía cómo hacerlo descender. No era un trozo de madera que uno podía bajar con un castañeteo de los dedos. No tenía la más remota idea de cómo traer al suelo a un ser humano.
Me arrastré aturdidamente hasta un rayo de sol que atravesaba la copa de un álamo y sentí que me corría por los dedos algo que era posible levantar —y retorcer-y utilizar. Utilizar en Bub. ¿Pero cómo? ¿Cómo? Cerré el puño sobre la onda de luz, y tropecé otra vez con una puerta que podía abrirse con una palabra, una mirada, un ademán; pero yo no sabía cómo pronunciar esa palabra, cómo lanzar esa mirada, cómo hacer ese ademán.
Me puse de pie y tomé aliento. Salté para atrapar los talones de Bub que le colgaban un poco más abajo que el resto del cuerpo. No acerté. Salté otra vez y le rocé el talón con la punta de un dedo, y Bub empezó a moverse lentamente en el aire. Me pasé el dorso de la mano por la frente sudorosa, y me reí, me reí de mi estupidez.
Con mucho cuidado, pues yo me había contentado con subir y bajar, y no había planeado casi nunca, me elevé hasta donde estaba Bub. Le puse las manos encima y empujé hacia abajo. Bub no se movió.
Tiré de él hacia arriba y Bub subió conmigo. Me alejé de él lenta y deliberadamente y pensé un rato. Fui hasta el otro lado de Bub y lo empujé hacia unas ramas altas. Ya estaba recuperando el conocimiento y movía la cabeza y los labios. Flotaba en el aire como un tronco en el agua, pero logré llevarlo hasta una rama gruesa, asegurándole lo mejor posible las piernas y los brazos. Poco después, cuando Bub abrió los ojos abrazándose frenéticamente al tronco, yo ya estaba al pie del álamo, gritándole.
—¡No te sueltes, Bub! ¡Buscaré a alguien que te ayude a bajar!
De modo que durante la semana siguiente la gente se olvidó de mí y le tomaba el pelo a Bub con frases como éstas: «¿Qué hacías en el aire?», «¿Cómo está el tiempo allá arriba?» y «¡Trae una escalera, Bub, trae una escalera!».
Aun con estos problemas, yo me divertía bastante. ¿Por qué no podía ser igual para Bethie? Yo hubiese querido darle una parte de mi diversión y tomar en cambio una parte de su pena.
Luego murió papá, arrastrado por el Río Gordo mientras trataba de salvar a un tonto veraneante que había plantado su tienda en las arenas secas que eran el cauce de las aguas en los días de tormenta. Parecía imposible imaginarla sola a mamá. Siempre los habíamos visto juntos. No habían sido dos padres, sino una entidad única: papá-mamá. Y ahora nuestros pensamientos se interrumpían en mamá-y, mamá-y. Y mamá... bueno, una mitad de ella había muerto.
Después del funeral, mamá y Bethie y yo nos sentamos en la sala, con los ojos bajos. Bethie apretaba los dientes ante el dolor lancinante de mamá que se clavaba las uñas en las palmas.
Aparté dulcemente las manos apretadas de mamá y Bethie se serenó un poco.
—Mamá —dije en voz baja—, puedo cuidar de nosotros. Tengo mi trabajo en la fábrica. No te preocupes.
Yo sabía que era un pobre consuelo el que yo ofrecía a la angustia de mamá, pero era necesario llegar a ella de algún modo.
—Gracias, Peter —dijo mamá, animándose un poco—. Sé que lo harás. —Inclinó la cabeza y se llevó las manos a los ojos secos, con una contenida desesperación—. ¡Oh, Peter, Peter! Pertenezco ya bastante a este mundo como para sentir que la muerte es tristeza y desolación y no ese llamado solemne y dulce que es en realidad. Ayúdame, ¡ayúdame!
—Si soy capaz, mamá —dije tomándole una mano mientras Bethie tomaba la otra—. Pero tienes que ayudarme a recordar. Recuerda conmigo.
Cerré los ojos, y recordé. Un vuelo libre en la noche estrellada, un vuelo de mil seres felices, como pájaros en el cielo, que subían al encuentro del alba... el alba del Festival. Yo podía sentir ahora el perfume de las flores que adornaban a las mujeres y la alegría que acompañaba a la aurora. Luego oí las primeras magníficas notas del himno del Festival y el sol asomó sobre las colinas boscosas. Mil manos se alzaron para hacer el signo...
Abrí los ojos y descubrí que mis propios dedos hacían un signo que yo no conocía. Una nota que yo nunca había cantado me palpitaba en la garganta. Tomé aliento y miré de reojo a Bethie. Ella no había visto. Mamá estaba tranquila ahora, con los ojos cerrados, con la cara serena y en paz.
—¿Qué fue eso, mamá? —murmuré.
—El Festival —dijo mamá dulcemente—. Para todos los que fueron llamados en el año. Por vuestro padre, Peter y Bethie. Lo recordamos por vuestro padre.
—¿Dónde era eso? —pregunté—. ¿En qué lugar? —No en este... —Mamá abrió los ojos—. No importa, Peter. Tú eres de este mundo. No hay otro para ti.
—Mamá. —La voz de Bethie era un titubeante murmullo—. ¿Por qué dijiste «recordamos»?
Mamá la miró y las lágrimas le velaron los ojos.
—Oh, Bethie, Bethie, todas las cargas y ninguna de las bendiciones. Perdón, Bethie, perdón.
Mamá escapó por el pasillo hasta su cuarto.
Bethie se apretó contra mí.
—Peter —murmuró—, ¿por qué dijo mamá «ninguna de las bendiciones»?
—No sé —dije.
—Porque no puedo volar como tú, seguramente.
—¡Volar! —Miré a mi hermana asombrado—. ¿Cómo lo sabes?
—Sé muchas cosas —murmuró ella—. Pero sé sobre todo que somos diferentes. Las otras personas no son como nosotros. Peter, ¿qué nos hizo diferentes?
—¿Mamá? —susurré—. ¿Mamá?
—Me parece que sí —murmuró Bethie —. ¿Pero cómo?
Nos quedamos callados y Bethie fue hasta la ventana y el sol de la tarde le aureoló los cabellos plateados.
