Copos de avena.-
Interior día. Desayuno. Hoy me quedo en casa trabajando. Estamos los dos tranquilamente sentados en la cocina, los chavales disfrutando del cole, y cada cual comiendo y echando distraídamente los copos en el tazón de leche. Mientras yo pulso aleatoriamente las páginas de mi diario, García lee ordenadamente un blog al que está suscrita, de esos que informan al personal del número de calorías que consume un buen divorcio. La tranquilidad es absoluta salvo, ocasionalmente, la suave intromisión de algún vehículo, dos calles más abajo —la nuestra es peatonal—. Llevo ya un rato absorto en un diagrama sobre una prótesis de pene cuando veo surgir de pronto, como por encanto, una gota blanca y espesa del prepucio que allí está dibujado, y enseguida un frescor inusual deslizándose por mi cogote. García acaba de verter su desayuno encima mío: un abundante cuenco de gachas que me da otro aspecto.
—¡Así que este debe de ser el famoso travesti de Madrid! —me grita a bocajarro.
—¿Qué dices? ¿De quién hablas? —le pregunto atónito, todavía con gachas en las pestañas e intentando secar la tablet.
—¡Me refiero a esto!
A veinte centímetros puedo reconocerme sin esfuerzo. Efectivamente, ahí estoy yo, en el famoso club al que nos llevó el humilde Carlo y, de nuevo efectivamente, ahí está también el fogoso travesti que me asaltó en medio de la pista. A medida que García me amplía la imagen se van perfilando unos detalles más que decisivos para el matiz de la situación. Porque resulta que, en la foto y sin las copas, el travesti ya no lo parece tanto. En realidad es una mujer bastante guapa que, igual que en un tango arrabalero, mantiene pegado su rostro al mío mientras nuestras respectivas lenguas chocan graciosamente en el aire. Como foto se merece un diez.
—¡Caramba! —exclamo al leer el pie de foto—. ¡Así que esta es...!
—¡Sí! Y tú eres un maldito embustero.
Por supuesto, el mosqueo le ha durado todo el día. Sin embargo, a medida que han transcurrido las horas he ido descubriendo la verdadera razón de su enfado que, por lo visto, se apoya más en que rompe ante sus amigas el esquema de pareja sin secretos que la cuestión manida de la infidelidad. García es muy celosa con sus arquetipos y cuando sucede algo que los contradice se cabrea de verdad. Para acabar de arreglarlo, no han parado de llamar amigos a la caza del "detalle". En fin, ha sido un día fantástico. El único "pero" es que no he podido ir dando brincos por la casa.
Hoy cruzo el pasillo de la fama. Cuando entro en la oficina descubro un collage en la cara de Olga; algo que, en un sentido estricto, podría considerarse una sonrisa, pero que en su rostro no acaba de ligar.
—Buenos días, Florián —me saluda con una entonación desconocida hasta el momento—. Eduardo quiere verte en su despacho.
Es curioso cómo se mueve nuestra mente. Jamás he sido un seductor, a no ser que valgan los besos en las mejillas; sin embargo, al mundo le basta una foto para deducir el estereotipo de un tarado que va de fiesta en fiesta seduciendo bellas mujeres, por otro lado lo que siempre deseé.
—Hola, Florián. ¿Qué tal? —me saluda Eduardo nada más entrar.
—Bien, gracias. ¿Querías felicitarme por algo?
—¿Felicitarte?
—Perdón, quise decir "verme" —Debo cuidar estos detalles.
—Lo cierto es que sí. Olga te ha reconocido en una revista y ha venido excitadísima a enseñármelo —enciende un cigarrillo para subrayar lo tranquilo que está—. Te felicito: una campaña de promoción magnífica.
—Bueno, yo no iría tan lejos.
—¡Caramba! Te fuiste hasta Madrid, ¿te parece poco?
—Quiero decir que fue todo casual.
—Claro, claro —dice con sorna—. Comprendo que hay ciertos detalles que no pueden controlarse, sobre todo cuando se trata de besar celebridades. ¿Cómo lo hiciste?
—Estaba allí, eso es todo.
—¡Ya! Quiero decir la información. De alguna forma sabrías dónde estaba..., conseguir besarla sin conocerla de nada, porque no la conocías ¿verdad?; que hubiera un fotógrafo justo ahí mismo... No sé, todo esto requiere una estrategia, una sincronización... Y además, tú tampoco eres un portento de belleza.
¡Claro! ¿Cómo no lo he visto antes? Está que trina. Le ha costado casi treinta años labrarse una sólida fama de casanova y ahora esto. Treinta años de vodevil permanente, de engañar a diestro y siniestro, en la salud y en la enfermedad; hasta que un día viene alguien y de un plumazo coloca su escandalosa biografía en una guardería. Me lo imagino escuchando a su espejo repetirle una y mil veces el escaso valor de sus andanzas comparadas con la m?a. As? que debe encontrar una respuesta para esto, algo que lo convierta todo en un truco de feria, muy vistoso pero sin valor alguno; por ejemplo: "lo confieso, Eduardo, pagamos a un barman para que le pusiera "troncha-loco" en la copa y as? montar el n?mero". Quiere desactivar este beso con la premura de un artificiero. En este instante Eduardo es como el Piyayo, que me da mucha pena y me causa a la vez un respeto imponente.
Cuando entro en el bar todo es distinto. Las felicitaciones de mis amigos son sinceras. Es un poco, para aclarar conceptos, como los jugadores de un mismo equipo. El gol ha sido mío, pero cuando asciendes lo haces en grupo, y los más optimistas ya se ven alternando en la cubierta de proa.
—Bueno, bueno, Florián —Renato me coge del cuello cari?osamente?, a?n recuerdo tus palabras cuando nos marchamos de aquel club: "?Qu? he hecho, qu? he hecho!" Ja, ja, ja.
—Y el caso es que continúas siendo una rana —dice Bruno, tan ingenioso como siempre.
Risas, siempre risas. Tras varios minutos sobrevolando mi sentido del humor terminamos concentrándonos en los berberechos de Renato.
Al final hemos acabado comiendo de verdad. El dueño, contagiado por el ambiente festivo en torno a mi repentina celebridad, nos ha preparado un tempura con morcillas de Aragón digno de elogio. Es un "maño" nacido en Kioto; de ahí lo de "Yamaja".
—Por favor —el japonés me acaba de solicitar amablemente una dedicatoria en el menú. Empiezo a paladear el dulce sabor de la fama.
—Y eso que has salido en una de media tirada —comenta Bruno—. Imagina que apareces en las de primera línea. La leche, ¿no?
—¿Tú crees que terminaré en una de esas? —pregunto ilusionado.
—¡Quita tu manaza de ahí! —exclama Tomás.
—¿Me vas a dar tus morcillas o no? —responde airado Bruno—. ¡Eres como el perro del hortelano!
La repentina falta de interés por el tema de mi celebridad, que ahora ostentan las morcillas de Tomás, vacilante como una damisela ante el cortejo de Renato y Bruno, me coloca de nuevo en mi sitio. A pesar de todo, no puedo evitar sonreír en mi interior. Que a estas alturas todavía me deslumbre la bisutería que ofrecen esa clase de publicaciones dice poco en mi favor. Sólo puedo alegar que desconocía esta faceta de mi persona, y que haré lo posible por desterrarla de mi corazón.