53

«Tú me has salvado a mí».

Aquella noche, tumbada entre sus brazos con esas palabras en la cabeza, voy y pienso: «Idiota, idiota, idiota. No puedes hacerlo. No puedes, no puedes, no puedes».

La primera regla: no confiar en nadie. Lo que conduce a la segunda regla: la única forma de seguir con vida el mayor tiempo posible es seguir sola el mayor tiempo posible.

Acabo de romper ambas reglas.

Sí, son muy listos: cuanto más difícil resulta sobrevivir, más necesitas la compañía, y cuanto más acompañada estás, más difícil resulta sobrevivir.

El caso es que tuve mi oportunidad y no me fue demasiado bien sola. De hecho, se me daba de pena. Habría muerto si Evan no llega a encontrarme.

Tiene su cuerpo pegado a mi espalda, me rodea la cintura con el brazo, como si deseara protegerme, y siento el delicioso cosquilleo de su aliento en la nuca. En el cuarto hace mucho frío, estaría bien meterme bajo la manta, pero no quiero moverme. No quiero que él se mueva. Le acaricio el antebrazo y recuerdo la calidez de sus labios, su pelo sedoso entre mis dedos. El chico que nunca duerme está durmiendo, descansa en la orilla de Casiopea, una isla en medio de un mar de sangre. «Tú tienes tu promesa, y yo te tengo a ti».

No puedo confiar en él. Tengo que confiar en él.

No puedo quedarme con él. No puedo dejarlo.

Ya no se puede confiar en nadie, los Otros me lo enseñaron.

Pero ¿se puede seguir confiando en el amor?

No es que yo lo quiera, ni siquiera sé cómo es el amor. Sé cómo me hacía sentir Ben Parish, pero no sé expresarlo con palabras o, al menos, con palabras que conozca.

Evan se agita detrás de mí.

—Es tarde —murmura—. Será mejor que duermas un poco.

«¿Cómo sabía que estaba despierta?».

—¿Y tú?

Se levanta de la cama y camina descalzo hacia la puerta. Me siento, con el corazón acelerado, sin entender muy bien el porqué.

—¿Adónde vas? —pregunto.

—Voy a echar un vistazo por ahí. No tardaré.

Cuando se va, me quito la ropa y me pongo una de sus camisas de leñador a cuadros. A Val le iban los camisones con volantitos. No es mi estilo.

Vuelvo a la cama y me subo las sábanas hasta la barbilla. ¡Jo, qué frío hace! Me pongo a escuchar el silencio, el silencio de la casa sin Evan. En el exterior, la naturaleza ha dado rienda suelta a sus ruidos: el ladrido lejano de los perros salvajes, el aullido de un lobo, el ulular de los búhos. Es invierno, la época del año en que la naturaleza susurra. Supongo que, cuando llegue la primavera, surgirá una sinfonía de criaturas silvestres.

Espero a que regrese. Pasa una hora. Dos.

Oigo de nuevo el delator crujido y contengo el aliento. Suelo oírlo regresar por la noche: la puerta de la cocina al cerrarse, las pesadas botas subiendo las escaleras. Ahora no oigo nada más que el crujido al otro lado de la puerta.

Alargo el brazo y cojo la Luger, que está en la mesita de noche. Siempre la tengo cerca.

«Está muerto —es lo primero que pienso—. El que está al otro lado de la puerta no es Evan: es un Silenciador».

Me bajo de la cama con sigilo y me acerco de puntillas a la puerta. Pego la oreja a la madera y cierro los ojos para concentrarme, agarrando la pistola con ambas manos, en la postura correcta, como me ha enseñado. Repito mentalmente cada paso, como me ha enseñado.

«Mano izquierda en el pomo. Gira, tira, dos pasos atrás, pistola arriba. Gira, tira, dos pasos atrás, pistola arriba…».

Craaac.

Vale, ya está.

Abro la puerta de golpe, doy un paso atrás (y mira que lo había repasado) y levanto el arma. Evan retrocede de un salto, se da contra la pared y levanta las manos por instinto al ver el cañón reluciente frente a su cara.

