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La primera ola acabó con medio millón de personas.
La segunda dejó a la primera a la altura del betún.
Por si no lo sabes, vivimos en un planeta inquieto. Los continentes se asientan en bloques de roca llamados placas tectónicas, y esas placas flotan en un mar de lava fundida. No dejan de rozarse, restregarse y empujarse entre ellas, lo que genera una presión enorme. Con el tiempo, la presión crece cada vez más hasta que las placas se desplazan y liberan enormes cantidades de energía en forma de terremotos. Si uno de esos terremotos se produce en las fallas que rodean cada continente, la onda expansiva da lugar a una superola llamada tsunami.
Más del cuarenta por ciento de la población mundial vive a menos de cien kilómetros de la costa. Eso supone tres mil millones de personas.
Lo único que tuvieron que hacer los Otros fue crear lluvia.
Se toma una barra de metal dos veces más alta que el Empire State y tres veces más pesada, se coloca sobre una de estas fallas y se deja caer desde la atmósfera superior. No se necesita propulsión ni sistema de teledirección: solo hay que dejarla caer. Gracias a la gravedad, llega a la superficie a veinte kilómetros por segundo, veinte veces más deprisa que una bala.
Golpea la corteza terrestre con una fuerza mil millones de veces mayor que la bomba que cayó en Hiroshima.
Adiós, Nueva York. Adiós, Sidney. Adiós, California, Washington, Oregón, Alaska, Columbia Británica. Hasta la vista, litoral oriental de Estados Unidos.
Japón, Hong Kong, Londres, Roma, Río.
Encantados de haberos conocido, ¡esperamos que hayáis disfrutado de la estancia!
La primera ola acabó en pocos segundos.
La segunda duró un poco más, aproximadamente un día.
¿La tercera ola? Esa fue más larga: doce semanas. Doce semanas para matar a… Bueno, según los cálculos de mi padre, al noventa y siete por ciento de los que tuvimos la suerte de sobrevivir a las dos primeras.
¿El noventa y siete por ciento de cuatro mil millones? Haz la cuenta.
Y entonces debió de ser cuando el Imperio Alienígena descendió en sus platillos volantes y empezó a lanzar bombazos, ¿no? Cuando las gentes de la Tierra se unieron bajo una misma bandera para jugar a David contra Goliat. Nuestros tanques contra vuestras pistolas de rayos. ¡Adelante!
No tuvimos esa suerte.
Y ellos no eran tan estúpidos.
¿Cómo se acaba con casi cuatro mil millones de personas en tres meses? Pájaros.
¿Cuántos pájaros hay en el mundo? ¿Lo adivinas? ¿Un millón? ¿Mil millones? ¿Qué me dices de más de trescientos mil millones? Eso suponía, más o menos, setenta y cinco pájaros por cada hombre, mujer y niño que hubiera sobrevivido a las dos primeras olas.
Hay miles de especies de aves en todos los continentes, y los pájaros no saben de fronteras. Además, cagan mucho. Cagan unas cinco o seis veces al día, lo cual significa un billón de pequeños misiles lloviendo a diario.
No se podría inventar un sistema de distribución más eficaz para un virus con una tasa de mortalidad del noventa y siete por ciento.
Mi padre creía que se habían hecho con algo como el ébola Zaire y lo habían alterado genéticamente. El ébola no se propaga por el aire, pero solo con cambiar una proteína se puede conseguir que lo haga, que actúe como la gripe. El virus se instala en los pulmones. Empiezas con un resfriado fuerte. Fiebre. Te duele la cabeza. Mucho. Escupes gotitas de sangre cargadas de virus. El bicho pasa al hígado, a los riñones, al cerebro. Ya tienes dentro mil millones de ellos. Te conviertes en una bomba viral y, cuando estallas, repartes el virus a todos los que te rodean. Lo llaman desangrarse. Como ratas que abandonan un barco que se hunde, el virus sale a chorros por todas las aberturas: la boca, la nariz, las orejas, el culo e incluso los ojos. Lloras lágrimas de sangre, literalmente.
Le dábamos distintos nombres: la Muerte Roja o la Plaga de la Sangre; la Peste, el Tsunami Rojo, el Cuarto Caballo del Apocalipsis. Lo llamaras como lo llamaras, al cabo de tres meses, noventa y siete de cada cien personas estaban muertas.
Eso son muchas lágrimas de sangre.
Era como si estuviéramos retrocediendo en el tiempo. La primera ola nos devolvió al siglo XVIII y la siguiente nos llevó directos al Neolítico.
Éramos cazadores y recolectores de nuevo. Nómadas. Lo más bajo de la pirámide.
Sin embargo, no habíamos renunciado a la esperanza. Todavía.
Aún quedábamos los suficientes para luchar.
No podíamos atacarlos directamente, pero sí como una guerrilla. Podíamos entablar una guerra asimétrica y patearles el culo a los alienígenas. Teníamos armas y munición suficiente, e incluso algunas formas de transporte que habían sobrevivido a la primera ola. Aunque nuestros militares estaban diezmados, seguía habiendo unidades funcionales en todos los continentes. Quedaban búnkeres, cuevas y bases subterráneas en las que podíamos escondernos varios años. «Vosotros, invasores alienígenas, seréis Estados Unidos y nosotros, Vietnam».
