Llega Frida.-

Esta mañana el silencio en la oficina es exasperante, pretormentoso. Ni un teléfono, ni un cuchicheo. Las impresoras parecen rumiantes sin el menor deseo de tragar más celulosa; ni la moqueta más mullida podría amortiguar tanto las pisadas de la gente. Me imagino a Olga estática, igual que una momia, embalsamada en típex excepto la nariz, imposible de borrar. Llevo rato intentando hallar una solución a mi conflicto, pero es inútil: nadie en su sano juicio puede pensar con tanto silencio. Se abre la puerta de mi despacho y aparece un extraño.

—Oiga! ¿Qué hace aquí? —me pregunta sorprendido.

—Es mi despacho y estoy trabajando. ¿Qué le parece?

—Fenomenal, yo también estoy trabajando —me enseña un artilugio para fumigar—. Le recomiendo que baje a la calle y espere con sus compañeros.

—¿De qué me habla? ¿Qué es lo que ocurre?

—Hay una plaga de cucarachas en el edificio.

—Es la primera noticia que tengo. No he visto ni una sola.

—Porque no duerme usted aquí. Los vecinos tienen pesadillas con tanto bicho.

—Bien, recojo un par de cosas y me voy —respondo contrariado.

—Hágalo pronto porque estamos acabando esta planta —se va a colocar de nuevo la máscara cuando me suelta—: Por cierto, para ser esto una empresa publicitaria les falla un poco la información ¿no?

—Muy gracioso.

Cuando salgo a la calle me los encuentro junto con los demás vecinos. Olga me mira sorprendida.

—¿Qué haces saliendo de ahí? —me regaña la muy bruja.

—Eso mismo me pregunto yo. Nadie me había dicho nada.

—Lo siento, Florián, no te he visto entrar. Estaría en el lavabo —se ríe nerviosa—. Además, como siempre llegas tarde...

—O no llegas —Me alcanza una voz anónima por detrás.

—Pues casi me fumigan como a una vulgar cucaracha.

—Las cucarachas no roncan —vuelvo a oír a mis espaldas la voz de falsete.

Esta vez me giro deprisa y sorprendo a Eduardo todavía con los dedos apretándose la nariz. Yo diría que su actitud, aunque algo traviesa, es de franca recuperación. Me alegro, al igual que los demás.

—Venga, amigos —dice Eduardo en voz alta, lleno de optimismo—. Les invito a un buen almuerzo.

Acto seguido nos rodea con sus brazos a Olga y a mí, mientras nos introducimos en el bar de al lado.

—¡Ay! Florián..., Olga —nos dice en tono paternal—. Estáis siempre como el perro y el gato. Y en el fondo sentís un gran aprecio el uno por el otro, estoy seguro. ¿Por qué no salís un día juntos? Tal vez nazca algo bonito entre los dos. ¿Qué me decís?

—Que ya tenemos pareja, Eduardo —le contesto—. ¿No te acuerdas?

—Er... ¡Ah! Sí, claro. Ya lo sé. Me refería a una buena amistad, eso es todo.

Resulta que finalmente el edificio estará precintado nueve horas, así que se acabó la jornada laboral. Después del aperitivo nos vamos cada uno a su casita, aunque primero apoquinamos porque Eduardo, bendita inocencia, se ha dejado la cartera en su despacho.

—Desde luego... ¡Vaya morro! —oigo decir a Fermín, el contable—. Al final resulta que le invitamos nosotros.

—Venga, hombre —le digo—. Bastante cacao tiene el pobre en la cabeza para que encima salgas t? con exigencias.

—¡Pero es que hay que ser burro! Sabe que no va a poder pisar el despacho hasta las tantas y va y se deja la cartera.

—Ale, Fermín. No te enrolles más y paga como todos —le apremia Angélica.

El hombre mete mano en su bolsillo y, al instante, comienza a ponerse colorado mientras nos mira con expresión timorata. Ferm?n no aguanta la presi?n y se deshace en pat?ticas explicaciones. Todo el mundo sabe d?nde se ha dejado la cartera.

