Carlo al tf.-
Los tengo a todos expectantes. Frente a mí, cuatro caras con distintas expresiones aguardan un pequeño gesto de mi brazo, que dejará al descubierto, en una pantalla, el nombre que finalmente voy a proponerles. He realizado una bonita presentación, muy aparente, aunque es sólo un esbozo; lo verdaderamente importante es la combinación de letras que ahí aparece. Eduardo está presente y, por supuesto, conoce el nombre y está de acuerdo. Me costó un poco convencerle, la verdad, pero al final mereció la pena escuchar de sus labios: "Adelante, si tú estás majara yo también". Luego se metió algo en la boca y me condujo hasta la puerta. Le acompañan el presidente de Biosandor, Charles Degol; un inversor, Ibrahim Tatszuo; y el delegado en España, Marcel Pitón. Los dos primeros tienen una mirada franca y razonable, que se corresponde con esa clase de personas que valoran las palabras en su justa medida, sin emitir juicios a priori; al tercero cualquiera le señalaría en una rueda de identificación. Destapo el cartel con ensayada calma y seguridad: KETEDEN.
—¡¿Qué!? —veo exclamar al presidente—. ¿Usted está chiflado o qué, señor?
—¡¡#*{¿¿¿}##¬/^!! —suelta el inversor.
—¿Cómo se le ocurre volvernos con el mismo nombre?
—Enseguida se lo...
—¡Y con la de razones que puso! —me corta de nuevo el presidente—. ¿Qué argumentos utilizará ahora? ¿Eh, monsieur Melancho?
Busco la mirada cómplice de mi jefe pero sólo encuentro un rostro ensimismado y ausente.
—Monsieur Degol —Pitón se eleva unos centímetros antes de atacar—, ¿cree que es necesario perder el tiempo con las explicaciones de este individuo?
—Tal vez recuperen el que ya han perdido —me adelanto—. ¿No fue un tocayo suyo quien escribió algo acerca de eso, Marcel?
—Eso ha estado bien —me concede Degol—. Le escucho.
—La idea es bien sencilla: en su momento les indiqué los inconvenientes semánticos de la palabra "Ketedén", fonéticamente ligada a la expresión "Que te den por...", y a los innumerables chistes fáciles que surgirían. Este país, como otros, supongo, es especialmente proclive a sacar punta de todo.
—¿Y bien?
—Pues eso, ¿qué más da lo que digan mientras el nombre vaya de boca en boca? ¿Qué nombre le vendrá a la cabeza a quien necesite uno cualquiera de los preparados que se comercializarán con esa marca? Desde "Ketedén-estreñimiento" a "Keted?n?hemorroidal", pasando por toda la gama de anti?cidos y digest?nicos, la gente recordar? su nombre; y no por la campa?a publicitaria que pueda realizarse, y que es importante, sino a través del propio usuario, lo que realmente encumbra un producto cuando éste reúne ciertas características. Mi opinión es que el nombre es una de ellas, y ustedes lo tienen delante.
—Bien —serpentea Pitón—, esto nos coloca en el punto de partida. ¿Dónde está su aportación?
—Sí, explíqueme eso —se rasca la papada el presidente Degol.
—Bueno, antes no sabían qué tenían entre manos y ahora s?. Si al lanzar el producto hubieran detectado reacciones como las descritas, tal vez se hubieran echado atr?s o realizado alguna maniobra precipitada y, quiz?s, equivocada. Yo les estoy diciendo qu? va a pasar y c?mo aprovecharlo al m?ximo.
—Eso todavía no nos lo ha dicho.
—Vayamos por partes, señores.
—Lo que usted diga, monsieur Melancho —dice el presidente—; tiene nuestra aprobación para continuar en esa línea, pero le agradecería un poco más de información; digamos... unas trescientas páginas además del power point que ha traído hoy, y gráficos, muchos gráficos.
—Le pondré hasta música.
—Birillante —sonríe Tatszuo—, mi gusta.
Estoy acabando de recoger las cosas en la sala de reuniones. Veo abrirse la puerta y asomar la cabeza de Eduardo.
—Perdona que te moleste, Florián; sólo quería decirte que me parece todo fantástico.
—Gracias, Eduardo.
Continúo ordenando papeles un rato hasta que me doy cuenta de que todavía permanece con la cabeza asomada.
—¿Necesitas algo? —le pregunto con mi entonación de amigo.
—No, no. Tan sólo que me alegra que todo vaya bien.
—¿De verdad? Si quieres contarme algo sabes que me tienes a tu disposición.
—Gracias, amigo mío —responde ahora. Le noto emocionado.
Eduardo lleva unos días un tanto raro. Da la sensación de haber perdido algo y pasarse el rato buscándolo. Tal vez sea el bastón de mando. Sí, quizás lo de Madrid y esto de Biosandor le hayan descentrado un poco.
