LA ESPECIE IMBORRABLE

A mi arco iris de querubines

que son querubines

antes que componentes del arco iris

Siempre he sido una persona práctica. Al releer esta frase, las comisuras de mis labios se curvan hacia arriba. Ahora suena distinta. No importa; práctica y un poco escéptica... ésa es una descripción más ajustada de mi persona. He disfrutado... tal vez un poco ansiosamente... con los fantasmas de los demás, con las coincidencias asombrosas, con la observación de los platillos volantes, con la inclinación de las mesas y los sueños proféticos, pero nunca tuve los míos propios. Supongo que hace falta ser una persona muy decidida, o muy ingenua, no pueril, para mantener viva la ilusión y el asombro a lo largo de toda una vida dedicada a la enseñanza. «Toda una vida» suena terriblemente envejecedor, ¿verdad? Pero siento cada vez más que encajo mejor en el papel de observadora que en el de participante. Tal vez eso explique en parte mi poco entusiasmo cuando efectivamente participé. Fue más que nada en el papel de espectadora. ¡Pero qué participación! ¡Qué espectáculo!

Pero volvamos al aula. Las cara y los nombres tienen la costumbre de repetirse y repetirse en las clases a lo largo de los años. Sin embargo, de vez en cuando, aparece uno de la especie imborrable... y te deja una marca que, para bien o para mal, no se puede borrar. Pero, fiel a mi naturaleza, ni siquiera sentí una punzada ni tuve una premonición.

El chico nuevo llegó solo. Era menudo, delgado, y tenía una mata de pelo oscuro. Poseía la serenidad del chico que se ha presentado solo muchas veces, que no se siente especialmente cómodo ni incómodo en una escuela nueva. Llevaba consigo un boletín de notas mediocre que, según noté al pasar, le adjudicaba una nota baja en Participación en Actividad Grupal y una alta en Adaptación al Asesoramiento en Reexpedición; gracias a eso deduje que era un solitario que se preocupaba cuando le hablaban, cosa que no ayudaba demasiado para situarlo académicamente.

—¿Qué libro estás leyendo? —le pregunté al tiempo que buscaba en la estantería diversos libros de lectura por si él no conocía un nombre específico. A veces llegan algunos que abren los ojos desorbitadamente y preguntan con asombro: «¿Leyendo?»

—¿En cuál de estas series? —preguntó—. ¿Mira y enuncia, ITA o fonética? —Frunció el ceño—. Nos hemos mudado muchas veces y parece que cada lugar al que llegamos es diferente. A veces eso me confunde. —Vio mi expresión de sorpresa y se ruborizó—. En realidad no soy muy bueno en ningún método, a pesar de que conozco sus nombres —admitió—. Sólo funciono en un nivel de segundo grado, aproximadamente.

—En realidad, tu vocabulario no es de segundo grado —dije, levantando la vista del formulario de inscripción.

—No, pero mi lectura sí —reconoció—. Me temo...

—Según tu edad, deberías estar en tercer grado. —Busqué su fecha de nacimiento. Ese papel carbón no era el mejor del mundo.

—Sí, supongo que teniendo en cuenta todo tendría que alcanzar un promedio de tercer grado, pero mi lectura es deficiente.

—¿Por qué? —Si sabía tanto como sabía acerca de su nivel académico, tal vez conociera la respuesta a esta pregunta.

—Tengo un problema —respondió—. Me temo que...

—¿Sabes cuál es tu problema? —insistí, tanteando automáticamente el punto en el que concluiría la comunicación.

—Yo... —Bajó la vista—. No leo muy bien —dijo. Sentí que se replegaba sobre sí mismo. Fin de la comunicación.

—Bien, aquí en Rinconcillo estarás en diferentes niveles. Sólo tenemos un aula y quince alumnos, de modo que todos empezamos los temas en el nivel en el que todos trabajamos mejor. —Lo miré atentamente—. ¡Y trabajamos como locos!

—Sí, señora. —Intercambiamos una mirada comprensiva; luego sus ojos se convirtieron en los de un chico de ocho años y los míos, lo sabía, en los de una maestra. Lo envié al patio de la escuela y me concentré otra vez en mis papeles.

Kroginold, Vincent Lorma, apunté en mi libreta. Un nombre un poco torpe, pensé, que corresponde a un alumno un poco torpe... escolarmente hablando.

Dejadme hablar de Rinconcillo. Aquí en el montañoso oeste, las poblaciones pequeñas que se convierten en grandes ciudades se tragan cualquier tipo de terreno para expandir sus límites. Aquí, en Winter Wells, el crecimiento de la ciudad ha seguido durante varios kilómetros las tres autopistas que la cruzan, formando así una especie de ciudad de seis patas, con forma de telaraña. Los límites de la ciudad han seguido el crecimiento en hileras de cuatro bloques de ancho, lo cual forma cadenas largas, verdaderas cadenas montañosas de no-ciudad que se prolonga en la ciudad. En consecuencia, esto es Rinconcillo, con una escuela de un aula y sólo quince alumnos, a sólo unos ochocientos metros de una red de escuelas con ocho establecimientos y cuatro mil ochocientos alumnos. La única razón por la que existe esta escuela es el grupo de familias que vive alrededor de las instalaciones del LEM (Laboratorio Experimental de Matemáticas) y la media docena de rancheros absolutamente independientes que se niegan con obstinación a ser urbanizados o a quedar reducidos a ser propietarios de bienes raíces o a verse rodeados por la ciudad y absorbidos por la red de escuelas de Winter Wells.

En lo que a mí respecta, ése era mi cuarto año en Rinconcillo, y no sé si eso es ser absolutamente independiente o sólo obstinada, pero cada año regreso a mi «pequeño rincón» literalmente metido bajo la curva de un elevado acantilado de arenisca al final de un cañón. El tránsito violentamente acosador y acosado de las dos autopistas que nos circundan ni siquiera imagina que existimos. Cuando me asomo al silencio de una temprana mañana escolar no puedo creer que la civilización se encuentre a menos de ciento cincuenta kilómetros de distancia. Las sombras largas que proyectan los robles retorcidos y desiguales marcan el dorado anaranjado de la arena en el aluvión que fluye, casi siempre seco, rara vez húmedo y tumultuoso, por el medio del cañón. Los manzanillos cubren la ladera de la colina hasta que las paredes se vuelven demasiado empinadas y estériles para sustentarlos. Y sin embargo, después de un viaje de veinte minutos, diez para salir de aquí y diez para entrar allí, se puede aparcar exactamente frente al Monstruo Comercial, Todo Más Barato. Casi nunca voy en esa dirección.

Volvamos a Kroginold, Vincent Lorma; estaba acostumbrada a tener chicos raros en mi escuela. El laboratorio llevaba personal brillante y extravagante. La mayoría de los hombres que trabajaban allí eran ciudadanos buenos y sólidos y no más excéntricos que cualquier otro grupo de profesionales de cualquier tipo, aunque nosotros tenemos nuestra cuota de bichos raros y los a veces peculiares hijos de éstos. Además de que el tamaño y la situación son ideales para la enseñanza, puesto que no hay diferentes niveles, el desarrollo irregular de algunos de los chicos la hizo casi obligatoria. El caso de Vincent, por ejemplo, que contaba casi nueve años y, según decía él mismo, tenía un nivel de lectura de segundo grado, aunque alcanzaba un promedio de tercer grado, lo cual suponía una excelencia por encima de su edad en alguna otra cosa. ¿Dónde colocarlo? Bueno, en segundo grado (o tal vez en primero) y cuarto (o tal vez quinto) y tercero... por supuesto. Tal vez una conversación con su madre aclararía su «problema». Pero era difícil. Según el formulario de inscripción, sus padres trabajaban en el LEM.

Según cualquiera de los métodos que intentamos, Vincent se encontraba en un segundo grado, o menos, con respecto a la lectura.

—Lo siento mucho. —Apoyó las manos en la página central de Through Happy Hours, que había leído con gran torpeza—. Y la lectura es básica, ¿no?

—Así es —dije mientras observaba su prueba de matemáticas... por encima del nivel de su edad. Y la prueba de vocabulario. «Si sólo se trata de palabras, las definiré», había dicho. Y lo hizo. En un nivel de tercer año de la escuela secundaria—. Supongo que heredaste de tus padres la habilidad para las matemáticas —comenté.

—¡Oh, no! —exclamó—. No tengo el don que tienen ellos para las matemáticas. Sólo es... que me gustan. Siempre se puede salir del apuro. Nunca te atrapan...

—¿Nunca te atrapan? —Fruncí el ceño.

—Así es... ¡mire! —Cogió un lápiz—. ¡Mire! Uno más uno es igual a dos. Claro que sí, pero ahí no se termina, uno quiere, puede retroceder. Dos es igual a uno más uno. ¡Y ya está! ¡Es igual en los dos sentidos!

—Bueno, sí —le respondí, molesta porque casi comprendí lo que él quería decir—. Pero las matemáticas pueden conmigo. Uno más uno es igual a dos, al margen de lo que yo quiera. Y a veces quiero que sea uno y medio, o dos y tres cuartos, ¡y nunca es así!

—No, nunca es así. —Su rostro adoptó una expresión de preocupación—. ¿Siempre le molestan?

—¡Cielos, no! —dije riendo—. ¡No han condicionado mi vida!

—No —coincidió, mirándome atentamente—. Pero es por eso —Se interrumpió mientras miraba con aire melancólico por la ventana hacia el bullicioso patio del recreo, y lo dejé y me quedé de pie junto a la pared de la escuela para observar a nuestros ocho chicos que se las arreglaban para ser dieciséis o incluso veinticuatro en sus delirantes giros.

¿Entonces es por eso? Garabateé distraídamente la tapa del cuaderno. ¿No me gustaban las grandes redes de escuelas porque sus uno más uno eran mis uno y medio, o dos y tres cuartos? Tal vez, tal vez. ¡Sinceramente! ¡Lo que no se les ocurre a los chicos! Volví a concentrarme en el trabajo que preparaba sobre consonantes para mis alumnos principiantes, para ellos dos y para Vincent.