—¡Eh! —grita con los ojos muy abiertos y las manos arriba, como si lo hubiese asaltado un ladrón.

—Pero ¿qué narices haces? —pregunto, temblando de rabia.

—Volvía para… ver cómo estabas. ¿Puedes bajar la pistola, por favor?

—Sabes que no me hacía falta abrir la puerta —le ladro, bajando el arma—. Podría haberte disparado a través de la madera.

—La próxima vez llamaré, te lo juro —responde, y esboza su típica sonrisa de medio lado.

—Vamos a establecer un código para cuando quieras acercarte en plan sigiloso pervertido. Si llamas una vez a la puerta, significa que quieres entrar. Dos, que solo te pasas para espiarme mientras duermo.

Aparta la mirada de mi cara para posarla primero en mi camisa (que casualmente es su camisa), y luego en mis piernas desnudas, donde se detiene un segundo más de la cuenta antes de volver a mirarme la cara. Es una mirada cálida. Tengo las piernas frías.

Después golpea una vez la jamba de la puerta con los nudillos, pero la que le gana el acceso es su sonrisa.

Nos sentamos en la cama, e intento no prestar atención al hecho de que llevo puesta su camisa, de que su camisa huele a él y de que él está sentado a treinta centímetros, oliendo también a él, y de que, encima, noto un nudo muy tenso en la boca del estómago, algo que parece un trozo de carbón ardiente.

Quiero que me toque otra vez. Quiero sentir sus manos, suaves como nubes, pero temo que al tocarme haga estallar los siete mil billones de billones de átomos que componen mi cuerpo y me disperse por el universo.

—¿Está vivo? —me susurra.

De nuevo me mira con esa expresión triste y desesperada. ¿Qué ha pasado ahí fuera? ¿Por qué está pensando en Sams?

Me encojo de hombros: ¿cómo voy a saberlo?

—Yo lo sabía cuando Lauren lo estaba. Es decir, supe cuándo dejó de estarlo. —Se pone a tirar de la colcha, a acariciar las puntadas y a recorrer con los dedos los bordes de los retales como si recorriera el camino a seguir en un mapa del tesoro—. Lo sentí. En aquel momento ya solo quedábamos Val y yo. Val estaba muy enferma, y yo sabía que no le quedaba mucho tiempo. Conocía la progresión casi al minuto; había pasado por ella seis veces.

Tarda un minuto en seguir hablando: está claro que se ha asustado con algo. No para de mover los ojos ni un segundo, se pasean por la habitación como si intentaran encontrar algo con lo que distraerse… O puede que lo contrario: algo que lo ancle a este momento. Este momento conmigo… No al que no se puede quitar de la cabeza.

—Un día estaba fuera, colgando unas sábanas en el tendedero, y noté una sensación muy rara, como si algo me estallara en el pecho. Es decir, fue algo completamente físico, no mental, no como si una vocecita interior me contara… me contara que Lauren había muerto. Fue como si alguien me diera un buen empujón. Y lo supe. Así que solté la sábana y salí echando leches hacia su casa…

Sacude la cabeza. Le toco la rodilla, pero retiro la mano rápidamente. Después del primer contacto, el hecho de tocar se vuelve demasiado fácil.

—¿Cómo lo hizo? —le pregunto.

No quiero que reviva nada si no está preparado para hacerlo. Hasta ahora ha sido un iceberg emocional: dos tercios de él han quedado ocultos bajo la superficie, escuchando más que hablando, preguntando más que respondiendo.

—Se ahorcó —dice—. Yo la bajé —añade, y aparta la vista. Aquí, conmigo; allí, con ella—. Después la enterré.

No sé qué decir, así que no digo nada. Demasiada gente dice algo cuando, en realidad, no tiene nada que decir.

