Monogame.-

¿Qué es lo que más me apetecería esta mañana? No sé, tal vez ir con los chavales a dar un paseo en bici, o leer el periódico en una terraza tranquila. Por supuesto, sé lo que no me apetece: me da cien patadas el aperitivo de compromiso con los Pérez Comín. García tiene una responsabilidad social desproporcionada en relación con otros aspectos de su carácter. Son transitivos de segunda generación. Es decir: nos los presentaron unos amigos de unos conocidos hace seis meses. A mí me parece fantástico —emoticón de ironía—, tenemos un montón de buenos amigos a los que apenas vemos por falta de tiempo, pero nos podemos permitir el lujo de derrochar nuestros ratos libres con unos perfectos desconocidos. En fin, a García le cayó bien la mujer y ellos están deseando relacionarse un poco después de tres embarazos consecutivos. Mi mujer está terminando de arreglar al pequeño para subir al coche y salir pitando. Tengo la nevera abierta frente a mí. Si ahora golpeara sin querer ese enorme tarro de mermelada el desastre podr?a beneficiarme con, al menos, diez o quince minutos. Si estuviera aqu? el m?s peque?o, que apenas sabe defenderse, podr?a cargarle las culpas y adem?s pringarle un poco la ropa; eso ser?an veinte minutos m?s. Bueno, para qu? hablar sobre planes de fuga: ese no es el problema. Si ahora mismo le dijera lo que pienso, respetaría mi decisión y se iría ella sola con los niños. ¡Joder! Sólo de pensarlo se me encoge el estómago. Me tiene bien pillado con el rollo de la responsabilidad. Además, conociendo mis sentimientos, sabe que es imposible que yo haga algo que conscientemente la perjudique. Según Asimov, eso infringiría la primera ley de la robótica.

—¿Qué haces ahí plantado y con la nevera abierta? Venga, que ya estamos todos listos.

—Ya voy. No me agobies, ¿quieres?

—¿Qué pasa ahora? Oye, si tan mal rollo te da no vengas,?vale?

—Por supuesto que iré, aunque no me apetezca lo más mínimo, lo sabes perfectamente.

—¿Ah, sí? Conque esas tenemos ¿eh? —se planta ante mí, desafiante—. Pues entérate de una cosa: a mí tampoco me apetecen algunas de esas cosas con las que tanto disfrutas, pero no me falta tiempo para ir corriendo a decírtelo.

—¡Vaya! ¿Y cuales son esas cosas, si puede saberse?

—¿De verdad quieres saberlo? —dice, mostr?ndome con un gesto que la pregunta era ret?rica.

—Si es lo que pienso no podías escoger un golpe más bajo. Felicidades.

—Por supuesto —responde desafiante—, no estaba escenificando un karaoke. "El mundo es de todos, no sólo tuyo".

—¡Quién fue a hablar! —exclamo.

Lo que parecía una pequeña discusión ha ido adquiriendo tonos dramáticos, maravillosamente espectaculares en cuanto a su dimensión artística: escenografía, diálogos, interpretación. Particularmente opino que las broncas son un buen revulsivo para matrimonios apelmazados y mustios. ¿Qué falta nos hacía a nosotros? García se ha largado con los niños y me ha dejado en casa "castigado", para que reflexione, supongo. Sentado en la mesa de la cocina y observando un charco de zumo tan solitario como yo, me pregunto si en alg?n punto del trayecto una afilada y gigantesca hoja seccion? el vag?n en el que tan a gusto viaj?bamos, divergiendo nuestros caminos sin saberlo. Si eso ha sucedido?qu? paisaje tendr? Garc?a ante sus ojos? No quiero ni pensarlo. Me voy a dar una vuelta.