—Puedo hacer cosas también —dijo—. Mira.
Extendió la mano y tomó un puñado de sol, la misma luz oblicua que se me había deslizado entre los dedos—, bajo los álamos, cuando Bub flotaba sobre mi cabeza. Bethie movió rápidamente los dedos y torció los rayos de sol en un dibujo brillante y complejo.
—¿Pero para qué sirve? —murmuró—. Sólo para hacer cosas bonitas e inútiles.
Quise tomar el dibujo que Bethie tenía en la mano. Se me escapó entre los dedos y se perdió en la oscuridad.
Los años que siguieron pasaron sin incidentes importantes. Terminé mis estudios en el colegio, pero no pude pensar en ir a la universidad. Seguí trabajando en la fábrica que proporcionaba ocupación a la mayoría de los habitantes de Socorro.
Mamá se ganó una buena reputación como comadrona, profesión muy necesaria en una comunidad que tomaba al pie de la letra el mandato de crecer y poblar la tierra, y que estaba exactamente a cien kilómetros del hospital más cercano.
Bethie entró en la adolescencia y con la ayuda de mamá aprendió a dominar sus reacciones ante el dolor de los otros, pero yo sabía que ella aún sufría tanto, sino más, que en su infancia. No obstante, ya iba a menudo a la escuela y estaba haciéndose popular a pesar de que era una niña tranquila.
En conjunto, pues, la vida transcurría para nosotros agradablemente, y de modo bastante común, aunque... bueno, yo tenía continuamente la impresión de que iba a ocurrir algo, o de que alguien iba a venir. Y a Bethie le pasaba lo mismo, probablemente, pues se pasaba las horas mirando y escuchando. Y también mamá. A veces, cuando nos sentábamos en el porche en las largas noches, mamá inclinaba a un lado la cabeza y escuchaba con atención, sin mover la mecedora. Pero cuando le preguntábamos qué escuchaba, mamá suspiraba y decía: «Nada. Sólo la noche». Y se hamacaba en su mecedora. Por supuesto, yo seguía desarrollando mis diferencias. No con el fuego ardiente del principio, ante los posibles nuevos descubrimientos, sino como alimentando una pequeña llama, «por amor al arte». Yo me alejaba ahora más en mis paseos, pero Bethie venía conmigo. Bethie disfrutaba mucho de estas excursiones, especialmente cuando descubrimos que yo podía llevarla conmigo en mis vuelos, y más aún cuando Después de un accidente que nos dejó un momento sin respiración descubrimos que aunque ella no podía elevarse era capaz de bajar por sus propios medios. Desde entonces el juego preferido de Bethie fue que yo la llevara lo más alto posible, para descender luego ella sola, entreteniéndose a veces más de una hora en el aire, tejiendo a menudo alrededor del esplendor intrincado de sus dibujos de sol.
Un día grisáceo de octubre —la hojarasca ya cubría los campos—, nuestro mundo terminó otra vez. Desayunamos charlando y riendo, tomándole el pelo a Bethie a propósito de una cita que había tenido la noche anterior. Bethie tenía las mejillas encendidas, y con las risas y el aire vivo del otoño todo estaba realmente bien.
Pero entre una y otra burla, Bethie dejó de reír de pronto y el color se le fue de los labios.
¡Mamá! —murmuró.
¿Ya? —preguntó mamá, incorporándose y bebiéndose el resto de su café mientras yo iba en busca de un abrigo—. Tenía el presentimiento de que sería hoy. Reena no debiera conducir ese jeep hasta Peppersauce Canyon tan cerca del término.
La ayudé a ponerse el abrigo y la abracé.
—Escúchame, mamá —le dije—, ¿cuándo vas a retirarte y dejar que algún otro se encargue de la recolección de chicos en la primavera y el otoño?
—Cuando yo misma haya cosechado un nieto —dijo mamá bromeando, pero yo sentí su tristeza—. Además, Reena le va a dar a éste el nombre de Peter o Bethie, según el caso. —Fue a tomar su maletín negro y miró a Bethie—. ¿Nada más hasta ahora?
Bethie sonrió.
—No.
—Entonces me sobra tiempo. Peter, será mejor que lleves a pasear a Bethie. Reena nunca tiene prisa y vive demasiado cerca.
—Bien, mamá —dije—. Habíamos proyectado un paseo de cualquier modo, pero esperábamos que esta vez vinieses con nosotros.
Mamá me miró, titubeó y se hizo a un lado.
—Sí... sí, algún día.
Mamá nunca había titubeado hasta entonces.
—¡Mamá! ¿De veras?
—Bueno, me lo habéis pedido tantas veces que me he preguntado si está bien que reneguemos de nosotros mismos. Al fin y al cabo, no es ninguna falta pertenecer al Pueblo.
—¿Qué pueblo, mamá? —le pregunté—. ¿De dónde eres? ¿Por qué podemos...?
—Alguna otra vez, hijo —replicó mamá—. Quizá pronto. En estos últimos meses he empezado a sentir... sí, no estará mal que lo sepas, aunque quizá no te sirva de nada. Y quizá pueda ocurrir algo de pronto y tú tendrás que saber. Pero no —continuó mientras nos acercábamos a ella—, no en este momento. Reena podría adelantársenos. ¡En marcha, chicos!
Miramos hacia atrás cuando la camioneta cruzaba la carretera hacia el pico Mendigo. Mamá nos saludó con la mano y entró en el jardín de Reena, donde Dalt, a pesar de tener ya seis años, corría como un perrito ansioso de mamá al porche y de vuelta otra vez a mamá.
Fue un día perfecto para nosotros. La distensión del vuelo para mí, la delicia del lento descenso para Bethie, el luminoso esmalte del cielo, el rojo y el oro de los campos que se extendían interminablemente al pie del Mendigo, azul, dorado, y moteado de nieve.
Al mediodía nos entretuvimos disfrutando del sol en un cañón miniatura preferido, cerrado al viento. Luego de comer jugamos a nuestro juego favorito, recordar. Ante todo, yo me desembarazaba de pensamientos superfluos hasta que mi mente era un estanque abrigado y tranquilo, sensible a todos los estremecimientos que la brisa pudiera despertar en la superficie de las aguas.