—Creo que eso es lo que pasa cuando quieres a alguien —dice al cabo de un minuto—. Si le ocurre algo, notas un puñetazo en el corazón. No algo que se asemeja a un puñetazo en el corazón, sino un auténtico puñetazo en el corazón —explica, y se encoge de hombros mientras se ríe en voz baja—. En fin, eso sentí yo.

—Y crees que, como yo no lo he sentido, Sammy debe de seguir vivo, ¿es eso?

—Lo sé, es una verdadera estupidez —responde, encogiéndose de hombros otra vez y soltando una risa avergonzada—. Siento haber sacado el tema.

—La querías de verdad, ¿no?

—Crecimos juntos —dice, y se le iluminan los ojos al recordarlo—. Estábamos siempre juntos, o ella se venía aquí o yo me iba a su casa. Después crecimos y seguimos siempre juntos, ella aquí o yo allí, cuando podía escabullirme. Se suponía que debía ayudar a mi padre en la granja.

—Ahí es donde has estado esta noche, ¿verdad? En casa de Lauren.

Le cae una lágrima por la mejilla. Se la limpio con el pulgar, igual que él limpió las mías la noche que le pregunté si creía en Dios.

De repente, se inclina sobre mí y me besa. Sin más.

—¿Por qué me has besado, Evan?

Hablamos de Lauren y me besa. Es raro.

—No lo sé —responde, agachando la cabeza.

Tenemos al enigmático Evan, al taciturno Evan, al apasionado Evan y, ahora, al tímido niñito Evan.

—La próxima vez que me beses, será mejor que tengas una buena razón —bromeo.

—Vale —dice, y me besa otra vez.

—¿Razón? —pregunto en voz baja.

—Ummm, ¿que eres muy guapa?

—Esa me vale. No sé si es verdad, pero me vale.

Me sujeta la cara entre sus suaves manos y se inclina para darme un tercer beso que se demora más, que enciende el ardiente carbón de mi vientre y hace que el vello de la nuca se me erice y se ponga a bailar.

—Es verdad —susurra mientras se rozan nuestros labios.

Nos quedamos dormidos en la misma postura en la que estábamos hace unas horas, con la palma de su mano justo debajo de mi cuello. Me despierto en plena noche y, por un instante, estoy de nuevo en el bosque, dentro de mi saco de dormir, a solas con el osito y con mi M16…, y con el cuerpo de un desconocido pegado al mío.

«No, no pasa nada, Cassie, es Evan, el que te ha salvado, el que te ha devuelto la salud y el que está dispuesto a arriesgar la vida para que puedas cumplir una promesa ridícula. Evan, el chico que se fija en todo y que se ha fijado en ti. Evan, el sencillo granjero de manos cálidas, amables y suaves».

De repente, se me para el corazón. ¿Qué clase de granjero tiene las manos suaves?

Me aparto su mano del pecho. Él se agita y suspira contra mi cuello. Ahora, el vello que acarician sus labios baila a un ritmo distinto. Paso con cuidado las puntas de los dedos por la palma de su mano: suave como el culito de un bebé.

«Vale, no te dejes llevar por el pánico. Hace varios meses que no trabaja en la granja. Y ya sabes lo bien que se arregla las cutículas… Pero ¿pueden desaparecer los callos de varios años después de unos meses de cazar en el bosque?».

De cazar en el bosque…

Agacho un poco la cabeza para olerle los dedos. Puede que sea mi imaginación hiperactiva, pero ¿acaso no es este el olor acre y metálico de la pólvora? ¿Cuándo fue la última vez que disparó un arma? Esta noche no ha salido a cazar, ha ido a visitar la tumba de Lauren.

Estoy tumbada y despierta en sus brazos al llegar el alba, y noto los latidos de su corazón contra mi espalda mientras el mío late con fuerza contra su mano.

«—Debes de ser un cazador pésimo. Casi nunca traes nada.

»—Lo cierto es que soy muy bueno.

»—Entonces ¿es que no tienes estómago para matar?

»—Tengo estómago para hacer lo que haga falta».

¿Para qué tienes estómago, Evan Walker?

La quinta ola
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