Lo bueno de un sábado es que aún no es domingo. Precioso aforismo ¿verdad? Bueno, pues a mí me funciona. Por eso mis fuerzas se redoblan cuando sé que dispongo de tanto tiempo para pasear y curiosear a mi antojo. ¡Ah! Una tienda ecológica que aún no conocía. Estos sitios cada vez me gustan más. ¡Si me viera Tomás!, con las broncas que le doy por ser tan maniático con la comida. Bueno, no me gusta señalar a nadie, pero la realidad es que si estos negocios proliferan no es porque la gente sea más puñetera que antes, sino porque algunos han logrado catalogar la mierda en multitud de variedades y formas. No tengo pesadillas si me zampo un suculento solomillo, ni me asfixia la posibilidad de que una sustancia transg?nica me convierta en el hombre oreja. Sin embargo, era preocupante lo que sucedía con esta industria a finales del siglo pasado: una inmensa marmita en donde muchos echaban lo que les venía en gana, sin importarles que aquella clase de zanahorias hiciera que los conejos avanzaran dando volteretas, o que en algunos sitios la leche de vaca perforase las cubas metálicas en donde se almacenaba. Todavía hay gente a quien le trae fresco que su producto sea nocivo mientras no venga una comisión médica y le diga que esta muy mal eso de alimentar a sus gallinas con peyote, que la gente se baja en marcha de los aviones y tal. Todo esto es lamentable, por supuesto, y cada vez estoy más convencido de que hay que cuidar lo que se come, pero de ahí a alimentarse únicamente con verduras crudas media una distancia en la que caben posiciones menos radicales. Como la mía: ligeramente vegetariano, moderadamente carnívoro. Lo que se dice un gourmet.

Cuando llevo un rato pensando si a García le alegrará un frasco de beta caroteno oceánico, entra en la tienda un individuo como no se ven dos en un mes. Es enorme, uno de esos alemanes panzudos que no se terminan de mirar nunca. Coge una barrita bioenergética y se planta frente a la dependienta, una maciza embarazada cuya barriga palidece frente a la suya. Verle ahí de pie, con ese minúsculo trocito de comida más pequeño que cualquiera de sus dedos me entristece. Repaso lo que he elegido hasta el momento. Una sola de estas chorradas haría enormemente feliz a ese hombre. Cuando paga me doy cuenta de que no es extranjero. Además, va en mangas de camisa, pero lleva la chaqueta doblada sobre el brazo. Debe de haber trabajado duro porque se le ve fatigado; me imagino a su mujer pegándosela mientras él se desloma con la única recompensa de una chocomierda vitaminada. Haría bien en tomarse de un trago el frasco de pachuli que vi el otro día. La vida de ese hombre es triste, no me cabe la menor duda. Cuando salgo le veo al volante de un mercedes descapotable, con una exhuberante rubia rodeándole el cuello y dos alegres niños en el asiento de atrás.

Hace tres horas de mi discusión con García. Deben de andar por el primer plato. ¿Qué les habrá dicho? ¿Que estoy con anginas? ¿Que soy un gilipollas y no merezco acompañarla? ¿Cómo puede ser tan dura? A lo mejor ha vuelto a buscarme y no me ha... ¡Pero qué digo!, si he estado una hora aguardando que volviera.

Tenía la intención de comer fuera, en una agradable terraza ajardinada, pero no tengo el ánimo. De regreso a casa no dejan de asaltarme agradables recuerdos de García que aún culpabilizan más mi situación. Como una melodía recurrente, de esas que ya no te puedes sacar en toda la mañana, me silba en la cabeza el maravilloso viaje que hicimos hace seis años. Aprovechamos que los chavales estaban de colonias (el pequeño aún no había nacido pero lo hubiéramos enviado igual). Fuimos en coche por la costa mediterránea. Nos hicimos la Costa Brava y luego seguimos por Francia; por todos esos sitios tan franceses, ya saben. Bueno, yo para las descripciones y los nombres soy muy malo, pero recuerdo un trayecto en especial, con carreteras secundarias apenas transitadas, cruzando campos de colores muy bonitos y suaves; playas peque?as y desiertas, horizontes amplios, casi circulares. Creo que lo m?s agradable era la sensaci?n de ser los actores principales de todo aquel decorado. S?, era eso justamente: el paisaje realzaba nuestro viaje, le daba una raz?n de ser, pero no distra?a los detalles que interesan a dos personas que se quieren: alg?n polvo en el coche, tras las rocas, en la playa, en el hotel, dentro de una barca...

—Bueno, ¿me dirás de una vez qué excusa les has dado?

Estoy en la cama con García. Hace rato que nos hemos reconciliado por última vez y aquí estamos, sanos y exhaustos, en el empalagoso reino de las carantoñas. Me ha repetido una docena de veces lo mismo, pero no la creo.

—Te lo vuelvo a decir: les he explicado que estabas con el "mono" y que te habíamos dejado encerrado en la habitación.

—¿Pero de verdad has hecho eso? ¿Estás loca?