—Que situación tan tonta ¿no? —me comenta Angélica al salir del bar.

Viéndola con ese aspecto de Morticia casi me da pena el contable. ¿Quién no se ha mostrado vehemente en más de una ocasión? El pobre Fermín se pasa el día cuadrando sumas en un paisaje árido y desolador, un lugar donde los números se arrastran por tierra a la espera de clavarte su aguijón envenenado. Eso retrae por fuerza el carácter y te hace más vulnerable. Fermín nació noble y generoso, pero tanto cálculo amarga la existencia de cualquiera.

El imprevisto "jour de fête" me deja en casa a las doce y media, con todo el día por delante para tomar una decisión y la intuición, haga lo que haga, de escoger la opción equivocada. Sin embargo, verme solo en casa con toda la cocina para mí distrae nuevamente mi atención, que ahora se centra en un pequeño homenaje gastronómico: me haré un arroz de verduritas a la cazuela y, de paso, un hojaldre "sobrero" con forma de pez que simplificará la cena de los chicos. Para ser sincero, lo que en realidad pretendo es impresionar a mi cuñada; me encantaría turbarla con un sinfín de cualidades que la hicieran caer rendida a mis pies, y luego torturarnos con la imposibilidad de una aventura. Sí, yo soy de esos; cualquiera lo es, no nos engañemos. A todos nos complace imaginar de vez en cuando esa situación contradictoria y emocionalmente intensa que tanto halaga nuestra vanidad.

A las dos en punto extraigo la pequeña cazuela del horno. El aroma que desprende ese tumulto de verduras me coloca un megáfono en la tripa, un caos sensorial que me arrastra a meter impaciente el cucharón y abrasarme la boca. En los minutos siguientes, mientras paseo un hielo por mi lengua maltrecha, comienzo a ver claro que lo que yo quiero, lo que me gustaría querer y lo que se espera de mí que quiera, son tres cosas francamente distintas. En fin, la típica frase que te duerme sólo de pensarla.

*

—¡Ding Dong! Visita en puerta principal. Parametrizando. Femenina. No hostil. 52 kilos. 1, 68 metros. Por favor, marcar identidad en terminal para completar ficha.

Enseguida aparece en la pantalla del visor la imagen de Frida, aguardando que le abra. Está imperiosa, y trae un maletón de aquí te espero.

—Es Frida, Chencho, déjala pasar —me incorporo para recibirla cuando entre.

—¡Vaya rampazos que pega esta puerta! —exclama nada más verme.

—Es la última innovación de tu hermana; pero tranquila, sólo pica la primera vez. ¿Qué tal el viaje? ¿Mucho jaleo? —le pregunto mientras nos damos un beso.

—Ha sido un viaje más bien corto: he venido en metro —sonríe.

—¿Pero no vienes de la montaña?

—Pues no —suspira brevemente—. Resulta que tienes una cuñada más tonta de lo que parece.

La frase tiene miga, así que me limito a dejar que prosiga.

—He pasado la noche en casa de Luis Gregorio..., el horterilla de Burgos —me aclara entonces.

—Ah.

—Lo hemos dejado definitivamente —me confiesa con un gesto de tristeza—. Y creo que es lo mejor, ¿sabes?

Al cuerno mis delirios amatorios. Cuando me ayude a poner la mesa ya no fantasearé con su mirada lujuriosa en mi trasero. Se pasará estos días pensando en el burgal?s y escuchando baladas gluc?micas.

—Le echarás de menos, claro —le digo a pesar de todo.

—Es un buen chico... En realidad me sabe mal por él. Parece que le ha dado fuerte.

—¡Bueno! Me pondré el disfraz de arlequín para animar a mi cuñada favorita.

—¡Tu única cuñada, mentecato! ¡Y el traje de arlequín ya lo llevas puesto, para que te enteres!