Luego llegaban los recuerdos, extraños, muy distintos de todas las cosas terrestres, parecidos a los que habíamos tenido yo y mamá el día de la muerte de papá. Bethie no podía recordar conmigo, pero recibía las imágenes de mi mente antes que yo pudiera describírselas en palabras.
Caminábamos por las aguas oscuras y brillantes de un lago de montaña, y los dedos de los pies se nos crispaban en la frescura líquida, y disfrutábamos del movimiento de las olas bajo nuestros pies, sintiendo a nuestro alrededor, desde la costa y desde el cielo, una preciosa familiaridad que era más fuerte que cualquier lazo que nos hubiese unido hasta entonces a la Tierra.
Antes que nos diéramos cuenta, llegaron las primeras sombras de la tarde, el sol desapareció detrás de los picos de los Huachuchas, y sentimos un escalofrío. Guardamos los restos del picnic en la canasta y me volví hacia Bethie para levantarla y llevarla a la camioneta.
Bethie miraba el cielo con una sonrisita dulce y enigmática.
—Mira, Peter —murmuró.
Movió los dedos sobre su cabeza y una nube se abrió en copos de nieve, un torbellino de copos gigantescos que descendieron sobre ella como plumas, y se le posaron en la piel pálida y se fundieron y le brillaron en las mejillas y en la sonrisa maliciosa de los labios.
¡Invierno temprano, Peter! —dijo.
¡Invierno temprano, querida! —exclamé, y tomándola en mis brazos la saqué del cañón y la dejé entre las piedras del valle—. ¡De aquí en adelante irá caminando, señorita!
Pero Bethie casi llegó antes que yo a la camioneta. Aunque no supiese volar, corría cada vez más.
Ya había caído la noche cuando llegamos a la carretera. Podíamos ver los faros de los automóviles que pasaban velozmente, con hombres que decían: «¿Así que esto es Socorro?», y seguían sin detenerse.
Subíamos la última pendiente que llevaba a la carretera cuando Bethie gritó. Yo casi perdí el dominio del volante. Luego Bethie gritó otra vez —un grito salvaje y torturado-y se dobló sobre sí misma.
—¡Bethie! —llamé—. ¿Qué es? ¿Dónde está? ¿Dónde puedo llevarte?
Bethie ahogó un tercer grito y cayó desmayada en el piso. Me sentí aterrorizado. Hacía años que ella no reaccionaba así. Nunca se había desmayado de este modo. ¿Sería posible que Reena no hubiese tenido aún su chico? Pero aun la vez en que la señora Allbeg había muerto de parto, Bethie no... La puse en el asiento y apreté el acelerador rogando que mamá estuviese...
Y entonces vi aquello delante de nuestra casa. El coche enorme atravesado en el camino. El grupo de personas en la acera.
No recuerdo cómo llegué allí. En el instante siguiente yo estaba arrodillado junto al doctor Dueff, con el puño cerrado en el borde de la manta que cubría misericordiosamente a mamá de la barbilla a los pies. Alcé una mano temblorosa hacia el hilo oscuro de sangre que le brotaba a mamá de la frente.
—Mamá —murmuré—. Mamá.
Mamá parpadeó y alzó los ojos sin ver.
—Peter. —Yo apenas la oía—. ¿Dónde está Bethie?
—Se desmayó. Está en la camioneta —balbuceé—. ¡Oh, mamá!
—Dile al doctor que atienda a Bethie.
—¡Pero, mamá, mamá! —exclamé—. Tú... —No he sido llamaba aún. Ocúpate de Bethie. Poco más tarde, Bethie y yo estábamos arrodillados junto a la cama de mamá. El médico se había ido. Era inútil tratar de llevar a mamá a un hospital. Llevarla hasta la casa había bastado para que le apareciera un líquido oscuro en las comisuras de la boca. Todos los vecinos se habían ido excepto la abuela Reuther, que no faltaba nunca en las casas de los moribundos y les había cruzado las manos a todos los muertos de Socorro desde la fundación del pueblo. La abuela estaba sentada ahora en la sala, con la gastada Biblia en las manos, después de tantos años en que no habíamos necesitado buscar consuelo en el libro.
El doctor le había aliviado los dolores a mamá y le había recomendado a Bethie que durmiese un rato, pues no sabía cuánto durarían los efectos de la droga. Pero Bethie no se movió.
De pronto mamá abrió los ojos.
Me casé con vuestro padre —dijo claramente, como si continuase una conversación—. Nos queríamos, y todos los otros estaban muertos, las gentes del Pueblo. Por supuesto, se lo dije antes, ¡y él me creyó! Después de tan tos años de haber tenido que cuidar todas las palabras, todos los movimientos, yo tenía alguien con quien hablar, alguien que me creía. Le hablé del Pueblo y me alcé en el aire y alcé el coche y lo hice flotar sobre la carretera, sólo por juego. Papá se divertía mucho, pero estaba preocupado también, y una vez me dijo: «Sabes, querida, tu mundo y el nuestro han tomado caminos muy diferentes. El nuestro se ha orientado hacia los aparatos mecánicos. El tuyo ha descubierto el Poder». —Los ojos de mamá sonrieron—. Sabía cuando yo extrañaba la Morada. Una vez dijo: «¿Nostalgias, querida? Yo también. Por lo que este mundo pudo haber sido. O quizá por lo que puede llegar a ser». Vuestro padre era mi otra mitad.
Mamá cerró los ojos, y calló un rato, y oímos cómo respiraba: un sonido entrecortado y duro. Bethie se acurrucó en las sombras, con las manos apretadas contra el pecho, y el rostro muy blanco.
—Lo discutimos muchas veces —continuó mamá—. Pero no había otro camino. Pensábamos que yo era la última sobreviviente del Pueblo. Tenía que olvidarme de la Morada y aceptar la Tierra. Vosotros, niños, teníais que ser de la Tierra, aunque... Por eso era tan severo contigo, Peter. Por eso no quería que tú... experimentaras. Tenía miedo de que tú te manifestaras delante de la gente. —Mamá se interrumpió, jadeando—. El que es diferente muere —murmuró, y guardó silencio un rato, respirando apenas.
