Pasta vacuna.-

Este mediodía he quedado con García para recoger al pequeño y llevarlo a que le pongan unos cuantos virus atontados. De paso he comprobado lo bien que le funciona el instinto al chaval, porque a veinte metros del centro ya se ha puesto a temblar. Ha querido hacerse el valiente, pero en cuanto ha visto a la enfermera salir con un pato de goma lo ha comprendido todo y se ha derrumbado. Aprovechando que a su madre le da mucho apuro verlo sufrir y se queda fuera, he podido sonsacarle unos cuantos datos de inter?s. Ha sido un juego de ni?os. Cuando ha visto la jeringuilla me he empleado a fondo. Resultado: Juli?n guarda los pitillos en el doble fondo de un caj?n, ninguno de sus hermanos se ha tatuado ni perforado parte alguna del cuerpo, y F?lix ha sisado en tres ocasiones el cambio del pan, la?ltima sin repartirlo con?l. Dentro de tres meses le vacunan de nuevo. Como recompensa por su delaci?n nos lo llevamos a comer a una pizzer?a.

El local es bastante pintoresco: tiene un decorado que reproduce una típica calle napolitana, con sus terracitas, sus balcones y alguna otra licencia del dueño, que debe de ser manchego porque ha plantado un molino decorando el acceso a los lavabos.

Hace ya un rato que miro al chaval. Todavía no comprendo cómo es capaz de comer con el mismo ansia de principio a fin. Ten?a ante s? una monta?a de tallarines tan alta como su antebrazo; primero lo ha convertido en un volc?n, con su reguero de lava y todo, como a?l le gusta y, despu?s del ritual, que consiste en rugir como si fuera un monstruo horripilante, ha comenzado a reducir la base con dentelladas precisas y potentes. Creo que poca gente se divierte tanto comiendo. Un trozo de?monta?a? sale despedido contra el vaso de Garc?a, que le reprende sin el menor enfado. Ahora me mira.

—Me han propuesto un trabajo.

—¿Ah, si? —me intereso.

—Parece bueno. Se trata de crear un programa integral para una empresa textil: Nolo Perezzi, ¿te suena?

—Sí, he visto ropa suya. Dentro de poco los italianos diseñarán hasta los trajes de luces; y la culpa es nuestra, deberíamos tirar más de casa —al acabar la frase me doy cuenta d?nde estoy comiendo.

—Te equivocas; como este restaurante, gran número de marcas con nombres extranjeros están creadas por españoles.

—Como Nolo Perezzi, ¿verdad? —sonrío.

—Por supuesto, el dueño se llama en realidad Manolo Pérez.

—¡Ah!

—Bueno. Lo que quería decirte es que el jueves saldré para Burgos. Debo conocer personalmente el lugar, hacer fotos y hablar con la gente que lleva la empresa. Así que estaré dos o tres días fuera.

—¡Pues anda que con el jaleo que tengo yo estos días!

—¡Quiero más! —exclama el pequeño con la boca enterrada en salsa boloñesa.

—No puede ser, cariño, ahora te traerán el pescadito rebozado. ¿No te apetece eso? —dice su madre.

—¿Tienen formas humanas?

—Por supuesto que sí, chaval —le tranquilizo y retomo el hilo—. ¿Cómo quieres que me haga cargo de la cena y el baño yo solo?

—No sé, supongo que alguna vez me habrás visto hacerlo.

—¡Uy! Has tirado a dar.

—¡Claro que sí! Pero bueno, no es esa la cuestión. Evidentemente ya he previsto tu franca resistencia, así que le he pedido ayuda a Frida; mi hermana ha accedido a quedarse en casa hasta que regrese.

¡Frida en casa! ¡Sola, conmigo!

—¡Eh! —grita al ver mi expresión ausente—. Viene a cuidar de los niños, no como esposa suplente.

—Aquí tienes, jovencito —El camarero coloca un plato frente al rostro decepcionado de mi hijo.

—¡No tienen forma de nada! —me mira con reproche.

—¡Pero qué dices? Son como los habitantes de Guanapo ¿No los conoces?

—¿A quién?

—¡Sí, hombre! Esos que no tienen cuello, ni brazos, ni piernas. Son unos caníbales fierísimos.