Mis anotaciones sobre Vincent durante los meses siguientes fueron como una extraña labor hecha con trozos de distintos colores. Descubrí que podía leer algunos de los artículos de la enciclopedia, pero no podía leer Billy Goats Gruff. Que podía leer What Is So Rare As A day Injurie, pero no podía leer Peter, Peter, Pumpkin Eater. Empezaba a parecer que podía leer lo que quería y nada más. No quiero decir que fuera un capricho, sino que rechazaba ciertas lecturas y realmente no podía leerlas. Hasta ese momento no había encontrado una pauta a su incapacidad para la lectura; así que lo dejaba elegir lo que quería y él leía... ¡y cómo leía! Se tragaba el material con tanta avidez que me preocupaba. Pero lo hacía en silencio. Si lo hacía oralmente, ambos quedábamos agotados por sus constantes tropiezos.

Al parecer le gustaba la escuela, pero rara vez se mezclaba con los demás. Era tímido y agradable cuando los demás chicos lo invitaban a unirse a ellos, y jugaba bastante adecuadamente... aunque ése no es el tipo de juego que uno espera de un chico de ocho años.

Y así estaban las cosas hasta el día en que Kipper, nuestro alumno de octavo grado, llegó arrastrando a Vincent, que estaba ensangrentado y golpeado.

—Este tío estuvo a punto de matar a Gene —anunció Kipper—. Ruth está ahí afuera tratando de reanimarlo. Según los primeros auxilios, no debemos moverlo hasta saber qué tiene.

—Espera aquí —le dije bruscamente a Vincent mientras caminaba hasta la puerta—. ¡Consigue pañuelos de papel para limpiarte la cara! —Y salí corriendo detrás de Kipper.

Encontramos a Gene en medio de un horrorizado grupo que se había reunido junto a la pared del cañón. Ruth lloraba mientras le secaba la frente embarrada con un pañuelo de papel. Lo revisé rápidamente. No había hemorragia evidente. Respiré aliviada mientras él gemía, se movía y abría los ojos. Haciendo un esfuerzo se incorporó hasta sentarse y se tocó suavemente el costado de la cabeza.

—¡Oh! ¡Esa maldita roca! —Contuvo las lágrimas mientras yo le separaba el pelo para ver si tenía alguna herida aparte del chichón del tamaño de un huevo. No tenía nada—. ¡Me golpeó con esa piedra enorme!

—¡Vaya! —dije con una risita, aliviada—. Seguramente te pudrió el cerebro al mismo tiempo. ¡Mira el tamaño de esa roca! —El grupo se separó para permitir que Gene mirara, y Pete se deslizó rápidamente de la roca a la que se había encaramado para ver mejor la escena.

—Bueno. —Gene se frotó la cabeza suavemente—. ¡Sea como fuere, lo hizo!

—Vamos adentro —dije mientras lo ayudaba a levantarse—. ¿Quieres que Kipper te lleve?

—¡Demonios, no! —Gene se soltó de mi mano—. No estoy herido. ¡Entrometidos! —exclamó dando la espalda a los chicos que miraban.

—Niños, quedaos aquí —indiqué mientras guiaba a Gene—. Tenemos que aclarar algunas cosas dentro.

Vincent esperaba tranquilamente en su asiento. Se había limpiado bastante bien pero seguía pasándose un pañuelo de papel por un corte que tenía sobre el ojo izquierdo. En la mejilla tenía dos largos arañazos que le sangraban. Pasé unos minutos prestándole los primeros auxilios. Sin duda, Vincent era el más lastimado de los dos y cuando lo hice girar para terminar de asearlo y le metí la camisa dentro del pantalón sentí el violento latido de su corazón.

—Veamos —dije con aire de maestra severa; rrje senté ante mi escritorio y los observé atentamente—. Tú primero, Gene.

—Bueno. —Se revolvió el pelo e hizo una pausa para tocarse, casi con orgullo, el chichón de la cabeza—. Él me dijo que soltara mi ardilla y le dije que no. ¡Qué demonios! Es mía. Y él me dijo que la soltara y le dije que no y me cogió la jaula y la destrozó y... —la expresión indignada de sus ojos se convirtió en una actitud defensiva y le di un puñetazo y... y... ¡Bueno, entonces él me golpeó con esa roca! Demonios, me dejó sin conocimiento, ¿no?

—Así es —respondí en tono severo—. ¿Vincent?

—Tiene razón —dijo con voz ronca, mirando fijamente el esparadrapo que tenía en el dorso de la mano. Luego levantó la vista y arqueó vacilante las comisuras de los labios—. Salvo que lo que hice fue golpear la roca con él.

—¿Golpear la roca con él? ¿Quieres decir como se hace en el judo, o algo así? ¿Lo empujaste contra la roca con fuerza suficiente para dejarlo sin conocimiento?

—Si quiere decirlo así... —respondió encogiéndose de hombros.

—No se trata de lo que yo quiero —aclaré—. ¿Es eso lo que ocurrió?

—Golpeé la roca con él —repitió Vincent.

—¿Y por qué lo hiciste? —le pregunté, pasando por alto su estúpida insistencia.

—Nos estábamos peleando. Él ya se lo dijo.

—¡Me destrozaste la jaula! —intervino Gene, indignado.

—Gene —le recordé—, tú tuviste tu oportunidad de hablar. ¿Vincent?

—Tenía que soltarla —respondió, mirándome con expresión confiada—. Él no la dejaba, y ella quería salir... la ardilla. —Al ver mi mirada, su expresión confiada desapareció.

—No era tuya —le recordé.

—¡Tampoco era de él! —Le brillaban los ojos—. ¡La ardilla era dueña de sí misma! ¡Él no tenía derecho...!

—¡Yo la atrapé! —replicó Gene.

—¡Gene! ¡Guarda silencio, o te enviaré fuera!

Gene refunfuñó.

—No pusiste objeciones a que el ratoncillo de Ruth estuviera en una jaula. —Al parecer, «jaula» y «matemáticas» intentaban igualarse en mi mente.

—Porque ése era un animal que vive enjaulado —respondió, tocándose otra vez la mano vendada—. No conocía nada mejor. Y no le importaba. —Su voz empezó a volverse tensa—. A la ardilla le importaba. Habría dado la vida por salir. Yo... tenía que...

Me sorprendí al ver las lágrimas que rodaban por sus mejillas; sin decir una palabra le entregué un pañuelo de papel de la caja que tenía en el escritorio. Se secó la cara con mano temblorosa.

— ¿Gene? —Me volví hacia él—. ¿Algo más?

—¡Bueno, caray! Era mía. ¡Y me gustaba! ¡Era... mía!

—Te la cambiaré —sugirió Vincent—. Te la cambiaré por una rata blanca en una verdadera jaula de aluminio. Y preñada, si quieres. Tendrá cuatro o cinco crías dentro de una semana.

—¡Caray! ¿Hablas en serio? —A Gene le brillaban los ojos.

—¿Vincent? —pregunté.

—En casa tenemos algunas —respondió—. El señor Wellerk, del LEM, me dio algunas cuando llegamos. Son excedentes. Mamá dice que puedo dárselas si su madre está de acuerdo.

—¡A ella no le importará! —exclamó Gene—. Los chicos tenemos una parte del establo para nuestros animales preferidos, y si nos encargamos de cuidarlos, a ella no le importa lo que tenemos. ¡Ni siquiera entra allí! Papá va de vez en cuando a mirar, para asegurarse de que los cuidamos bien. No le importará.

—Bien, haz que tu madre escriba una nota diciendo que puedes tener la rata, y tú, Vincent, si estás seguro de que quieres hacerlo, trae la rata mañana y consideraremos saldada la cuestión. —Me estiré para coger mi campanilla—. Ahora largaos. Id al lavabo y a beber agua, si es necesario. Ya hace rato que sonó la campana.

Gene se marchó rápidamente y lo oí gritar:

—¡Eh! Tengo una rata blanca...

Cuando Vincent llegó a la puerta le pregunté:

—Vincent, ¿antes de que vinieras a la escuela tu madre sabía que ibas a soltar la ardilla?

—No, señora. Yo ni siquiera sabía que Gene la tenía.

—Entonces ella no te sugirió que llegaras a ese acuerdo con Gene.

—Sí, señora, lo hizo —dijo de mala gana.

—¿Cuándo? —le pregunté, pensando que, después de todo, resultaría que se trataba de un chico raro.

—Cuando usted estaba fuera, atendiendo a Gene. La llamé y se lo dije. —Curvó los labios—. Ella se puso furiosa conmigo porque me peleé y me sugirió que tal vez a Gene le gustaría la rata. A mí también me gusta, pero tenía que compensarlo por lo de la ardilla —dijo en tono dubitativo.

No respondí y Vincent se marchó.

—¡Bueno! —exclamé lanzando un suspiro. Había llamado a su madre. ¡Y el teléfono más cercano estaba en el Monstruo Mercantil! Pero sin embargo..., estaba desconcertada. ¡No parecía una mentira!

A la mañana siguiente, después de la hora de salida, suspiré aliviada. Estaba observando por la ventana, donde el solitario crujido de un columpio me indicaba que Vincent, al igual que yo, estaba aguardando la llegada de su madre. Bueno, supongo que eso era inevitable. Si enviabas a casa a un chico vendado, prácticamente te asegurabas la visita airada de sus padres. ¡Y Vincent estaba totalmente vendado!

No oí el coche. El crujido del columpio se detuvo bruscamente y oí la voz alegre de Vincent. Los vi a los dos acercarse al porche y Vincent anunció alegremente:

—Esta es mi madre, profesora. La señora Kroginold.

—Buenas tardes, señorita Murcer. —La señora Kroginold era menuda, de pelo oscuro y ojos brillantes—. Tú espera fuera, muchachito descarriado. —Lo despidió con una palmada en las nalgas—. Ésta es una conversación de adultos. —Vincent se marchó y miró con una sonrisa por encima del hombro.

La señora Kroginold se acomodó en la silla de los visitantes que yo ya había colocado junto a mi escritorio.

—Veo que está preparada —dijo con un suspiro—. Supongo que tendría que haber venido antes para aclarar algunas cosas sobre Vincent.

—Es un poco peculiar —sugerí con cautela—. Pero no me pareció un chico pendenciero.

—Y no lo es —respondió la señora Kroginold—. No, es... bueno, un poco peculiar en muchas otras cosas, pero son cosas naturales en él. Le viene de familia. Nos hemos mudado con tanta frecuencia desde que Vincent va a la escuela que ésta es la primera vez que realmente siento que debo aclarar algunas cosas sobre él. Por supuesto, también es la primera vez que deja inconsciente a alguien. Su padre no podrá creerlo. Bueno, de todas formas, aquí es tan feliz y hace tantos progresos en sus estudios que no quiero que nada lo estropee. —Suspiró y esbozó una sonrisa—. Dice que usted le hizo preguntas acerca de la rata...