—Conocí la Morada —dijo luego con una voz cargada de pena—. Recuerdo la Morada. No porque la recordara mi Pueblo, sino porque yo la vi también. Nací allí. Ahora ya no existe. Desapareció para siempre. No hay Morada. Sólo un poco de arena entre los astros.
Mamá hizo un gesto de dolor que Bethie repitió como un eco. Luego la cara se le aclaró a mamá. Se incorporó a medias en la cama.
—La Morada también es vuestra. De los dos. Para siempre. Y será también de vuestros hijos. ¿Recuerdas, Peter? ¿Recuerdas? —Inclinó la cabeza, escuchando—. ¡Oh, Peter! ¡Oh, Bethie! —dijo, y la voz se le quebró en un sollozo de alegría—. ¿Oísteis! ¡He sido llamada! ¡He sido llamada!
Mamá alzó la mano haciendo el signo, y movió los labios dulcemente.
—¡Mamá! —grité asustado—. ¿Qué quieres decir? Acuéstate. ¡Por favor, acuéstate!
Traté de que se apoyara otra vez en las almohadas.
—He sido llamada a la Presencia. Mis días han terminado. Mis horas están contadas.
—Pero, mamá —tartamudeé como un niño—, ¿qué haremos sin ti?
—¡Escucha! —dijo mamá rápidamente, poniéndome una mano en la cabeza—. Tienes que encontrar a los otros. En seguida. Ellos ayudarán a Bethie. Te ayudarán a ti, Peter. Mientras estéis separados de ellos no estaréis completos. He escuchado el llamado del Pueblo todos estos últimos años, y ahora que he tomado el camino de la Presencia puedo oírlo más claramente, más claramente. —Hizo una pausa, conteniendo el aliento—. Hay un cañón, al norte. La nave estalló allí, después que los botes de salvamento... Peter, dame la mano.
Mamá extendió ansiosamente la mano y yo se la tomé.
Y vi la mitad del Estado extendida ante mí como un mapa gigantesco. Vi los pliegues tortuosos de las montañas, la superficie aparentemente lisa de los desiertos que subían hacia las pendientes hendidas. Vi las manchas de los bosques que recubrían las lomas y el zigzag de la ruta estrecha entre los pasos. Y sentí entonces un estremecimiento de placer, como el que se siente cuando se vuelve al hogar luego de muchos años de ausencia.
¡Ahí! —susurró mamá mientras el panorama se desvanecía—. Lamento no haberlo sabido antes. He estado tan sola... Pero tú, Peter —continuó con voz firme—, tú y Bethie tenéis que ir.
¿Por qué, mamá? —grité desesperadamente—. ¿Qué es esa gente para nosotros, qué somos para ellos? ¿Por qué tenemos que dejar Socorro y vivir entre extraños?
Mamá se incorporó otra vez, mirándome muy fijamente. Bethie se acercó para sostenerla.
—No son Extraños —dijo clara y lentamente—. Son el Pueblo. Compartimos con ellos la nave, durante la Travesía. Estuvimos juntos en la inmensidad vacía del cielo, cuando sabíamos que nos movíamos sólo porque las estrellas de atrás se apagaban y las de delante brillaban más y más. Juntos observamos en las sombras el brillante centelleo helado, preguntándonos si encontraríamos acogida en uno de esos mundos... Sois como ellos. Aunque vuestro padre no perteneciese al Pueblo...
Se le apagó la voz, y le cambió la cara. Bethie se movió a un lado y la acostó suavemente. Mamá se apretó las manos y suspiró.
—Es una empresa solitaria —murmuró—. Nadie puede acompañarnos. Aun con ellos allí, esperando, es una empresa solitaria.
En el silencio que siguió oímos a la abuela Reuther en la mecedora de la sala. Bethie se sentó en el suelo, a mi lado, con las mejillas encendidas, y los ojos muy abiertos, como en un oscuro y extraño asombro.
—Peter, no duele, no duele nada. ¡Hace bien!
Pero no fuimos. ¿Cómo podía yo dejar mi trabajo y nuestra casa para ir no sabíamos dónde? Buscando no sabíamos a quién. ¿Y por qué motivo? Yo no podía creer en lo que mamá había contado. Al fin y al cabo no había dicho nada preciso. Habían sido palabras sin significado. Bethie le daba vueltas y vueltas a lo que había dicho mamá, pero no fuimos.
Bethie enflaqueció y empalideció todavía más, hasta que al fin, un año más tarde, entré en casa y la encontré en la cama doblada sobre sí misma, con el cuerpo endurecido, los ojos apretados, y acompañando cada expiración con un gemido agudo.
Me volví casi loco hasta que al fin conseguí tomarle una mano y ella abrió los ojos y me miró sin verme.
—Como una represa, Peter —jadeó—. Todo viene aquí. Es necesario... es necesario. Nací para... —Le enjugué el sudor frío de la frente—. Sube y sube. Tiene que ir a alguna parte. ¡Tengo que hacer algo! ¡Peter, Peter, Peter!
Se retorció hundiendo en la almohada la cara crispada.
¿Hacer qué, Bethie! —le pregunté, volviéndole la cara hacia mí—. ¿Hacer qué?
La pata de Glib, la apendicitis de papá, el pulgar de nuestro vecino, el señor Tyree —y la voz de Bethie se apagó recitando la letanía de años de dolor.
—Llamaré al doctor Dueff —dije desesperado.
—No. —Bethie apartó la cara—. ¿Para qué construir un dique todavía más alto? Deja que se rompa. ¡Oh, pronto, pronto!
—Bethie, no hables así —dije sintiendo en mí esa terrible soledad que sólo Bethie podía destruir, ahora que mamá había muerto—. Encontraremos algo... algún modo...
—Mamá podía ayudar —dijo Bethie—. Un poco. Pero se ha ido. ¡Y ahora estoy recogiendo también penas y angustias! Reena está asustada. Cree tener un cáncer. ¡Oh, Peter, Peter! —La voz de Bethie fue sólo un susurro—. ¡Déjame morir! ¡Ayúdame a morir!
Los dos nos quedamos callados, sorprendidos. ¿Ayudarla a morir? Me incliné sobre su mano. ¿Regresar a la Presencia arrastrando el peso de años inacabados? Pues si ella iba, yo iría también.