—Sin faltar ¿eh?, que te pongo a dormir en la escalera y...

—Además...?me interrumpe tap?ndome la boca?, para animarme no necesitas ning?n traje.

Mientras Frida se dedica a deshacer la maleta, un misterioso anillo de letras se ha puesto a gravitar en torno al planeta Florián: "Para animarme no necesitas ningún traje". Tanto puede significar que mi sola presencia ya la anima, una frase llena de afecto y cortesía, como que la mejor forma de reconfortarla pasa por un soberano revolcón. Sólo puedo decir que es la frase más ambigua que he querido oir en mucho tiempo.

Disfraz: 2. Por antonom., vestido de máscara que sirve para las fiestas y saraos, especialmente en carnav...

—¿Qué haces, Florián? —la oigo decir a mis espaldas.

—¡Ah! Nada. Me ha venido una palabra a la cabeza y no recordaba su significado —respondo al tiempo que apago la tableta.

Son las cinco de la tarde. Ante nosotros aparece un tiempo muerto que resucitará poco antes de las seis, cuando lleguen Félix y el más pequeño. Mientras tanto, Frida se sienta cómodamente en el salón a hojear unas cuantas revistas de arte y literatura "casualmente" colocadas.

—Si llego a saber que comes en casa me apunto al arrocito que te has hecho.

—¿Cómo sabes lo que he tomado?

—Mi olfato es portentoso, Florián; pensaba que ya lo sabias —me dice sin dejar de pasar páginas—. De todas formas, si te hubieras lavado los dientes no estaría tan segura.

—¿Qué? —pregunto atónito.

—Es broma, tonto. Lo he descubierto al entrar en la cocina.

—¡No lo entiendo! Pero si he fregado a conciencia.

—Pues si en lugar de un arroz llega a ser un crimen, te vas directo al trullo.

¿Cuánto lleva Frida en casa? ¿Veinte minutos? ¿Media hora? Da igual, le ha bastado ese tiempo para confundirme y dejar bien claro, además, que la dirección de García tiene ya un repuesto de categoría.

—¿Sales esta noche, Florián? —me pregunta ahora.

Se la ve muy resuelta desde que ha llegado. Intuyo que hasta con cierta estrategia respecto a mí, así que recibo la pregunta con la prevención que se merece y me lo pienso antes de responder.

—Pues sí —reafirmo el tono—, tengo una cena con unos franceses a quienes llevo la campaña de...

—¡Venga, Florián! ¿Con quién te crees que estás hablando??Pretendes enga?arme a estas alturas? Anda?se acerca hasta mi sof? y se hace un sitio en?l?, a mí me lo puedes decir. ¿Tienes alguna farra con tus amigotes? ¿Puedo venir? No molestaré; yo puedo ser muy hombre cuando hace falta. ¡Vaaa!

Me está acariciando el pelo y la mejilla mientras se hace la mimosa a cuatro dedos de mi frente, y no quiero ni pensar la cara de palurdo que estará viendo en panavisión. Todo esto invita a pensar si algunas mujeres no encuentran, en situaciones de este tipo, un cierto placer similar al de esos domadores que etc., etc. Y en realidad el mecanismo que ella emplea es muy sencillo, su truco consiste en no definir si el trato es fraternal o libertino. A pesar de todo, me encanta que Frida se comporte conmigo como la niña que era cuando la conocí.

Es justamente ese coqueteo infantil lo que termina por desactivar la impresión libidinosa que mi cerebro había forjado. El carácter poliédrico de las personas produce a veces en nosotros reacciones encontradas o, simplemente, paradojas. En un momento determinado, el aspecto o la actitud de Frida me sugieren el más apasionado lance amatorio; pero, al cabo de un instante, su sensualidad se calza unas pantuflas, y ya no puedo imaginármela más que jugando al rumi conmigo mientras paladeamos un tazón de Colacao. El mismo sentimiento contradictorio que nos produce un conejito blanco y esponjoso amoldándose en nuestro regazo, o el mismo animal rodeado de crujientes patatas y verduritas.