—La rata preñada —asentí.

—Es verdad que él me lo preguntó —afirmó—. En casos de emergencia, nuestra familia utiliza una especie de telepatía.

—¡Una especie de telepatía! —Se me aflojó la mandíbula. Bien, yo también podía jugar—. ¡Qué interesante!

Le brillaron los ojos.

—Una aberración interesante, ¿verdad? —Me rabonee y ella añadió rápidamente—: Lo siento. No quería interpretar las cosas por usted. Pero es verdad que Vincent oyó... bueno, tal vez sería mejor decir que «sintió» el grito de la ardilla que protestaba por estar enjaulada. Yo lo capté enseguida. Creo que el problema que tiene con la lectura es una actitud contra cualquier cosa que implique una compulsión involuntaria. Ya sabe, ser retenido contra su voluntad... o reprimido...

«Ponía en una cáscara de calabaza —entoné mentalmente—. Las tres cabras roncas tenían miedo de cruzar el puente porque...» —En las otras escuelas —continuó la señora Kroginold— lo limitaban a los materiales de lectura destinados a su nivel, y le sorprendería saber cuántas historias...

»Y realmente golpeó a la roca con Gene. —Sonrió de mala gana—. Lo elevó en el aire y lo arrojó. Es una interpretación un poco liberal de las reglas de nuestra familia. Tiene prohibido levantar objetos grandes cuando está enfadado. Y consideró que Gene era el más pequeño de los dos objetos.

»Verá, señorita Murcer, tenemos características familiares que no son exactamente... bueno, habituales; pero Vincent no es más que un colegial y nosotros simplemente somos sus padres y usted le gusta a él tanto como a nosotros. ¿Nos acepta?

—Yo... —dije en tono vacilante, intentando disimular mi confusión—. Yo...

—¡Ay! ¡Ay! —La señora Kroginold sonrió y se puso de pie—. Gracias por no mostrarse ofendida por lo que le he contado. En una ocasión, una vecina nuestra a la que hablé con cierta confianza amenazó con demandarnos. Por eso aprecio su actitud. Usted es muy buena con Vincent. Gracias.

Antes de que pudiera reaccionar, se había marchado. La conversación había sido como quedar atrapado en una tormenta de polvo sin polvo. No oí el ruido del coche al arrancar, pero cuando me asomé a la ventana, uno de los columpios todavía se movía, y de la escuela ya no quedaba nadie.

Cerré el aula con llave y fui hasta las dependencias destinadas a los maestros en la parte de atrás de la escuela para coger mi abrigo y mi bolso. Había vivido en esas dos minúsculas habitaciones durante los dos primeros años de mi estancia en Rinconcillo antes de empezar a sentir la necesidad de contar con un espacio más amplio y con mayor libertad después de las clases. Incluso ahora, en ocasiones, cuando estaba demasiado cansada para recorrer el camino que me llevaba a Winter Wells, pasaba una noche en mi estrecha cama, en la quietud del cañón.

Cuando estaba a punto de entrar en la carretera, volví a pensar en que no había oído el coche. Avancé siguiendo las mismas huellas que Había dejado esa mañana. Las mías eran las únicas, de ida y de vuelta. De inmediato quedé absorbida por el tránsito de la carretera y dejé de lado el extraño descubrimiento. Después de recibir los bocmazos y los gritos de dos conductores, y de gritar (no me gusta tocar la bocina) y sortear a dos turistas del Medio Oeste que circulaban a menos de cuarenta kilómetros por hora por el carril central admirando el paisaje, me eché a reír. Al fin y al cabo, no había nada misterioso en el hecho de que mis huellas fueran las únicas. Simplemente estaba un poco desorientada. El LEM se encontraba a poco mas de un kilómetro de distancia de la escuela, al otro lado del puente, aunque para llegar había más de media hora de carretera. La señora Kroginold había hecho autostop para acudir a la cita y los dos habían regresado haciendo autostop. Mi imaginación vaciló un poco al recordar las sandalias de tacones altos de la señora Kroginold y el camino entre las colinas, pero en aquellos tiempos no todo el mundo insistía en usar calzado bajo para caminar.

La rata blanca tuvo seis crías, lo cual fortaleció para siempre la amistad entre Gene y Vincent, y en la escuela las cosas se sucedieron con cierta serenidad.

De repente, como respondiendo a una señal, el ritmo de la exploración espacial aumentó en todos los países que alguna vez habían intentado lanzar alguna nave; así que en la escuela empezamos a construir una nave espacial. Desarrollábamos nuestras lecciones a un ritmo vertiginoso y, después de concluir sus tareas, los chicos se sumergían en la actividad que habían elegido... sin darse cuenta de que así ponían en práctica todo lo que habían estado estudiando de tan mala gana.

Mi grupo de alumnos de primaria estaba concentrado montando un paisaje lunar en una mesa con arena. El paisaje sería completado con habitantes de la luna hechos en arcilla.

—¡No tenemos que hacerles nariz! —exclamó Ginny, que tenia tendencia a hacer comentarios críticos—. ¡Ellos son diferentes. No respiran. ¡Si no tienen aire!

También había perros, gatos, coches y flores de la luna, e incluso un pájaro.

—¡No puede volar porque no hay aire, así que vuela en el suelo! —comentó Justin—. Le gustan los cráteres porque allí hay más tierra.

Vi la expresión divertida de Vincent, que escuchaba a los más pequeños.

—¡Los niños pequeños son divertidos! —murmuró—. ¡Poner animales en la Luna! Cuando mi papá estuvo allí, lo único que vio... —Abrió los ojos desorbitadamente y se concentró en la elección de los clavos adecuados que guardábamos en una lata oxidada de café.

—Y los no tan pequeños también —dije—. ¡ La Luna! ¡En la Luna tampoco hay padres!

—Supongo que no. —Cogió el martillo y, mientras se alejaba, lo oí murmurar—: ¡Ahora!

Los chicos de los grados intermedios estaban enzarzados en tina terrible discusión. Durante unos instantes actué como arbitro. Si uno utilizaba una bala de ametralladora para representar a la Tierra, ¿habría en el aula lugar suficiente para construir un móvil a escala del sistema planetario? Resolví parte de la ignorancia sugiriendo consultar una enciclopedia y realizar algunos cálculos matemáticos, y seguí recorriendo el aula.

Gene y Vincent, que no se preocupaban por temas tan intelectuales, trabajaban en nuestra cápsula espacial, que había sido diseñada siguiendo el modelo de la última nave espacial norteamericana, modificada para incluir diversos detalles de lo último en platillos volantes. Observé a Vincent, que se asomaba por una de las ventanillas y colocaba un altímetro hecho con una lata en el panel de mandos. Gene estaba pintando de color púrpura una hilera de botes en medio de la nave. El púrpura era el color más popular para las luces de los platillos voladores.

—Me pregunto si alguna vez los astronautas sufren claustrofobia —dije en tono distraído—. A veces me ocurre en los ascensores o en las minas.

—Supongo que los que tienen ese tipo de problema son eliminados mucho antes de convertirse en astronautas —señaló Vincent mientras empujaba la lata—. Tienen que pasar por una serie de pruebas.

—Lo sé —dije—, pero la gente cambia. Imagínate...

—¡Caray! —exclamó Gene, y la pintura del pincel le chorreó por el brazo hasta el codo—.¡Imagínate! ¡Estar allá arriba! Sin poder salir. Sin poder bajar. ¡Y tener claustrofobia! —Pronunció orgullosamente las cuatro sílabas.

En las clases habíamos definido y hablado de esa palabra al empezar a construir la nave.

La lata resbaló y Vincent se tambaleó y cayó sobre mí.

—¡Oh! —exclamó Vincent, levantando sus manos temblorosas y doblando el brazo derecho por encima de la cabeza—. Yo...

Observé su rostro contorsionado, el sudor frío que perlaba su frente y, cogiéndolo de los hombros, lo conduje hasta el banco que había junto a mi escritorio.

—Siéntate —dije.

—¿Qué le ocurre? —Ahora la pintura le chorreaba por una pernera de los Levi's de Gene.

—Sólo está un poco mareado —respondí—. Ten cuidado con la pintura. Te estás arruinando la ropa.

—¡Anda! —Se limpió la mano en los pantalones, deslizándola desde la cadera hasta la rodilla—. ¡Mi madre me matará!

Anuncié en voz alta:

—Ya es hora de salir. Kipper, ¿quieres encargarte tú de que todo quede ordenado?

Los chicos se zambulleron en una confusión organizada. Me volví hacia Vincent.

—¿Te sientes mejor?

—Lo siento. —El color aún no había vuelto a sus mejillas, peco se recuperaba del sobrecogedor mareo—. A veces resulta demasiado brusco...

—No te preocupes por eso —le dije, apartándole el pelo de los ojos—. Podrías volverte loco...

—Mi madre dice que tengo una imaginación demasiado activa. —Curvó las comisuras de los labios.

—Así es —dije con una sonrisa—, si hablamos de mi astronauta imaginario. No tiene sentido que te atormentes con lo que podría ocurrir. Todos tenemos problemas. No es necesario que nos creemos otros..

—No estoy creándolo, exactamente —musitó, encorvando los hombros—. De todas formas, él nunca quiso hacerlo y ahora que están entrando en órbita sigue asustado. ¿Y si...? —Se incorporo con decisión—. Iré a ayudar a Gene. —Y se marchó antes de que pudiera detenerlo.

—Vincent —lo llamé—. ¿Quién está entrando en órbita? —En ese momento Justin tiró todas las piezas del rompecabezas y eso me hizo olvidar cualquier pregunta.

Esa noche dejé a un lado el periódico y levanté pensativamente la taza de café. Por encima del borde observé la oscuridad cada vez más intensa. Éste era el periódico local, que aún luchaba por convertirse en un gran diario metropolitano después de medio siglo como semanario del condado, con sólo cuatro páginas. En ocasiones, su tamaño era excesivo y tenían que rellenar columnas breves con chismes. Volví a leer uno que me llamó la atención. Morris solía ser bueno en uno o dos temas. Yo buscaba sus artículos desde que había tenido una conversación con un amigo mío al que le había perdido el rastro. «El radioaficionado Morris Staviski dice que los rusos tienen en órbita un nuevo Spútnik tripulado. Dice que ha recibido señales de radio desde la nave. No puede descifrar lo que dicen, pero asegura que hablan en ruso. Él sabe cómo suena el ruso porque su abuela era de aquel país.»