Abrí de pronto los ojos y me quedé mirando la mano de Bethie. ¿Qué Presencia? ¿Qué éticas y costumbres estaban formándose en mí?
Yo tuve que decidir por lo tanto. Le di a Bethie una pastilla somnífera y me quedé junto a ella hasta que se durmió. Y mientras estaba a su lado recordé todos aquellos años de dolor. Qué calvario tenían que haber sido para Bethie, y yo no había querido pensarlo.
Poco antes del alba desperté a Bethie. Hicimos nuestras maletas y partimos. Dejé una nota en la mesa de la cocina para el doctor Dueff donde le decía sólo que íbamos a buscar ayuda para Bethie y que le pidiese a Reena que cuidara la casa.
Me detuve en la encrucijada al borde del camino.
—Bien —dije sin esperanza—, tú eliges ahora. ¿O tiraremos una moneda al aire? Cara, a la derecha. Cruz, a la izquierda. No sé por dónde ir, Bethie. Sólo tengo esa imagen borrosa que me dio mamá de la región. Hay un millón de cañones y un millón de caminos. Fue una locura dejar Socorro. Sólo sabemos lo que mamá nos dijo. Ella deliraba quizá.
—No —murmuró Bethie—. No. Tiene que ser cierto.
—Pero, Bethie —dije, apoyando la cabeza en el volante—, tú sabes cuánto deseo yo que sea cierto, no sólo por ti, por mí también. Escúchame. Si mamá no se equivocaba, eso significa que es posible viajar por el espacio, que era posible hace cincuenta años. Luego que mamá y el Pueblo vinieron de otro planeta, y que nosotros somos mestizos, por decirlo así, una cruza entre gentes de la Tierra y vaya a saber qué otro mundo. Además, no hay más de una posibilidad en diez millones de que podamos encontrar a la gente que vino con mamá, si alguno de ellos ha sobrevivido a esa Travesía.
»No, todo eso es cosa de locos para cualquier persona normal. Estamos construyendo castillos en el aire, Bethie. Volvamos. Tenemos dinero suficiente como para comprar el combustible de vuelta.
—¿Y volver adonde? —preguntó Bethie, con un rostro atormentado—. No, Peter. Mira.
Alcé los ojos mientras Bethie me daba uno de sus dibujos de sol, un puñado de luz que brilló levemente entre mis dedos antes de apagarse.
—¿Es esto la Tierra? —preguntó Bethie serenamente—. ¿Cuántos de nuestros amigos pueden volar? ¿Cuántos... cuántos pueden recordar?
—Recordar —dije lentamente, y le di un puñetazo al volante—. Oh, Bethie, volvemos otra vez a lo mismo. No me escuchas.
Puse en marcha la camioneta y seguí unas huellas que quizá podían llamarse una ruta. Al fin abandoné estas mismas huellas borrosas y me interné en el desierto casi desnudo hasta una duna con árboles al pie de la montaña. Acampamos mientras el sol del oeste dibujaba sus encajes de sombra a través del escaso follaje.
Poco después yo estaba tendido de espaldas en la arena mirando el arco del cielo del desierto. Los árboles trazaban sobre mí las típicas figuras desérticas de calor y frescura —calor al sol, fresco a la sombra—, y yo traté de serenarme, más y más, hasta que el aliento de Bethie, sentada a mi lado, fue como una onda brillante que cruzaba la superficie de mi mente.
Y recordé. Pero sólo a mamá y papá, y la hoguera que yo había encendido, y Glib con la trampa en la pata, y Bethie acurrucada en la cama, con la cara entre las rodillas, y el débil gemido de su penosa respiración.
Parpadeé mirando el cielo. Yo tenía que recordar. Tenía que hacerlo. Cerré los ojos y me concentré y me concentré hasta quedar agotado. Nada llegó, ni siquiera la sombra de una imagen. Desesperado, me abandoné totalmente sobre la arena cada vez más fría. Y, todos a la vez, unos engranajes desacostumbrados se movieron y unieron en mi mente, y me encontré de pronto, como aquella otra vez, sobre el mapa de tamaño natural.
Lenta y dolorosamente, localicé Socorro y el hilo delgado del Río Gordo. Lo seguí y lo perdí y lo seguí otra vez, con el dedo de mi atención. Luego encontré el valle del Volcán y fui por él hasta la elevación de sierra Cobreña. Era muy raro mirar desde arriba el surco infinitesimal donde yo estaba en ese momento. Mantuve mis pensamientos por los alrededores. Nada. Sondeé un poco más al norte, al este, al norte otra vez. Me quedé sin aliento. Allí estaba. El llamado de la Morada. El mundo familiar.
Abrí los ojos y descubrí que Bethie estaba llorando.
—¿Qué pasa, Bethie? —dije—. ¿No estás contenta?
Bethie trató de sonreír pero le temblaron los labios. Ocultó la cara en el hueco del codo y murmuró:
—Vi también. Oh, Peter, ¡esta vez yo vi también!
Sacamos el mapa de caminos y a la luz declinante del atardecer tratamos de traducir nuestros recuerdos. Parecía, ante todo, que debíamos ir a un lugar apartado llamado Kerry Canyon. Era aparentemente el único lugar habitado cerca de la montaña desnuda. Miré el puntito negro junto a un camino de tercer orden y me pregunté si sería el fin de todas nuestras esperanzas o el punto inicial de una nueva vida para nosotros dos. Vida y cordura para Bethie y para mí... En un brusco espasmo de emoción cerré la mano sobre el mapa. Yo sentía ciegamente que nunca había conocido a nadie sino a mamá, papá y Bethie. Que yo era un fantasma que se arrastraba por el mundo. Yo sólo quería ahora ver a alguna otra persona de nuestra especie. Saber que Bethie y yo no éramos los únicos herederos de nuestro mundo extraño.
Alisé el mapa y lo plegué otra vez. La noche había caído sobre nosotros y soplaba un viento frío. Nos estremecimos y buscamos alrededor un poco de leña para encender un fuego.
Kerry Canyon era una calle comercial, dos estaciones de gasolina, dos bares, dos tiendas, dos iglesias y un puñado de casas dispuestas desordenadamente en las faldas de las lomas, en un área que parecía demasiado pequeña para contener un camino. Había también un arroyo casi seco, que esperaba la estación de las lluvias.