—¡Tía Frida, tía Frida!

Como dardos amazónicos, esas palabras llenas de alegría revientan la silenciosa burbuja en que me hallaba; al aterrizar, los chavales ya están revoloteando excitados alrededor de su tía.

—¿Me habéis echado de menos?

—¡Sí! —responde sin titubear el más pequeño.

—¿Jugarás con nosotros esta noche al continental? —pregunta Félix.

—¡No vale. Yo no sé jugar!

—¡Tú te callas, neutrino!

—Félix! —le reprende suavemente Frida—. No hables así a tu hermano. Jugaré con vosotros, pero si lo hacemos todos —dice mirando al pequeño—. ¿Verdad que sí, Chavalín?

El "chavalín" sonríe babeante mientras se deja acariciar por su tía. Se nota que es mi hijo, tiene esa debilidad anquilosante por las guapas.

—Podemos jugar al "pequeño Lama", ¿eh, papá? —propone Félix.

—Bueno... Yo es que esta noche no podré estar con vosotros.

—¡Pero si está tía Frida! ¿Cómo te vas a ir? —se queja.

—Vuestro padre tiene un compromiso de trabajo-intercede ella—. Claro que le gustaría estar con vosotros, pero tiene que ganar dinerito para que todos podamos comer marisco fresco mañana por la noche. ¿A que sí? —me mira ahora.

Por un momento he llegado a pensar en un giro benéfico de su persona, pero está claro que su malicia sigue intacta. Y la verdad es que me alegra; me llevaría una decepción si se volviera un ser afable y servicial, y lo mismo digo de García.

—¿Lo has hecho tú? Caramba!

—Nada especial; mientras hacía el arrocito. ¿Se ve bien que es un pez?

Estamos en la cocina. Ella asombrada de mi hojaldre, y yo estupefacto de lo bien que me ha quedado; como en las fotos de las recetas: dorado y perfecto.

—Mi hermana no me cuenta estas cosas.

—Por algo será —dejo caer.

—¡Bueno! —mira entonces el reloj—. Así que te vas, ¿no? Pues ayúdame antes a poner la mesa y prepararlo todo —dice sin dejarme responder.

Frente al espejo del baño me pongo a buscar el reflejo de alguien seguro de sus intenciones, de sus deseos; de lo que quiere, en suma. Desde aquí puedo oír el pequeño jaleo de platos en la cocina. Todavía están cenando, me digo; si quisiera, aún estaría a tiempo de unirme a ellos y subirme al apacible tren de una noche familiar. Sin embargo, por mi forma de peinarme, yo mismo me doy cuenta de cuáles son mis propósitos. ¿Quién manda aquí? La pregunta surge de una forma espontánea, tal vez por la necesidad de delimitar qué partes de mí son responsables de lo que voy a hacer. Es posible que, en caso de defensa, pueda alegar que fue mi instinto más primario el que me empujó a ello. Nadie se lo creería, pero yo lo diría igualmente.