«Hmm —pensé—. Me pregunto si Vincent conocerá a Morris. Tal vez fue así como se enteró de ese asunto de la nave que está en órbita.»

Así que al día siguiente se lo pregunté.

—¿Staviski? —Frunció el ceño—. No, profesora, no conozco a nadie que se llame Staviski. Al menos no recuerdo ese nombre. ¿Debería recordarlo?

—No necesariamente —dije—. Sólo era una pregunta. Él es un radioaficionado...

—¡Oh! —Se sonrojó de alegría—. Ahora estoy trabajando en la clave, así que puedo intentarlo la próxima vez que conecte con Winter Wells. Tal vez llegue a hablar con él en alguna ocasión.

—¡Yo también! —intervino Gene—. ¡Yo también estoy aprendiendo la clave!

—Pero él lleva cierta desventaja —comentó Vincent con una sonrisa—. Aún no logra distinguir una señal de otra.

A la mañana siguiente, Vincent llegó a la escuela sin energías. Se movía como si estuviera en medio de un sueño, y su estado empeoró en el transcurso de la mañana. Antes del recreo le tomé la temperatura. Era normal. Pero, evidentemente, su estado no lo era. Cuando llegó el momento del recreo, todos los chicos salieron rápidamente y él se quedó en su asiento, con el rostro compungido y vuelto hacia la ventana, con su tarea inacabada y el lápiz en la mano que se curvaba al costado de su cabeza.

—¡Vincent! —lo llamé, pero no dio señales de oírme—. ¡Vincent!

Lanzó un suspiro y me miró fijamente.

—¿Sí, señora? —Se pasó la lengua por los labios secos.

—¿Qué te ocurre? —le pregunté—. ¿Dónde te duele?

—¿Dolerme? —Volvió a mirarme fijamente y su rostro quedó lentamente convertido en una máscara lloriqueante. Hizo un esfuerzo y sus rasgos se serenaron—. No soy yo. Es... es... —Contuvo su barbilla temblorosa con la palma de la mano y apoyó el codo encima del pupitre. Apretó los dedos contra su boca y se le pusieron blancos los nudillos.

—¡Vincent! —Me acerqué a él y le toqué suavemente la cabeza. Se estremeció y ocultó el rostro en mi regazo.

—¡Oh, profesora!

Miré rápidamente por la ventana y vi que todos los alumnos estaban junto al lecho del arroyo levantando castillos de arena. A los ocho años, el orgullo queda fácilmente herido. Llevé a Vincent hasta mi escritorio y lo senté en mi falda. Se quedó quieto durante un rato y apreté la mejilla contra su cabeza mientras lo mecía en silencio. Tenía el pelo pegado a mi mejilla y olía como las plumas de un polluelo.

—¡Él tiene miedo! ¡Tiene miedo! —susurró finalmente, cerrando los.ojos con fuerza—. El otro está muerto. Está averiada, así que no puede regresar. ¡Y tiene miedo! Y el que está muerto lo mira todo el tiempo y tiene sangre en la boca. ¡Y él no puede bajar! ¡Le sangran las manos! Golpea las paredes porque quiere salir. ¡Pero fuera no hay aire!

—Vincent —seguí acunándolo—, ¿has estado imaginando historias y por fin has creído que son verdaderas?

—¡No! —Ocultó el rostro contra mi hombro y su cuerpo se tensó—. ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Lo oigo! Al principio gritaba, pero ahora está demasiado asustado. Ahora... —Se quedó inmóvil. Inclinó la cabeza y prestó atención. Su angustia se suavizó lentamente—. ¡Otra vez ha desaparecido! Seguramente se ha ido a dormir o está inconsciente. No lo oigo constantemente.

—¿Qué estaba diciendo? —le pregunté, atrapada por su...bueno, por lo que fuera.

—No lo sé. —Vincent bajó de mi falda—. No conozco su idioma.

—Pero dijiste... —protesté—. ¿Cómo sabes lo que siente, si ni siquiera conoces...?

Esbozó una sonrisa.

—Cuando usted nos mira a nosotros sin pronunciar una sola palabra y levanta una ceja... ¿qué quiere decir?

—Bueno, eso depende de lo que cada uno esté haciendo —respondí.

—Si me mira a mí, yo sé lo que quiere decir. Y dejo de hacerlo. Y a los otros chicos les ocurre lo mismo. Esto lo sé de la misma manera. —Caminó hasta su pupitre—. Será mejor que termine mi trabajo de ortografía.

—¿Es ése el que entró en órbita? —le pregunté entusiasmada, intentando atar cabos.

—¿En órbita? —Vincent estaba concentrado escribiendo—. Ésa es la sexta palabra. Todavía estoy en la cuarta.

Esa tarde, finalmente dejé a un lado los exámenes que había estado corrigiendo y miré el reloj. Las cinco. Después me miré las manos. Estaban mugrientas. Noté que me dolían los hombros y que tenía el estómago vacío y decidí pasar la noche donde estaba. Ni siquiera ordené el escritorio; me volví y abrí la puerta que daba a las dependencias de los maestros.

Me saqué los zapatos de una patada, encendí la lámpara y la estufa para calentar el pequeño apartamento. En los armarios había provisiones suficientes para preparar una comida satisfactoria. Después de comer apagué algunas luces y me senté en un extremo del sofá para escuchar uno de mis discos de Acker Bilk mientras me tomaba un café. Flexioné los dedos de los pies y dejé que las notas claras y concisas del clarinete eliminaran mi cansancio. En lugar de canturrear, compuse otra estrofa de mi Plegaria:

Bendito sea Dios por los alimentos... y por el calor... y el abrigo... y la oscuridad... y la luz... y la serenidad...

Dormité durante un rato y cuando me desperté reinaba el silencio. El tocadiscos se había apagado solo y el silencio era tan intenso que pude oír el viento que soplaba entre los robles y el lejano traqueteo de un tren. Y volví a oír el sonido que me había despertado.

Alguien había entrado en el aula.

Me invadió una ola de temor y me pregunté si había cerrado la puerta de las dependencias. Sabía que había cerrado la puerta de la escuela exactamente a las cuatro de la tarde. Por supuesto, sólo era necesaria una horquilla doblada para abrir la vieja cerradura. ¿Pero quién podía querer entrar en el aula? ¿Qué había allí? Volví a oír unos movimientos sigilosos. Oí el crujido de una tablilla floja en la parte de atrás del aula. Luego el chirrido de las bisagras de la puerta y un ruido sordo en el porche delantero.

Casi paralizada por el temor me deslicé hasta la ventana que daba al porche. Separé cautelosamente los dos listones de la persiana y miré por la rendija. Jadeé, asombrada, y los listones cayeron.

¡Un platillo volante! ¡Con luces de color púrpura! ¡En el porche!

Entonces lancé una risa ahogada. ¡Platillos volantes! Había algo familiar en esa hilera de luces de color púrpura... que estaban apagadas. Y sabía que eran de color púrpura porque, a pesar de que la luz era tenue, me di cuenta de que se trataba de nuestra cápsula espacial. ¿Quién estaba intentando robar nuestra cápsula de cartón pintado y latas?

Entonces solté la persiana y apreté la nariz contra la cortina polvorienta. La persiana se movió y me golpeó la oreja, pero el mareo que sentí no fue por eso.

¡Nuestra cápsula estaba despegando!

—¡No puede ser! —susurré mientras la cápsula se deslizaba junto al techo del porche—. ¡Sólo es un barril y unas cuantas latas! ¡No puede ser!

Y, como es lógico, no logró despegar. Chocó contra el asta de la bandera. Pero volvió a elevarse derribando ruidosamente unas cuantas latas, y pasó por encima de los columpios hasta estrellarse contra la roca que había junto a la pared.

Salí de mis dependencias, atravesé el aula a oscuras y bajé los escalones de la entrada antes de que el eco del choque dejara de retumbar en todo el cañón. Estaba a mitad de camino de la cápsula cuando los dedos de mis pies se curvaron y tomé conciencia de que estaba descalza. Recorrí con cuidado el tramo que me separaba de la nave accidentada. ¿Qué demonios había movido...?

Lo descubrí en las sombras. Era Vincent, que tenía los brazos apretados contra las orejas. Se retorcía en silencio y tenía la cara contorsionada.

—¡Santo cielo! —exclamé y caí de rodillas a su lado—. ¡Vincent! ¿Qué demonios...? —Lo levanté lo mejor que pude mientras su cuerpo se retorcía y sus piernas se movían sin control y lo llevé hasta un lugar iluminado por la luna.

—¡Tengo que hacerlo¡ ¡Tengo que hacerlo! ¡Tengo que hacerlo! —gritó, haciendo un esfuerzo por soltarse—. ¡Lo oigo! ¡Lo oigo!

—¿A quién? —le pregunté—. ¡Vincent! —Lo sacudí—. ¿Qué estás diciendo? ¿Qué haces aquí?

Durante un instante quedó paralizado. Después abrió los ojos y parpadeó con expresión de asombro.

—¡Profesora! ¿Y usted qué hace aquí?

—Yo pregunté primero —respondí—. ¿Qué haces aquí, con esta cápsula?

—¿La cápsula? —Contempló los restos del naufragio y las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas—. ¡Ahora no puedo ir, y tengo que hacerlo! ¡Tengo que hacerlo!

—Entremos —dije—. Aclaremos este asunto de una vez por todas. —Me siguió arrastrando los pies, al tiempo que sollozaba. Pero al llegar al porche se detuvo y me obligó a esperarlo.

—¡Adentro no! —imploró—. ¡Oh, adentro no!

—Bueno, de acuerdo. Por ahora nos sentaremos aquí.

Se sentó un escalón más abajo que yo y me miró; su rostro húmedo brillaba bajo la luz de la luna. Busqué un pañuelo en el bolsillo de mi bata y le sequé los ojos. Cogí otro y se lo di.

—Suénate —le dije—. Ahora, empecemos por el principio.