—¡Ja, ja, ja! —se ríe burlón—. ¿Cómo te van a hacer daño? ¡No pueden ni andar!

—Porque se mueven dando unos saltos enormes —le digo con la voz que más le asusta—. Quien se aventura por ese lugar no sale vivo. Al caer la noche, los fieros guanapos se dedican a ir dando saltos por la isla, recorriéndola de punta a punta en un santiam?n. Cuando huelen a su presa, se concentran todos en ese punto y comienzan a saltar sobre ella hasta dejarla sin sentido; luego se la comen a dentelladas, destroz?ndola con sus dientes, m?s afilados y numerosos que los de un tibur?n. Pueden devorar a un elefante en tres minutos.

—Ostras! ¡Sigue, sigue! —dice con un hilo de voz.

A medida que avanzo en la historia noto c?mo cambia su actitud al masticar las barritas. Ahora lo hace casi con admiraci?n y respeto. No s? si me gusta eso. Sin embargo, este episodio ha rectificado un poco la acritud de nuestra charla, y García ya no me mira tan mal. ¡Frida en casa! Últimamente no me hac?a tanta ilusi?n entrar en el ba?o sin llamar.

Estoy haciendo la siesta en mi despacho, pero me es imposible conciliar el sueño con el tecleo psic?pata de Olga. Si supiera mecanograf?a de verdad sus pulsaciones sobrevolar?an el ambiente con la sincron?a y ligereza de un?guila real, pero la realidad concuerda m?s con una bandada de patos esquivando centenares de disparos. Como aqu? no hay quien duerma decido ir a ver si ha llegado Eduardo. Enseguida descubro que lleva media hora en recepci?n, junto a Olga, tejiendo un horrible calcet?n rosa p?lido. Los que est?n por all? me miran como si yo fuera el de mudanzas y Eduardo un viejo sof?. As? que primero me intereso por su estilo con el ganchillo, y luego me lo llevo a su despacho para charlar c?modamente.

—¿Te parece incorrecto que los empleados me vean haciendo calceta? —me pregunta preocupado al entrar—. Tal vez he hecho mal.

—Lo que haces no está mal, Eduardo; es lo que deshaces lo que constituye un problema.

Eduardo se queda un rato pensativo, mirando al suelo.

—Hace un par de semanas perdí la paciencia buscando una chaqueta en los armarios. Comencé a dar gritos por la casa, reclamando la atención de mi mujer, que si "nunca estás cuando te necesito", que "a ver dónde guardas tú las cosas". Al cabo de un rato entré en su dormitorio y encontré una nota sobre la almohada.

—Se ha ido.

—En efecto; pero hay algo más: lo había hecho cuatro días antes, Cuatro días ausente de casa y no me hab?a dado cuenta.

—¡Qué barbaridad! No había mucha comunicación, que digamos.

—Me derrumbé. Al darme cuenta de que se había ido comprendí la mezquindad de mi comportamiento, y comencé a llorar amargamente. Me imaginaba a mi mujer saliendo de casa presa de remordimientos y a mí, una vez dentro, deambulando por el piso como siempre.

—¿Dónde está ahora? ¿Lo sabes?

—He intentado hablar con ella pero nadie sabe nada. Lo único que puedo hacer es esperar que se ponga en contacto conmigo y, si te digo la verdad, aún no sé si estoy preparado para que vuelva. Mi dolor viene del vacío que siento sin ella en casa, aunque no la quiera como se merece, y sobre todo de esta sensaci?n de culpabilidad que me ha quedado. Ahora no me perdono todo el da?o que le he hecho.

—Ni lo intentes, Eduardo, para perdonarte a ti hace falta un profesional, pero eso no es motivo para atiborrarte de pastillas y deambular por ahí como un zombie.

—¡Eso no es cierto!...¿o sí?

—¿Qué tomas? —me intereso ahora.

—Cervoprix; un ansiolítico.

—Lo conozco, es capaz de hacer que un skin recoja la cocina de su abuela —o que un directivo haga ganchillo en la recepción—. Mira, Eduardo, la culpabilidad es como un control antidoping, y mientras no dejes las pastillas no te levantarán la suspensión para correr de nuevo.

—Perdona... ¿Qué dices? —me pregunta como si le hubiera interrumpido un pensamiento.

—Que lo que hace falta es que reacciones y vuelvas a ser el que eras.

