POTAJE

Al cabo de un tiempo una se cansa de enseñar. Bueno, no quizá de la enseñanza misma, un mal insidioso que se lleva en la sangre hasta la hora de la muerte. Pero un buen día una mira la hoja escrita que es necesario corregir o se oye a sí misma dando una respuesta a un niño y de pronto un gong golpea en el interior de la mente. Y cada eco de ese gong es un año de la propia vida, otra tropa de niños que pasa por nuestras manos, otra vuelta en una monótona máquina de moler. Se siente miedo entonces. El valor del trabajo no cuenta y la monotonía es como un gusto amargo en la boca.

A veces es posible calmar esta impresión saboreando ese precioso intervalo de seudolibertad entre el momento en que se recibe el contrato para el nuevo año y el momento de la firma. Es posible escapar entonces, pero —por algún motivo-no aprovechamos la ocasión.

Sin embargo, yo me escapé una primavera, abandoné la enseñanza. Decidí no firmar esa vez. Partí en persecución de algo. Excitación quizá, o un sueño maravilloso, un mundo nuevo, resplandeciente y magnífico, que debía de existir en alguna otra parte, pues yo no lo había encontrado aún. Quizás un lugar donde fuese posible empezar de nuevo y no encontrarse otra vez en el mismo horrible callejón sin salida. Abandoné, pues, el trabajo.

Pero en los últimos días de agosto sentí en mí un vacío mayor que el aburrimiento, mayor que la monotonía y la sed de libertad. Me pareció terrible estar a las puertas de setiembre y no preocuparse de que pocas semanas después —mañana-se abrirían las escuelas y sería el primer día de clase. Casi en el último minuto corrí a la agencia de empleos. Por supuesto, ya no podía volver a mi escuela, y además los años que yo había pasado allí eran un factor irritativo en muchos otros sitios.

—Bueno —me dijo el director de la agencia mirando las tarjetas de fin de año escolar, álgebra, economía doméstica, inglés —, siempre queda Bendo. —Hojeó una maltratada carpeta—. Siempre queda Bendo.

Advertí este énfasis, traté de entender su significado, y suspiré.

—¿Bendo?

—Escuela pequeña. Una sola aula. Aldea minera, hasta hace un tiempo por lo menos. Aldea fantasmal ahora. —El hombre suspiró cansadamente y se abandonó a las confidencias profesionales—. Gente fantasmal también. No conservan a una maestra más de un año. Sueldo bajo... vivienda... en la casa de alguien. Ninguna distracción organizada... ninguna vida social. La única población en ochenta kilómetros a la redonda. No hay cinematógrafo. Población escolar: diez niños este año.

—Se parece al pueblo de mi infancia —dije—. Pero había dos aulas en la escuela, y muchas distracciones.

—He estado en Bendo. —El director se reclinó en su silla, con las manos en la nuca—. Comunidad enferma. Gente desgraciada. Nada les interesa. Tienen una escuela sólo porque lo exige la ley. Respetuosos de las leyes al menos. Quizá no les interesa nada que esté fuera de la ley.

—Acepto el cargo —dije rápidamente antes de ponerme a analizar la impresión de que Bendo no era realmente un sitio adecuado para empezar de nuevo.

El director me miró con curiosidad.

—Si está usted pensando en encender la antorcha de las grandes reformas para que Bendo arda de entusiasmo, olvídelo. Muchas magníficas antorchas se han apagado allí.

—No tengo ninguna antorcha —dije—. Francamente, estoy harta de entusiasmos desbordantes, fiestas escolares y diversiones públicas. Bendo me descansará.

—De eso puede estar segura —dijo el director inclinándose otra vez sobre sus carpetas —. El presidente del consejo escolar es Saúl Diemus. Si usted no tiene coche, el único medio para llegar a Bendo es el autobús. Va una vez por semana.

Salí al sol de agosto después de esta entrevista. El calor era abrumador, y la frescura de la agencia se me evaporó de la piel casi con un siseo.

Caminé hasta la plaza y me senté en uno de los bancos de piedra que yo nunca había tenido tiempo de utilizar en mis días de estudiante. Miré la ventana de mi viejo dormitorio, y sentí una breve e intensa nostalgia, no sólo por los años que habían pasado y las esperanzas que habían muerto y los sueños que no se habían cumplido nunca, sino también por la magia especial que yo había encontrado en ese cuarto. Había sido una magia, una verdadera magia, y me había abierto tales perspectivas que durante un tiempo todo me pareció posible, todo realizable, si no para mí al menos para los otros, algún día. Aun ahora, luego de la dilución del tiempo, cuando yo ya no podía creer realmente en esa magia, me resistía a abandonar mi fe. Si esto fuera posible. Si esto por lo menos fuese posible.

Suspiré y me puse de pie. Supongo que todos viven alguna vez un momento mágico, y que todos creen que nadie puede vivir lo mismo. Pero mi momento era diferente. Ningún otro podía haber tenido la misma experiencia. Me reí. Basta de pasado y de sueños, me dije. Bendo y el trabajo me esperaban.

El autobús traqueteante levantaba unas pesadas nubes de polvo ocre que se alejaban como olas, y yo me llevé las palmas de las manos a la cara para respirar un poco de aire limpio. La arena que yo sentía en los dientes y que me invadía la ropa me era bastante familiar, pero yo esperaba que cuando llegáramos a Bendo habríamos dejado atrás esta llanura polvorienta encontrando un poco más de vegetación. Me moví en el asiento anguloso, preguntándome si habría sido diseñado para comodidad de alguien, y en ese momento el autobús frenó bruscamente proyectándome hacia adelante.

Esperamos a que las nubes de polvo levantadas por el autobús nos alcanzaran mientras el penúltimo pasajero, un indio viejo y arrugado, vestido con unas ropas brillantes parecidas a una túnica, recogía lentamente una gastada silla de montar y unos bultos de arpillera, y caminaba a pasos cortos por el pasillo y bajaba al camino desierto.

El motor rugió otra vez y nos alejamos dejando allá atrás una figura desolada en una extensión desolada. Me pregunté adonde iría el indio. Cuántos largos kilómetros lo separarían de su cabaña, en algún cañadón oculto o en un minúsculo oasis.

Corríamos ahora en línea recta hacia las montañas desnudas y rojas que se alzaban en el horizonte. La cinta rectilínea del camino se perdía en la distancia. Suspiré y me moví otra vez en el asiento y el rugido del motor y el cansancio que sentía en los huesos me hundieron en un somnoliento estupor.

Un cambio en el ronroneo del motor me despertó de pronto. Nos detuvimos otra vez, bruscamente. Miré por la ventanilla las nubes de polvo que descendían alrededor de nosotros y me pregunté a qué viajero podríamos recoger allí en medio de la nada. En ese momento se disolvió un telón de polvo y alcancé a leer:

oficina de correos de bendo Garaje y Estación de Servicio Mercería y Ferretería Periódicos La inscripción cubría la fachada de un edificio golpeado por la intemperie, entre dos ruinas de piedras ennegrecidas por el humo. Luego de una inmensidad tan llana era realmente sorprendente ver esas piedras caídas que casi llegaban al camino y que alzaban al cielo sus bordes cubiertos de musgo.

—Bendo —dijo el conductor, desplegando las largas piernas e inclinándose para saltar del autobús—. Fin del viaje. Fin de la civilización, fin de todo.

Hizo una mueca y la máscara de polvo que le cubría el rostro se quebró en atractivas líneas de sonrisa.

Yo también sonreí.

—Pequeño, ¿no es cierto?

—Era más grande antes. Aunque de poco sirve eso ahora. Un verdadero centro minero en otro tiempo. —Mientras el hombre hablaba vislumbré unos edificios arruinados en las faldas de las colinas rocosas, sembradas de bloques de piedra—. Mi padre conoció el pueblo en su infancia. Hace mucho tiempo había agua aquí y el pueblo se alzaba en el recodo del rió.

—¿Por eso se llama así?

—No sé. Quizás hubo alguien que se llamaba Bendo —gruñó el conductor mientras desataba las correas que sostenían mi equipaje en el techo del autobús.

—Oh, ¡hola! —gritó de pronto.

Me volví y me encontré con un hombre alto, corpulento... y viejo. Más viejo que su cara, de una vejez que no correspondía a sus años, pues era joven en realidad, casi tan joven como yo. Tenía una cara severa y triste, de rasgos inmóviles, y las manos tiesas, apretadas contra el pecho, sostenían un sombrero de fieltro.

En esa breve pausa, antes que el hombre me preguntase: —¿La señorita Anderson? —me sentí como ante esa gente profundamente religiosa que no ve en Dios sino una entidad implacable y vengativa, irritada por la indignidad del hombre, y que espera un momento de descuido para golpearlo y abandonarlo en el pecado. Me pregunté por qué Dios se habría apoderado de él tan cruelmente. Me sorprendí respondiendo: —Sí. ¿Cómo está usted? —El hombre me tocó apenas la mano diciéndome: —Saúl Diemus —y volvió su atención hacia mis dos grandes valijas y mi fonógrafo.

El señor Diemus se alejó arrastrando los pies. Parecía que tenía pocas ganas de hablar y lo seguí sin decir nada. Yo no había esperado encontrarme con un comité de recepción, pero los niños tenían que haber cambiado mucho desde mi infancia, pues de otro modo la curiosidad por conocer a la nueva maestra debía de haber atraído por lo menos a un par de ellos. Nos alejamos en silencio de la carretera y de la oficina de correos y pronto doblamos la rocosa falda de una loma. Miré la otra orilla del cauce seco y la calle tortuosa: el barrio residencial de Bendo. Me detuve en el gastado puente de madera y miré alrededor atentamente. Bendo nunca sería para mí lo que era entonces. La familiaridad borraría algunos contornos y destacaría otros, y nunca vería el pueblo como cuando ignoraba quién vivía detrás de todas esas puertas desnudas.