—¿Es que no te lo he repetido ya un montón de veces? ¿A qué viene ahora este enfado?

—¿A qué viene? ¿Me estás preguntando a qué viene? ¡Yo te lo diré: viene a que no creía que pudieras ser tan... tan...!

—¡Dilo! ¿Malaputa? ¿Cabronaza?

—¡Ocurrente! Ja, ja, ja —estallo en carcajadas—. Me parece fantástico. No creo que a partir de ahora les apetezca volver a verme.

—Bueno... eso es lo malo —la oigo decir. Peligro?, quer?a explicártelo más tarde; ya sabes,...nos estábamos reconciliando tan bien...

—¿Qué pasa??me asusto

—Verás —continúa—, resulta que él sí estuvo metido en el ajo. Ahora lleva cinco años sin probarlo.

—¿Te refieres a la droga?

—Me refiero al caballo, sí. El caso es que ahora está en una asociación que ayuda a toxicómanos dispuestos a dejarlo. La bola se fue haciendo más grande cada vez y...

—¿Y qué? ¿Me vas a ingresar en una clínica, tal vez?

—No, pero insiste en hablar contigo.

—Esto es absurdo. ¿Qué quieres que haga? ¿Que me haga pasar por un yonki o qué? No sé nada de toda esa mierda; ni siquiera tengo marcas en los brazos.

—¿Ves? Ya sabes algo.

—¡Pero bueno!, ¿Qué necesidad tenemos de hacer el paripé con quien apenas conocemos? Además, es bien sencillo: llamas por teléfono y les confiesas que fue todo una fabulación porque estabas enfadada conmigo. Seguro que lo entenderán.

—No te costaría nada hablar con él —comienza a decirme sin molestarse en escuchar—, sólo tienes que explicarle que ya te ayuda un amigo y que va todo sobre ruedas, entonces él te dará una tarjeta de la asociación y te ofrecerá su apoyo para lo que quieras. Ya está, ¿ves que fácil?

A veces tengo la sensación de andar metido en un maravilloso sueño del que un día despertaré de golpe. ¿Es posible que el universo acepte sin desmontarse el dadaísmo con que Garc?a impregna constantemente nuestras vidas? ¿Soy Dalí en un sueño preagónico? Es difícil de explicar, pero tal vez lo aclare todo reconocer que ya no me sorprendería una respuesta de esa rana de trapo que hay sobre la silla.

No puedo evitar sonreír cuando oigo hablar de la "musicoterapia". Yo, que llevo años vistiéndome con música por las mañanas. Debo de tener un instinto especial para elegir la clase de melodía que me conviene según el día. Hoy lunes, por ejemplo, me he decantado por una maravillosa canción de Aretha Franklin, "Respect": un huracán lleno de ritmo que me ha hecho evolucionar por la habitación como un poseso. Me río; la primera vez que uno de mis hijos me sorprendi? agitando la corbata como si fuera una gimnasta r?tmica casi se le luxa un ojo. Por supuesto, Garc?a no se sorprende si me ve brincar por la habitaci?n con unos calzoncillos en la cabeza. De hecho, a veces se une a m?, y entonces todos los objetos del dormitorio cobran vida y nos acompa?an en una perfecta y maravillosa coreograf?a de la factor?a Disney.

El martes me visita Ernesto Pérez-Comín. Al principio no caigo, pero enseguida recuerdo la aportación de García a mi historial. Tiene buena presencia, casi atlética; aire de adolescente con club de fans y una especie de blindaje antibalas en el pelo que parece oprimir sus sienes. Se le ve contento de la vida. No es para menos, debi? costarle lo suyo abandonar esa historia. Ahora s?lo hay que mirarle para apreciar lo que una vida sana puede obrar en nuestro cuerpo. Cachas... bronceado... Comienzo a entender porque tenía tanto interés García en la invitación.

—¿Te resulto gracioso?

—No, perdona —le digo mientras nos sentamos en el salón—, no tiene que ver contigo; he recordado algo que... ¡En fin! Tu dirás.

—Bueno, ya sabes el motivo de mi visita. Tu mujer nos habló, con gran franqueza por cierto, de tu problema y yo, como ya te habrá contado, me ofrecí gustoso para ayudarte en lo que fuera.

—Pues te lo agradezco de verdad, pero ya no es necesario.

—¿Y eso? —me pregunta con desconcierto.

—Pues que ya está. Me he desenganchado.