¿Hace falta valor para engañar a una esposa? Me respondo que no, considerando que es más bien una cuestión de confianza en algún plan perfecto o, simplemente, de pura irresponsabilidad. El hombre que engaña se parece mucho al niño que distrae unos caramelos en la pastelería. Por contra, la mujer en esas circunstancias acostumbra a ser menos infantil y m?s definitiva. Mientras conduzco por la autov?a que lleva al aeropuerto repaso mentalmente el ful de ases y reinas que sostiene mi apuesta. Soy una polilla que bla, bla, bla, bla hacia la luz, etc., etc. Lo que de verdad quiero encontrar es una razón para no hacer lo que tanto me atrae. Llevo días buscando algo que detenga este proceso y no lo consigo. Por supuesto que quiero a García; naturalmente que no deseo arruinar nuestra relación, pero la oficina estad?stica que alberga mi cabeza me asegura que el riesgo es m?nimo, inexistente y, sin embargo, el placer que puedo obtener hipervitaminar? mi ego hasta que me envasen. Estoy cruzando ahora un parque empresarial lleno de edificios iluminados y desiertos; las farolas de la carretera juegan con mi sombra, que sube y baja como las alas de un murci?lago. "Casino de Barcelona.?Se va sin probar suerte?" leo en un cartel lleno de t?picos dibujos. Tal vez esa mano que coloca unas fichas en la mesa sea la m?a. Me imagino a mi mujer estirada sobre el tapete, ocupando los treinta y siete n?meros de la ruleta. El croupier tira la bola, que rueda y rueda como el murci?lago de antes que ahora est? dentro de un tornado; de repente la bola comienza a rebotar descontroladamente hasta caer en la casilla de un n?mero, que no es una cifra, sino una frase: "La cagaste" pone tan s?lo. Y mientras el aire se petrifica en mis pulmones, observo a los empleados empujar a Garc?a hasta la plaza de un centroeuropeo baboso y con los pu?os de la camisa renegridos. "Pour les employ?s" dice, y les deja un zapato a los croupiers.

—¡Se acabó! —exclamo en voz alta sin impresionar a nadie.

Al hacerlo, cambio de carril y me introduzco en un desvío con ánimo de dar la vuelta y regresar. Poco después, percibiendo lo estrecha y negra que es esta carretera, me doy cuenta de que va a pasar un rato hasta que encuentre el camino de regreso.

¡BROOomm!¿Qué ocurre ahora? Por alguna extraña razón el coche se ha detenido en el punto m?s oscuro del trayecto. Saco el manual de la guantera y al ojearlo me resulta tan inútil como un misal; luego cojo una linterna y abro el capó con decisión, pero sólo me saluda la varilla del aceite, así que cierro de nuevo y cambio la estrategia. La carretera que he cogido para dar la vuelta parece destinada al transporte comercial del aeropuerto, y nada hace pensar que vaya a pasar alguien hasta dentro de un buen rato o hasta mañana. Si no fuera por el teléfono móvil mucha gente se quedaría colgada en una situación así, y me asalta de inmediato la certeza de que me lo he dejado en casa. Recuerdo perfectamente lo que he dicho siempre de este artilugio: "Es un accesorio innoble que te tiraniza" Ahora debería aplicar esa misma frase a mi cerebro. Miro el reloj: 21:45. Las luces que diviso, todas lejanas, no me atraen demasiado. Volver atrás significará recorrer al menos dos kilómetros prácticamente a oscuras, a no ser que coloque la mierda de linterna que tengo a dos palmos del suelo; y caminar hacia esas otras luces, tal vez de los hangares de mercancías, puede suponer tres cuartos de lo mismo. Aunque seguramente ah? encontrar? alguien que me deje avisar a una grúa. Elijo esa opción y comienzo a andar sin el menor fastidio por la contrariedad. La razón está clara: ya no puedo dar marcha atrás, como si el destino hubiera respaldado mi decisi?n.

Cuando llevo un rato avanzando mi visi?n no ha mejorado demasiado, aunque puedo intuir los l?mites de la calzada y hasta el contorno de algunos?rboles. Sin embargo, las luces hacia las que me dirijo contin?an igual de lejanas y, por otro lado, comienzo a notar un poco m?s de fr?o. Aprieto el paso.

—¿Me da lumbre? —oigo entonces una voz grave y gastada.

Al girarme percibo una presencia, tal vez el blanco de unos ojos, a no más de metro y medio.

—¿Quién es? ¿Qué quiere? —pregunto sobresaltado.

—Que si tiene lumbre... fuego... fogata, candela, brasa. ¿M'entiende?

—¡Ah! fuego; no, lo siento. No fumo.

—¡Bue'! Da igual. ¡Ajum! —suelta una tos profunda y se acerca un poco más—. ¿Adónde va? ¿Es uste' d'aquí?

—Pues no; se me ha estropeado el coche y me dirigía hacia esas luces para pedir ayuda.

