Las ratas.-
Tranquila la conciencia, vacío el estómago... Todo me empuja vertiginosamente hacia un restaurante gallego que cierra tarde. Un delicioso changurro se funde con la matrícula del coche que tengo delante. De pronto, un frenazo. Mi instinto ha maniobrado antes de que yo comprenda nada, pero enseguida distingo la caravana de coches, las luces de alerta y, al cabo de un instante, el silencioso ralentí de tres hileras de coches totalmente parados. Todo bastante extraño, teniendo en cuenta que es medianoche del jueves y estamos a cinco kil?metros de la ciudad.
Han pasado un par de canciones y el número de helicópteros que sobrevuelan la zona comienza a ser inquietante. Uno de ellos se sitúa encima nuestro. Parece que nos dice algo; apago la radio:
—ATENCIÓN. ATENCIÓN. NO PASA NADA. NO HAY DE QUÉ ALARMARSE. EN POCOS MINUTOS SE RESTABLECERÁ LA CIRCULACIÓN. POR FAVOR, PERMANEZCAN EN EL INTERIOR DE SUS COCHES Y CON LAS VENTANILLAS CERRADAS. ESTÉN TRANQUILOS, PERO BAJO NINGÚN CONCEPTO SALGÁN DE SU VEHÍCULO.
TOP TOP TOP TOP Top Top Top Top top top top...
Mucho mejor. Ahora estamos todos bastante más tranquilos. Pensábamos que era un simple atasco, pero queda claro que como mínimo es una hecatombe nuclear. Me pongo a buscar una emisora que hable del asunto..."Aaaayyyypfrttttttpiuuuuuuiiwhen your song icualquier cosa quepffffsmmmmen la falta que el árbitro señabbbrrrren Barcelona. Como resultado, fuerzas especiales del ejército se han desplazado hasta las zonas en donde se detectaron los primeros avisos de la población. Protección civil se encarga desde hace una hora de emitir comunicados para alertar a todos los ciudadanos del peligro. Como recordarán, a las veintiuna horas un grupo de..." Noto que el vehículo se bambolea, pero al mirar por el retrovisor no logro distinguir más que sombras, y el coche de atrás sigue parado. Quizá haya sido el viento. "...de unas ratas de enorme tamaño cuyo peso, en algunos casos, se ha estimado en más de media tonelada. Son extremadamente agresivas y, desde que se avistó el primer ejemplar, ya se han detectado más de veinte. Protección civil temió en un principio que el número de ratas gigantes fuera muy superior, aunque los rastreos en la red de alcantarillado parecen desmentir tal hipótesis ya que...". Me he quedado unos instantes paralizado por el terror. No me atrevo siquiera a girar la cabeza; mucho menos a bajar del coche y mirar qué o quién me ha empujado. La situación se complica cuando mi imaginación se pone a galopar furiosamente, así que decido irme de allí aunque sea tomando la direcci?n opuesta. Comienzo a maniobrar con brusquedad, intentando atravesar las dos filas de coches que me separan de la v?a contraria. El primer conductor me increpa con enfado.
—¿No ha oído las recomendaciones o qué? —me grita—. Debemos aguardar en el coche sin salir de él.
—¿Acaso me ve usted fuera? Y además ¿no ha puesto la radio? Protección civil acaba de anunciar que la ciudad está llena de ratas gigantes. Por eso nos dicen que no salgamos del coche.
—¿Qué dice? ¿Está usted loco?
—¡Escuche las noticias si no me cree! ¡Yo no voy a esperar tranquilamente que venga una rata de quinientos kilos y me destroce el coche, o algo peor!
El hombre parece entrar en razón, porque rápidamente arranca el Audi y empieza a maniobrar para salir de allí. Los demás conductores que han oído nuestras palabras comienzan a propagar la noticia. Cuando me alejo de allí me acompaña el caos de bocinazos de los que pretenden imitarnos. Por el camino continúo escuchando las noticias. Ahora, un periodista de campaña está describiendo desde el interior de su coche el encuentro con uno de estos bichos.
—Es... es... impresionante. Lo tengo a menos de dos metros; sólo me separa de esta criatura enorme el parabrisas del coche —se le oye hablar con el ritmo entrecortado y jadeante—. Tiene un aspecto tremendamente fiero y... despide un hedor nauseabundo. Es... tan terrorífico y monstruoso que no puedo dejar de mirarlo. Estoy casi paralizado.