Atravesamos el viejo puente y entramos en el pueblo. El camino ascendía bruscamente cruzando las vías enmohecidas de un ferrocarril y doblaba a la izquierda alejándose de la pendiente donde se alzaba una de las estaciones de gasolina.
Nos detuvimos allí. El empleado de uniforme se acercó a nosotros.
Sólo queríamos saber... —dije pensando en mi billetera casi vacía. Habíamos llenado por última vez el tanque antes de metemos en un laberinto de cañones entre la carretera principal y este sitio. Pronto tendríamos que detenernos, hubiésemos encontrado al Pueblo o no.
Muy bien, muy bien. —El empleado levantó la visera de la gorra—. ¿En qué puedo servirle?
Titubeé tratando de encontrar pensamientos y palabras... y un poco de la esperanza que yo había sentido en el desierto.
—Tratamos de localizar a unos... amigos nuestros. Nos dijeron que vivían al otro lado, cerca del monte Calvo. ¿Hay alguien...?
—¿Amigos de esa gente? —preguntó el hombre asombrado—. Bueno, caramba, esto sí que es una novedad. Nadie preguntó nunca por ellos.
Sentí el brazo de Bethie que temblaba contra el mío, ¡había entonces algo más allá de Kerry Canyon!
—¿Y cómo es eso? ¿Qué le pasa a esa gente? —Oh, nada de particular, nada. En realidad son muy buena gente. Compran mucho aquí. Vienen a la iglesia y a los bailes.
Miré las abruptas colinas.
—¿Los bailes?
—Así es. No estamos tan muertos como parecemos —dijo el hombre mostrando los dientes—. Las noches de los sábados hay verdadera animación aquí. Hay muchos ranchos en esas lomas. Por supuesto, no muchos por el lado de Cougar Canyon. Ese es el sitio donde viven los amigos de ustedes, ¿no?
—Sí. Cerca del monte Calvo.
—Bueno, nadie más vive por ahí. —El hombre titubeó—. Espere, hay algo que quisiera preguntarle.
—Sí, ¿qué es?
—Bueno, esa gente no es muy habladora. No quiero decir que sea hosca o algo parecido... pero, bueno, ¿de dónde vienen? ¿De algún país superpoblado de Europa? ¿Son extranjeros, no es cierto? Y parece que Europa exporta principalmente gente desplazada. ¿Lo son de veras?
—Sí, algo parecido. ¿Por qué?
—Bueno, hablan tan bien como cualquiera, y la guerra debe de ser de hace tiempo, pues están aquí desde la fecha de mi padre, pero son... diferentes. —El hombre se mordió el labio superior, reflexionando—. Muy diferentes. Pero diferentes de un modo bueno. —Sonrió otra vez—. Las muchachas son atractivas. No dan muchas esperanzas sin embargo.
»En fin, tome ese camino. No hay ningún otro que llegue allá. Le destrozará a usted los neumáticos; pero pasará probablemente, si no llueve mucho. En ese caso terminará usted en alguna cuneta. No hay barro más resbaladizo en el mundo. Y arriba, en la meseta, cuando sopla el viento, hace un frío de todos los diablos. Será mejor que se abriguen.
—Gracias, amigo —dije—. Muchas gracias. ¿Le parece que llegaremos antes de la noche?
—Oh, seguro. No está tan lejos, aunque el camino es terrible. Llegarán en dos o tres horas, si no llueve, como dije antes.
Comprendimos cuando llegamos a la llanura de los Asnos. Al principio no era difícil seguir el camino. Luego las huellas se hundían en una arena pesada, sembrada de guijarros y pedruscos.
De pronto, aun estos restos de huellas cesaron bruscamente, como si los coches que las habían formado hubiesen retrocedido o hubieran seguido por el aire. ¡Por el aire! Seguí adelante, perdiendo y encontrando huellas, tan dedicado a mi tarea que apenas notaba los tumbos que daba la camioneta, hasta que un grito de Bethie me hizo saltar en el asiento.
—¡Para! —gritó—. ¡Oh, Peter! ¡Para!
Frené tan bruscamente que la camioneta resbaló, se salió de la huella y se detuvo al borde del camino. Un neumático de atrás estalló y se desinfló.
—¿Qué diablos te pasa? —grité, enojado con Bethie como nunca lo había estado en mi vida—. ¿Qué quieres ahora?
Bethie, muy pálida, asomó detrás de la manta en que se había envuelto para protegerse del frío.
—Acabo de pensarlo, Peter, ¿y si no nos quieren?
—¿Si no nos quieren? No te entiendo —gruñí preguntándome si valdría la pena recurrir al cordón desflecado que yo llamaba mi rueda de auxilio.
—Nunca lo pensamos, nunca se nos ocurrió, Peter. No... no pertenecemos a ellos. No seremos como ellos. Somos en parte de la Tierra... tanto como de otro sitio. ¿Y si ellos nos rechazan? Si nos encuentran indeseables... —Bethie volvió la cara—. Quizá no somos de ningún sitio, Peter.
Sentí un escalofrió, y no por el viento. Habíamos supuesto tan confiadamente que nos recibirían con los brazos abiertos. Pero no tenía que ser así necesariamente. Quizás ellos no quisiesen recibimos. No éramos del Pueblo. No éramos de la Tierra.
—Claro que nos querrán —me obligué a decir animadamente. En seguida aparté los ojos de los de Bethie y murmuré defendiéndome—: Mamá dijo que nos ayudarán. Dijo que éramos de la misma extracción.
—Pero mamá no podía saber... No había... mestizos cuando se separó de ellos. Quizás estamos señalados por nuestra sangre terrestre.
—No hay nada de malo en la sangre terrestre —dije desafiante—. Además, ¿qué sería de ti si volviésemos?
Bethie se llevó los puños apretados a las mejillas.
Quizá —murmuró—, quizá si continúo y me vuelvo completamente loca no me haga tanto daño. Quizás hasta me haga bien.
¡Bethie! —Mi grito la sobresaltó—. ¡No digas esos disparates! Seguiremos adelante. El único punto de referencia que tenemos sobre el Pueblo es mamá, y ella nunca hubiera rechazado a personas como nosotros. Y el hombre de la estación dijo que eran buena gente. —Abrí la portezuela—. Será mejor que estires un poco las piernas mientras cambio la rueda. Por el aspecto del cielo me parece que vamos a patinar un poco antes de llegar a Cougar Canyon.