—¡Pero hombre de Dios! —exclama a dos palmos de mi cara—. ¿No tiene uste' móvil? ¿De dónde sale? ¡Ajum!

Millones de bacterias maceradas en garrafón se estrellan en mi rostro justo en el momento en que realizaba una profunda inspiración. Todavía tengo el susto en el cuerpo, aunque ya he desechado la posibilidad de un navajazo. El hombre que tengo enfrente y cuyo rostro no distingo, más que un salteador de incautos parece un Séneca con diez mil copas de más.

—A ver —dice ahora— ¿Qué le ocurre al auto?

—Se ha parado de pronto —respondo.

—Vamos; le echaré un vistazo. ¡Ajum!

—Es igual —intento disuadirle—. No hace falta que se moleste.

Es inútil. El hombre comienza a andar hacia el coche con tal rapidez que me cuesta seguirle.

—¡Eh! ¡Que se pasa! —me grita al cabo de un rato.

En efecto, me doy cuenta, acabo de dejar el coche atrás sin reparar en él.

—¿Tiene linterna? —me dice ahora.

—Tome, es algo pequeña pero...

—Deme —la mira detenidamente—. ¡Joder! Vaya mieeerda! Ande, abra el capó. ¡Ajum!

La soltura con que ilumina las distintas partes del motor me tranquiliza. Será un vagabundo, pienso, pero no es el primer motor que ve. La iluminación del habitáculo y los faros me permiten al fin apreciar algo de su aspecto: lleva un conjunto sport compuesto de chaqueta en micropana beige, ligeramente gastada; camisa de lycra oscura, verde tal vez, y unos pantalones rectos, sin pinzas, de una tonalidad más clara y, seguramente, elaborados con una mezcla de lana y fibras sintéticas.

—Por cierto —me pregunta ahora—, ¿se puede saber qué hacía uste' por aquí a estas horas?

—Pues... ha sido una equivocación. Vera...

—Ya ¡Ajum! A ver, dele al contacto.

Al hacerlo, el motor se enciende sin oponer la menor resistencia. Casi no me lo puedo creer. Cuando salgo del coche lo hago dispuesto a abrazar a ese desconocido, pero no le veo por ninguna parte. El capó permanece abierto pero él ha desaparecido. Era el fantasma de un mecánico, me digo ahora, un ser angelical dispuesto a compensar los desaguisados que constantemente se realizan en su gremio. Nunca olvidaré el desinteresado gesto de ese hombre que ni siquiera me dejó darle las gracias. Al bajar el capó soy un hombre distinto, menos cínico, menos escéptico sobre el género humano. La gente puede ser muy mala, pero también sorprendéntemente solidaria.

—¡Ah! —grito al meterme en el coche.

El sujeto está dentro y me ha dado un susto de muerte.

—¿Qué hacía ahí fuera? —me dice entonces—. Pensé que no iba a entrar nunca. ¡Ajum!

—¿Y usted? ¿Qué hace aquí dentro?

—¡Hombre! No pensará dejarme tirao con este relente.

—De acuerdo, ¿dónde quiere ir?

—¿Me llevaría uste' a Murcia?

—Ni lo sueñe.

—Lógico. Pues entonces déjeme en el aeropuerto. Ahí hay bar y estaré calentito. ¿Funciona? —pregunta señalando el encendedor del coche.

En treinta segundos el sujeto me monta una humareda impresionante. Ignoro qué clase de tabaco es, pero huele como si hubiera comenzado a fumárselo hace veinte años.

—Mire —le digo casi llorando—. Si lo apaga inmediatamente le compro una ristra de habanos para que fume usted a gusto.

—¡Ole! —responde con alegría—. Ya sabía yo que era uste' de buena pasta.