Las casas estaban diseminadas en desorden por las faldas de las lomas y unos toscos escalones de piedra descendían hasta el camino que corría paralelamente al cauce seco del río. Eran realmente casas, y no cabañas, pero los años habían golpeado los muros despintados que se confundían ahora casi perfectamente con el escenario desértico. En todos los patios de delante crecían unas plantas, pero parecían haber sido sembradas tan tímidamente y florecían tan escondidas que podían haber sido muy bien macizos fortuitos de vegetación natural.

Ese culto del anonimato...

—La escuela...

Yo no había visto el rápido movimiento de la mano.

—¿Dónde?

Nada a mi alrededor se parecía a una escuela.

—En el codo del cauce.

Miré en la dirección que me indicaba el señor Diemus y vi de pronto, en la uniformidad del paisaje, un campanario que alcanzaba apenas la cima de la colina a la salida del pueblo, y un mástil al lado, fino como un lápiz. El señor Diemus se enderezó y dijo trabajosamente:

—La escuela está en el sitio más bonito de aquí. Hay un manantial y árboles... —Se quedó sin palabras y me miró como buscando algo que pudiese interesarme—. Tendrá usted diez niños, desde el primer grado elemental hasta el segundo año del bachillerato. Nadie sino usted mandará en la escuela. No tendrá que rendir cuentas a nadie. Tome las medidas que crea usted necesarias para asegurar la disciplina. No consentimos a nuestros niños. Enséñeles lo que deben saber. No canse a los padres con razones y explicaciones. La escuela es suya.

—Ya usted le gustaría librarse pronto de ella, y de mí también —le dije sonriendo.

El señor Diemus me miró sorprendido.

—La ley dice que es necesario instruirlos —replicó, poniéndose otra vez en marcha—. Instrúyalos entonces.

Lo seguí, sumisa, pensando con cierto malestar qué ocurriría si yo le preguntase por qué se odiaba a sí mismo, y por qué odiaba el mundo y aun —oh, apenas me atrevía a pensarlo-a los niños que yo iba a «instruir».

—Vivirá usted en mi casa —dijo el señor Diemus—. Nos sobra un cuarto.

Siguió un largo y penoso silencio, pero no se me ocurrió nada y callé. Pasé mi maleta de una mano a otra y clavé los ojos en el sendero donde las piedras sueltas y la grava protestaban con cada uno de nuestros pasos. Me pareció que el señor Diemus trataba de pisar ruidosamente. Pero a pesar del eco amplificado que venía de las lomas ninguna puerta se abrió, ninguna cara se apretó a una ventana, y sentí un verdadero alivio cuando oí de pronto el cloqueo feliz y descuidado de unas gallinas que rascaban en la arena dura.

Me acurruqué a oscuras en la cama estrecha tratando de calmar el malestar que sentía en el estómago. La comida no había sido mala —yo la había encontrado aceptable—, pero sí lúgubre. La tristeza parecía estar colgada en festones del cielo raso y el infortunio se había sentado casi visiblemente a la mesa.

Yo había tratado de decirme que me sentía desanimada por la fatiga del viaje, pero había mirado a mi alrededor y había visto una paciencia desesperanzada marcada en los rostros de los adultos y que comenzaba a asomar —débil, pero indiscutiblemente-en los rostros de los niños. Dos niños habían cenado con nosotros. Sarah, de nueve o diez años, y Matt, un adolescente, los dos demasiado silenciosos, demasiado formales, demasiado dueños de sí mismos, que no habían apartado los ojos del plato.

La comida me bajó al estómago en grandes bocados y allí luchó ásperamente con el café que llegó en largos tragos.

Habían pasado horas, penosas, interminables, y la comida se resistía aún a ser digerida.

Al día siguiente yo podría incorporarme a la rutina de la escuela, pues enseñar a los niños era enseñar a los niños, siempre, allí o en otra parte. Quizá pudiese entonces convencer a mi estómago de que todo estaba bien, y comenzar la tarea de deshelar a esos niños paralizados y artificiosos. Por supuesto, quizás eran pequeños demonios fuera de sus casas, como es a menudo el caso. De cualquier modo, yo sentía ya, afortunadamente, la emoción familiar de los primeros días de setiembre.

Me moví otra vez en la cama, y en seguida, endureciendo el cuello, alcé la cabeza de la almohada para oír mejor.

Era un murmullo, un siseo intermitente. Alguien susurraba en la habitación de al lado. Me senté y escuché sin vergüenza. Yo sabía que el cuarto de Sarah estaba junto al mío, ¿pero quién hablaba con ella? Al principio no alcancé a oír sino palabras truncas. Poco después se me agudizaron los oídos o las voces se hicieron más altas.

—... ¿y oíste tú cómo se reía? ¡Reírse así en la mesa! —Hubo un rápido murmullo y luego unas palabras a media voz—: Se le arrugaban los ojos y se reía.

—Las otras maestras se reían también.

La voz grave e insegura debía ser de Matt.

—Sí —murmuró Sarah—, pero sólo al principio. Oh, Matt. ¿Qué nos pasa? Las personas de los libros se divierten. Se ríen y corren y saltan, y hacen muchas cosas graciosas y nadie... —Sarah hizo una pausa, titubeando—. Nadie dice que es malo.

Son sólo historias —explicó Matt—. No es la vida real.

¡No lo creo! —exclamó Sarah—. Cuando crezca me iré de Bendo. Iré a ver...

¡Irte de Bendo! —interrumpió Matt con una voz dura—. ¿Separarte del Grupo?

No oí la réplica de Sarah, y sentí de pronto como si mi pie no hubiese encontrado un escalón. Y mientras trataba de recobrar el aliento, las visiones, los sonidos y olores del viejo dormitorio me abrumaron inundándome. Me dominé. No había sido más, sin duda, que un giro de lenguaje. Esta mísera y desolada tristeza no podía tener relación con aquella magia...

—¿Dónde está Dorcas? —preguntó Sarah como si ya conociese la respuesta.

—Castigada. —La voz de Matt era dura, poco infantil—. Saltó.

—¡Saltó!

—Por encima de la baranda del porche. Hasta el camino. Papá la vio. Creo que lo hizo a propósito. —Matt hablaba ahora con una voz desafiante—. Algún día cuando yo crezca saltaré también, por encima de cualquier cosa, aun por encima de la casa. Delante de papá.

—¡Oh, Matt! —El grito de Sarah había sido de horror y de admiración—. ¡No lo harás! No delante de papá.

—Sí, saltaré —replicó Matt—. Saltaré porque... —Se interrumpió bruscamente—. Sarah —continuó—, ¿me puedes decir por qué razón es malo saltar? No hace daño a nadie. No es feo. No hay ninguna ley...

—¿Dónde está Dorcas? —La voz de Sarah era casi inaudible—. ¿En el sótano, de nuevo?

—Sí —dijo Matt—. En la oscuridad, a pan y agua. Para que se sienta como un animal perseguido. Un animal que los otros odian.

La voz amarga del niño subrayó las palabras.

—Ves —murmuró Sarah—. ¿Ves?

Hubo un silencio y luego oí una puerta que se cerraba suavemente y la leve vibración del piso cuando Matt pasó frente a mi cuarto. Me acosté de espaldas, con los ojos fijos en el techo. ¿Qué sombra pesaba sobre esta casa, esta comunidad? Niños asustados que murmuraban en la noche. Niños rebeldes encerrados en sótanos para que aprendieran cómo se sienten los animales perseguidos. Y un Grupo... No, era imposible. Sólo el recuerdo reciente de mis años de colegio podía haberme sugerido que esta pesada sombra era de algún modo el reverso de la moneda dorada que me había mostrado Karen.

Me sentí desfallecer cuando vi la escuela. Era una de esas monstruosidades de principios de siglo. Había sido construida para una población próspera, pero ahora todas las ventanas del piso superior estaban tapiadas con tablones y no se las utilizaba, aparentemente, desde hacía mucho tiempo. El piso bajo estaba vacío también, excepto dos habitaciones, pero era evidente que una sola hubiera bastado para el puñado de niños que esperaba en silencio junto a la puerta. No sólo el edificio había sido abandonado. El patio era una extensión vacía, de extremo a extremo, sin hierbas o árboles, o instalaciones de juegos. Había sin embargo un monte espeso detrás de la escuela, y un brillo de agua en el fondo del cañón.

¿No hay toboganes? —pregunté a los tres niños que me escoltaban—. ¿No hay columpios?

¡No! —exclamó Sarah con tristeza y sorpresa.

Matt le echó de reojo una mirada de advertencia. —No —dijo—, no nos hamacamos ni nos deslizamos por el tobogán. No nos columpiamos. Me sonrió débilmente.

—¡Qué lástima! —dije —. ¿Se gastó todo? ¿La escuela no puede comprar otros aparatos?

—No nos hamacamos, no nos columpiamos, no jugamos en toboganes. —La sonrisa de Matt había desaparecido—. No nos interesa.

No hay nada tan categórico e incontestable como esta última afirmación, excusa de todo tipo de omisiones, pero yo nunca la había oído aplicada a juegos infantiles. No pude pensar en una respuesta más inteligente que «Oh», de modo que no dije nada.

Me sentí durante toda la semana como si estuviese vadeando un lago de jalea o tratara de alzar por encima de mi cabeza un enorme colchón de plumas. Recurrí a todas las estratagemas para despertar el interés de la clase, en cualquier cosa. Los niños eran corteses y sumisos, pero también apáticos, y de una resignada paciencia.

Al fin, poco antes de la hora de salida, el viernes, me incliné desesperada sobre el pupitre.

—¿Nada os gusta? —imploré—. ¿Nada os divierte? Hubo un pesado silencio y Dorcas Diemus abrió la boca. Vi que Matt lanzaba un puntapié rápido y amenazante a la pata del pupitre. La niña cerró la boca.

—Yo creo que la escuela es divertida —dije—. Creo que podemos disfrutar de muchas cosas. Quiero que me gusten las clases, pero esto no es posible si no os gustan a vosotros.