—Yo... —Volvió a usar el pañuelo—. Vine a buscar la cápsula. Es lo único que se me ocurrió para ir a buscar a ese hombre.

Su afirmación me dejó muda, y finalmente pregunté:

—¿Ése es el principio?

Se le llenaron los ojos de lágrimas una vez más. Le di otro pañuelo.

—Mira, Vincent, hace varios días que estás preocupado por algo. ¿Has hablado de esto con tus padres?

—No —respondió entre sollozos—. Se supone que no tengo que escuchar lo que no debo. No está bien. Pero en realidad no lo hice. Lo oí por casualidad y ahora no puedo dejar de oírlo porque sé que tiene problemas, y no se debe dejar de ayudar a alguien que lo necesita...

«Tal vez —pensé con optimismo—, todavía no me he despertado de la siesta...»

—¿Quién es ese hombre? ¿El que ha entrado en órbita?

—Si —respondió, eliminando así la última esperanza de que algo tuviera sentido—. Él se encuentra en una cápsula y los motores traseros no se encienden. Aunque pudiera sobrevivir hasta que la entrada en órbita lo devolviera a la atmósfera, al entrar acabaría incendiándose: ¡Y está asustado! ¡Está atrapado! ¡No puede salir!

Lo cogí de los hombros.

—Serénate —le dije—. Así no podrás ayudarlo. —Ocultó el rostro contra la falda de mi bata. Deslicé una mano por su nuca y le di unas palmaditas.

—¿Cómo lograste que la cápsula se moviera? —le pregunté—. Porque se movió, ¿no es cierto?

—Sí —respondió—. Yo hice que se elevara. Ya sabe, nosotros podemos... elevar objetos. Mi Pueblo puede hacerlo. Pero yo no tengo edad suficiente. Además, se supone que no debo hacerlo, y tampoco puedo mantener la elevación. Si ni siquiera puedo elevarla por encima del cañón, ¿cómo haré para que supere la atmósfera? Él morirá... y está asustado.

—¿Tú puedes hacer que las cosas vuelen? —le pregunté.

—Sí, todos podemos. Y nosotros mismos podemos volar. ¿Lo ve?

¡Y empezó a flotar! ¡Sus rodillas quedaron a la altura de mi cabeza! Los cordones de sus zapatos quedaron colgados y uno de los pañuelos de papel cayó en un escalón.

—Baja —le dije, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta. Me obedeció—. Sabes que en el espacio no hay aire, y nuestra cápsula —¡Santo cielo! ¡Nuestra cápsula! ¡El espacio!— no es hermética. ¿Cómo pensabas respirar?

—Tenemos un escudo —aclaró—. ¿Lo ve? —Y quedó cubierto por una especie de destello. Extendí una mano y aparté los dedos después de sentir un roce. El destello se desvaneció—. Nos protege del frío y nos proporciona aire —explicó.

—Veamos... analicemos esto —sugerí con poca convicción, frotándome los dedos innecesariamente—. Dices que hay un hombre que está en órbita en una cápsula averiada, y que tú pensabas subir en nuestra cápsula contando sólo con el aire que pudieras llevar contigo, y rescatarlo. —Él asintió en silencio—. ¡Oh, criatura, criatura! —exclamé—. ¡No podrías hacerlo!

—Entonces él morirá. —El desconsuelo dominó su voz y Vincent hundió los hombros con tristeza.

¿Qué consuelo podía ofrecerle? Yo también me sentía agobiada. Afortunadamente, pensé, hoy brilla la Luna. La gente suele creer toda clase de disparates sobre la luna. Me enderecé. Haría algunas concesiones... o al menos fingiría hacerlas.

—¿Vincent?

—¿Sí, señora? —respondió en tono sombrío.

—Si tú puedes levantar la cápsula hasta aquí, ¿hasta dónde podría levantarla tu padre?

—Oh, mucho más lejos —exclamó—. Mi papá estuvo estudiando para convertirse en Movilizador regular cuando viajó al Nuevo Hogar, pero lo abandonó cuando volvió a la Tierra, porque los Extraños no aceptan... ¡Oh! —Abrió los ojos desorbitadamente y se tapó la boca con las manos—. Lo olvidé. —Su voz sonó apagada—. ¡Lo olvidé! ¡Usted es una Extraña! Tenemos prohibido contar... mostrar... los Extraños no deben...

—Tonterías —dije—. Yo no soy una extraña. Soy una maestra. ¿Puedes llamar a tu madre como lo hiciste el día que tú y Gene tuvisteis aquella pelea?

—¿Una pelea? ¿Gene y yo? —Evidentemente, para Vincent la pelea ya era cosa de la prehistoria—. Oh, sí, lo recuerdo. Sí, supongo que podría, pero se pondrá furiosa porque me fui... y porque conté... —Otra vez estaba a punto de echarse a llorar.

—Tendrás que elegir-señalé, contenta de no ser yo quien tenía que tomar la decisión— entre dejar que ese hombre muera o soportar la furia de tu madre. Tendrías que haber hablado con ellos en cuanto te enteraste de que ese hombre existía.

—No quería decirles que había oído al hombre...

—¿Es ruso? —le pregunté por simple curiosidad.

—No lo sé —respondió— Sus palabras son raras. Ahora dice constantemente algo así como Hospodi pomelui. Creo que está hablando con Dios.

—Llama a tu madre —sugerí, ya que no era ninguna especialista en lingüística—. Seguramente, a estas alturas estará terriblemente preocupada.

Cerró los ojos obedientemente y guardó silencio durante un rato. Finalmente abrió los ojos.

—Acaba de darse cuenta de que no estaba en la cama —me informé—. Vienen hacia aquí. —Se estremeció—. A veces mi padre se pone furioso. ¡No tiene un temperamento muy tranquilo!

—¡Oh, Vincent! —dije, riendo—. Eres un chico extraño.

—No, no lo soy —me aseguró—. Tanto mi madre como mi padre son miembros del Pueblo. Remy es una mezcla, porque su abuelo era terráqueo, pero el mío pertenecía al Hogar. Ya sabe... el Hogar quedó destruido. Me gustaría que hubiera visto la nave de nuestro Pueblo en el momento de llegar a la Tierra. Papá dice que cuando él era pequeño solían arrancar fragmentos de la nave de las paredes y del suelo del cañón en el que se habían estrellado. Y que aún guardaban una funda salvavidas en un cobertizo que tenían detrás de la casa, y que jugaban a que volvían a salir de la nave. —Vincent se estremeció—. Aunque algunos lograron escapar. Algunos murieron en el Cielo y otros murieron porque la gente de la Tierra les tenía miedo.

Yo también me estremecí y me froté los tobillos fríos. Me pregunté si no sería demasiado pedir a mi capacidad para creer incluso en nombre de la Luna.

Vincent me devolvió repentinamente a la realidad.

—¡Mire! ¡Ya están aquí! ¡Caray! Qué rapidez. ¡Seguro que están furiosos! —Y salió corriendo al patio de la escuela.

Miré hacia la carretera en actitud expectante y di media vuelta al oír el ruido sordo de unas pisadas. Allí estaban el señor y la señora Kroginold. ¡Y él realmente parecía furioso! Su rostro —bueno, tosco es, más o menos, la descripción más amable— mostraba una expresión severa. La señora Kroginold corrió hacia Vincent y el señor Kroginold se preparó para un estallido verbal —o al menos eso me pareció—, así que guardé silencio.

—Ésta es la cápsula que construimos en la escuela —dije finalmente, señalando el amasijo que descansaba al pie de la roca—. Con eso planeaba subir para rescatar al hombre que se encuentra en la nave averiada. Pensaba que el aire que hay dentro de esa cosa brillante que desplegó a su alrededor le alcanzaría para todo el viaje. Dice que allí hay un hombre que se está muriendo y que él se guardó todo el sufrimiento porque tenía miedo de contárselo a ustedes.

Hice una pausa para respirar y el señor Kroginold se desinfló y, sorprendentemente, su rostro se iluminó con una amplia y atractiva sonrisa en parte iluminada por la Luna y en parte oscurecida por las sombras.;

—¡El pequeño diablillo! —dijo en tono de admiración—. ¡Y pensar que yo temía que la estirpe se estuviera perdiendo! Cuando yo era un chico y estaba en el cañón... —De repente se puso seno y se volvió hacia Vincent—. ¡Vince! Si es un caso de necesidad, solucionémoslo! ¿De qué se trata? —Rodeó a Vincent con un brazo y todos volvimos al porche—. Muy bien. Veamos los detalles. —Nos sentamos.

Con la vista fija en el rostro de su padre y sosteniendo firmemente la mano de su madre, Vincent explicó los detalles.

—Hay dos hombres que están entrando en órbita. La cápsula no funciona como corresponde. Uno de los hombres está muerto. No lo oí en ningún momento. El otro grita pidiendo ayuda. —El rostro de Vincent se tensó—. Se siente tan mal que estuvo a punto de matarme. Creo que a veces se desmaya porque la sensación desaparece... como ocurre ahora. Luego vuelve y es más intensa...

—Está girando alrededor de la Tierra —señaló el señor Kroginold, mirando a Vincent a los ojos.

—¡Oh, claro! —exclamó Vincent débilmente—. No lo había pensado. ¡Oh, papá, qué estúpido soy! —Y se arrojó en brazos del señor Kroginold.

—No —dijo el señor Kroginold, estrechándolo con fuerza entre sus brazos—. Simplemente eres joven. Aprenderás. Pero primero debes aprender a hablar de tus problemas con tu madre y conmigo. ¡Para eso somos tus padres!

—Pero se supone que no debo escuchar... —dijo Vincent.

—¿Tú lo buscaste? —preguntó el señor Kroginold—. ¿Sabías algo de la cápsula?

—No —respondió Vincent—. Él simplemente recurrió a mí.

—¿Lo ves? —El señor Kroginold dejó a Vincent en uno de los escalones—. Tú no estabas escuchando lo que no correspondía. Fuiste invadido. Por casualidad eras el receptor adecuado. Ahora bien, ¿cuáles eran tus planes?

—Tal vez eran un poco ingenuos —reconoció Vincent—. Pero pensaba elevar la cápsula, porque tenía que tener algún vehículo para trasladarlo, e intentaría interceptar la órbita de la otra. Entonces pensaba sacar al hombre de allí, aunque no sé cómo, traerlo de vuelta a la Tierra y dejarlo en las oficinas de Washington del FBI. Ellos sabrían cómo enviarlo de vuelta a su casa.