Al entrar en el aeropuerto, la iluminación del amplio vestíbulo me restablece el ánimo despu?s de tanto rato en la penumbra. El vagabundo me acompa?a como si fuera una especie de sobrino m?o; s?lo falta que me dé la mano. Por supuesto, la gente nos mira con todas las expresiones de la baraja, y la verdad es que nos les falta razón: el individuo tiene un aspecto tan lamentable que, al pasar frente a un espejo, su reflejo me espanta. Al fin, diviso una tienda con estanco y nos acercamos los dos.

—Quisiera unos habanos —le digo a la dependienta.

—Bien gordos ¡Ajum!-señala el hombre—, y un mechero.

Mientras la dependienta envuelve una caja con doce misiles de largo alcance, le observo fisgonear el montón de cosas que allí venden y, cada vez que algo le atrae, mirarme con sonrisa de perro viejo y simpático. Finalmente nos vamos de allí dejando atrás una sorprendida dependienta, y con un cargamento de licor, galletas, latas de conserva y tabaco.

—Va a tener problemas para llevarlo encima —le digo.

—¡No hay cuidao! —responde la mar de contento—, ahora mismo agarro un carro y me lo llevo en él.

—Tome —le meto un buen dinero en el bolsillo—. Con esto tiene para llegar a Murcia y comer unos cuantos días.

—¡Pero qué hace uste', hombre de Dios! ¡Ajum! —parece emocionarse—. No, si ya sabía yo que era uste' de ley... pero tanto... no puedo aceptarlo.

—¡Ande! No sea tonto y vuelva a su pueblo, que como en casa ningún sitio.

—¡Ahí tiene uste' razón! —se me acerca como si fuera a desvelarme un secreto bursátil—. La tierra de uno est? d?nde su coraz?n, y yo cada d?a pienso m?s en esa huerta murciana y en ese mar que, aunque uste' no se lo crea, no es igual que el de aqu?,?está uste' en lo que le digo?

—Por supuesto que sí. Venga, cuídese —me despido ya.

—Eso, ¡A cuidarse! —se apresura a responder, muy discreto—. ¡Ah! —exclama ahora, como si acabara de recordar algo importante—. Y cuidao en dónde aparca el coche.

—¿Por qué lo dice?

—Porque llevaba una pinza en el manguito de la gasolina —imita el artilugio con la mano—. Un truco mu' viejo, je, je ¡Ajum! Casi tanto como yo. Uno enciende el coche, circula unos cuantos kilómetros y, de pronto, el motor se para.

—¿Está seguro? —le pregunto incrédulo.

—Como la paré' en el muro —se ríe.

Mientras se aleja, pienso en el pequeño sabotaje de que he sido objeto, pero también en la galería de ilustres personajes que, sin darnos cuenta, nos visitan a lo largo de la vida.

Frente a la fachada principal del aeropuerto me quedo un buen rato pensativo. Ahora miro el reloj: son más de las once. ¿Qué habrá sucedido?, me pregunto lleno de curiosidad. Imagino que nada; le habrán surgido cientos de planes que la mantendrán ocupada y divertida hasta la madrugada. Tal vez abronque un poco al humilde Carlo, y luego él me llame a mí para pedirme explicaciones. Bueno, no creo ni que se atreva.

¡¡¡iiiiiiiiiiiiiii!!! Una limousina se detiene ante mí con estrépito.

—¡Florián! ¿Qué haces ahí? ¿Tú sabes la que has montado?

Casi no puedo creer lo que veo. Carlo está ahí delante, abroncándome tras el cristal medio bajado. Ahora desciende del coche sin prestar atención a los bocinazos de un par de taxis.

—¡Venga! Sube —me dice arrastrándome por el brazo.

—¡No puedo! —me resisto—. Tengo el coche aquí, en el parking.

—¡Oye! Y yo tengo a una preciosidad que está que trina, a un par de fotógrafos que no me hablarán en varios meses y...

—Eh, eh, eh... ¿Qué es eso de un par de fotógrafos? ¿Es que habías llamado a la prensa?

—No, no. Verás... Queríamos hacer una fotos de recuerdo y...