Pero a pesar de mis tranquilizadoras palabras, no me arrodillé detrás del coche sólo para cambiar la rueda, y no fue sólo el ruido del gato lo que subió con el viento hacia el cielo oscuro.
Miré entornando los ojos a través del mojado parabrisas, tratando de ver el camino. Las ráfagas de lluvia detenían casi el limpiaparabrisas. Yo apenas veía otra cosa que un río achocolatado de superficie engañosamente lisa; pero la camioneta se sacudía como una maraca gigantesca, lanzando a un lado y a otro cortinas de agua, como un bote de carreras, o se deslizaba sobre repentinas capas de barro apartándonos a veces a varios metros del camino.
Luego, de pronto, ya no hubo más camino. Se extendía unos pocos metros delante de nosotros y luego, aparentemente, desaparecía en la lluvia, en la nada.
—No puede no estar ahí —murmuró Bethie con incredulidad—. No puede desaparecer de este modo.
Me cubrí la cabeza con la manta.
—Iré a mirar.
Me deslicé en el muro sólido formado por la lluvia que siseaba y salpicaba a mi alrededor en la llanura inundada. En un instante quedé empapado y cubierto de barro hasta las rodillas. El camino, si se le podía dar este nombre, bordeaba el cañón y doblaba bruscamente hacia la derecha; luego se perdía en unos matorrales que descendían en diagonal la pendiente del cañón. Me incliné sobre el precipicio. El fondo se perdía en la oscuridad y la lluvia. Me estremecí.
Luego, rápidamente, antes de perder toda mi sangre fría, volví chapoteando hasta el coche.
—Reza, Bethie. Allá vamos.
Las ruedas giraron con un movimiento de succión, dimos media vuelta, y nos encontramos en equilibrio sobre el vacío con nuestro tren posterior girando en el aire.
Al fin aterrizamos con una brusca sacudida en la senda estrecha. Un sudor frío me cubría la cara.
Detuve la camioneta en el primer tramo ancho de la ruta. Nos quedamos sentados en silencio, escuchando la lluvia. Yo sentía ahora como si algo infinitamente precioso se alzara ante mí. Bethie deslizó la mano en la mía y supe que ella lo sentía también. Pero de pronto apartó la mano y empezó a golpearme el hombro con los puños cerrados de un modo insólito en ella.
—¡No puedo soportarlo, Peter! —dijo roncamente, con la voz entrecortada por la emoción—. Vayámonos antes de descubrir algo más. ¡Si llegaran a rechazarnos! ¡Oh, Peter! ¡Vayámonos antes que nos encuentren! Por lo me-nos conservaremos nuestros sueños. Pensaremos por lo menos que podemos volver un día. ¡Si no, no podremos soñar otra vez, no nos quedará ninguna esperanza! —Ocultó la cara en las manos—. Me las arreglaré de algún modo. Prefiero escapar a correr el riesgo de que nos rechacen.
—No —dije poniendo en marcha el motor—. Tenemos tantas posibilidades de que nos reciban como de que nos rechacen. Y si pueden ayudarnos... Dime ¿qué te pasa hoy? Yo era el que dudaba antes, ¿recuerdas?
Le sonreí a Bethie, pero la tristeza de su rostro pálido me encogió el corazón. Bethie trató de sonreírme.
El camino descendía regularmente, en espiral, a lo largo de la pendiente del cañón, a veces abruptamente. Cuanto más avanzábamos, mejor me sentía, como si yo estuviese cerrando puertas a mis espaldas, y abriéndolas ante mí.
Poco después tropezamos con uno de esos milagros comunes en las regiones montañosas. Las nubes se abrieron de pronto descubriendo el sol de la tarde. Ante nosotros, casi amenazante, se alzó en la lejanía gris una inmensa montaña. Inundadas de luz, las vertientes parecían moverse hacia nosotros. Llovía aún, pero ahora en cortinas de abalorios de plata, y el vivido extremo de un arco iris derramaba su color sobre árboles y rocas desde un rincón del cielo.
Yo no miraba el camino. Miraba el esplendor y la gloria que se abrían a nuestro alrededor. De pronto Bethie gritó; yo volví los ojos al camino, y de la oscuridad y el alboroto que siguieron sólo recuerdo que pensé entonces en Bethie mientras el otro coche descendía desde las copas de unos árboles y chocaba contra nosotros de costado, a un metro de altura sobre el camino.
Pensé que yo estaba muerto. Temía abrir los ojos, pues sentía que la lluvia me golpeaba los párpados. Y de pronto respiré. Bien, yo estaba vivo. La hoja de un cu-chillo me desgarraba el pulmón izquierdo cada vez que respiraba.
Luego oí una voz.
—Alabados sean los Poderes. No están demasiado lastimados. ¡Pero oh, Valancy! ¿Qué dirá papá?
Era una voz joven y asustada.
—Tú lo has conocido más tiempo que yo —dijo otra voz de muchacha—. Puedes tener alguna idea.
—Nunca tuve un accidente antes, ni siquiera cuando he llevado el coche por el camino en vez de volar.
—Tengo la impresión de que te quedarás en tierra un buen tiempo —replicó la segunda voz—. Pero no es eso lo que me preocupa, Karen. ¿Cómo no supimos que venían? Siempre sentimos a los Extraños. Teníamos que haber sentido...
—Quod erat demostratum —dijo la voz-Karen.
—¿Quod erat demostratum?
—Sí. Si no los sentimos entonces no son Extraños... —Se oyó el sonido de un aliento retenido y luego—: ¿Qué he dicho, Valancy? ¿Te parece...? —Sentí un movimiento que se acercaba a mí y oí en seguida una suave respiración a mi lado—. ¿Pueden ser realmente dos más de nosotros? Oh, Valancy, tienen que pertenecer a la segunda generación... son de nuestra edad. ¿Cómo nos encontraron? ¿Quiénes de los Perdidos habrán sido sus padres?
Valancy parecía divertida.
—Son preguntas difíciles de contestar ahora, Karen. Será mejor que veamos qué podemos hacer. Mira, la chica está despertando.