Todavía le doy vueltas al comportamiento de mi jefe, y al café que degusto victorioso, cuando me pasan una llamada.
—Diga
—¿Florián?
—El mismo, ¿quién es?
—¿No me recuerdas? "Disminuya velocidad de aterrizaje, por favor" Ja, ja.
¡Claro que me acuerdo! Eso es lo que le gritaban los controladores al tomar tierra. Es el humilde Carlo. ¿Qué querrá?
—¿Qué tal, Carlo? ¿Cómo te va?
—Hoy estreno jet nuevo, ¿qué te parece?
—¡Caramba! —finjo un colapso—, el otro tenía sólo un par de meses ¿no?
—Ya, pero hacía un ruido raro. Además, el jueves, sobrevolando las Barbados, Steven se mareó un poco —espera unos instantes para ver si le pregunto el apellido-... Zozobra.
—¿Qué? —pregunto.
—Que oscila demasiado con las corrientes térmicas, y eso marea al pasaje.
"Pues ponte amortiguadores en las alas", me callo.
—Vaya... Bueno, ¿y a qué se debe esta sorpresa?
—¡Ah, sí! Verás, resulta que... ¡Espera! Antes que nada déjame felicitarte por tu puntería. Aterrizar en Madrid y a las dos horas restregarte con lo mejorcito no está mal, ¿eh? Nada mal.
—Te pudo haber pasado incluso a ti, no tiene mérito.
—Vale. Prosigo: el caso es que el otro día, casualmente, coincidí en una fiesta privada con ella. Enseguida se acercó a saludarme, diciéndome que llevaba varios días buscándome (yo estaba en el Caribe, claro) porque quería saber algo sobre ese chico tan simpático que me acompañaba la otra noche; o sea, tú.
—¿Y qué le dijiste?
—Todo lo que pude recordar: que eras amigo de un amigo, que vivías en Barcelona, que te dedicabas a la publicidad ¿dije bien?, y que estabas casado; lo estás, ¿no?
—Sí, en efecto. Y ella...
—Ella tiene novio desde hace años; conceptualmente hablando, claro, porque su aspecto varía de un mes para otro.
—No, no; me refiero a lo que te respondió.
—¡Ah! Dijo que vale, y que el jueves vendrá a verte. Tienes que recogerla en el aeropuerto a las diez.
—Será si quiero.
—No, amigo mío, será si puedes; las ganas, como el valor, se te suponen.
—Muy cierto, pero no sé si debo.
—¡Uf! Lo siento. En cuestiones de moral no soy de gran ayuda.
¿Qué puedo decir? Mi sentido ético de la vida tampoco es un portento de nitidez; sin embargo, lo que yo siento por García no se resiente en absoluto si me imagino un revolcón con esa impresionante mujer; sólo me perjudica la posibilidad de que ella se entere. Por otro lado, si nos atenemos a la documentación del National Geographic, está claro que la libertad sexual es la tónica dominante en nuestro planeta. ¿Qué hacen los guepardos o las ballenas grises, por ejemplo??Alguien les ha visto una alianza puesta en alg?n sitio??Acaso las hembras en celo no son un "s?lvese quien pueda"? Lo?nico que la naturaleza intenta es que los c?digos gen?ticos se barajen bien, por lo demás todo vale. Sí García no estuviera sujeta, como lo estamos todos, al medio kilo de anacrónicos convencionalismos que nos rodean lo entendería, aceptaría que mi ilusión no es tanto retozar con otra mujer como vivir una experiencia insólita, una peripecia tan estimulante como cruzar el Serengueti en bici e igual de ajena al profundo amor que siento por ella. ¿Pero y yo? ¿Aceptaría algo así por su parte? Noto que mi cerebro quiere rotar sobre su base, pero el cráneo se lo impide.
Cuando sujeto el tirador de la puerta, al entrar en casa, noto un pequeño rampazo; tal vez haya acumulado electricidad estática a fuerza de dar vueltas y más vueltas sobre lo mismo.
—Hola, Florián —el saludo de García me sobresalta.
—¡Ah! Hola, ¿qué tal? No te he había visto.
La veo asomarse tras un sofá, justo donde est? instalado uno de los paneles de control dom?tico.
—¿Qué haces? —pregunto.
—Estoy repasando un dispositivo que acabo de instalar.
—¿De qué se trata?
—He puesto un sensor en la puerta principal, capaz de reconocer a toda la familia.
—Pues me ha dado un calambrazo que casi me tira —me quejo.
—No habrá sido para tanto —sonríe—. Eso es que ha registrado tus parámetros.
—¿Y cuales son?
—Hay muchos: temperatura, presión, peso, superficie, humedad corporal, impresiones dactilográficas o palmares, etc.
—¿Y eso lo has diseñado tú solita?
—Me ha ayudado Chencho —responde con un guiño burlón.
—No estarás refiriéndote a lo que imagino, ¿verdad?
—Mayoría absoluta.
