García toma el sol.-

Después de un par de días de tormentas, el aire está fresco, limpio. "¡Qué día tan precioso!" han comentado millones de personas en el ascensor, y yo lo compruebo dejando que el viento arquee mis pestañas. Al final nos hemos decidido por una pequeña terapia nostálgica en la costa. Iremos a nuestro aire, sin prisas o, mejor dicho, sin más responsabilidad que estar a gusto en donde estemos, como cuando nos conocimos. Para empezar tenemos una cena en chez Renato, el acogedor comedor que nuestros amigos tienen en el apartamento de la playa; pero antes de eso disfrutaremos del mar, del sol, que ha vuelto atraído por nuestras bellas mujeres espa?olas, y de una espléndida paella en la playa de San Salvador, con una buena sangría de esas que te dejan babeando en la cama toda la tarde. García conduce reconcentrada en su propia satisfacción. Se la ve contenta, relajada; de hecho, seguramente tiene otros planes. Son las diez y media y en poco más de veinte minutos llegaremos a nuestro destino. La autopista está en su punto, con el número apropiado de coches para que no parezca un día cualquiera, pero sin liarla.

"Vendrell-Comarruga" Tomamos el desvío y nos plantamos, poco después, en el peaje.

—Ja, ja, ja —la oigo reír de nuevo. Lleva así buena parte del viaje—. Conque acabaste bailando chotis con un travesti. ¡Pfff! —se aguanta la risa.

—Esperaba que te hiciera gracia, pero no tanta —le suelto, molesto.

Tal como pensaba, García tiene otros planes para esta mañana soleada. Nada más entrar en casa ya se ha puesto el bañador, luego se ha untado de crema, ha cogido la toalla y se ha largado a la playa. Antes me esperaba, ahora ni me pregunta. Sabe que le digo que s? y luego estoy rebotando por la casa una hora; as? que "esa" hora m?s tarde aterrizo por all?.

La playa de San Salvador es algo así como un huerto de buenos recuerdos: de vez en cuando cojo uno y me lo como lentamente, generalmente en periodos invernales. Un auténtico vergel de imágenes que habitan mi memoria perfectamente conservadas, listas para sazonar cualquier momento insulso. Cuando llego al pequeño paseo el sol lleva un rato con los quemadores a tope, como si pretendiera fumarse el pueblo entero. Invierto unos instantes en certificar que todo sigue igual: a mi derecha, el chiringuito que cada verano cambia el nombre sin demasiado éxito; a mi izquierda, la terraza del Can 60, repleta de aperitivos y periódicos; enfrente, multitud de bañistas sin la menor intención de engallinarse la piel con un chapuzón.

Durante un rato me dedico a

inspeccionar la orilla, intentando encontrar un bulto familiar. Al fin la descubro, tumbada en la peque?a inclinaci?n que se ha creado a fuerza de modificar el espigón del puerto cercano. Desde aquí parece una lagartija reposando plácidamente al sol, pero a medida que me aproximo la impresión se decanta hacia terrenos más culinarios. Casi puedo oír el crepitar de su aceitada piel bajo este sol de justicia. A ella no le importa, en absoluto; es más, recuerdo días prohibidos para quien no tuviera una sombrilla ignífuga; días sin la más leve brisa, en los que podías ver cómo los escarabajos peloteros se arrastraban moribundos hasta una orilla de agua encalmada, y a ella sobresaliendo como una Dragon Queen entre los pocos que all? estaban, la mayor?a agazapados bajo el chiringuito o semiinconscientes por efecto del astro rey. No pienso repetirle lo beneficioso que es todo eso para convertirse en un papiro, o algo peor. Si a García le diera por mascar Goma-2 lo?nico que yo podr?a hacer al respecto es evitar besarla. Pero no es sólo ella; a todos nos atrae en mayor o menor medida aquello que peor nos sienta, como si los remordimientos fueran un tónico facial, o ganara quien primero se achinarra. ¿Que cuál es la solución para tanto disparate? Según el profesor Berz: un suicidio colectivo y que los monos se hagan cargo de todo.

—Hola, ¿se está bien?

—Se está de fábula con esta brisa. Tendría que ser siempre así —me responde sin mover la cabeza.

—¿Te refieres a siempre mayo?

—Sí. Con esta temperatura ideal. El sol broncea como en pleno verano, pero el aire es m?s fresco. Es una combinaci?n maravillosa.

—Además, ahora hay menos gente —le digo yo, haciéndome el simpático. ¿Por qué tengo la sensación de estar hablando con el conserje?