Un gemido a mi lado terminó con mis disimulos. Traté de sentarme.
—Bethie... —comencé a decir, y todos los cuchillos me atravesaron el pecho. Bethie contestó a mi jadeo con un grito.
Yo tenía abiertos los ojos ahora. Mi pierna era un agónico y ardiente dolor en el fondo más lejano de mi conciencia. Apreté los dientes; Bethie se quejó de nuevo.
—¡Ayúdenla, ayúdenla! —les rogué a las dos figuras que se inclinaban sobre nosotros mientras trataba de retener el aliento.
—Pero apenas está lastimada —dijo Karen—. Un chichón. Algunas cortaduras.
Hice un esfuerzo y me volví hacia un rostro claro y luminoso —el de Valancy-que me miraba con unos ojos profundos, desde muy cerca. Me sequé los labios y tartamudeé tontamente:
—¡Ni siquiera está mojada con toda esta lluvia! Una sombra de consternación pasó sobre la cara de Valancy. Hubo una pausa mientras ella me miraba intensamente y luego dijo:
—Sus escudos no están activados, Karen. Será mejor que extendamos los nuestros.
—Muy bien, Valancy.
La enojosa humedad sibilante de la lluvia cesó de pronto.
—¿Cómo está la muchacha?
—Debe de haber tenido un shock, o quizás hay algo interno.
Traté de darme vuelta para ver, pero el grito sollozante de Bethie me tendió otra vez de espaldas.
—Ayúdenla —gemí, buscando desesperadamente en mi memoria las palabras de mamá—. Es una... una Sensitiva.
—¿Una Sensitiva? —las dos muchachas se miraron—. Entonces ¿por qué ella no...?
Valancy empezó a decir algo y luego se volvió rápidamente. Me cubrí los ojos con el brazo mientras escuchaba.
—Querida Bethie, atiéndeme. —La voz era cálida pero imperativa—. Voy a ayudarte. Te mostraré cómo.
Hubo un silencio. Una mano cálida tomó la mía y Karen se arrodilló a mi lado.
—Está entrando en ella —dijo—: En su mente. Le enseña cómo cerrarse. Es tan simple. ¿Cómo es que ella no sabía?
Oí una dulce exclamación de asombro de Bethie, que luego dijo:
—¡Oh, gracias, Valancy!
Me alcé sobre un codo. Un fuego me quemaba de la cabeza a los pies, y me incliné sobre Bethie. Bethie me miraba, y en su rostro tranquilo había una felicidad que ninguna sonrisa hubiese podido expresar nunca. Nos miramos. Dos lágrimas nos asomaron a los ojos; luego ella dijo dulcemente:
—Cuéntales ahora, Peter. No podemos ir más lejos hasta que tú les cuentes.
Me acosté otra vez mirando el cielo de donde caían aún unas pocas gotas de lluvia, que no llegaban a nosotros. Sentí la tibieza de la mano de Karen y me estremecí. Si nos rechazaban... Pero no podían sacarnos lo que le habían dado a Bethie, aun si... Cerré los ojos y dije rápidamente:
—No somos del Pueblo... no del todo. Papá no era del Pueblo. Somos mestizos.
Hubo un silencio de estupefacción.
—¿Queréis decir que vuestra madre se casó con un Extraño? —Había asombro en la voz de Valancy—. ¿Que tú y Bethie sois...?
—Exactamente —respondí—. Y papá era el mejor... —me interrumpí sintiendo el borde afilado de mi dolor—. Los dos están muertos ahora. Mamá nos mandó aquí.
—Pero Bethie es una Sensitiva... —reflexionó Valancy.
—Sí, y soy capaz de volar, y desplazar objetos en el aire y aun hacer fuego...
—¡Entonces podemos! —Yo no entendí la emoción de la voz de Valancy—. Entonces... el Pueblo y los Extraños...pero es increíble que vosotros...
Hubo un silencio, y luego Bethie dijo con una voz trémula y asustada:
—¿Nos van a rechazar?
Sentí que el dolor de la voz de Bethie me apretaba el corazón.
—¡Rechazaros! ¡Oh, mis hermanos, mis hermanos! ¡Claro que no!
Valancy abrazó a Bethie y la mano de Karen se cerró sobre la mía. La tensión que yo había sentido en mí como un nudo apretado se disipó. Bethie y yo estábamos en casa. En seguida Valancy dijo vivamente:
—Bethie, ¿qué le pasa a Peter?
Bethie la miró sorprendida.
—¿Cómo sabes su nombre? —En seguida sonrió—. Claro, lo leíste en mí.
Me tocó ligeramente el costado y las piernas. —Tienes lastimadas cuatro costillas. La pierna izquierda rota. Eso es casi todo. ¿Lo controlo?
—Sí —dijo Valancy—. Te ayudaré.
El dolor desapareció, adormecido bajo el calor persuasivo que me invadía mientras Bethie y Valancy entraban dulcemente en mí.
—Bien —dijo Valancy—. Es bueno dar la bienvenida a una Sensitiva. Karen y yo hacemos un poco este trabajo porque somos Videntes. Pero no tenemos una Sensitiva total en nuestro grupo.
—¿Dijiste que sabes levantar cosas inanimadas? —No sé —dije—, no sé los nombres de muchas cosas. —No hagas ningún esfuerzo ahora. Casi nunca lo hacemos con gente. Pero si te quedas tranquilo, probaremos.
Me envolvieron en nuestras mantas, y poniéndome una mano bajo los hombros y otra bajo los talones me llevaron rápidamente entre los árboles seguidos por Bethie, tomada de la mano libre de Valancy.
Antes que llegáramos al patio, la puerta se abrió de par en par y una cálida luz dorada se derramó en la oscuridad. Las muchachas se detuvieron un momento en el porche y me dejaron entre las manos de dos hombres. En la pausa silenciosa que precedió a las preguntas y explicaciones sentí que Bethie tomaba aliento, profundamente, y se confundía con el Pueblo como una gota que cae en un río.
Pero cuando la luz se apagó otra vez para mí, mientras mi hambre y mi sed se apaciguaban al fin después de tanto tiempo, sentí que en mí había algo que no podía disolverse completamente —no, que no quería disolverse— en el seno del Pueblo.