—Bueno. —El señor Kroginold esbozó una sonrisa—. De todas maneras, tu plan tiene la virtud de la sencillez. Sin embargo, si vamos a analizar los detalles, percibo un problema. ¿Cómo haría el FBI para convencer a las autoridades de su país de que no recuperamos la nave con propósitos nefastos? —preguntó, y de pronto pareció muy concentrado.

—Lizbeth, ¿quieres ponerte en contacto con Ron? Creo que esta noche está en Kerry. Es una suerte que nuestro mejor Movilizador se encuentre ahora de Este Lado. Comprobaré si Jemmy se encuentra en el cañón. Esperaremos su aprobación para utilizar la nave que Remy tiene en Selkirk. Si ha estado funcionando durante mucho tiempo, debemos actuar de inmediato.

Después de tanto alboroto resultó decepcionante verlos a los tres tranquilamente sentados en los escalones, con las manos entrelazadas, la cara levantada hacia el cielo y los ojos cerrados. Se me estaba durmiendo el pie izquierdo cuando por fin Vincent empezó a cabecear y soltó una de las manos de su madre para taparse la cabeza con el brazo. La señora Kroginold abrió los ojos repentinamente.

—¿Vincent? —preguntó en tono ansioso.

—Otra vez le ocurre lo mismo —señalé—. Esa perturbación... o lo que sea.

—Ahora Ron se dirige hacia Selkirk —dijo ella, abrazando a Vincent—. Jake, Vincent está recibiendo otra vez.

El señor Kroginold dijo, como si hablara con los aleros del porche:

—... lo más rápido posible. Aguarda. Vincent vuelve a recibirlo. Espera, yo retransmitiré... Vince, ¿dónde puedo localizarlo? Dímelo.

Y a pesar de todo seguían allí sentados... Vincent con el rostro brillante de transpiración y su madre intentando acunar su cuerpo tenso. Entonces el señor Kroginold lanzó un gruñido y Vincent se relajó. Su padre lo cogió de los brazos de su madre»

—¿Ya está? —pregunté"—. Esta vez duró poco.

La señora Kroginold sacó un pañuelo de papel de su bolsillo y secó el rostro de Vincent.

—Aún no ha terminado —aclaró—. Y no terminará hasta que la cápsula se encuentre otra vez detrás de la Tierra, pero él está canalizando el malestar para que lo reciba su padre, y él se lo está derivando a Jemmy, que está en el cañón. Jemmy es nuestro Anciano. Él nos ayudará a dominar la situación de ahora en adelante. Pero Vincent tendrá que ser nuestro receptor.

—«Una especie de telepatía» —cité sus palabras, intentando seguir un camino que ni siquiera podía imaginar.

—Una especie de telepatía. —La señora Kroginold rió y suspiro mientras acariciaba cariñosamente la mejilla de Vincent—. Supongo que usted tiene un verdadero revoltijo en la cabeza, ¿no? Y nosotros no tuvimos tiempo para ser sutiles.

—Realmente es desconcertante —reconocí—. He estado haciendo cálculos y he llegado a algunas conclusiones curiosas.

—¿Por ejemplo? —preguntó.

—Por ejemplo, que los antepasados de Vincent no llegaron en el Mayflower sino en una nave espacial.

—Pero eso ocurrió hace muchos años —dijo con una sonrisa—. ¿Qué más?

—Tal vez que el padre de Vincent vio que en la Luna no había vida.

—Y no hace tantos años —respondió—. ¿Qué más?

—Y tal vez que hay un hombre con problemas allí arriba, y que ustedes intentarán rescatarlo.

—Bueno —dijo la señora Kroginold—. Esas conclusiones me parecen acertadas.

—¿Sí? —pregunté en tono vacilante. Suspiré y añadí—: ¡Ah, las matemáticas modernas! ¡Sabía que serían mi perdición!

El señor Kroginold se volvió hacia nosotros.

—Bien, todo está en marcha. Ron ha salido a buscar la nave. Estará aquí para recogernos lo más pronto que pueda. Jemmy está haciendo lecturas de la cápsula, de modo que podremos intentar un encuentro. Entonces, si el Poder lo quiere, lograremos traer a ese individuo de regreso.

—Yo... —Me puse de pie. Aquello era demasiado—. Creo que será mejor que vuelva a entrar en la casa. —Me quité la arena de la bata—. Pero hay algo que todavía me perturba.

—¿Sí? —La señora Kroginold sonrió.

—¿Cómo hará el FBI para convencer a las autoridades del otro país?

—¡Ah! —exclamó en tono severo—. Jake...

Me puse de pie y dejé a la familia reunida en el porche de la escuela. Cerré la puerta de mis dependencias y me apoyé contra ella. El interior estaba muy oscuro. ¡Y fuera había tanta luz! Bueno, ellos se habían lanzado a prestar ayuda sin hacer una sola pregunta. Entonces me pregunté qué se suponía que debían preguntar... ¿El hombre era agradable? ¿Merecía que lo salvaran? ¿Era un personaje importante? ¿Qué clase de recompensa obtendrían? ¿Era un caso de necesidad? ¡Eso era todo lo que necesitaban saber! Miré el camisón que todavía no me había puesto, pero tenía la sensación de que era demasiado temprano para desvestirme y acostarme como correspondía, así que me quité la bata y volví a ponerme el vestido. Y los zapatos. Y un jersey. Me quedé en medio de la habitación sin saber qué hacer. Después de todo... ¿qué importancia tienen las formalidades cuando tus invitados están a punto de entrar en órbita en el porche de tu casa?

Entonces oí un ruido sordo en la puerta y el picaporte se movió. Oí que la señora Kroginold decía en voz baja:

—¡Pero Vincent! ¿A una Extraña?

—¡Pero ella no es una Extraña! —dijo Vincent, intentando una vez más abrir la puerta—. Ella dijo que no lo es... que es una maestra. Y sé que le gustaría... —La puerta se abrió repentinamente y Vincent estuvo a punto de caer al suelo. La señora Kroginold estaba en el porche.

—Lo siento —dijo—. Vincent piensa que tal vez a usted le gustaría ver la llegada de la nave... pero...

—Usted tiene miedo de que yo cuente algo —dije, completando la frase por ella—. Y esto no debería salir de aquí. He sido depositaría de historias familiares de lo más extrañas. Bueno, tal vez no tan...

Vincent salió hasta el porche, tropezando.

—¡Aquí viene! —gritó.

En una milésima de segundo me coloqué junto a la señora Kroginold y, cogidas de la mano, corrimos detrás de Vincent. El señor Kroginold estaba de pie en medio del patio, pero retrocedió hasta donde estábamos nosotras mientras una enorme... bueno, una enorme nada descendió atravesando la luz de la luna.

—¿Dónde está? —Me pregunté si en todo esto existía alguna dimensión que yo no conocía.

—Oh —dijo la señora Kroginold—. Tiene desplegada la opacidad. ¡Jake! Pregúntale a Ron...

El señor Kroginold volvió la vista hacia la enorme nada. ¡Y allí estaba! Un delgado y plateado algo con el morro inclinado en la posición de un cohete que se posó en las arenas rojizas del patio de juegos.

—La opacidad permitirá que nadie nos vea —dijo la señora Kroginold—, y la desplegamos para que no nos capte ningún radar ni ningún aparato de ese tipo. —Lanzó una carcajada—. De todas maneras no tenemos la forma exacta de los platillos volantes actuales. Y me alegro de eso. ¿A quién le interesa parecer una tarta helada colocada sobre una fuente con luces de color púrpura? Eso es lo que está de moda ahora.

—¿Realmente es una nave espacial? —pregunté, impresionada por la pulcritud con que la hermosa nave se había posado sobre nuestro patio.

—Ya lo creo —respondió Vincent—. El anciano la tenía y ellos lo llevaron en ella a la Luna para sepultarlo, y Bethie-Dos y Remy fueron con su padre y su madre...

—Modérate, hijo —lo frenó el señor Kroginold—. No es necesario contar toda esa historia.

—Ella... se da cuenta —intervino la señora Kroginold—. No es lo mismo que si fuera una desconocida.

—No tardaremos demasiado —anunció el señor Kroginold—. Os recogeré aquí tan pronto...

—¡Recogernos! ¡Yo iré contigo! —gritó la señora Kroginold—. ¡Jake Kroginold! Si crees que vas a dejarme fuera de algo tan fantástico y maravilloso como esto...

—Déjala venir con nosotros, papá —rogó Vincent.

—¿Con nosotros? —El señor Kroginold se pasó los dedos por el pelo—. ¿Tú también?

—¡Por supuesto! —Vincent abrió los ojos desorbitadamente—. ¡Es mi hombre!

—Bueno, adonday veeah! -exclamó el señor Kroginold. Me miró con una sonrisa—. ¡Lo que es la familia! —añadió.

Evité su mirada deliberadamente. Sentí una intensa ola de calor que se movía por encima de mi rostro y cerré la boca definitivamente. ¡No debía decir nada! ¡No podía preguntar! ¡No tenía derecho a esperar...!

—¡Y la profesora también! —gritó Vincent—. ¡La profesora también!

El señor Kroginold me observó detenidamente. Mi deseo debía de ser muy notorio, porque levantó una ceja y repitió:

—Y la profesora también.

¡Estuve a punto de desmayarme! Aquello era delirante, maravilloso e imposible, y la altura me produce un miedo aterrador. Nos apresuramos a buscar una chaqueta para mí. Cogimos la chaqueta que Kipper se había olvidado en el armario y se la dimos a Vincent, que se había olvidado la suya. Cogí una de mis mantas, por si acaso. En medio de todo el trajín, me detuve un instante y puse una mano sobre mi diccionario de bolsillo Ruso-inglés, Inglés-ruso. Pero no lo cogí. Después de todo, tal vez el hombre no era ruso. Y si lo era, la gente como Vincent evidentemente no necesitaba ese tipo de ayuda para comunicarse.

Se abrió una puerta de la nave. La miré y me dije: «¡Oh, cielos! ¡Oh cielos!»

Habíamos empezado a caminar en dirección a la nave cuando exclamé:

—¡La puerta! ¡Tengo que cerrar la puerta!