—Haría falta un viaje en el tiempo, y eso no es posible —Ahora me mira como si alguna vez hubiéramos sido amigos—: ¿Qué hago, Florián?

Esa pregunta me llena de orgullo y responsabilidad. Es como si alguien me hiciera entrega de las llaves de su ciudad. Y lo cierto es que no sé qué responderle. ¿Lo sabe alguien?

He quedado con Renato en Rico Glim, un bar enorme con sólo un camarero para atender las veinte mesas, generalmente ocupadas; así que se ha instaurado la tradición del autoservicio y cada cual se las compone como puede. El dueño atiende tras la barra concentrado en las tapas que la gente va cogiendo. Cuando me ve parece que quiere sonreír, y yo le agradezco el intento. Sentado al fondo distingo a Renato; est? hablando con un par de chicas y no percibe mi presencia hasta que le toso encima.

—¿De verdad tienes cincuenta años? —le pregunta en ese instante la más alta, llena de asombro.

—¡Ah! Hola, Florián —exclama al verme—. Bueno, chicas, luego nos vemos; ahora tengo que hablar con mi amigo.

—También parece muy joven —comenta la otra.

—Eso mismo. Venga, bonita, hasta luego —las despide rápidamente. Ahora se gira hacia mí, adoptando un registro menos frívolo— ¿Qué tal? Anda, cuéntame —palmea una silla vacía.

—Primero dime qué te has hecho en el pelo.

—¿Qué te parece? —pregunta con una mueca de satisfacción—. Esta mañana he entrado en una peluquería para pedir cambio, alguien ha entendido "un cambio", y ya me ves tumbado en una camilla con dos trozos de pepino en los ojos. Divertid?simo?levanta las manos se?al?ndose la cabeza?. Dame tu opini?n; con franqueza.

—Me resulta... sorprendente —atino a decir.

—Yo he pensado lo mismo al verme. No sabría explicártelo, pero ahora lo encuentro genial, muy majo. Sinceramente, creo que he mejorado.

Tan sólo puedo añadir silencio a sus palabras. Lo que de perfil era una discreta elipse, alguna fuerza desconocida lo ha transformado en un cono truncado. Jamás había visto nada igual. No es feo, pero es extraño.

—Bueno —dice ahora—. Se te complican las cosas, ¿no?

—A no ser que me quede quieto como una iguana y no vaya a verla.

—¿De verdad te has montado una cita con el terremoto?

—Me la han montado, que no es lo mismo.

—Pero bien te habrás dejado —insiste él—. No es lo mismo ser víctima de un complot que "complotarse" como una víctima.

—No sé qué hacer —le digo, ignorando la tontería.

—Buscas el consejo de un amigo, ¿no?

—Supongo que sí.

—Pues ahí va: acude a la cita. Pásatelo en grande, porque una mujer como esa no la volverás a ver a menos de cien metros.

—¿Tú crees?

—No te estoy diciendo que destruyas tu matrimonio, sino que aproveches la increíble oportunidad que tienes ante ti. Serás el mejor de mis amigos por siempre jamás, créeme. Todos te respetarán, y tu tendrás ese recuerdo siempre en el bolsillo, a tu disposición para cualquier momento en que tu ánimo decaiga. Siempre sabrás que fuiste uno de los elegidos. Alguien en quien esa mujer se fijó; uno entre millones de hombres que darían un brazo por tener tu suerte.

—No sé, Renato... Por un lado tienes razón, pero por otro...

—¿Quieres más consejos? Ahí va éste —prosigue sin esperar contestación—: no acudas a la cita. Esa mujer no puede ofrecerte ni una milésima parte de lo que arriesgas. Está muy buena, no hay duda, pero tu mujer también; y conste que yo la veo como a una hermana —se apresura a decir—. Poner en peligro tu convivencia con ese relumbrón que tienes por esposa es una tontería. Además, no está claro todo este montaje. Puede ser una trampa. Tal vez sólo quiera reírse de ti. Ya has conseguido algo de esa mujer, un cierto prestigio ante tus amigos. Acudir a la cita puede significar perderlo todo. No vayas.

—Así —le digo tras escuchar atentamente—. ¿Cuál es el consejo final?

—Mi consejo es que lo decidas tú solito.