13

Cuando hacía buen tiempo, todos se quedaban fuera hasta la hora de acostarse. Aquel edificio destartalado tenía malas vibraciones. Por el motivo de su construcción. Por el motivo de su existencia. Por lo que lo había llevado (a él y a nosotros) al bosque. Algunas noches había buen ambiente, casi como en un campamento de verano en el que, milagrosamente, todos se llevan bien. Alguien decía que aquella tarde había oído un helicóptero, y eso activaba una ronda de especulaciones esperanzadas sobre la posibilidad de que la Gente al Mando estuviera recuperándose por fin y preparándose para el contragolpe.

Otras veces, los ánimos estaban más decaídos y la angustia se palpaba en el aire del crepúsculo. Nosotros éramos los afortunados. Habíamos sobrevivido al ataque del pulso electromagnético, a la aniquilación de las costas, a la plaga que había acabado con toda la gente a la que conocíamos y amábamos. Habíamos mirado a la Muerte a la cara, y ella había parpadeado primero. Eso debería habernos hecho sentir valientes e invencibles, pero no.

Éramos como los japoneses que sobrevivieron al estallido inicial de la bomba de Hiroshima. No entendíamos por qué seguíamos allí y no estábamos del todo convencidos de querer estarlo.

Nos contábamos las historias de nuestras vidas antes de la Llegada. Llorábamos abiertamente por las personas que habíamos perdido. Llorábamos en secreto por nuestros móviles inteligentes, nuestros coches, nuestros microondas e internet.

Contemplábamos el cielo nocturno. La nave nodriza nos devolvía la mirada, aquel malévolo ojo verde pálido.

Se abrían debates sobre el lugar al que debíamos ir. En general, todos estaban de acuerdo en que no podíamos permanecer escondidos en el bosque para siempre. Aun en el caso de que los Otros no aparecieran pronto, el invierno sin duda lo haría, así que necesitábamos refugio. Nos quedaban suministros para varios meses… o puede que menos, según el número de refugiados que siguiera llegando al campamento. ¿Debíamos esperar a que vinieran a rescatarnos o salir a la carretera a buscar ayuda? Mi padre votaba por lo segundo: todavía quería echar un vistazo a Wright-Patterson. Si había Gente al Mando, era mucho más probable encontrarla allí.

Me cansé de todo al cabo de un tiempo. En vez de hacer algo al respecto, nos dedicábamos a hablar del problema. Estaba dispuesta a decirle a mi padre que teníamos que mandar a la porra a aquellos cretinos, largarnos a Wright-Patterson con quien quisiera venirse y que les dieran a los demás.

Pensaba que, a veces, eso de que la unión hace la fuerza está muy sobrevalorado.

Metí a Sammy dentro y lo acosté. Recé su oración con él: «Ángel de la guarda, dulce compañía…». Para mí no era más que ruido, tonterías. En lo que respecta a Dios, me daba la impresión de que, en algún momento, había roto una promesa, pero no tenía claro cuál.

Hacía una noche despejada, de luna llena. Me sentía lo bastante cómoda para dar un paseo por el bosque.

En el campo, alguien tocaba una guitarra, y la melodía avanzaba a saltitos por el sendero, me seguía al interior del bosque. Era la primera vez que oía música desde la primera ola: «And, in the end, we lie awake, and we dream of making our escape[1]».

De repente solo quería hacerme un ovillo y llorar. Quería alejarme por el bosque y seguir corriendo hasta que se me cayeran las piernas. Quería potar. Quería gritar hasta que me sangrara la garganta. Quería volver a ver a mi madre, a Lizbeth y a todos mis amigos, incluso a los que no me gustaban, y a Ben Parish, solo para decirle que lo quería y que deseaba tener un hijo suyo más que seguir viva.

La canción se perdió, ahogada por el canto, mucho menos melódico, de los grillos.

Y el ruido de una rama al partirse.

Y una voz que procedía del bosque, detrás de mí.

—¡Cassie! ¡Espera!

Seguí caminando porque había reconocido la voz. A lo mejor me había gafado al pensar en Ben, como cuando tienes antojo de chocolate y lo único que llevas en la mochila es una bolsa medio aplastada de caramelos masticables.

—¡Cassie!

El dueño de la voz había echado a correr. A mí no me apetecía, así que dejé que me alcanzara.

Esa era una de las cosas que no habían cambiado: bastaba con querer estar sola para que no te dejaran estarlo.

—¿Qué haces? —me preguntó Pringoso.

Le costaba respirar y tenía las mejillas muy rojas y las sienes, relucientes, probablemente por culpa de tanta gomina.