Corrí hacia la escuela y me detuve en la puerta de mis dependencias. Aunque parezca absurdo, de repente sentí un hambre voraz. Abrí bruscamente la puerta de la alacena y busqué a tientas: mantequilla de cacahuetes... un cilindro resbaladizo de vidrio... galletas... una caja de cartón brillante. Cerré la puerta de golpe, cogí mi bolso como si estuviera a punto de ir al Monstruo Mercantil, atravesé la puerta tropezando e hice equilibrio con los paquetes hasta que logré meter la llave. Al llegar al porche me detuve, vacilante, preparada para ir hasta la nave, y entoné silenciosamente la plegaria de los viajes. «Querido Dios, acompáñame hasta mi destino. No dejes que corra peligró ni que ponga en peligro a nadie. Amén.» Empecé a bajar los escalones, hice una pausa y exclamé en voz baja: «¡Hasta mi destino y otra vez a casa! ¡Oh, por favor, otra vez a casa!»

¿Alguna vez habéis visto que el espacio se incline para rodearte como se estirarían tus manos para rodear una pecera? ¿Alguna vez habéis visto la Tierra como algo separado, distinto? ¿Habéis visto el color que se hace más intenso y se extiende hasta estallar, convertido en resplandor y oscuridad? ¿Alguna vez habéis salido del contexto en el que se encuentra vuestra identidad y habéis flotado convertidos en nadie más allá del pulso firme de la noche y el día y el ser corriente? ¿Alguna vez, durante un instante fugaz, habéis compartido la mirada de Dios? ¡Yo sí, yo sí!

Y la señora Kroginold y Vincent me acompañaron en la abrumadora maravilla de la partida. No nos habríais visto partir aunque hubierais sabido dónde mirar. Estábamos otra vez envueltos en la opacidad, y la nave volvía a deslizarse hasta convertirse en una nada para cualquier artilugio detector.

—¡Cómo me gustaría caminar en el espacio! —exclamó Vincent, apartando los hombros de la ventanilla, pero sin dejar de mirar hacia fuera—. Papá...

—No. —El tono de voz del señor Kroginold no dio lugar a réplica.

—Bueno, pero sería divertido. —Vincent suspiró. Luego dijo con voz débil—: Mamá, tengo hambre.

—¡Qué pena! —La señora Kroginold lo abrazó—. ¡La hamburguesería más próxima se encuentra a varios kilómetros!

—Toma. —Después de dos intentos frustrados descubrí que aún me quedaba voz. Me arrodillé cautelosamente, ya que éste no era ningún crucero de lujo, y me senté—. Mantequilla de cacahuetes. —La tapa del pote lanzó un chasquido—. Y galletas. —El cartón de la caja produjo un ruido sordo y mi codo crujió cuando estiré el brazo»

—¡Caray! ¡Comida de verdad! —Vincent se dejó caer a mi lado y empezó a forcejear con la tapa del pote—. ¿Con qué la untamos?

—¡Oh! En el bolso tengo una lima de uñas. —Empecé a buscarla y percibí la mirada de sorpresa de la señora Kroginold. Sonreí tímidamente—. Tenía un poco de hambre. —Pero en realidad no era eso lo que me decía mi estómago.

Cuando abrimos el pote de la mantequilla y el aroma de los cacahuetes impregnó el aire, el señor Kroginold y otra persona se acercaron flotando hasta nosotros. Preferí pasar por alto el hecho de que flotaban. Me presentaron al otro joven: se llamaba Jemmy, ¿El Anciano? No me pareció tan mayor. Pero tal vez para ellos «anciano» significaba «sabio». Y él podía aspirar a esa calificación. No parecía tener ninguno de los cabos sueltos que suelo percibir en muchas personas. Era un ser... íntegro.

—Ron se está elevando —dijo el señor Kroginold mientras masticaba una galleta untada con mantequilla. Señaló con la cabeza en dirección al centro de la sala, donde otro individuo observaba atentamente un objeto cuadrado, semejante a una caja.

—Es el amplificador —aclaró Jemmy, como si eso explicara algo—. Eso hace posible que un solo hombre gobierne la nave.

Del panel que se encontraba en el otro extremo de la sala surgió un zumbido.

—¡Ahí está! —El señor Kroginold se encontraba junto a la ventana, mirando atentamente hacia fuera—. ¡Ahí está! ¡Buen trabajo, Ron!

En ese momento Vincent lanzó un grito y levantó los brazos en actitud de protesta. La señora Kroginold lo empujó contra su padre, que lo cogió en brazos y aflojó el cuerpo tenso del niño.

—¿Ves? ¡Ahí está la nave! Tiene un aspecto extraño. Hay algo que no está bien.

—¿Podemos quitar la opacidad? —preguntó Vincent—. Para que él nos vea. Así quizá no se sentirá tan mal.

—¿Jemmy? —lo llamó el señor Kroginold desde el otro extrjq mo de la:nave—. ¿Qué opinas? ¿Sería demasiado grande la impresión que.produciría nuestra aparición?

—No creo que sea peor que el infierno en el que se encuentra ahora —comentó Jemmy—. Así que...

—¡Oh! —gritó Vincent—. Cree que acaba de morir. ¡Cree que somos las puertas del cielo!

—Ésa es una traducción bastante peculiar. —Jemmy nos miró sonriendo—. Pero se pregunta si somos la entrada al más allá. Ron, ¿podemos atracar?

Un instante más tarde se oyó un débil chasquido metálico y la nave vibró ligeramente. Los tres pasajeros nos apretamos contra la ventanilla y observamos al señor Kroginold y a Jemmy que abandonaban la nave. Ambos quedaron rodeados por sus escudos, que captaron la luz y la hicieron girar rápidamente a su alrededor. Pero parecían tan desprotegidos...¡No, no es verdad! Parecían encontrarse a gusto y concentrados en su misión de rescate. De pronto desaparecieron de la vista. Esperamos y esperamos, sin decir nada... al menos en voz alta. Oí un ruido metálico debajo de mis pies. Y un chirrido. Y otra vez una prolongada nada. Finalmente volvieron a aparecer ante nuestros ojos y la luz que salía por nuestra ventanilla brilló sobre una burbuja protectora que los abarcaba a ellos dos y a una figura inerte que sujetaban entre ambos.

—Él todavía piensa que está muerto —informó Vincent en tono solemne—. Se pregunta si debería rezar. No esperaba que apareciera nadie después de su muerte. Pero en general intenta no pensar.

Lo trasladaron hasta el interior y lo tendieron en el suelo. Le quitaron el traje y lo envolvieron con mi manta. Los tres nos reunimos a su alrededor y observamos su rostro tenso. «¡Qué joven! —pensé—. ¡Qué joven!» De pronto abrió los ojos y nos miró, atentamente uno por uno. Al ver a Vincent, quedó boquiabierto y volvió a cerrar los ojos.

—¿Por qué hizo eso? —preguntó Vincent, un poco ofendido.

—Se supone que los ángeles no tienen la boca llena de mantequilla —respondió su madre.

Los tres hombres conferenciaron brevemente. Entonces el señor Kroginold se preparo para salir otra vez de la nave. Esta vez cogió una manta del paquete de rescate que guardaban en la nave.

—Sólo puede dominar el cuerpo —dijo Jemmy, que era nuestro intercomunicador. Enseguida añadió—: Está fuera de su cuerpo, pero ha regresado... —Frunció el ceño—. Ah, son las cintas y los paquetes de instrumentos —explicó al ver que lo mirábamos desconcertados—. Piensa que tal vez podrán estudiarlos y evitar que esto vuelva a suceder.

Se volvió hacia la señora Kroginold.

—Bien, Lizbeth, si pienso en la época en que ibais juntos a la escuela en el cañón, jamás me habría arriesgado a decir que alguno; de los Kroginold llegaría a desempeñarse tan bien. Me arrepiento de haber pensado semejante cosa. ¡Los Kroginold son capaces de hacer cosas buenas!

¡Y Vincent lanzó un grito!

Antes de que pudiéramos volvernos hacia él, un destello enceguecedor iluminó todas las ventanillas como si de repente nos hubieran acuchillado. Tropezamos en medio de una confusión de una pared a otra de la nave hasta que, súbitamente, empezamos a flotar en una oscuridad insondable.

—¡Jake! ¡Oh, Jake! —oí el susurro de la señora Kroginold. Ya continuación su grito—: ¡Jemmy! ¡Jemmy!¿Qué ocurrió? ¿Dónde está Jake?

La luz volvió. Nunca supe cómo. Tampoco supe en ningún momento de dónde surgía.

—¡Los cohetes traseros! —Más que oír su respuesta, la sentí—. Es posible que finalmente se hayan encendido. O tal vez estalló toda la cápsula. ¡Ron!

—Es posible que nos haya agujereado —respondió una voz que jamás había oído—. No. La cápsula ha desaparecido.

—Pero... pero... —La enormidad de lo que acababa de ocurrir embotó nuestros pensamientos—. ¡Jake! —gritó la señora Kroginold—. ¡Jemmy! ¡Ron! ¡Jake está allí fuera!

El grito se interrumpió con la misma rapidez con que surgió. Me acurruqué en el suelo, aterrorizada, levantando los brazos en actitud defensiva, sin taparme las orejas como Vincent, ya que no había nada que oír, para protegerme de los cuerpos que tropezaban conmigo sin ton ni son. Jemmy, Vincent y la señora Kroginold eran como cadáveres que flotaban en un mar invisible. Vincent se acurrucó en un rincón y se convirtió en un bulto pequeño y mudo. Creo que aquel silencio incomprensible me habría vuelto loca si no hubiera sido porque una mano se aferró a una de las mías. Sorprendida, me aparte instintivamente pero volví a estirarme para coger al naufrago desconocido. Él aceptó mi mano y la cogió entre las suyas. Nos abrazamos y nos sentimos aliviados con el consuelo de nuestra mutua compañía.

Entonces lancé una carcajada histérica y de repente caí en la cuenta.

—«Una especie de telepatía» —dije con una risita—. No están muertos, están hablando. Pero las palabras son lentas, ya lo sabes. —Vi la mirada desconcertada del joven—. Y bastante inservibles en una situación como ésta.

Llamé a Ron, que se encontraba en cuclillas junto a la caja del amplificador.

—Se encuentran bien, ¿verdad?

—¿Ellos? —Señaló hacia arriba con la cabeza—. Por supuesto. Se están comunicando.

—¿Dónde está el señor Kroginold? —pregunté—. ¿Podemos abrigar la esperanza de que lo encontraremos?