—Aprendemos —dijo Dorcas rápidamente—. No somos estúpidos.

—Aprendéis —reconocí—. No sois estúpidos. ¿Pero a ninguno le gusta la escuela?

—A mí me gusta —cantó la vocecita de Martha, la más pequeña de mis alumnas—. ¡Es divertida!

—Gracias, Martha —dije—. Y a todos los demás —los miré poniendo cara de enojo-les gustará también, ¡aunque tenga que convencerlos a golpes!

Observé consternada que los niños se encogían en sus asientos y se miraban con miedo. Pero antes que yo pudiera dar una explicación, Matt se echó a reír y Dorcas lo imitó en seguida. Sonreí satisfecha al oír que las risas titubeantes y agudas se extendían por la sala, pero vi de pronto que Esther, una niña de diez años, se enjugaba las lágrimas con una mano temblorosa. Lágrimas... ¿de risa?

Aquella noche me volví y revolví en la cama, casi demasiado cansada para dormir, preocupada, pensando. ¿Qué había quebrado la vida de estas gentes? Eran sanos, eran hermosos —recordé la curva perfecta de la mejilla de Martha junto a la ventana, la gracia expresiva de las cejas de Dorcas—, tenían comida, ropa y casas adecuadas, y sin embargo, no eran lo que debían haber sido. Yo había visto más alegrías y placer y entusiasmo en niños nómadas que vivían en casas de cartón prensado y que se lavaban —cuando se lavaban-en los canales y comían cualquier cosa comestible, pero sonreían aun con eccemas o llagas en los labios.

¡En cambio estos niños sin vida...! Recé distraídamente y esa noche dormí mal.

Un mes después las cosas habían mejorado un poco, muy poco. Por lo menos había menos tensión en la clase. Y descubrí que no tenían prejuicios profundos contra las plantas, y cultivamos algunas en los alféizares anchos, brotes que traíamos del manantial o que crecían entre los árboles. Y en unas jarras guardamos pececitos del arroyo, y en una caja con barro, un sapo que sólo despertaba para comerse las hormigas que le llevábamos a la hora del almuerzo. Y cantábamos, en alta voz y con entusiasmo, y —milagro de milagros-sin una nota desentonada en toda la clase. Pero no cantábamos Subir, subir al cielo o ¿Te gusta subir en un columpio? Cuando yo entonaba estas canciones los niños enrojecían, inquietos, y bajaban los ojos.

Habíamos discutido a propósito de esa costumbre que tenían de arrastrar los pies.

—Levantad los pies, por favor —les dije irritada una mañana, ya harta del chu, chu, chu de las idas y venidas—. Parece que tuvierais pies de plomo.

Timmy, que estaba más animado esa mañana, se mordió cabizbajo una uña.

—No puedo —dijo—. No debo.

—¿No debes? —Olvidé momentáneamente la circunspección con que yo había tratado hasta entonces a estos niños asustadizos como ratones —. ¿Por qué no? No hay razón en el mundo que te impida caminar sin hacer ruido.

Matt miró tristemente a Miriam, mi única alumna de bachillerato. La niña apartó los ojos y se mordió los labios, perturbada. Al rato se volvió y dijo:

—Es la costumbre en Bendo.

—¿Arrastrar los pies? —Yo estaba a punto de perder la paciencia—. ¿Por qué motivo?

—Así lo hacemos todos en Bendo.

No había enojo en la defensa de la niña, sólo resignación.

—Quizá lo hagáis en vuestras casas —dije—, pero aquí en la escuela hay que levantar los pies. Además, hacéis mucho ruido.

—Pero es malo... —comenzó a decir Esther.

La mano de Matt la obligó a callar.

—El señor Diemus me dijo que en la escuela mando yo —continué—. Dijo que no molestara a vuestros padres con los problemas de la escuela. El problema ahora es que hacéis mucho ruido mientras otros tratan de trabajar. En el salón de clase, por lo menos, hay que caminar sin hacer ruido y levantando los pies.

Los niños consideraron solemnemente esta sugestión y se volvieron hacia Matt y hacia Miriam en busca de consejo. Los dos niños mayores asintieron y volvimos al trabajo. En los minutos siguientes vi con asombro cómo los niños iban inútilmente de un extremo a otro de la clase, levantando los pies, sonriéndose y mirándose a hurtadillas como si esos desplazamientos fuesen toda una aventura, algo difícil y delicioso a la vez. Yo estaba perpleja. Recordé entonces que no sólo los niños de Bendo arrastraban los pies sino también los adultos, como si temiesen perder contacto con la tierra, como si... Meneé la cabeza y continué mi lección.

Antes de mediodía, sin embargo, el interminable chu, chu, chu de los pies había empezado otra vez. El hábito dominaba a los niños. Clasifiqué mentalmente el sonido como incurable y crónico, y no insistí.

Suspiré mientras observaba a los niños que salían para el almuerzo. Me había parecido al principio que aprovecharía ese lujo sin precedentes de una hora destinada al almuerzo para irse todos a sus casas. El campanario era visible desde la mayoría de las casas del pueblo. No obstante, los niños traían a la escuela unos emparedados secos y unas manzanas poco atractivas en apretados saquitos de papel. Al mediodía, sin decir una palabra, desaparecían con sus pasos arrastrados entre los árboles.

Todo es apagado aquí, pensé. Hasta el sol es débil cuando inunda las lomas y los cañadones. No hay alegría, no hay risas. No hay boberías infantiles, ni tonterías adolescentes. Sólo niños silenciosos y resignados.

No acostumbro espiar a mis alumnos, pero se me ocurrió que quizás estos niños eran diferentes cuando estaban lejos de mí y de sus padres. De modo que volví a las doce y media de un almuerzo adecuado, pero monótono, en casa de los Diemus, dejé atrás la escuela y me metí entre los árboles apartando con precaución los matorrales hasta que pude asomarme a una roca musgosa y mirar a los niños.

Algunos se habían tendido en la hierba escasa y corta, con las manos bajo las cabezas, mirando con ojos entornados el cielo brillante entre el follaje. Esther y la pequeña Martha buscaban semillas y les contaban los dientes. Sonreí recordando que yo había hecho lo mismo.

—Soñé anoche. —La afirmación de Dorcas fue como un desafío en el pesado silencio—. Soñé con la Morada.

Me sobresalté, y Martha gritó horrorizada:

—¡Oh, Dorcas!

—No es nada malo —dijo Dorcas con las mejillas encendidas—. ¡Hubo una Morada! ¡Sí! ¡Sí! ¿Por qué no podemos hablar de la Morada?

Escuché ávidamente. Esto no podía ser una coincidencia, un Grupo y ahora la Morada. Tenía que haber alguna relación... Me apreté contra la roca rugosa.

¡Es una cosa mala! —gritó Esther—. ¡Te castigarán! Está prohibido hablar de la Morada.

¿Por qué? —preguntó Joel y pareció que lo pensaba por primera vez, como suele ocurrir a los trece años. Se sentó lentamente—. ¿Por qué está prohibido?

Hubo un silencio breve y tenso. —Yo también sueño a veces —dijo Matt—. Sueño con la Morada, y todo está bien entonces.

¿Quién no soñó? —preguntó Miriam—. Todos soñamos, ¿no es cierto? Aun nuestros padres. Cuando mamá ha soñado se le ve en los ojos.

¿Nadie se preguntó alguna vez por qué está prohibido? —insistió Joel—. Sólo nos dicen que es malo.

—Me parece que es una cosa de hace mucho tiempo —dijo Matt—. Algo que pasó cuando llegó el Grupo...

—No deben de ser sueños —declaró Miriam-porque yo no necesito estar dormida. Creo que son recuerdos.

—¿Recuerdos? —preguntó Dorcas—. ¿Cómo podemos recordar algo que no conocimos?

—No sé —admitió Miriam—, pero me parece que es así.

—Yo recuerdo —dijo espontáneamente Thalita, que nunca decía nada espontáneamente.

—Cállate —murmuró Abie, la penúltima en edad, que hablaba siempre en un murmullo.

—Yo recuerdo —repitió Thalita, obstinada—. Recuerdo un vestido que era muy pequeño, y la mamá lo estiró para que fuera bastante largo y el vestido se quedó así. Después estiró la cintura para que fuese bastante grande y la niñita se lo puso y se fue volando.

—Bah —dijo Timmy, desdeñoso—. Yo recuerdo más. —Se le inmovilizó la cara y se le agrandaron los ojos—. La nave era alta como una montaña y la gente entró por la puerta que era alta, alta, y no tenía una escalera. Después aparecieron las estrellas grandes y brillantes, no pequeñitas como las de aquí.

—¡La nave voló demasiado rápido! —Abie hablaba ahora, con una animación que yo no le conocía—. El aire calentó la nave y la niñita murió antes que los botes dejaran la nave.

El niño se encogió de pronto y se apoyó en Thalita, sollozando.

—¡Ya veis! —Miriam alzó triunfante la barbilla—. To dos soñamos... Quiero decir, ¡todos recordamos!

—Creo que sí —dijo Matt—. Recuerdo. Es subir, Thalita, no volar. Subes y subes todo lo que quieras y nunca tienes que tocar el suelo. ¡Nunca!

Matt dio un puñetazo en el suelo rojo.

—Y también puedes bailar en el aire —suspiró Miriam—. Más libre que un pájaro, más liviano que...

Esther se puso rápidamente de pie, pálida, aterrorizada.

—¡Basta! ¡Basta! ¡Es una cosa fea! ¡Es una cosa mala! ¡Se lo diré a papá! Está prohibido soñar, o volar, o bailar. ¡Os moriréis!

Joel se incorporó de un salto y apretó el brazo de Esther.

—¿Podemos estar más muertos? —gritó sacudiéndola brutalmente—. ¿Llamas a esto estar vivo?

En seguida se encorvó temerosamente y dio algunos pasos en el claro, arrastrando los pies.