—¿No es obvio? —respondí—. Estoy fabricando un dispositivo nuclear para derribar a la nave nodriza.

—Los misiles nucleares no valen —repuso él poniéndose firme—. Deberíamos construir un cañón de vapor Fermi.

—¿Fermi?

—El tío que inventó la bomba.

—Creía que era Oppenheimer.

Él pareció quedarse impresionado de que supiera algo de historia.

—Bueno, a lo mejor no la inventó, pero fue el padrino.

—Pringoso, qué rarito eres —le dije, pero me sonó muy fuerte, así que añadí—: Claro que no te conocí antes de la invasión.

—Se excava un buen hoyo. Se mete en el fondo una ojiva. Se llena el agujero de agua y se tapa con unas cuantas toneladas de acero. El estallido convierte el agua en vapor al instante, y el vapor dispara el acero hacia el espacio a seis veces la velocidad del sonido.

—Sí, estaría bien que lo hiciera alguien. ¿Por eso me acosas? ¿Quieres que te ayude a construir un cañón de vapor nuclear?

—¿Te puedo preguntar una cosa?

—No.

—Lo digo en serio.

—Y yo.

—Si solo te quedaran veinte minutos de vida, ¿qué harías?

—No lo sé —respondí—, pero seguramente nada que tuviera que ver contigo.

—¿Y eso? —preguntó, pero no esperó a la respuesta: supongo que se imaginó que no le gustaría escucharla—. ¿Y si yo fuera la última persona de la Tierra?

—Si fueras la última persona de la Tierra, yo no estaría allí para hacer nada contigo.

—Vale, ¿y si fuéramos las dos últimas personas de la Tierra?

—Entonces acabarías siendo la última, porque me suicidaría.

—No te gusto.

—¿No me digas? ¿Qué te ha dado la primera pista?

—Imagina que los vemos aquí mismo, ahora mismo, bajando a matarnos. ¿Qué harías?

—No lo sé, pedirles que te maten a ti primero. ¿A qué viene esto, Pringoso?

—¿Eres virgen? —me preguntó de repente.

Me quedé mirándolo fijamente. Lo decía completamente en serio. Claro que la mayoría de los chicos de trece años se toman siempre así los asuntos hormonales.

—Que te den —respondí, y le di con el hombro al dirigirme de vuelta al campo.

Mala elección de palabras. Salió corriendo detrás de mí y no se le movió ni un mechón del repegado cabello. Era como si llevara un reluciente casco negro.

—Lo digo en serio, Cassie —insistió, jadeando—. En estos tiempos, cualquier noche puede ser la última.

—Igual que antes de que vinieran, idiota.

Me agarró por la muñeca y tiró de mí. Acercó su ancha cara grasienta a la mía. Yo medía dos centímetros y medio más que él, pero él pesaba diez kilos más que yo.

—¿De verdad quieres morir sin saber cómo es?

—¿Cómo sabes que no lo sé? —pregunté mientras me soltaba de un tirón—. No vuelvas a tocarme —añadí, cambiando de tema.

—Nadie se va a enterar —insistió—. No se lo contaré a nadie.

Intentó agarrarme otra vez, pero levanté la mano izquierda y le aparté el brazo de un tortazo mientras le pegaba un buen golpe en la nariz con la palma abierta de la mano derecha. El porrazo abrió un grifo de brillante sangre roja que se le metió en la boca y le provocó arcadas.

—Puta —jadeó—. Tú por lo menos tienes a alguien. Por lo menos no se han muerto todas las personas que conocías, joder.

Se echó a llorar. Se sentó en el suelo y se dejó llevar por la enormidad del asunto, por el gran Buick que hay aparcado encima de ti, por la horrible sensación de que, por mal que vayan las cosas, empeorarán.

«Mierda», pensé, y me senté en el camino, a su lado. Le dije que echara la cabeza atrás, y él se quejó de que así le bajaría la sangre por la garganta.

—No se lo cuentes a nadie —me suplicó—. Perdería mi reputación.

Me reí, no pude evitarlo.

—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —me preguntó.

—En las girl scouts.

—¿Tienen chapas para eso?

—Tienen chapas para todo.

En realidad habían sido siete años de clases de kárate. Las había dejado el año anterior, ya no recuerdo por qué razones. En aquel momento, sin embargo, me parecieron buenas.

—Yo también lo soy —me dijo.

—¿El qué?

—Virgen —respondió tras arrojar un escupitajo de sangre y mocos en el suelo.

Qué sorpresa.

—¿Qué te hace pensar que soy virgen? —le pregunté.

—Si no lo fueras, no me habrías pegado.

La quinta ola
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