El otro día organizamos una votación; propusimos varios nombres para bautizar al que ya es uno más de la familia: el ordenador central de casa. Chencho era uno de ellos, por supuesto el menos indicado para un trasto incapaz de comer palomitas. Hoy se abr?a la peque?a urna y con ella un purulento abismo entre mi familia y yo. Est? claro que mis aspavientos cuando lo oí por vez primera han pesado más que nada. Chencho: La prueba del nueve para saber si un ordenador dispone de criterio estético. Seguro que Julián ha estado confabulando a base de bien. Es el más bromista y, debido a eso, quien más me recuerda a García. También fue el primero, lo que a menudo establece una cierta complicidad entre padre e hijo. "Julián, eres mi lugarteniente", se ríe cuando se lo digo pero sé que le llena de satisfacción y luego, durante unos minutos, le observo mirar atentamente a su alrededor, custodiando la nave familiar. Es un chaval estupendo, como su padre.
Sobre la mesa distingo varios platos que me hacen dudar: una ensalada de judías verdes con tomate fresco y atún; un hojaldre de calabacín y ternera, resto de la mañana, y, por último, una bandeja con varias raciones de lasaña al pesto, bien gratinadita. Los niños también se lo miran todo con deseo. Me parece que tienen más hambre que yo, así que retardo unos segundos el ataque y me entretengo en abrir un vino. Cuando aterrizo de nuevo, la lasaña se ha desintegrado a un nivel molecular. Todav?a no me lanzo sobre la cena; miro a Garc?a, sentada en el otro extremo de la mesa, que me devuelve la sonrisa con propina. Mi panor?mica es desalentadora para los oscuros prop?sitos que albergo: la mesa de la cocina, los imanes en la nevera, mis hijos comiendo plácidamente en el nido que su madre y yo construimos llenos de ilusión. La veo recoger los platos de los chavales y, amorosamente, sacarles una macedonia llena de vitaminas y cariño. ¿Qué clase de bestia inmunda puede pensar en el fornicio extraconyugal ante semejante estampa? No, profesor Berz; esta vez no quiero oír ni un solo consejo.
Hoy retransmiten un partido de fútbol femenino, así que, aparte de mi mujer y yo, en la mesa sólo quedan platos bamboleantes.
—Esta tarde ha llamado un tal Carlo preguntando por ti —me dice mientras sopla sobre un descafeinado humeante—. ¿No es ese el que os llevó a Madrid?
—Pues sí. Has sido tú quien le ha dado el número del despacho, ¿no?
—Ajá.
—¿Has llegado a probar la lasaña? Tenía un aspecto buenísimo, pero las fieras se la han cepi...
—¿Y qué quería?
—Un encendedor de plata que...
—Tú no fumas.
—Ya, eso es lo que a mí me extraña, pero el caso es que al día siguiente lo llevaba en el bolsillo. Amnesia —encojo los hombros como si hubiera hecho un truco de magia.
Se me queda mirando un rato. No parece desconfiar, ni estar preocupada. Al fin, creo que va a decirme algo pero no, lo que hace es terminar su café con tranquilidad. Pasó la alarma, aunque mantengo un retén de vigilancia por si acaso.
A veces uno puede estar mucho rato sin hablar con la pareja a pesar de compartir un mismo espacio, y no por cuestiones de temperamento, sino meramente circunstanciales: no hay un salero que pasar, ni un pequeño asunto que comentar; no aparece, en fin, ese motivo capaz de romper la silenciosa comunicación que a menudo se establece en un matrimonio. Nos hallamos, sin duda, ante un silencio totalmente benigno. Luego está esa otra clase de mutismo, tenso y maligno, que envenena los pensamientos y acera las actitudes.
Desde que he terminado de recoger la cocina, García no me ha obsequiado ni con una hache muda. No necesito un detector de baja impedancia para captar el mal ambiente. Hasta los niños se han acostado sin rechistar. Ahora estamos en el dormitorio, ambos con un libro entre las manos desde hace veinte minutos, aunque yo no haya pasado de la dedicatoria. El motivo es que, a pesar de que el silencio ya no me resulta tan espeso, llevo un rato con la sensación de que algo falla; es como si hubiera un error en la viñeta de nuestro dormitorio; el típico detalle que ponen en los test de observación, estoy seguro. Vuelvo a mirarla disimuladamente. Está como ausente, leyendo reconcentrada esa novela cuyo título no entiendo.
¿Eh? ¡Pero si tiene el libro boca abajo!... ¿Está grillada o qué? Me quedo unos instantes indeciso sin saber qué hacer. Quizás podría decirle que no es bueno para un libro estar tanto rato boca abajo, que el autor se marea y esas cosas. Al fin decido callarme; no quisiera interrumpir lo que parece un proceso mental de gran calibre. Sin embargo, no puedo evitar que me ronde una cierta inquietud. ¿Se deterioran así todos los matrimonios?