—Continúa, por favor, es importante?le anima el locutor—. Ya sé que tienes miedo. No es para menos.
—Estoy espantado, eso es lo que pasa —continúa hablando por el móvil—. Si estuvieras en mi lugar sabrías lo que es tener a un roedor descomunal gruñendo y babeando frente a ti.
—Bien, bien, pero...
—¡Eh! ¡Qué hace! ¡Está intentando abrir el coche!
—¡Arranca inmediatamente! ¡Vete de ahí!
—¡Ya lo intento, pero el coche no responde! ¡Dios mío! ¡Está rompiendo el cristal de atrás con su cola! ¡La emplea como si fuera un látigo!
—¡Joder, Blas! ¡Haz algo!
—¡Arranca con la marcha puesta! —grito yo.
—¡Ahora, ahora. Ya está! ¡Me alejo! ¡Santo cielo! Me ha rajado el cristal pero he logrado huir.
—¿Estás bien, Blas?
—¡Uf! Sí, sano y salvo —su voz es trémula—. ¡Alto! Ahí va una tanqueta del ejército. Voy a informarles de lo que he visto. Hasta luego, Carlos.
—Hasta luego, Blas. Bien, continuamos con la información referida a este alarmante suceso. Como recordarán, a las nueve de la noche les informábamos del descubrimiento, por parte de unos trabajadores del metro, de varios...
Diez minutos más tarde entro en la ciudad por la carretera vieja. Sorprendentemente, el tr?fico en esta zona es fluido. Ni rastro de anormalidad en ning?n sitio. Al detenerme en un sem?foro se sit?a a mi lado un coche patrulla. Les hago se?as para que bajen la ventanilla.
—Por favor, agente. Vengo de la autovía, y me extraña la tranquilidad que hay aquí.
—Es muy lógico, caballero. El problema sólo ha afectado a esa zona: ha volcado un camión que transportaba tripopiletranol, creando una situación de riesgo por la toxicidad del producto. Pero ya está todo bajo control, no se preocupe.
—Ha sido culpa de las ratas gigantes, ¿no?
—¿Está de guasa? —arquea las cejas.
—Lo he oído por la radio; se ve que están por toda la ciudad. ¿No saben nada?
—¡Ande, ande! ¡No nos vacile que aún le haremos soplar! ¡Venga, circule!
¡Los muy cretinos! Vuelvo a subir el volumen. Tal vez la situación ya esté bajo control. "Se acabo, amigos. Esto es el final. Las ratas gigantes han ocupado los puntos claves de la ciudad. Se ha demostrado que son muy superiores a nosotros, con una tecnología más avanzada y...¡Aggghhh! ¡CHIMPOM!
Acaban de escuchar "Las ratas de Vandellós". Una ficción dramática en clave documental, ideada y producida por Roger G?ells".
—¡Tarado! —oigo en ese instante.
Uno de los conductores del atasco me acaba de saludar al adelantarme. Aún puedo ver su dedo asomando por la ventanilla.
El bochorno me dura un rato. Siento como si las orejas fueran a despegar de mi cabeza hasta que, al final, el aire fresco de la noche me devuelve a la normalidad. Cuando entro en el Botafumeiro lo hago en compañía de una risa tonta que escama a más de uno. Me siento en una de las cómodas banquetas que hay en la barra y pido una ración de eso, otra de aquello y un reserva para quitarme el gusto a idiota. Un asunto difícil: no podría aceptar que lo soy ni aunque lo fuera.
Debe ser terrible estar en el acuario de una marisquería y notar que alguien te mira. Ese pensamiento me estropea el último chupetón de la noche. Dejo la pinza en el plato y, al hacerlo, me viene a la cabeza esa otra pinza que tanto ha trastocado mis planes. Providencial o no, la cuestión es que el responsable de la broma no debería quedar impune. ¿Quién puede haber sido? Está claro que a ningún chorizo le rinde beneficio hacer cosas así. Tiene que haber sido alguien que me conoce y a quien, por la razón que sea, le apetecía fastidiarme la noche. Pero, ¿quién estaba al tanto de mis planes? Aparte de Renato y Carlo nadie más lo sabía, y a este último no creo que le interesara mi ausencia, sino todo lo contrario; aunque esa es otra: ¿qué demonios hacía el gaditano suplantando a esa mujer? La avería, el travesti, las ratas gigantes... Demasiados artificios para una sóla noche. En cualquier caso estoy tranquilo: antes del percance ya hab?a resuelto dar la vuelta; por tanto, ese incidente no ha influido en...
