65

Anoche nos quedamos dormidos delante de la chimenea, y esta mañana me he despertado en nuestra cama… No, en nuestra cama, no, en mi cama. ¿En la cama de Val? En la cama, y no recuerdo haber subido las escaleras, así que tuvo que cogerme en brazos y meterme dentro, aunque ahora mismo no está en la cama conmigo. Noto una punzada de miedo al darme cuenta de que no está. Es mucho más fácil apartar las dudas cuando está conmigo, cuando le veo esos ojos del color del chocolate fundido y oigo esa voz profunda que cae sobre mí como si fuera una cálida manta en una noche fría. «Ay, eres un caso perdido, Cassie, un desastre».

Me visto rápidamente a la tenue luz del alba y bajo las escaleras. Tampoco está allí, pero sí mi M16, limpio, cargado y apoyado en la repisa de la chimenea.

Lo llamo. Me responde el silencio.

Recojo el arma. La última vez que la disparé fue el día del soldado del crucifijo.

«No fue culpa tuya, Cassie. Ni suya».

Cierro los ojos y veo a mi padre tirado en el suelo con un disparo en las tripas, diciéndome en silencio que no me acerque, justo antes de que Vosch lo silencie para siempre.

«Culpa de Vosch. No tuya ni del soldado del crucifijo. De Vosch».

Me imagino poniéndole a Vosch el cañón del fusil en la sien y volándole la tapa de los sesos.

Primero tengo que encontrarlo. Y luego pedirle muy amablemente que no se mueva para que pueda acercarle el cañón de mi fusil a la sien y volarle la tapa de los sesos.

De repente me doy cuenta de que estoy en el sofá, al lado de Oso, y que los acuno a los dos, al oso en una mano y al fusil en la otra, como si estuviera de vuelta en el bosque, dentro de la tienda, bajo los árboles que estaban bajo el cielo, que a su vez estaba bajo el siniestro ojo de la madre nodriza, que estaba bajo el estallido de estrellas de entre las cuales la nuestra no es más que una… ¿Qué probabilidades había de que los Otros eligieran establecerse precisamente en nuestra estrella, de entre los mil trillones de estrellas del universo?

Es demasiado para mí. No puedo vencer a los Otros: soy una cucaracha. Vale, utilizaré la metáfora de la efímera de Evan; las efímeras son más bonitas y, al menos, pueden volar. Sin embargo, sí puedo eliminar a algunos de esos cabrones antes de que acabe mi único día sobre la Tierra. Y pienso empezar por Vosch.

Una mano me toca el hombro.

—Cassie, ¿por qué lloras?

—No lloro, es alergia. Este puñetero oso está lleno de polvo.

Se sienta junto a mí, en el lado del oso, no en el del fusil.

—¿Dónde estabas? —le pregunto, por cambiar de tema.

—Echando un vistazo al tiempo.

—¿Y?

«Frases completas, por favor, tengo frío y necesito que tu cálida voz de manta me mantenga a salvo». Me llevo las rodillas al pecho y apoyo los talones en el borde del cojín del sofá.

—Creo que esta noche hará bueno.

La luz de la mañana se cuela entre las sábanas que cuelgan de la ventana y le pinta la cara de oro. La luz se le refleja en el pelo y le chisporrotea en los ojos.

—Bien —respondo, y me sorbo los mocos con ganas.

—Cassie —dice, tocándome la rodilla. Tiene la mano caliente: noto el calor a través de los vaqueros—. He tenido una idea muy rara.

—¿Que todo esto es un sueño muy malo?

Sacude la cabeza y se ríe, nervioso.

—No quiero que te lo tomes a mal, así que escúchame antes de decir nada, ¿vale? Lo he estado pensando a fondo y ni siquiera lo mencionaría si no pensara…

—Dímelo ya, Evan. Tú… dímelo.

«Oh, Dios, ¿qué me va a decir? —pienso, y me tenso de pies a cabeza—. Da igual, Evan, no me lo cuentes».

—Déjame ir.

Sacudo la cabeza, desconcertada. ¿Es una broma? Le miro la mano, la que está encima de mi rodilla y me la aprieta un poco.

—Creía que ya habías decidido venir.

—Quiero decir, déjame ir —repite, y me mueve un poco la rodilla para que lo mire a la cara.

—Que te deje ir solo —comprendo al fin—. Que me quede aquí y te deje ir solo a buscar a mi hermano.

—Vale, espera, has prometido escucharme…

—No te he prometido nada —respondo, apartándole la mano. La idea de que me deje atrás no es solo ofensiva, sino que además me resulta aterradora—. La promesa se la hice a Sammy, así que olvídalo.

—Pero no sabes lo que hay ahí fuera —insiste, sin olvidarlo.

—¿Y tú sí?

—Mejor que tú.

Intenta acercarse, pero le pongo una mano contra el pecho: «De eso nada, amigo».

—Pues dime qué hay ahí fuera.

—Piensa en quién tiene más posibilidades de sobrevivir lo bastante para mantener tu promesa —dice, levantando las manos—. No estoy diciendo que sea porque eres una chica o porque yo sea más fuerte, más duro ni nada de eso. Solo digo que, si va solo uno de los dos, el otro todavía tendría una oportunidad de encontrarlo si ocurriera lo peor.

—Bueno, seguramente tengas razón en eso, pero no deberías ir tú primero. Es mi hermano. No pienso quedarme aquí a esperar a que un Silenciador llame a la puerta a pedirme un poco de azúcar. Iré sola.

Me levanto del sofá de un salto, como si pensara largarme en este preciso instante. Me agarra por el brazo y tira de mí hacia atrás.

—Déjalo, Evan. Se te olvida de nuevo que soy yo quien te permite que me acompañes, no al revés.

—Lo sé —responde, con la cabeza baja—. Lo sé —repite, y deja escapar una risa triste—. También sabía cuál iba a ser tu respuesta, pero tenía que preguntártelo.

—¿Porque crees que no sé cuidarme sola?

—Porque no quiero que mueras.

La quinta ola
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