Polipoesía.-

Mi patria podría ser cualquier lugar del mundo que respetara las condiciones culturales, climatológicas y sociopolíticas a las que estoy acostumbrado. Por ejemplo, Beirut. Si el enclave en que se encuentra esta bella ciudad, conocida antiguamente como la Suiza oriental, alcanza en el futuro la tan ansiada sinergia entre las diferentes facciones que la pueblan, y yo lograra convencer a la mayoría de amigos y familiares para un traslado masivo a ese lugar, es muy probable que llegara a adaptarme. Aunque está lo del idioma. Por otro lado, me doy cuenta, es absurdo pensar en algo así. Vivo en un barrio maravilloso, Gracia, lleno de plazas soleadas y gente amable y divertida. Irme de aquí sería una incongruencia tan grande como sacudirla antes de mear.

Al salir de casa echo un vistazo a la fachada, luego miro a Garc?a, que me acompa?a tan guapa como siempre, y siento algo que mi prudencia no revelaría jamás a una feminista radical.

Mi mujer recibió unas invitaciones para un recital de polipoesía que da el protegido de unos clientes suyos, un tal Flovert. La metamanifestación, como la describe el propio artista, tendrá lugar en uno de los múltiples recintos que el ayuntamiento tiene para barbacoas culturales: un antiguo convento del siglo XV. En parte estoy de acuerdo, mientras toda esa gente disponga de un medio de expresi?n al menos no atracar?n a los turistas. A?ltima hora hemos logrado convencer a Cristina y Renato para que nos acompañen; en agradecimiento les invitamos a un restaurante que hay cerca de allí, en el casco viejo, un cl?sico con ciento veinte platos en la carta. Poco despu?s de recogerles ya estamos entrando en el comedor. Da gusto circular un martes.

Todos le hemos dicho ya al camarero lo que nos apetece, pero Renato todavía le da vueltas al folleto que presenta al artista.

—¡Ejem! —carraspea el hombre sin dejar de sostener su lápiz.

—Sí, sí, ya voy —responde él ante el codazo de su mujer—. Y si no, mire, ya sé qué hacer: póngame el veinticuatro y el setenta y ocho. Asunto arreglado.

—¿Cómo dice, señor? —pregunta el camarero sin perder la compostura.

—Que me pido los platos número veinticuatro y setenta y ocho del menú. Cuente usted los platos y, cuando llegue al número, lo que haya escrito me lo trae, que yo me lo como. ¿Lo entiende ahora?

—Sí, sí, por supuesto —asiente imperturbable.

—El caso es que... —continúa dándole vueltas al papel—. Esto que pone aquí abajo: reestructuraciones algebraicas del amor. ¿No será un genio?

—¿Qué quieres decir? —pregunta García.

—Bueno, estamos dando por sentado que este tío es un plasta que nos va a dar la noche, pero ¿y si no fuera as??

—Sería una agradable sorpresa, aunque lo dudo?responde?. Mi cliente insistió mucho en que acudiera, como un favor especial. Parece razonable pensar que todo aquel que le conoce huye despavorido, as? que se las ven y se las desean para captar nuevo p?blico.

—Podrían ofrecer canapés —sugiere Cristina—. Eso acostumbra a dar buen resultado.

—Y lo hacen —sonríe ella—, por eso estamos aquí.

Al poco rato comienzan a llegar los platos. El camarero es un rey del suspense, así que el de Renato es el último.

—Aquí tiene señor, buen provecho.

—Oiga, ¿Por qué me trae los dos platos a la vez?

—No son dos platos, señor, sino tres: sota, caballo y rey. Es un cocido salmantino. Le he puesto el caldo con la pasta —el camarero se inclina ligeramente para señalar los platos que lo acompañan—. Eso de ah? es pelota de carne, butifarra, chorizo y morcilla de arroz; en el otro plato encontrar? las verduras y legumbres: patata, coliflor, garbanzos...

Al acabar, el sumiller nos ha dejado una botella de excelente Calvados para aligerar la sobremesa. La anécdota de la cena ha sido sin duda el medio lechón que le han servido a Renato de segundo, y los siete vasos de aguardiente que se ha tomado al acabar.

—Era él o yo. ¡Buuurp! —nos ameniza a medio camino entre el suelo y la silla.

A las once entramos en la sala Grand Panic, un amplio espacio ovalado de gruesos muros que, para nuestra sorpresa, rebosa gente y diversión. En los extremos del meridiano más corto, dos largas mesas suministran un abundante picoteo al personal, a base de olivas, frutos secos, patatas y unas tostaditas con algo cremoso y beige encima. Lo mejor est? en la exigua barra que un esforzado camarero intenta mantener bajo control. Decenas de invitados se dan de codazos por obtener un copazo antes de que se quede sin hielo, sin ginebra o sin cualquiera de las cosas que enseguida desaparecen cuando hay barra libre. Renato anda un poco mejor; hasta se ha abrochado el pantalón.