—Prego, excúseme —alguien me roza cuando sale del local. Me giro por instinto.
—¡Carlo! —exclamo al verlo.
—¿Eh? ¿Qué haces aquí? ¿Y la chica?
—Querrás decir "el" chica. ¿Te piensas que soy burro?
Su silencio es bastante ofensivo.
—¿Qué creías? —sigo diciendo—, ¿qué no me daría cuenta?
—¡Ya está! Ha abierto la boca. Es eso ¿no?
—A lo mejor te piensas que se va a comunicar por señas —ahora le cojo por la solapa. Un traje excelente, por cierto—. ¡Me vas a explicar de una vez qué tramabas!
—Verás —me dice mientras retira suavemente mis manos de su chaqueta?, Resulta que nuestra amiga tiene un l?o con alguien muy influyente pero...
—Pero muy casado, ¿no?
—Eco! La cuestión es que a raíz de la foto esa del beso que, por cierto, me ha asegurado que te dio de muy buen grado, se le ocurrió que podrías ser una liebre estupenda. Así que se montaron un fin de semana en Acapulco y a ti te organizaron un encuentro ficticio.
—Con un maromo. ¿Cuánto creían que podría durar el engaño?
—Bueno, está claro que bien poco. Pero lo importante era saciar la curiosidad de los periodistas.
—¡Y mi matrimonio a tomar por culo! ¿no?
—Por favor, señores —nos amonesta un encargado del restaurante al subir yo el tono.
—¡Venga, Florián! En dos minutos tu mujer hubiera comprendido que era todo una farsa.
—Lo que hubiera comprendido es que yo pretendía engañarla. ¡Con eso basta!
—Mira, me parece que estás sacando las cosas de quicio, así que vamos a dejarlo estar.
—¡Claro! ¡A ti qué m?s te da!?Tú montas el cacao y luego te evaporas! Pues no se?or, no vamos a dejarlo. Me has estado enga?ando, has jugado conmigo y, lo que es peor, con mi matrimonio. Un desgraciado al que apenas conozco me intenta reventar catorce a?os de matrimonio y yo tengo que dejarlo estar.
—¡Yo no te he obligado a ir al aeropuerto! ¿Qué hacías allí esta noche?
—Es largo de explicar, pero no iba por lo que tú piensas. La prueba es que he llegado tarde.
—Ya —responde lacónico y sonriente. Casi triunfante.
Eso me saca de quicio. No puedo más. Son muchas cosas, mucha tensión. De pronto su cara me parece la de una rata enorme y maloliente y no se me ocurre otra cosa que atizarle un mamporro. Mi primer puñetazo en treinta y cinco años y sólo puedo decir una cosa: qué gusto da y cómo duele.
—...y al caer sobre una de las clientes del restaurante, el acompañante de ésta se abalanzó sobre usted... —el agente me apunta con su mirada tras repasar el texto de la pantalla.
—No, no —corrijo al policía en cuestión—, fue sobre él —señalo a Carlo.
El italiano y yo estamos en la comisaría del distrito sentados frente al agente que nos ha tomado declaración. Me extraña la confusión del policía, porque el aspecto de Carlo no deja lugar a dudas. Viéndole de perfil, el relieve de su cara me recuerda esos tallos de genjibre llenos de protuberancias; en cambio yo he salido bastante bien parado. En realidad mi puñetazo ha sido un "pif" muy poco espectacular; los del orangután que le ha cogido luego, al caer Carlo sobre la pelirroja, tenían la sonoridad que uno espera en estos casos. He intentado separarlos, pero entonces la histérica esa ha comenzado a darme patadas y estirarme de la camisa hasta dejarla como un banderín chino. Me he enfadado de verdad.