Regresé a la escuela corriendo como una posesa, parpadeando para enjugarme las lágrimas, sin querer reconocer que estaba llorando, llorando por esos pobres niños que buscaban desesperados algo que estaba dentro de ellos. ¿Por qué esa negación tan rigurosa? Si ellos eran lo que yo pensaba... Y tenían que serlo. ¡Tenían que serlo!

Tomé la cuerda de la campana y tiré con todas mis fuerzas. La campana se movió como de mala gana y llamó. La una, ¡la una!

Miré cómo volvían los niños con pasos arrastrados y lentos.

Aquella noche empecé una carta.

Querida, Karen:

Pues sí, luego de tantos años. ¡Oh, Karen! ¡He encontrado a otros! ¡Otros del Pueblo! ¿Recuerdas cómo deseabas saber si otros Grupos habían sobrevivido a la Travesía? Bueno, ¡encontré un Grupo entero! Pero es un Grupo enfermo y desgraciado. Se te haría pedazos el corazón, si los vieses. Si pudieses venir y ponerlos en el verdadero camino...

Dejé la pluma. Miré las líneas que yo había escrito y luego arrugué lentamente la hoja de papel. Éste era mi Grupo. Yo lo había encontrado. Sí, se lo diría a Karen, pero más tarde. Luego que... bueno, luego que yo tratara de ponerlos en el verdadero camino, a los niños por lo menos.

Al fin y al cabo, yo sabía algo de sus posibilidades. ¿No me había hablado Karen secretamente en aquellas horas mágicas, en nuestro dormitorio, atraídas las dos por una mutua simpatía que parecía más fuerte que esos lazos que unen a las compañeras de cuarto, y no me había contado cosas que ningún extraño debía haber oído? Y cuando al fin yo se lo contara a Karen, y pusiera al Grupo en sus manos, quizá como un don precioso, entonces yo podría sentir que le devolvía algo de ese mundo maravilloso que ella me había abierto.

Sí, pensé tristemente, nada da una buena porción de confianza como una buena porción de ignorancia. Pero haré todo lo posible... desesperadamente. Quizá si puedo sacar de la prisión a algún otro, entonces mis propias barreras... Tiré la hoja de papel al cesto.

Pero pasaron varias semanas antes que me decidiese a mostrar a los niños, de una manera o de otra, que yo sabía algo de ellos. Era una situación tan extraordinaria, si yo no me había equivocado. Y si me había equivocado, ¿qué clase de locura sospecharían de mí?

Cuando al fin apreté los dientes y me juré a mí misma que haría algo, me temblaban las manos y el aliento se me había quedado en la garganta seca.

—Hoy —dije con un esfuerzo—, es viernes. —Los niños recibieron con un silencio caritativo esta sabia revelación—. Hemos trabajado durante toda la semana, de modo que hoy nos divertiremos. —Los niños se movieron en sus asientos, inquietos, contentos, y temerosos a la vez. Pobres niños, mis «diversiones» eran para ellos mucho más penosas que cualquier tarea escolar. Pero algunos aprendían ya a disfrutar de ellas. ¡Hasta la misma Martha había aprendido a saltar a la cuerda!

—Primero los monitores distribuirán las hojas de composición.

Esther y Abie corrieron de un lado a otro con los papeles, y los afilalápices trabajaron afanosamente. En esto los niños no se diferenciaban de otros y les sacaban punta a los lápices con el menor pretexto.

—Ahora —dije, y se me cerró la garganta—, vamos a escribir. —Esta obvia observación fue aceptada con indulgencia, aunque Miriam me miró sorprendida antes de inclinar la cabeza, de modo que el pelo le cayó sobre la cara—. Hoy quiero que todos escriban sobre lo mismo. Éste es el tema.

Aliviada, di la espalda a las miradas expectantes de los niños y escribí lentamente con letras mayúsculas:

RECUERDO LA MORADA Oí las respiraciones entrecortadas de Miriam y Thalita y luego el rápido susurro que informaba a Abie y a Martha. Oí el grito alborotado de Esther y me volví lentamente apoyándome en el pupitre.

—Hay tantos recuerdos hermosos de la Morada —dije en el tenso silencio—. Tantas cosas maravillosas. Y aun los recuerdos tristes son mejores que el olvido, pues la Morada es buena. Decidme lo que recordáis de la Morada. Joel y Matt se pusieron de pie simultáneamente.

¡No podemos!

¿Por qué no podemos? —gritó Dorcas—. ¿Por qué?

¡Es una cosa fea! —gritó Esther—. ¡Una cosa mala!

¡No es nada de eso! —chilló Abie—. ¡No es nada de eso!

—No podemos. —Miriam se recogió el pelo con unas manos temblorosas —. Está prohibido.

—Sentaos todos —dije dulcemente—. El día que llegué a Bendo el señor Diemus me dijo que os enseñara lo que fuese necesario. Tengo que enseñaros que recordar la Morada es una cosa buena.

¿Por qué entonces los mayores no piensan así? —preguntó Matt lentamente—. Nos dicen que no hablemos de eso. No hay que desobedecer a los padres.

Sí —admití—, es cierto, pero esto es también muy importante. Si os parece, lo guardaremos como un secreto entre nosotros. El señor Diemus me dijo que no los moleste con razones o explicaciones. Yo hablaré con vuestros padres cuando llegue la hora. —Hice una pausa para tomar aliento y desembarazarme de una visión en la que yo dejaba el pueblo envuelta en una nube de polvo seguida de cerca por una tropa de padres furiosos—. Bueno, a trabajar —dije bruscamente—. Recuerdo la Morada.

Hubo un pesado momento de indecisión, y contuve el aliento, preguntándome de qué lado se inclinaría la balanza. Y luego... Seguramente todos querían hablar y afirmar la maravilla del pasado, pues si no no hubiesen capitulado tan pronto. Las cabezas se inclinaron hacia adelante y los lápices corrieron sobre el papel. Sólo Martha se quedó cabizbaja y mirando la hoja con una expresión de tristeza.

—No conozco bastantes palabras —se quejó—. ¿Cómo se escribe toólas?

Y Abie borró trabajosamente hasta agujerear el papel y chupó otra vez la punta del lápiz.

—¿Por qué tú y Abie no hacéis algunos dibujos? —sugerí—. Una pequeña historia con láminas y luego podríamos juntar las páginas como en un verdadero libro.

Miré al grupito silencioso y ocupado y sentí que se me doblaban las rodillas. Me sequé las palmas húmedas y me recliné en la silla. Advertí, lentamente, que había una nueva atmósfera en la sala de clase. La tensión intolerable, la contención inconsciente, esa prudencia, esa vigilancia, ese sentimiento de culpa provocado por el deseo de lo prohibido se habían desvanecido del todo.

Una oración de acción de gracias creció en mí. Se transformó rápidamente en un ruego de misericordia cuando entreví de pronto lo que podía ocurrirme si los padres me descubrían. ¿Cuánto duraban ya esta negación y este renunciamiento, esta ocultación y este miedo cuidadosamente alimentado? De acuerdo con lo que Karen me había dicho podían haber pasado más de cincuenta años, bastante como para marcar a tres generaciones.

Y allí estaba yo tratando de que las llamas consumiesen un pequeño mundo. Luego de esta oscura metáfora enderecé mis piernas débiles y me puse de pie. Caminé hacia arriba y abajo, entre los pupitres, sin que nadie me prestara atención, apartándome para dejar pasar a Joe que corría al estante en busca de más papel, inclinándome sobre Miriam y maravillándome de que ella hubiera empleado sus pasteles y de que una parte de su composición fuese en colores. Y los colores me hablaban de algo que el lápiz negro no podía expresar, aunque yo nunca había visto esas formas.

Los niños se fueron, felices y excitados, charlando y riéndose hasta que llegaron a los límites del patio de la es-cuela. Allí las risas y las sonrisas murieron, y las caras fueron otra vez graves, y los pies se arrastraron pesadamente. Suspiré y examiné las composiciones. Allí estaba el librito de Abie. Lo hojeé, tomé aliento y lo examiné atentamente.

¿Un niño había dibujado todo esto? Seis páginas, seis páginas acabadas que parecían de un adulto. Efectos de pastel que yo no había visto nunca, imágenes que contaban una historia claramente y en voz alta.

Estrellas que llameaban en un cielo negro, y la delgada aguja de una nave, como una nota en la oscuridad.

La vasta curvatura de la Tierra, verde y cubierta de nubes, sobre un fondo negro. Una línea rosa en el vientre de la nave: la fricción de la atmósfera. Toqué el resplandor con un dedo. Yo casi podía sentir el calor.

Dentro de la nave, dolor y sufrimiento, una lucha heroica, cuerpos amontonados y caras quemadas. Un niño en brazos de su madre. Luego un enjambre de diminutas formas afiladas que salían del vientre de la máquina. Y el último chillido de incandescencia mientras la nave se volatilizaba en el aire cada vez más denso.

Apoyé la cabeza en las manos y cerré los ojos. ¿Todo esto, todo esto en los sentimientos de una criatura? Pues Abie sabía. Conocía el calor, la lucha, la muerte y la huida. No era asombroso que Abie hubiese dibujado encorvado, murmurando entre dientes. La memoria racial era realmente una moneda de dos caras.

Sentí una dolorosa aprensión. Quizá me había equivocado al permitir que recordara tan vividamente. Quizá yo no hubiera debido...

Me volví a las hojas de Martha. Eran unos dibujos delicados, casi aracnoides, de un animalito velludo (¿toólas?) que anidaba en una hamaca suspendida, guardaba frutos en un cesto de hojas, y vivía en compañía de un pájaro. Un pájaro realmente de otro mundo. La mayor parte de la historia de Martha se me escapaba, pues en los niños de esta edad —más que en todos los otros-el arte es un movimiento de símbolos, y como no teníamos puntos comunes de referencia, había muchas cosas que yo no podía interpretar. Pero todo este librito era alegre y luminoso.

Y ahora, las historias...