—Parece que lo digieres —le digo—. Ya no se te marca tanto su hocico en el cuello.

—Si fuera una serpiente al menos no tendr?a que mantenerme erguido.

—¡Por Dios, Renato! Haz el favor de caminar recto —le abronca su mujer.

—Me voy al bar —dice él—. Si no he vuelto en diez minutos llamar a la pasma.

Hago ademán de acompañarle cuando una garra me atenaza la manga con firmeza.

—Ni se te ocurra dejarnos tiradas —advierte García—. Primero ayúdanos a buscar un sitio.

En este instante deja de sonar la música ambiental, quedando en el aire un obsceno murmullo sin vestir. La gente se precipita como en el famoso juego en busca de la silla. En poco menos de un minuto no queda un miserable reposo para el culo, salvo el suelo, acribillado con las tostaditas de pasta beige. Las mujeres y yo ocupamos tres asientos laterales en la segunda fila. Casi podemos ver el estrado en su totalidad, desde donde se supone que nos ametrallará Flovert, el "Métrico forense", como se anuncia en el programa. Mientras la sala se va desvaneciendo entre el silencio y la oscuridad, irrumpe una intensa luz sobre el pequeño entarimado que ha de sostener nuestra atención. De pronto, silencio total. Parece que algo sale.

—¡Soy Flovert, métrico forense, y doy fe de que la mierda rima en cada uno de vuestros corazones!

La estridente voz le precede unos instantes, pero ahora puedo ver al mentecato que acaba de insultarme. Si al menos le quedaran bien las mallas. Me pregunto cu?l es la imagen que intenta transmitir. La que yo recibo no creo que le entusiasme

.

Lleva diez minutos de reloj repitiendo la misma estrofa, como una cinta sin fin; y a cada vuelta parece coger más y más velocidad, como intentando hacer de nuestra paciencia el eje del espectáculo:

".Trescientos gilipollas odiaban en silencio

a un poeta insoportable que decía sin cesar:

Trescientos gilipollas odiaban en silencio

a un poeta insoportable que decía sin cesar:

Trescientos gilipollas odiaban en silencio

a un poeta insoportable que decía sin cesar: /..."

—¡Eh! —resuena un vozarrón por detrás nuestro. Me lo estoy temiendo.

El artista interrumpe en el acto su absurda verborrea mientras intenta vislumbrar al responsable del insensato boicot. Est? claro, por la expresi?n de su rostro, que el ingenioso Flovert piensa hacerlo trizas con su afilada lengua, tan potente como diez cabareteras cincuentonas. Cuando me giro, veo a Renato avanzando con cierta desorientaci?n hacia el estrado; tropieza un par de veces con su propio zapato, pero se mantiene erguido. Ahora se para en seco a dos metros del escenario y, antes de que el otro tenga tiempo de abrir la boca, comienza a declamar con gran vehemencia lo que parece un soneto improvisado:

"Un hombre cenó una noche demasiado

y un poeta no paraba de joder.

La decepción del hombre fue en aumento

y el poeta no paraba de joder.

Las tripas de aquel hombre repetían:

"Ese tarado no para de joder".

Así que el hombre se fue al entarimado,

cogió al poeta,

que estaba totalmente majareta,

y lo sacó a patadas del estrado."

—¿De verdad hizo eso? —Pregunta Félix con los ojos como platos.

—Como os lo cuento. Ante las exclamaciones (y aplausos) de la gente, Renato lo cogi? por detr?s y lo sac? de la sala como si fuera de trapo.

—Pero... ¿y el poeta no se resistió ni nada? —pregunta Julián.

García observa divertida la estupefacción de sus hijos. Estamos en uno de los desayunos más divertidos que recuerdo. La verdad es que fue una velada antológica, genial. Flovert se vio tan sobrepasado por la determinación de Renato, tan sorprendido por la brillante concatenación de palabras y gestos, que prácticamente no opuso la menor resistencia. Nadie se atrevió a increpar a nuestro amigo; al revés, cuando todo terminó, muchos se acercaron para felicitarle por aquella actuación tan magistral. De hecho, bastante gente se fue de allí pensando que todo era parte de la performance, una extravagancia divertida. Lo mejor de todo fue la reacci?n de los mecenas, los antiguos clientes de Garc?a que la invitaron. No s?lo no aceptaron sus disculpas, sino que le rogaron una entrevista con Renato, al que vieron con un potencial art?stico inmejorable, y que en ese instante se hallaba embozando el lavabo de señoras. Si la humanidad sabe lo que le conviene, no debería permitir que hoy Renato trabaje.