—Ella está intentando localizarlo —dijo Ron, levantando otra vez la barbilla—. Siente que no está muerto. Tal vez inconsciente. Y si está inconsciente no puede encontrarlo.

—Oh. —El desconocido me apretó la mano. Lo miré. Estaba haciendo un esfuerzo por levantarse. Lo solté y nos acercamos a la ventana gateando, arrastrando la manta con las rodillas. Durante un instante los dos observamos fijamente la oscuridad. Miré las luces que pasaban girando lentamente hasta que volví a orientarme, y me di cuenta de que éramos nosotros los que girábamos. Pero en cuanto me relajé, las luces volvieron a pasar girando lentamente. No supe qué estábamos buscando. No percibía ninguna perspectiva fuera de la nave. Cualquier punto luminoso podría haber estado a años luz de distancia... o podría haber sido un brillo del lado de dentro del cristal contra el que tenía aplastada la nariz... ¿o era el cristal?

Pero al parecer el desconocido sabía lo que buscábamos. De repente grité y retorcí los dedos para zafarme. Él me soltó y señaló la ventana, indicando algo esperanzados.

—¡Ron! —grité, intentando ver lo que veía el hombre—. Tal vez él... ve algo. —Sentí un movimiento por encima de mi cabeza y Jemmy se deslizó hasta el suelo, a mi lado.

—¿Una observación visual? —susurró.

—No lo sé —respondí, también en un susurro—. Tal vez él...

Jemmy apoyó la mano en la muñeca del hombre y enseguida se concentró en un punto del espacio que había llamado la atención de aquél.

—Ron. —Jemmy señaló la ventanilla, y supongo que Ron hizo una señal con la nave, porque fuera todo empezó a girar en otra dirección y capté un destello y un movimiento.

—Ya está, ya está —canturreó Jemmy, como si calmara a un niño ansioso—. Bueno, Lizbeth, ya está.

Todos, salvo Ron, nos apiñamos alrededor de la ventanilla y contemplamos una especie de bulto que avanzaba hacia nosotros.

—Escudo intacto —susurró Jemmy—. ¡Alabado sea el Poder!

—¡Oh, papá, papá! —exclamó Vincent ahogando un grito. La señora Kroginold lo abrazó sin decir una sola palabra.

Entonces Jemmy atravesó la nave y se alejó de nosotros. Vi el brillo de su escudo en el momento en que rodeaba la nave. Lo vi coger el bulto y desaparecer con él. Un instante después volvió a aparecer en la nave y se arrodilló, con el escudo desactivado, junto al señor Kroginold.

La señora Kroginold y Vincent corrieron hacia ellos.

El desconocido tironeó de la manta. Yo levanté las rodillas y él volvió a taparse.

Tuvieron que despegar los brazos del señor Kroginold de la caja de los instrumentos para poder atenderlo. Y el desconocido y yo intercambiamos una sonrisa de felicitación cuando el señor Kroginold abrió los ojos.

Y eso fue todo. Cuando el episodio concluyó, experimenté la misma sensación profunda que tengo cuando acabo de leer un libro apasionante y paso la última página con el deseo deque haya algo más... aunque sea un poco más.

¿Los cabos sueltos? Supongo que quedaron unos pocos. En los días siguientes todos quedaron perfectamente atados.

Sólo unos minutos después de que el señor Kroginold se incorporara y mostrara una tosca sonrisa de satisfacción al ver el paquete que había llevado consigo, Ron comentó:

—Muy oportuno.

Y descendimos en espiral, o eso me pareció, en dirección a la Tierra, mientras Jemmy, con los dedos apoyados en la muñeca del desconocido, se comunicaba con él haciendo que el hombre abriera desmesuradamente los ojos, sorprendido, y me mirara a mí, ¡a mí!, inquisitivamente. Asentí. Bueno, ¿qué otra cosa podía hacer?

Me estaba, preguntando algo y, hasta ese momento, todas las preguntas de esta gente parecían tener una respuesta positiva.

Fue así como lo dejamos, no en las oficinas del FBI en Washington, sino en la puerta misma de una base de lanzamiento de su país. Esperados, suspendidos bajo la opacidad, hasta que la puerta se abrió repentinamente y él desapareció en el interior con la caja de instrumentos, mi manta y todo lo demás.

Mi imaginación vuela al pensar en la recepción que seguramente le brindaron. Sin duda sabían que la cápsula había quedado destruida en el espacio. ¡Y verlo entrar por su propio pie...!

Durante un par de días, el señor Kroginold luchó con el «virus X» sin la ayuda de los médicos de la empresa, y finalmente se reincorporó al trabajo.

Un par de semanas más tarde se trasladaron a otro laboratorio, casi en el otro extremo del país, donde el señor Kroginold podría seguir investigando lo que estaba investigando, fuera lo que fuese.

Y un par de días antes de que se marcharan le entregué a Vincent un regalo de despedida.

Aquella mañana, Vincent apretó los labios y, ruborizado, sacudió la cabeza.

—No puedo leerlo —dijo y empezó a cerrar el libro.

—No puedo creerlo —dije en tono firme, mientras mi exasperación se convertía rápidamente en inspiración. Vincent me miró confundido. Estaba tan acostumbrado a que yo aceptara su dificultad con la lectura que quedó un poco impresionado.

—Pero no puedo —repitió pacientemente.

—¿Por qué no? —le pregunté con brusquedad.

—Tengo un problema —dijo con soltura.

—¿Y qué es lo que ocasiona ese problema? —le pregunté a modo de tanteo.

—Bueno, mi madre dice que cualquier cosa que sugiera una obligación no deseada...

—¿Y cómo sabes que en este libro hay algo así? —le pregunté—. El título no es más que un nombre.

—Pero lo sé —dijo en tono desdichado, inclinando la cabeza mientras con el pulgar pasaba, las páginas del libro.

—Yo te diré cómo lo sabes —le dije—. Lo sabes porque ya has leído el relato.

—¡Pero no lo he leído! —Vincent frunció el ceño—. Usted acaba de dármelo.

—Es verdad —reconocí—. Y tú pasaste las páginas para saber la extensión del relato. Sólo entonces decidiste que no lo leerías... otra vez.

—No comprendo. —En sus ojos brillaba el asombro.

—Vincent —le dije—, leíste todo el relato en el tiempo que te llevó pasar las páginas. Absorbiste una página tras otra y es por eso que sabes que en ellas hay una obligación no deseada. Por eso te niegas a leerlo... otra vez.

—¿Realmente cree que es así? —me preguntó Vincent en tono esperanzado—. Oh, profesora, ¿entonces puedo leer? ¡Me sentía tan avergonzado! ¡Pertenecer al Pueblo y no ser capaz de leer!

—Lo comprobaremos —dije, entusiasmada—. Dame el libro. Te haré algunas preguntas. —Él las respondió una por una.

—¡Puedo leer! —Me arrebató el libro de las manos y lo estrechó contra su pecho—. ¡Oye, Gene! ¡Puedo leer!

—¡Caray! —exclamó Gene, levantando la vista del papel que había extendido en el suelo. Estaba pintando con temperas una imaginativa interpretación de la bienvenida que los indígenas habían brindado a Colón en medio de una jungla de color amarillo verdoso, magenta y rosa chillón—. Yo aprendí a leer en primer grado. ¿Cómo se doblan las patas de un cocodrilo?

—Lo único que tienes que recordar —le dije a Vincent, que me miraba un poco desalentado— es que debes reducir un poco la velocidad y ser un poco menos enfático. —Yo estaba tan contenta como él—. Y pensar en el tiempo que perdí haciéndote repetir las palabras...

—Pero todavía lo necesito. Todavía no sé deletrear manzanas agrias.

El viernes por la noche, cuando los Kroginold vinieron a despedirse, Vincent me dio un regalo de despedida. Estábamos sentados en la penumbra del porche de la escuela. Vincent, compungido por tener que alejarse de Rinconcillo y de Gene, y aún estremecido al saber que podía leer, me regaló uno de sus tesoros. Se trataba de una piedra pequeña, una extraña formación cristalina que al mismo tiempo lograba ser betrioidal. La coloqué en la palma de mi mano y me produjo una extraña sensación de elasticidad, aunque cuando la toqué con el pulgar no me pareció en absoluto flexible.

—Me la trajo mi padre de la luna —me dijo mientras me la entregaba; quedé tan sorprendida que la dejé caer—. Tal vez algún día consiga otra —dijo mientras volvía a dármela—. Pero eso no ocurra, quiero que usted la conserve.

El señor y la señora Kroginold y yo hablamos tranquilamente durante un rato sin mencionar la partida. Los sorprendí un poco cuando les pregunté:

—¿Por qué creen que un desconocido podría transmitir sus pensamientos a Vincent? Quiero decir que, evidentemente, él no percibe el malestar de cualquiera. ¿Creen que tal vez ese hombre pertenecía al Pueblo, como ustedes? ¿Existen personas como ustedes en aquella parte del universo?

Se miraron, desconcertados.

—¡En realidad no lo sabemos! —le respondió el señor Kroginold—. Son muchos los miembros de nuestro Pueblo de los cuales no se supo nada después de la llegada a la Tierra, pero suponemos que todos murieron salvo los que formaron los grupos que viven cerca de aquí...

—Me pregunto si a Jemmy se le ocurrió pensar en esto —reflexionó la señora Kroginold.

Cuando se marcharon, desapareciendo en las sombras de la colina en dirección al LEM, me quedé sentada durante un rato, haciendo girar la piedra lunar entre mis manos. ¡Qué extraño episodio! Tal vez un mes después parecería un sueño lejano y se fundiría con todos los otros recuerdos de mis años como maestra. Pero tenía la impresión de que aquello no había terminado. Conocer seres como los Kroginold y los ¿.más produce en una persona una impresión imborrable. Pensad en lo que fue para ese desconocido...

¿Y qué le estaría ocurriendo al desconocido? ¿Qué explicación habría dado? ¿Lo estaría pasando mal? Jadeé, sobresaltada. Acababa de recordarlo: en una cinta cosida a un ángulo de la manta con la que él se había tapado estaban mi nombré y mi dirección. ¡Si los hubiera descubierto! Y si las cosas se ponían demasiado difíciles para él...

¡Oh, cielos! ¿Y si algún día alguien llama a mi puerta y al abrir...?