Alcé la cabeza y parpadeé a la luz del sol poniente. Yo había leído todas las composiciones, excepto la de Esther. La escritura de Esther, confusa, de patas de mosca, me hizo advertir que caía la noche y descubrí que yo estaba temblando en el cuarto en sombras, y que la vieja estufa de leña se había apagado.

Guardé lentamente las hojas en el cajón de mi pupitre, titubeé y tomé la de Esther. La leería en mi cuarto. Me puse el abrigo y dejé la escuela pensando continuamente en las composiciones de los niños. Y de pronto tuve ganas de llorar, de llorar por las maravillas que eran ahora sólo un recuerdo. Por la herencia de talentos y dones que tenían estos niños, pero que no podían utilizar. Por los sueños realizados que les estaban vedados. Por la nostalgia que yo había descubierto en todas esas líneas escritas, la nostalgia de estos tristes exiliados alejados desde hacía tres generaciones de todo conocimiento material de la Morada.

Me detuve en el puente y me apoyé en la balaustrada envuelta en las primeras sombras de la noche. Sentí de pronto una creciente nostalgia. Así debía haber sido el mundo, así podía haber sido sólo si...

Cuando entré en la cocina, mis lágrimas eran ya algo tan secreto como las emociones de la señora Diemus, que alzó los ojos y me miró sin interés.

—Buenas noches —me dijo—. Le he guardado la cena.

—Gracias. —Me estremecí convulsivamente—. Hace frío.

Me senté aquella noche en el borde de la cama, dejando que el recuerdo de las composiciones me inundase, tratando de unir los fragmentos que hablaban de la Morada. Y comencé entonces a maravillarme. Los recuerdos de todos parecían ser tan felices... Timmy había escrito: La nave brillante alta como una montaña y más rápida que dos aviones, y Dorcas, sin preocuparse de la concordancia de los tiempos y como si el ayer no se distinguiese del hoy: Las flores eran como luces. Las noches no son muy oscuras porque las flores brillan mucho y cuando salía la luna los bréeos cantan y la música caía sobre uno como la lluvia, pero menos triste. Y las líneas anhelantes de Miriam: El día de la Reunión hubo una gran fiesta. Todos tenían hermosos trajes y las muchachas se habían puesto flahmens en el pelo. Las flahmens son flores, pero también buenas para comer. Y si una muchacha siente que le canta el corazón por un muchacho comen una flahmen juntos y ya no se separan nunca.

Si todos los recuerdos eran felices, ¿por qué los adultos los ahogaban con tanta dureza? ¿Por qué ese palio de infelicidad sobre todas las cosas? No es posible lamentar eternamente la pérdida de una nave. ¿Por qué un sótano para todos los niños desobedientes? ¿Por qué toda esa miseria y frustración si eran capaces de llevar a cabo la mitad por lo menos de lo que describían las composiciones —con términos técnicos que yo no entendía del todo-de Joel y Matt, y transformar a Bendo en un paraíso?

Tomé la hoja de Esther. Temía leerla. Mientras los otros escribían rápidamente Esther se había pasado casi todo el tiempo con la cabeza hundida en los brazos, cruzados sobre el pupitre. De cuando en cuando garrapateaba una línea o dos como si estuviese haciendo algo vergonzoso. Sólo ella, entre todos los niños, parecía no encontrar ningún consuelo en esos recuerdos.

Alisé la hoja en mi regazo.

Recuerdo, había escrito Esther. Teníamos sed. Había agua en el arroyo y estábamos escondidos entre las hierbas. No podíamos beber. Dispararían sus armas contra nosotros. El sol quemaba desde hacía tres días. La mujer gritó pidiendo agua y corrió al arroyo. Ellos dispararon. El agua se volvió roja, Las lágrimas de Esther habían arrugado el papel.

Encontraron a un bebe bajo un matorral. El hombre lo golpeó con la madera del fusil. Lo golpeó y lo golpeó. Como yo aplasto los escorpiones.

Nos atraparon y nos encerraron. Encendieron un fuego alrededor. «Vuelen», dijeron, «vuelen y sálvense». Volamos porque el fuego nos hacía daño. Ellos dispararon contra nosotros.

«Monstruos», gritaban, «monstruos malvados. La gente no vuela. La gente no mueve cosas. La gente se parece. Ustedes no son gente. Mueran, mueran, mueran».

Luego, en letras muy negras que habían roto el papel:

Si alguien descubre que no somos de la Tierra, moriremos.

No levantéis los pies del suelo.

Tristemente, dejé a un lado la hoja. La respuesta estaba ahí, sumando las confidencias de Karen a todo esto. Los náufragos que llegan a una isla y tropiezan con salvajes. Unos pocos sobreviven, adaptándose, suprimiendo y negando. Otra generación reniega de la Morada para asegurar la inmunidad presente y futura de los descendientes. Luego la generación siguiente duda e interroga, y se rebela.

Apagué la luz y me metí lentamente en la cama. Me quedé inmóvil, mirando la oscuridad, viendo la imagen que Esther había evocado. Al fin me abandoné al sueño.

—Que Dios la ayude —suspiré—. Que Dios nos ayude a todos.

Había pasado casi otra semana. Ordenamos el aula rápidamente, anticipándonos esta vez con alegría a la hora de las diversiones en vez de temerla. Sonreí al oír a mi alrededor esa algarabía, sintiendo que yo misma me animaba con la expectación de los niños. ¡Qué cambio se había operado en ellos desde aquella tarde! Ahora empezaban a parecerme verdaderos niños. Ahora empezaban a aceptarme. Tragué saliva. En cualquier momento me preguntarían: «¿Cómo ocurrió? ¿Cómo lo sé?». Ahí estaban todos sentados, los nueve —faltaba Esther, la primera ausencia del año —, esperando con los ojos brillantes.

—¿Podemos escribir otra vez? —Preguntó Sarah—. Recuerdo muchas otras cosas.

—No —dije—. Hoy no. —Las sonrisas murieron y un murmullo de protestas recorrió la clase—. Hoy veremos qué somos capaces de hacer, Joel. —Miré a Joel apretando los dientes—. Joel, dame el diccionario. —Joel empezó a ponerse de pie—. ¡Sin moverte de tu sitio!

Hubo un silencio de horror.

—Pero... —dijo Joel al fin—. ¡No puedo!

—Sí puedes —insistí—. Sí, puedes. Tráeme el diccionario. Aquí, a mi pupitre.

Joel se volvió y clavó los ojos en el viejo diccionario, del que se habían soltado las páginas 1965 a 1998.

—¿Miriam? —dijo con una voz aguda.

Miriam meneó la cabeza y se hundió en su asiento, los ojos grandes y sombríos en la cara blanca.

—Puedes, Joel. —La voz de Miriam era apenas un soplo—. Es apenas más grande que...

Joel se tomó con las dos manos del borde del pupitre y la transpiración le cubrió la frente. Hubo un movimiento en el estante. Luego, como disparadas por un fusil, las páginas 1965 a 1998 volaron a mi pupitre y cayeron aleteando. Luego del primer momento de estupor todos nos reímos hasta las lágrimas.

—¡Te has lucido, Joel! —gritó Matt—. Eso es lo que se llama una demostración de fuerza.

—Bueno, es un comienzo. —Joel sonrió débilmente—. Hazlo tú, si te parece tan fácil.

Matt sudó y se esforzó y al fin Joel trató de ayudarlo, pero sólo consiguieron que el libro resbalara hasta el borde del estante, donde se quedó oscilando peligrosamente.

Entonces Abie alzó tímidamente la mano.

—Yo puedo.

Me alegró que mi niño silencioso se hubiese decidido a hablar, y al mismo tiempo fruncí el ceño al oír las risas protectoras de los mayores.

—Muy bien, Abie —le dije animándolo—. Les enseñarás cómo se hace.

El diccionario voló lentamente desde el estante y se posó sin hacer ruido en mi pupitre. Todos clavaron los ojos en Abie, que se retorció en su asiento.

—Los barquitos —dijo como si se defendiera—. Así salían de la nave. Así mismo.

Joel y Matt entornaron los ojos concentrándose y luego cambiaron unas miradas exasperadas.

—Claro, sí —dijo Matt—. Claro, sí.

El diccionario volvió al estante.

—¡Eh! —protestó Timmy—. Me toca a mí. —Pobre diccionario —dije—. Es demasiado viejo para dar tantos saltos. Lleva las hojas sueltas al estante.

Timmy hizo volar las hojas.

Todos suspiraron y me miraron expectantes.

—¿Miriam? —Miriam apretó las manos convulsiva mente—. Ven aquí —dije, sintiendo un escalofrío en la espalda—. Vuela hasta mí, Miriam.

Mirándome fijamente, Miriam salió de su asiento y se quedó de pie en el pasillo. Los pies se elevaron un poco del suelo y la falda se le movió en el aire. Lentamente al principio, y luego con más rapidez, Miriam vino hacia mí silenciosamente, flotando, hasta que al fin se precipitó en mis brazos y con un gemido entrecortado apoyó la cabeza en mi hombro. La aparté, estremeciéndome, y busqué mi pañuelo.

—Miriam, cuida a los otros —dije con una voz temblorosa—. Vuelvo en seguida.

Entré tambaleándome en el otro cuarto. Encogida entre aquellos objetos amontonados y cubiertos de polvo, lloré en silencio con la cara entre las manos. Lloré y lloré, pues al fin y al cabo... ¡al fin y al cabo!

Y entonces, de pronto, oí un ruido y el pánico me inundó paralizándome. Era un ruido de pisadas, muchas pisadas, que se acercaban a la escuela. Salté a la puerta y la abrí de par en par y vi que en ese mismo momento el señor Diemus, Esther y el padre de Esther, el señor Jonso, entraban en el aula.

En uno de esos relámpagos de claridad que se le graban a uno en la mente en una fracción de segundo vi a todos mis alumnos.

Joel y Matt se balanceaban en unas barras invisibles, y al subir rozaban el cielo raso con las cabezas. Abie se hamacaba en un columpio ausente, describiendo un arco de círculo en un rincón de la sala, tocando casi la chimenea de la vieja estufa, cantando:

—¡Volar, volar al cielo!