—¿Te has traído toalla?

—Sí, pero primero me acercaré al bar para tomar algo, ¿Te animas?

—¡Ni loca! Estoy muy bien aquí. Luego, más tarde, cuando el sol apriete demasiado podemos hacer un aperitivo. Ven, túmbate.

—Ahora vendré —me escabullo.

—¡Ay, hijo! Qu? soso eres.

Mi moderación no tiene mérito alguno. Si alguien merece que se le caiga la piel a tiras ese soy yo. A los veinte años era un tizón encendido, una luciérnaga frívola y narcisa que sólo pensaba en impresionar a las chicas a base de permanecer más horas al sol que Lawrence de Arabia.

—A ti y a mí nos gusta la misma persona —me dijo una amiga hace años.

—Me parece muy bien —disimulé, sorprendido por aquella confesión lésbica.— ¿Y de quién se trata?

—De ti, Florián. Eres un engreído, pero me gustas igual.

Que te digan eso a los veinte años no pesa demasiado. De hecho aún sigo siéndolo, el problema es que mi aspecto ya no me acompaña y así no se puede. En fin, el caso es que ahora ya no soporto ni de lejos el ritmo de bronceado al que estaba acostumbrado. Huyo aterrado de las horas verticales, y como esté más tiempo del debido sin sombrero empiezo a ver arenques bailando claqué en la orilla. Así que ahora voy poco a poco, intentando no despellejarme con los primeros rayos y rezando para que, en el futuro, no aparezca mi foto en los pasquines de la asociación dermatológica.

Bueno, al final la cosa no ha ido tan mal. García parece ir entrando en razón y aquí estamos, sanos y salvos, en un delicioso trocito de terraza cubierta, aguardando la paella mixta que tan bien cocinan en este antro, como lo llamaría mi padre. Para él, cualquier restaurante que no tuviera mantel de tela en la mesa era un antro. No sé que pensaría de este camarero; ahí viene: lleva trenzas hasta en las cejas y un tatuaje en el torso que no entiendo del todo, aunque el pene está muy bien dibujado. Nos ha traído una ensalada variada. Es un tío simp?tico. Dice que si vemos alg?n insecto no lo tiremos, que los pone el cocinero para darle sabor. Bueno, como comprender?n es todo broma, pero si veo alguno se lo hago tragar. Garc?a me mira. Parece que me ha leído el pensamiento porque su expresi?n es un poco la de "no me jugar?a un talego a que ganas". Se equivoca: debajo de mi flaccidez se esconde una musculatura poderosa, tan eficaz como un mono salvaje.

—¿Te pongo cebollita?

—No, gracias, sólo un poco de tomate y olivas —respondo.

García y yo tenemos los mismos gustos en la mesa. Nos reservamos la cebolla y la lechuga para mezclarla con el arroz del segundo plato. Mmmm! Está deliciosa de verdad. La brisa, el mar, la playa, ella y yo aquí, descalzos y felices... Sí, soy inmensamente feliz y, al mismo tiempo, terriblemente afortunado, como corresponde a un estado de felicidad consciente. Sólo entonces, cuando uno se da cuenta de la suerte que tiene, de lo maravilloso y perfecto que es el momento que le rodea, percibe también la intensidad dramática que encierra una palabra bien tonta: "palmarla".

Son las seis de la tarde. Estoy recién duchado y con la leche hidratante todavía resbalando por mis hombros. Si me pusieran un espejo delante me excitar?a? El balcón abierto, con el jardín exultante de aromas y colores: dondiegos, jazmines y rosales, disputándose el enorme placer de que mi nariz los huela, pero yo sólo distingo el perfume barato de esa mierda cremosa que me he puesto encima. Observo la piedra de Alcover con la que pavimentamos la terraza. Antes teníamos césped, pero acabamos quitándolo porque resultaba un engorro tener que regarlo cada tres meses, y además nunca llegó a coger. Con las flores es distinto: asoman por la valla del vecino y por tanto es él quien se ocupa de todo. En fin..., este es uno de esos momentos que resultan especialmente agradables; unos minutos de calma, de sosiego... yo aquí... Garc?a arriba, duch?ndose... Y miles de personas que, en este preciso instante, tal vez sufran las obras del vecino o estén achicando agua por culpa de la lavadora. Seguramente a todos nos sucede lo mismo: sabemos cu?les son esos instantes de tranquilidad garantizada, lugares pl?cidos en donde se instala nuestro?nimo de vez en cuando.