—¿En tres días? —las cejas se le disparan.

—Bueno —improviso—, es que ya llevaba un tiempo sin tomar droga.

—No entiendo. Si el sábado aún estabas con el síndrome de abstinencia, ¿cómo se come eso?

—¿No te parece posible? —simulo ofenderme—. Tengo una gran fuerza de voluntad que me permite lo que sea.

—No lo dudo —parece tranquilizarse—, pero a mí me costó tres meses recuperarme físicamente, y soy de los rápidos.

—Pues ya ves, no eres tan rápido.

—¿Y no tienes convulsiones ni mareos?

—Nada en absoluto.

—Pero te metías caballo ¿verdad?

—Del más puro —quizá me esté pasando.

—¿Y no tenías problemas de suministro? —me pregunta ahora—. ¡Ah! No, claro. Perdona, olvidé que también traficabas.

—¿Qué? ¿De dónde has sacado eso?

—¡Vaya! Espero no haber metido la pata. Ya te he dicho que tu mujer se mostró muy franca con nosotros.

—Mira —me impaciento—, será mejor que lo dejemos correr. Te repito que no necesito ninguna clase de apoyo y...

—Vale, vale, lo entiendo; estás en tu derecho de rechazar ayuda aunque... —se me queda mirando—, vengo muerto de calor, ¿podría tomar algún refresco?

Tiene una sonrisa persuasiva. Un seductor, vamos.

—Tienes razón, no he sido muy amable. ¿Qué te traigo? —le pregunto mientras me dirijo hacia la cocina.

—Si no te importa te acompañaré.

Por supuesto que me importa. Me fastidia que las visitas me sigan por la casa.

—Bueno —le muestro el interior de la nevera—. Tienes para elegir.

—Dame una cerveza. Esa misma —señala la más cara mientras se apoya en una repisa de mármol. Noto su mirada silenciosa y no sé si me gusta—. He observado que no tienes marcas en los brazos.

Me cazó, y lo único que se me ocurre es guardar silencio mientras le alargo la cerveza.

—No me engañas, ¿sabes? —prosigue sin perder la sonrisa—. Seguro que es tan buena que con esnifarla tienes bastante.

—¡Vaya! Lo pillas todo —le digo.

—¿A que todavía guardas algo en un rincón?

—¿Qué dices? Claro que no —me ofendo.

—¡Venga! Si sólo hace tres días que lo has dejado tendrás algo por ahí, para una emergencia.

—Te repito que no tengo nada escondido.

—Verás, yo hace años que lo dejé pero a?n, de vez en cuando, me hago un "souvenir"; ya sabes...

Como una imagen vale más que mil palabras, el tío va y me saca de la cartera una papelina.

—Si quieres podemos hacer una despedida. Hoy por mí, mañana también —se ríe.

Sin esperar siquiera una respuesta por mi parte, el jodido comienza los preparativos. Observo cómo vierte el polvillo sobre la placa vitrocer?mica y, con el cuchillo del fuet, va trazando dos finas l?neas que seguramente se cruzarán en veinte metros. Debe de pensar que es un gran cocinero. Me invita con un gesto.

—No, no, gracias, de verdad —le digo amablemente—. Lo más fuerte que tomo por las mañanas es café colombiano.

—¡Oye! No me estarás despreciando una invitación, ¿verdad?

—Bueno, ya te he dicho que estoy decidido a dejarlo.

—Mira, yo te invito a esta última ronda y luego tú, si quieres, lo dejas de nuevo, ¿vale? Con lo rápido que te desenganchas no tendrás problemas.

El ambiente comienza a enrarecerse ligeramente. El simpático muchacho ya no me lo parece tanto. Además, ahora que lo tengo a un palmo le veo un cutis bastante desastroso. Este tío está echo polvo, lo que pasa es que el bronceado engaña más que el colágeno. Incluso huele raro, como a rancio...Oh, oh.

—Te vas a enfadar —le digo.

Sin darme cuenta me he apoyado en uno de los mandos de la placa, yendo a encender el que estaba justo debajo de las rayas. Sobre la pulida y roja superficie se aprecian un par de esqueletos, como una sombra tras una explosión atómica. Los ojos de Ernesto también están muy rojos. ¿Me pegará o no? Sólo puedo pensar en eso mientras controlo el cuchillo del fuet. Pues no, se va hecho un basilisco pero ni me ha rozado.