¡No era la primera vez que los niños probaban sus alas! Unos libros flotaban sobre el círculo de Miriam y las otras niñas que se habían arrodillado en el suelo, y Timmy hacía volar a dos aeroplanos de papel en complicadas maniobras entre los bancos.

Me encontré con la mirada del señor Diemus y sentí que se me encogía el corazón. Esther ahogó un grito al ver a los niños, y las niñas volvieron hacia los intrusos unos rostros aterrorizados. Matt y Joel descendieron rápidamente y se pusieron de pie. Pero Abie, absorto en su juego, siguió hamacándose hasta que Thalita gritó, frenética:

—¡Abie!

Abie volvió bruscamente la cabeza, y descubrió al grupo que miraba desde el umbral. Con un grito de decepción, como si le hubiesen arrebatado un juguete favorito, se detuvo en medio del aire, apretando los puños. Luego, comprendiendo al fin, lanzó un grito, un verdadero aullido de terror, y subió rápidamente en una línea oblicua, tratando de escapar, chocó con el borde del armario alto donde se guardaban los mapas, dio media vuelta, y cayó.

Traté de alcanzarlo en el aire. Oh, corrí hacia él. Pero sólo alcancé a tomarle la manilla en el momento en que caía sobre la vieja estufa de leña. El cráneo de Abie chocó contra el borde de hierro labrado, y el ruido del golpe resonó en el silencio de la sala.

Enderecé cuidadosamente el cuerpecito sin atreverme a tocar la cabeza inerte. Nos arrodillamos, el señor Diemus y yo, y nos miramos por encima del cuerpo de Abie. El señor Diemus entreabrió los labios para decir algo, pero yo hablé antes.

—Si Abie muere —dije mordiendo con furia las palabras—, ¡usted lo habrá matado!

El señor Diemus abrió otra vez la boca, asombrado. —Yo... —comenzó a decir.

—¡Metiéndose así en mi clase! —grité—. ¡Interrumpiendo el trabajo! ¡Asustando a los niños! La responsabilidad es toda suya, ¡toda suya!

Yo no era capaz de soportar sola todo el peso de la culpa. Tenía que compartirlo con alguien. Pero el fuego se apagó y acaricié la manita de Abie, estremeciéndome.

—Por favor, llamen a un médico. Quizás esté muñéndose.

—El más cercano vive en el paso Tortura —dijo el señor Diemus—. Cien kilómetros por la ruta.

—¿Y en línea recta?

—Dos cadenas de montañas y una meseta desierta.

—Entonces... entonces...

Yo no soltaba la mano de Abie.

—Hay un médico de vacaciones en el rancho La Rodada —dijo Joel débilmente.

—Ve a buscarlo —dijo mirando fijamente a Joel—. Ve tan rápido como puedas.

Joel me miró sin aliento.

Bueno —dijo.

Seguramente tendrán caballos para volver —dije—. No te hagas notar demasiado.

—No.

Joel corrió hacia la puerta. Oímos el ruido de sus pasos hasta que llegó a la mitad del patio. Luego, silencio. Segundos más tarde, débilmente, el ruido de algo que golpeaba la arena del arroyo, al pie de la loma. Joel, evidentemente, no era capaz de volar mucho tiempo y se alejaba dando unos larguísimos saltos.

Los niños habían regresado a sus casas en silencio, ansiosamente, y luego de la llegada del médico habíamos improvisado unas parihuelas y habíamos llevado a Abie a casa de los Peters. Yo caminé junto a él, mirándole la carita apretada, tocándole de cuando en cuando el pecho como para estar segura de que todavía respiraba.

Y ahora... la espera.

Miré otra vez mi reloj. Lo había mirado hacía un minuto. Sesenta segundos si me guiaba por las manecillas, horas y horas si me guiaba por mi ansiedad.

—No será nada —murmuraba yo, para tranquilizarme—. El médico sabrá cómo curarlo.

El señor Diemus volvió hacia mí unos ojos oscuros e inexpresivos.

—¿Por qué lo hizo? —me preguntó—. Habíamos borrado casi todos los recuerdos. Eramos ya casi libres.

—¿Libres de qué? —Tomé aliento—. ¿Por qué lo hicieron ustedes? ¿Por qué le negaron a los niños su herencia?

—No es asunto suyo.

—Todo lo que impide la felicidad de los niños es asunto mío. Todo lo que transforma a los niños en ratitas asustadas está mal. Es posible que yo haya abordado mal el problema; pero usted me dijo que les enseñara lo que era necesario enseñarles, y así lo hice.

—Les enseñó a desobedecer, a rebelarse, a desafiar a la autoridad.

—Me obedecían a mí —repliqué—. Aceptaban mi autoridad. No puedo reprocharles nada —confesé, con voz serena—. Se sintieron muy perturbados. Me dijeron que eso estaba mal, que les habían enseñado que estaba mal. Discutí con ellos. Pero, oh, señor Diemus. Bastaron unas pocas palabras para abrir la brecha en el dique. Nunca pusieron en duda mi conocimiento, no más que usted, señor Diemus. Todo esto, esta maravilla, les hervía adentro, quería liberarse. La rebelión estaba allí antes que yo llegara. No los incité a algo nuevo. Apuesto que ninguno de ellos, excepto quizá Esther, dejó de practicar una y otra vez, furtivamente y con vergüenza, las cosas que yo les permití, que yo les pedí que hicieran. Fue una iniquidad, una verdadera iniquidad, imponerles todas esas restricciones.

—Usted no entiende. —La cara del señor Diemus era de piedra—. No sabe usted todo...

—Sé bastante —dije—. Están ustedes obsesionados por los recuerdos de una época desgraciada. ¿Pero qué pueblo no tiene recuerdos semejantes en mayor o menos grado? Que esos recuerdos fueran en ustedes, y en los hijos de ustedes, más vividos, debiera haber sido una ayuda, no un impedimento. Podían haber encontrado ustedes muchas soluciones. Pero dejemos eso por ahora. ¿Qué hubieran podido obtener con este renunciamiento y esta resignación? ¿Acaso algo de mayor valor que to dos esos dones?

—No hay otro camino —dijo el señor Diemus—. La Tierra no nos acepta pero tenemos que quedarnos. Tenemos que adaptarnos...

Sí, por supuesto, tienen que adaptarse —dije—. Todos tienen que adaptarse cuando las sociedades cambian. Esperar por lo menos a que lleguen otros que puedan adaptarse mejor. Pero meterse en un agujero y ya no salir más... En fin, el otro Grupo...

¡El otro Grupo! —El señor Diemus empalideció y me miró con los ojos muy abiertos—. ¿Otro Grupo? ¿Hay acaso otros? —Se inclinó hacia adelante en su silla, con el cuerpo en tensión—. ¿Dónde? ¿Dónde?

La voz se le quebró en una nota aguda. Cerró los ojos y trató de dominarse. Le temblaban los labios.

La puerta del dormitorio se abrió y en el umbral apareció el doctor Curtís, con los hombros encorvados. Miró al señor Diemus y luego a mí.

—Tendría que estar en un hospital. Hay un hundimiento de la caja craneana y no sé qué otra cosa. Quizás una lesión en el cerebro. Necesitamos rayos X y... y... —Se pasó lentamente la mano por la cara joven y fatigada—. Francamente, no tengo bastante experiencia como para ocuparme de un caso semejante. Necesitamos especialistas. Si hubiera algún medio de transporte que no lo sacudiera demasiado...

Meneó la cabeza recordando la clase de terreno que se extendía entre nosotros y cualquier otro sitio y entró otra vez en el dormitorio.

—Se muere —dijo el señor Diemus—. Tenga usted razón o no, Abie se muere.

—Un momento. Un momento —dije vislumbrando algo—. Déjeme pensar. —Retrocedí rápidamente a mi dormitorio de estudiante, y al fin recordé.

—¿Hay alguien en este grupo capaz de entrar en la mente de otro? —dije.

—No —contestó el señor Diemus—. Hubo alguien que pudo haber tenido ese Don, pero lo ha perdido.

—¿Y algún comunicador? ¿Alguien capaz de enviar o recibir?

—No —dijo el señor Diemus, con la frente transpirada—. Hubo uno que pudo haber sido, pero...

—¿Entiende ahora? —lo acusé—. Se han privado de todo eso, ¿y qué han obtenido en cambio? ¿Quiénes son los que hubieran podido? ¿Quiénes son?

—Yo —dijo el señor Diemus como si esa palabra tuviese un sabor amargo—. Yo y mi mujer.

Lo miré confundida, preguntándome si el entrenamiento sería un factor decisivo. ¿Qué podíamos hacer con lo que teníamos?

—Escúcheme —dije rápidamente—. Hay otro Grupo. Y ellos... ellos tienen... las Persuasiones y los Designios. Karen ha intentando encontrarlos a ustedes, encontrar a alguien del Pueblo. Me dijo... oh Señor, hace tantos años, espero que sea así aún. Me dijo que todas las noches llaman al Pueblo. Si nosotros podemos oírlo, si ustedes pueden oírlos y responder, los ayudarán. Sé que los ayudarán. Son mucho más rápidos que un automóvil, más rápidos que un aeroplano, más seguros que cualquier especialista...

—Pero si el doctor nos descubre... —dijo el señor Diemus con una voz asustada y temblorosa.

Me puse bruscamente de pie.

—Buenas noches, señor Diemus —dije volviéndome hacia la puerta—, y llámeme luego, cuando muera Abie.

La mano fría del señor Diemus me sacudió el brazo.

—¡No entiende! —gritó—. Me enseñaron demasiado tiempo y con más fuerza que a estos niños. Nunca nos atrevimos a imaginar una rebelión. Ayúdeme. ¡Ayúdeme!

—Busque a su mujer —dije—. Búsquela y busque también a los padres de Abie. Llévelos al bosquecillo. No podemos hacer nada aquí en la casa. Ha asistido a demasiados renunciamientos.