Ahora estamos sentados en uno de los bancos del pasillo. Desde aquí podemos apreciar claramente el trasiego que a estas horas se produce. En este instante un individuo de aspecto normal, o anormal, seg?n se mire, ocupa nuestro anterior lugar frente al encargado de las declaraciones. Va totalmente de negro y se maneja con una elegancia rayana en la soberbia. Desde luego no tiene pinta de chorizo, y mucho menos de iletrado; parece m?s bien un intelectual pasado de vueltas o un anarquista conceptual. Se acerca entonces un oficial con el uniforme m?s bonito de la sala.
—Me parece que ni se imagina la que ha montado, porque si lo supiera estaría ahora mismo deshaciéndose en la taza —le suelta de entrada.
—Pues yo le recuerdo que estamos en una democracia que contempla ciertos derechos para el ciudadano, y le puedo asegurar que ya se han saltado media docena por lo menos —responde sin dejarse amilanar.
—¿Pero es que no se da cuenta de lo que ha hecho? —se indigna el hombre, un sesentón corpulento rapado al dos.
—Mire, ¡nada justifica que vengan tres policías a la emisora de radio y me detengan como si fuera un delincuente!
—¡Le hemos detenido por irresponsable! ¡Y por las cincuenta denuncias que hasta el momento han puesto contra usted, señor Güells!
¡Así que ese es el descerebrado de las ratas!
—¡Las centralitas de todas las comisarías de la ciudad colapsadas! —continúa el policía—. Bomberos, ambulancias y todos, absolutamente todos los cuerpos de seguridad intentando hacer frente al caos que ha originado su demencial programa. Pero, ¿en qué cabeza cabe ir anunciando que la ciudad está llena de ratas gigantes? ¿Me va a decir que no han recibido llamadas de gente aterrorizada?
—Por supuesto, ya contábamos con eso —se mesa la creativa y negra melena—. Justamente buscábamos el famoso efecto Demmler de las emisiones en directo. ¡Se hablará durante tiempo de esta noche! ¡Se escribirán libros!
—Sí, ¿eh? ¡Pues de momento va a pasar la noche en el trullo, fantoche! —le increpa a un palmo de la cara—. Benítez, cuando acabe de tomar sus datos me lo lleva a la sala de relax.
El de la radio ni se inmuta. Es más, hasta parece que se alimente de estas cosas. Como si fuera una de esas criaturas malignas que no se mueren ni a la de tres, Güells da la sensación de captar la energía que desprende cualquier forma de hostilidad. La gente es muy rara, sólo hay que leer los anuncios de contactos.
—¡Dios mío, Carlos Alberto! ¿Qué te ha pasado? ¿Qué haces aquí de esta guisa?
Un desconocido que acaba de entrar se dirige a Carlo como si lo conociera bien. Parece alguien respetable y el traje es de Santa Eulalia, seguro.
—Hola, Roberto —responde él—. Perdona que no me muestre más efusivo, pero como puedes ver no estoy para muecas —Me apuñala con la mirada y luego respira profundamente—: Florián, Roberto.
—Gusto en conocerle, caballero.
—Igualmente —respondo
Me resulta difícil ubicar su acento, aunque sus modales exquisitos me harían apostar por Chile o, tal vez, Venezuela.
—Verán —dice entonces—, he venido por un cliente. Un realizador de la emisora LDL: Roger G?ells.
—Es ese mamón de ahí —le indico amablemente.
—Lo sé, le conozco —me sonríe—. No es la primera vez que me saca de casa a las tantas. ¿Y ustedes, Carlos? ¿Puedo ayudarles de alguna forma?
—Hombre, ya que estás aquí podrías resolver nuestro pequeño lío.
—Precisamente el oficial que está con Güells es el que lleva nuestro caso —añado yo.
—Déjenme hacer.
El amable Roberto se aleja dispuesto a deshacer entuertos. Carlo parece recuperar el ánimo hasta que clava sus ojos en mí.
—¿Pero no eras italiano? —le susurro divertido.
—Mira, no estoy de humor para montar más numeritos, pero a ti te hago algo ¡por estas! ¡Uy! —le hace exclamar la brusquedad del feo gesto que me ha hecho.
A las dos y media no puedo creer que el ruido de mis pasos volviendo a casa sea cierto. Roberto ha solucionado lo nuestro en diez minutos aunque, afortunadamente, no ha tenido tanto éxito con Güells. En realidad me da igual lo que le pase; ahora tan s?lo quiero echar una meadita y tumbarme en la cama, por este orden, si es posible.