—Claro. Pero vamos a ver: ¿tu te piensas que soy tonto o qué? Además, no lo entiendo, ¿cómo es posible que alguien como ella se preste a semejante montaje? Todo el mundo sabe que estas cosas le dan repelús.

Ahora miro hacia el interior del coche. A través de los cristales tintados me parece distinguir una silueta que se mueve.

—¿Está ahí dentro? —le pregunto ahora.

—Sí... Esto...

Tanta vacilación me escama, así que me introduzco en el auto sin pensármelo dos veces.

—¡Ah! —exclama alguien.

Enseguida la identifico. Sin duda es ella, y yo no sé cómo excusarme por tan bárbara intromisión.

—Lo siento, es que se está formando un atasco tan grande que por eso he entrado así, de esta forma —se me ocurre decir.

En este instante noto cómo el auto avanza de nuevo, mientras veo a Carlo despedirse de mí con una sonrisa indescifrable.

—No tienes que excusarte por nada —la oigo decir—. A mí me gustan los hombres con ímpetu, como tú.

—¡Caramba! Qué tomada tienes la voz.

—Es para que me oigas mejor, cariño.

Esa forma de hablar, con voz de cazalla y entonación de cabaretera hambrienta, provocan en mi cerebro una caída de arquetipos demasiado fuerte como para contenerme.

—Oye ¿tú quién coño eres? —le pregunto.

—¡Ah! ¿Pero no te han dicho nada?

—¿Decirme qué? Además, me parece que tú no sabes lo que es una compresa.

—¡Oye! Sin faltar ¿eh? —me suelta ahora con su mejor acento malagueño al tiempo que da la luz—, que yo me siento más mujer que muchas otras.

Lo cierto es que el parecido es asombroso, observo ahora. Cualquiera diría que es ella en persona, siempre y cuando no se le ocurra abrir la boca. Lo que no encuentro es un motivo para tanto montaje.

—¿Tú sabes de qué va esto? —le pregunto.

—Pues no, corazón. A mí me han dicho que me llevarían al Prat en limusina, recogeríamos a alguien, me sacarían un par de fotos y luego nos iríamos a cenar... y más fotos. Lo único que se espera de mí es que dé el pego —se me queda mirando—. O sea, que no hable.

Nos hemos alejado un trecho del recinto cuando diviso un bulto familiar.

—¡Pare! —exclamo, golpeando el cristal que me separa del chofer.

—¿Qué ocurre, señor? —pregunta éste por el comunicador.

—Disculpe, es una urgencia fisiológica. No tardo ni un minuto.

—Si la señora no tiene inconveniente... —aguarda un instante como esperando una confirmación.

—¡Ajá! —dice "ella", reprimiendo la risa.

Al bajar del coche, retrocedo unos metros hasta dar con el vagabundo, que avanza tranquilamente por el arcén con su "carro" de la compra.

—Buenas noches —le saludo.

—¡Hombre! Uste' de nuevo. ¡Vaya cacharro que se trae!

—¿Qué le parecería un viajecito en él?

—¡Pues qué me va a parecer! ¡Ajum! ¡Fenomenal!

—Eso está bien. Venga conmigo.

—Pero bueno, ¿Está de guasa o qué? —dice mientras le acompaño hasta el interior—. ¡Anda! ¿Y esta guapa moza quién es?

—Su compañera de viaje, ¿tiene inconveniente?

—¡Mi madre! ¿No le molesta a uste' que entre, señora?

—Estaré encantada, caballero —responde halagada por el trato.

—Verá —le digo mientras introduzco el contenido del carrito—. Yo me quedo aquí, pero me gustaría que acompañaran a este hombre hasta la estación de tren y, si es posible, que coja esta misma noche uno con destino a Murcia. ¿Cómo lo ve?

—Se me ocurre algo mejor —dice ella, apretando el comunicador—. Chofer —suaviza el timbre—, a Murcia.

—¡Pero señora! —se oye por el altavoz.

—¡Y no me moleste en todo el viaje!