Corrí y caí de rodillas en la sombra, entre los árboles.

—No sé qué hago —dije ocultando la cara en el hueco del brazo—. Tengo una idea, pero no sé. Ayúdanos. Guíanos.

Abrí los ojos cuando llegaban los otros cuatro.

—Le dijimos que salíamos un rato a rezar —murmuró el señor Diemus.

Y todos rezamos.

Luego el señor Diemus comenzó a llamar con las palabras que yo le dictaba, en silencio, pero tan intensamente que el sudor le bañó otra vez el rostro. Karen, Karen, ven al Pueblo, ven al Pueblo. Los otros tres, alrededor, apoyaban los esfuerzos del señor Diemus, sostenían su grito. Yo miraba las caras tensas, y la mía se me crispaba, y el tiempo pasó mientras trabajábamos.

Luego, lentamente, el señor Diemus respiró con más calma, se le distendió el rostro, y yo sentí como si algo pasara rozándome apenas el cerebro.

—Recuerda otra vez —murmuró la señora Diemus—. Ha encontrado el camino.

Y en el momento en que el último rayo de sol se reflejaba en el cuarzo de la cima de la loma, el señor Diemus extendió lentamente las manos y dijo con un alivio profundo:

—Ahí están.

Miré a mi alrededor, sobresaltada, casi esperando ver cómo Karen descendía entre los árboles. Pero el señor Diemus habló otra vez.

—Karen, necesitamos ayuda. Uno de nuestro Grupo se está muriendo. Ha venido un médico, un Extraño, pero no tiene el equipo ni la capacidad necesarios. ¿Qué hacemos?

Hubo una pausa y yo sentí poco a poco algo nuevo. No podía saber exactamente qué era. Algo que se desplegaba, que se abría. Una distensión. Las duras defensas de los adultos de Bendo se desvanecían poco a poco.

—Sí, Valancy —dijo el señor Diemus—. Es grave. No podemos ayudar porque...

La voz del señor Diemus se apagó temblorosamente. El mensaje continuó sin palabras y sentí otra vez miedo y desesperación.

—Os esperamos entonces —dijo el señor Diemus—. Conocéis el camino.

Se volvió hacia nosotros y vi en la oscuridad de los árboles la mancha pálida del rostro.

—Vienen —dijo y parecía sorprendido—. Karen y Valancy. Están tan contentas por habernos encontrado. —Se le quebró la voz—. No estamos solos...

Me alejé mientras las dos parejas se perdían en la oscuridad. Yo, de algún modo, las había alejado de mí.

Regresé a la casa sintiéndome realmente sola.

Descendieron en la oscuridad del crepúsculo... los cuatro. Durante un breve instante me asombró ser capaz de estar ahí, tranquilamente, mirando cómo cuatro adultos descendían del cielo. Los cabellos arreglados, las ropas limpias sin huellas del viaje. Y yo sabía que hacía un momento habían estado a centenares de kilómetros sin conocer siquiera la existencia de Bendo.

Pero toda impresión de extrañeza desapareció cuando Karen me abrazó con alegría.

—Oh, Melodye —dijo—, ¡eres tú! El señor Diemus me lo había dicho, pero yo no estaba segura. ¡Oh, es tan bueno verte otra vez! ¿Quién le debe carta a quién?

Karen se rió y se volvió hacia las otras tres figuras sonrientes.

—Valancy, la Vieja de nuestro Grupo. —La cara radiante de Valancy mostraba que el título de Vieja no tenía relación con la edad—. Bethie, nuestra Sensitiva. —La muchachita rubia y delgada inclinó tímidamente la cabeza—. Y mi hermano Jemmy. Valancy es su mujer.

—El señor Diemus, la señora Diemus —dije—. Y el señor y la señora Peters, los padres de Abie. Abie es nuestro enfermo, mi pequeño alumno.

Me sentí angustiada de pronto pensando hasta qué punto yo estaba lejos de la escuela en aquel momento. ¡Cómo me había apartado de la rutina diaria!

—¿Qué hacemos con el doctor? —pregunté—. ¿Tendremos que decírselo?

—Sí —dijo Valancy—. Podemos ayudarlo, pero no hacer el trabajo. ¿Es un hombre digno de confianza?

Titubeé recordando las pocas veces que yo lo había visto.

—Yo... —comencé a decir.

—Perdóname —dijo Karen—. Quise ahorrar tiempo. Entré en ti. Ya sabemos lo que sabes de él. Confiaremos en el doctor Curtis.

Sentí que un raro escalofrío me subía por la espalda. ¿Era posible que me hubieran leído tan rápidamente el pensamiento? ¡Hasta el nombre del doctor!

Bethie se movió nerviosamente y miró a Valancy.

—Pronto tendrá convulsiones. Hay que darse prisa.

—¿Estás segura de haber visto bien? —preguntó Valancy.

—Sí —murmuró Bethie—. Si ahora conseguimos que el doctor... Si quisiera seguir...

—¿Seguir qué?

La voz profunda del médico nos sobresaltó a todos cuando apareció en la puerta del porche.

Aterrorizada por las dificultades de la tarea que nos habíamos impuesto, miré a Valancy y a Karen preguntándome cómo convencerían al doctor. No dijeron nada. Miraron al médico, y durante un rato los dos contuvieron el aliento. La luz de la puerta iluminó el rostro sorprendido del doctor, que se volvió hacia Valancy. Se pasó la mano por la cara, estupefacto, y al cabo de un momento me miró.

—¿La ha oído usted?

—No —admití—. No hablaba conmigo.

¿Conoce usted a esta gente?

¡Oh, sí! —exclamé, deseando apasionadamente que fuese cierto—. ¡Oh, sí!

—¿Y cree en ellos? —También.

—Pero ella me dijo que Bethie... ¿Quién es Bethie?

El médico miró alrededor.

—Ella es Bethie —dijo Karen señalando a Bethie con un movimiento de cabeza.

—¿Ella?

El doctor Curtis miró atentamente la cara tímida y hermosa. Meneó un rato la cabeza y se volvió otra vez hacia mí.

—En fin. Valancy me dice que Bethie puede descubrir en qué estado se encuentran todas las partes del cuerpo de Abie y que es capaz de localizar las heridas sin rayos X. ¡Sin equipo!

—Sí, es cierto —asentí—. Si ellas lo dicen.

¿Y está usted dispuesta a arriesgar la vida de un niño...?

Sí. Ellas saben. Saben realmente.

Y yo tragué saliva tratando de reprimir esa duda que me apretaba el pecho.

—¿Cree usted que son capaces de ver a través de la carne y los huesos?

—Quizá no se trate de ver —dije sorprendida ante mis propias palabras —. Sino de saber con un conocimiento firme y completo.

Miré asombrada a Karen, que me respondió con un movimiento de cabeza casi imperceptible. Sí, mis palabras nacían en ella.

El doctor Curtís se volvió hacia los padres de Abie.

¿Y están decididos a confiar en estas gentes?

Son nuestro Pueblo —dijo el señor Peters con un orgullo sereno—. Yo mismo lo operaría con una zapa si ellos me dijeran que es necesario.

—Oh, nunca me he encontrado con nada más insensato... —El doctor se pasó otra vez la mano por la cara—. Necesitaba de veras unas vacaciones, pero esto es ridículo.

Todos nos quedamos escuchando el silencio de la noche, y yo por lo menos traté de oír los latidos de los corazones ansiosos hasta que el doctor suspiró pesadamente.

—Muy bien, Valancy. No creo una sola palabra. Por lo menos no debiera creerlo, si no he perdido todavía el juicio. Pero ha empleado usted términos científicos exactos, como si algo supiese... Bueno, habrá que hacerlo. La alternativa es dejarlo morir. Dios se apiade de nosotros.

No pude soportar la idea de encerrarme en mí misma, y encontrarme allí con mis temores sombríos, de modo que caminé hasta la escuela, apretándome el abrigo, demasiado liviano para protegerme del frío repentino de la noche. Llegué al bosquecillo, rezando en silencio, y seguí hacia la escuela. Pero no fui capaz de entrar. Los reflejos pálidos de las ventanas me estremecieron y volví otra vez al bosque. No había allí tiempo, ni direcciones, ni luz, ni nada conocido. Sólo una nube confusa de ansiedad y un cansancio final y helado que me arrastró de vuelta a la casa de Abie.

Entré en la cocina luego de haber buscado un rato el picaporte con manos entumecidas. Me dejé caer en una silla inclinándome hacia la estufa de leña que brillaba en la penumbra con una cálida luz roja, y me froté los dedos insensibles.

Sentí que el calor me entraba en el cuerpo y empezaba a adormecerme cuando de pronto alguien entró y dio un portazo. El doctor Curtis se apoyó de espaldas en la puerta, con la mano aún en el picaporte.

—¿Sabe usted qué hicieron? —exclamó como si se hablara a sí mismo—. ¿Qué me obligaron a hacer? Oh, Señor. —Se acercó a la estufa y tropezó con mis piernas. Se sentó en el suelo junto a mí tomándose la cabeza entre las manos—. Me obligaron a que le operara el cerebro. Tuve que repararlo. Encontrar los circuitos nerviosos y reconstruirlos. ¡Nadie puede hacerlo! Los daños en el cerebro son irreparables. No es posible restablecer circuitos destruidos. Pero yo lo hice. ¡Lo hice!

Me arrodillé junto a él y lo abracé tratando de consolarlo.

—Bueno, bueno —le dije.

El doctor se apretó a mí como un niño aterrorizado.

—¡Sin anestesia! —gritó—. ¡Sin hemorragia! Ellos la pararon. ¡Las cosas imposibles que hice con esos pocos instrumentos! Y el cerebro comenzó a curarse allí mismo ante mis ojos. Nada era como debía ser.

—Pero nada estuvo mal hecho —murmuré—. Abie se recuperará, ¿no es así?

—¿Cómo puedo saberlo? —gritó el doctor Curtis de pronto, apartándose—. Nunca vi nada parecido. Le reconstruí el cerebro y el niño respira todavía, ¿pero cómo puedo saber?

—Bueno, bueno —lo calmé—. Todo ha terminado ahora.

—¡Nunca terminará! —El doctor trató de serenarse y los dos nos ayudamos a ponernos de pie—. Una cosa como ésta no se olvida en toda la vida.

—Podemos ayudarle a olvidar si usted quiere —dijo Valancy dulcemente desde la puerta—. Podemos devolverlo a La Rodada y no recordará nada de esta noche, excepto que hizo una visita agradable a Bendo.

—¿Pueden? —El doctor volvió hacia Valancy una mirada interrogativa—. Pueden —admitió.

—¿Quiere usted olvidar? —preguntó Valancy. —Por supuesto que no —dijo el médico secamente, y añadió en seguida—: Perdón, pero no estoy acostumbrado a hacer milagros en el desierto. Aunque si lo logré una vez, quizá...

—¿Ha entendido usted entonces? —preguntó Valancy sonriendo.

—Bueno, no, pero si lo he hecho... si ustedes quisieran... Tiene que haber algún modo...

—Sí —dijo Valancy—. Pero tendría usted que trabajar con una Sensitiva, y Bethie es todo lo que tenemos ahora.

—¿Entonces es cierto lo que he visto, lo que ustedes me dijeron acerca de la Morada? ¿Son ustedes extraterrestres?

—Sí —suspiró Valancy—. Por lo menos nuestros abuelos lo eran. —Sonrió—. Pero estamos aprendiendo a adaptarnos a este mundo. Algún día... algún día seremos capaces... —Cambió bruscamente de tema—. Usted comprende, por supuesto, doctor Curtís, que preferimos que no hable usted con nadie de Bendo o de nosotros. Tenemos que ser común para los Extraños.

El doctor rió brevemente.

—¿Alguien me creería si hablase?

—Quizá no, quizá sí —dijo Valancy—. Quizá lo suficiente como para que la gente empezara a curiosear. Y eso ya sería demasiado. Estamos aquí en una situación precaria y tardaremos mucho en borrar...

Valancy calló, y comprendí que había elegido el camino de los pensamientos para informar al doctor acerca de los problemas locales. ¿Cuánto tiempo dura un pensamiento? ¿Cuánto tiempo se necesita para pensar en el infierno y en el cielo? Pasó ese tiempo y luego el doctor parpadeó y suspiró.

—Sí —dijo—, tardarán mucho.

—Si quiere —dijo Valancy—, puedo bloquear en usted la capacidad de hablar de nosotros.

—No es necesario —replicó el doctor—. Puedo censurarme yo solo, gracias. Valancy enrojeció.

—Perdón. No tuve intención de molestarlo.

—No es nada —dijo el médico—. Estoy un poco nervioso esta noche. Qué día, Señor.

—¿No es cierto? —comenté sonriendo.

En seguida, asombrada, sentí que las lágrimas me corrían por las mejillas y me las sequé con el dorso de la mano. Reí, embarazada, sin poder contenerme. La risa se convirtió pronto en sollozos y me avergonzó de veras oírme llorar como un niño. Tomé las manos fuertes de Valancy hasta que de pronto me deslicé en una oscuridad bienvenida y cálida donde ya no había pensamientos, ni temor ni necesidad de creer en nada desagradable, sino sólo sueño.

Fue un año mágico que pasó aleteando rápidamente, y los días feriados desfilaron como postes de telégrafo a lo largo de una vía férrea. La Navidad fue particularmente mágica, pues mis ángeles volaban realmente y la gloria brillaba también alrededor, y las niñas habían tejido las vestiduras angélicas con rayos de sol. Y Rudolph, el reno de nariz roja, con cuernos de cartón que no querían sostenerse derechos, caminó realmente y dio una vuelta por el cuarto. Y cuando nuestra María y nuestro José se inclinaron en éxtasis sobre la cuna, con caras serias y atentas al milagro, sentí de pronto que veían realmente, que se arrodillaban realmente junto a la cuna de Belén. Los meses volaron y Bendo floreció maravillosamente. Hubo risas y bromas y hasta las casas se adornaron con colores sutiles. La vegetación creció donde antes sólo había rocas, y en el cauce seco apareció un tímido hilo de agua. Me explicaron que no era posible apresurarse, pues a la gente le parecería muy raro que el arroyo reapareciese de la noche a la mañana. Aun los toscos escalones que llevaban a las casas se cubrieron de vegetación, pues se los usaba muy poco ahora, y yo ya estaba acostumbrada a ver que los niños llegaban a la escuela como una bandada de pájaros brillantes jugando entre las copas de los árboles. Yo me había adaptado con asombrosa facilidad a todas las cosas increíbles que el Pueblo hacía a mi alrededor, y me alegraba que me hubiesen aceptado de un modo tan completo. Pero sentía siempre que se me encogía el corazón cuando los niños me escoltaban a la salida de la escuela, pues entonces tenían que caminar.

Sin embargo, todas las cosas tienen un fin, y una tarde de mayo me quedé mirando el cajón superior de mi pupitre, el único que no había limpiado aún, preguntándome qué haría con todas las cosas inútiles que yo había acumulado. Pero yo no miraba realmente el contenido del cajón. Un fatigado vacío me doblaba los hombros y me pesaba en la mente.

—No es justo —murmuré en voz alta-mostrarme el cielo y luego arrebatármelo.

—Algo parecido le ocurrió a Moisés, ¿no es cierto?

Me sobresalté bruscamente volcando la caja que tenía en la mano y desparramando por el suelo unos broches de papel y unas tachuelas.

—¡Bueno, qué sorpresa! —exclamé enderezando la caja—. ¡Doctor Curtis! ¿Qué hace usted por aquí?

—De regreso en la escena del crimen. —El doctor sonrió y atravesó el umbral—. No podía dejar de pensar en Abie. No podía creer que hubiera sobrevivido a... llamémosle ese trabajo de reparación. Tuve que venir a verlo, y lo haré cada vez que pase por aquí cerca.

—Pero está curado.

—Totalmente. Tuve que pescarlo en la copa de un árbol para examinarlo. —El doctor se encogió dramáticamente de hombros y se rió—. ¡Cuando vi cómo bajaba se me heló la sangre! Pero apenas se le ven las cicatrices.

—Sí —dije recogiendo una tachuela y pinchándome el dedo—. Lo miré anoche. Me voy mañana, ¿sabe usted? —Me observé atentamente las manos—. Aún me falta arreglar esto.

—Es difícil, ¿no es verdad? —dijo el doctor, y los dos supimos que no hablaba de arreglos.

—Sí —dije serenamente—. Muy difícil. La Tierra me pesa cada día más.

—Yo también advierto eso desde hace un tiempo. Pero usted tiene por lo menos la satisfacción de...

Me moví, incómoda, y me reí.

—Bueno, dicen que quienes saben hacen, y quienes no saben enseñan.

—¡Hum! —dijo el doctor no muy convencido. Sentí que me miraba, y dando media vuelta me puse a buscar una caja mejor para guardar los broches.

La voz del doctor me llegó desde las cercanías de la ventana.

—¿Asistirá a algún curso de verano?

—No —dije prudentemente—. No. Juré al graduarme que para mí se habían terminado los estudios. Al menos esos de venga-todos-los-días-y-aprenda algo.

¡Hum! —Había diversión en la voz del doctor—. Lástima. Yo seguiré un curso este verano. Pensé que quizás a usted le gustaría ir también.

¿Dónde? —le pregunté sorprendida, mirándolo al fin.

—Cursos de verano de Cougar Canyon —dijo el doctor sonriendo—. Muy privados, por cierto.

—¡Cougar Canyon! Pero si ahí es donde Karen... —Exactamente —dijo el doctor—. Ahí es donde vive el otro Grupo. Vengo de allá. Karen y Valancy quieren que vayamos los dos. ¿Se opone usted a ser sujeto de una experiencia?

—No, por supuesto —exclamé, y añadí en seguida prudentemente—: ¿Qué experiencia?

Unos cerebros seccionados desfilaron ante mis ojos.

El doctor se rió.

—Nada tan espantoso como usted se imagina, quizá. —Se sentó en mi pupitre, serio otra vez—. He estado en Cougar Canyon un par de veces tratando de descubrir de qué modo podría yo utilizar a Bethie cuando me encontrase con un caso como el de Abie. Valancy y Karen desearían entrenar a Extraños —el doctor torció la boca—, es decir desearían entrenarnos a nosotros y ver hasta qué punto pueden transmitirnos sus Dones mediante ejercicios repetidos. Sabe usted que Bethie es en parte una Extraña. Sólo la madre era del Pueblo.

El doctor me observaba con atención.

—Sí dije distraídamente, sintiendo que la cabeza me daba vueltas y vueltas—. Karen me lo contó.

—Bueno, ¿quiere probar? ¿Quiere ir?

—¡Si yo quiero ir! —grité, metiendo de prisa los broches en una caja de bandas de goma—. ¿Cuándo salimos? ¿Dentro de media hora? ¿Dentro de diez minutos? ¿Dejó el motor del auto encendido?

El doctor me tomó por los brazos y me miró gravemente a los ojos.

—No creo que debamos hacernos muchas ilusiones —dijo serenamente—. No me sorprendería que esos conocimientos no puedan transmitirse...

Lo miré también gravemente sintiendo un nudo en el corazón.

—Escúcheme —dije lentamente—, si usted tuviese hambre, un hambre insaciable, atroz, y ningún dinero, y se encontrase de pronto ante el escaparate de una panadería, ¿qué haría usted? ¿Volverse de espaldas? ¿O apretaría la nariz contra el vidrio para regalarse por lo menos los ojos? Sé lo que haría yo.

Busqué mi chaqueta.

—Además, nunca se sabe —continué—. La puerta de la panadería puede entreabrirse quizás... algún día...