Y los Otros van y dicen: «Sí, claro, lo que tú digas».
Creíamos que ya nos habían atacado con todo lo que tenían; o, al menos, con lo peor, porque cuesta imaginar algo más fuerte que la Muerte Roja. Los que sobrevivimos a la tercera ola (los que éramos naturalmente inmunes a esa enfermedad) buscamos refugio, nos preparamos y esperamos a que la Gente al Mando nos explicara qué debíamos hacer. Sabíamos que tenía que haber alguien al mando, porque, de vez en cuando, un caza cruzaba el cielo y, a lo lejos, se oía algo parecido a una batalla con armas y el rugido de los transportes de tropas al otro lado del horizonte.
Supongo que mi familia tuvo más suerte que la mayoría. El cuarto jinete del Apocalipsis se llevó a mi madre, pero mi padre, Sammy y yo sobrevivimos. Mi padre presumía de nuestros genes superiores. No es algo que se suela hacer, eso de presumir desde lo alto de un monte Everest de casi siete mil millones de cadáveres. Mi padre, sin embargo, no podía dejar de ser él mismo, e intentaba encontrarle el ángulo más positivo a la extinción humana.
La mayoría de los pueblos y ciudades se abandonaron después del Tsunami Rojo. No había electricidad ni agua corriente y hacía tiempo que habían saqueado las tiendas, así que no quedaba nada de valor. En algunas calles había ríos de aguas negras de más de dos centímetros de profundidad. No era raro ver incendios provocados por las tormentas de verano.
También estaba el problema de los cadáveres.
Es decir, que estaban por todas partes: en las casas, en los refugios, en los hospitales, en los pisos, en los edificios de oficinas, en los colegios, en las iglesias y sinagogas, y en los almacenes.
Llega un punto en el que la proporción de la muerte te abruma. No puedes enterrar ni quemar a los cadáveres lo bastante deprisa. Aquel verano de la Peste hizo un calor brutal, y el hedor a carne podrida flotaba en el aire como una nociva niebla invisible. Empapábamos trozos de tela en perfume y nos los sujetábamos sobre la boca y la nariz, pero, al final del día, el tufo había penetrado en la tela y no había más remedio que soportarlo y contener las arcadas.
Hasta que, curiosamente, te acostumbrabas.
Esperamos la tercera ola atrincherados en casa. En parte porque había cuarentena, en parte porque rondaba por las calles mucho pirado que se dedicaba a irrumpir a la fuerza en las casas y prenderles fuego, con el paquete completo: asesinar, violar y saquear. Y en parte porque estábamos muertos de miedo, a la espera de lo siguiente.
Sin embargo, sobre todo fue porque mi padre no quería abandonar a mi madre. Estaba demasiado enferma para viajar, y él no era capaz de dejarla atrás.
Ella le pidió que lo hiciera, que se fuera. Iba a morir de todos modos. Ella ya no importaba: lo importante éramos Sammy y yo, mantenernos a salvo; lo importante era el futuro y la esperanza de que el mañana fuese mejor.
Papá no le llevaba la contraria, pero tampoco la abandonaba. Esperaba lo inevitable y trataba que estuviera lo más cómoda posible mientras se dedicaba a examinar mapas, preparar listas y reunir suministros. Fue más o menos entonces cuando empezaron sus ansias por recopilar libros para reconstruir la civilización. Las noches en que el cielo no estaba completamente cubierto de humo salíamos al patio de atrás y nos turnábamos para contemplar a través de mi viejo telescopio el majestuoso paso de la nave nodriza por el cielo, con la Vía Láctea de fondo. Al no haber luces humanas que les hicieran sombra, las estrellas brillaban más que nunca.
—¿A qué esperan? —le pregunté a mi padre. Como todo el mundo, yo seguía suponiendo que al final llegarían los platillos volantes, los vehículos metálicos con patas y los cañones láser—. ¿Por qué no terminan de una vez?
Y mi padre sacudió la cabeza y dijo:
—No lo sé, calabacita. A lo mejor se ha terminado ya. A lo mejor su objetivo no era matarnos a todos, sino reducirnos a un número de personas manejable.
—Y ¿después qué? ¿Qué quieren?
—Creo que la pregunta es qué necesitan —me corrigió amablemente, como si me estuviera dando una mala noticia—. Están teniendo mucho cuidado, ¿sabes?
—¿Cuidado?
—Procuran no dañar nada más que lo absolutamente necesario. Por eso están aquí, Cassie: necesitan la Tierra.
—Pero no a nosotros —susurré yo, a punto de volver a perder los nervios por enésima vez.
Él me puso la mano en el hombro (por enésima vez) y añadió:
—Bueno, tuvimos nuestra oportunidad y no supimos hacernos cargo de nuestra herencia. Seguro que si volviéramos al pasado y entrevistáramos a los dinosaurios antes de que cayera el asteroide…
Entonces le pegué un puñetazo con todas mis fuerzas y corrí al interior de la casa.
No sé qué era peor, si estar dentro o fuera. Fuera te sentías completamente expuesta, observada bajo el cielo despejado. Pero dentro se vivía en una penumbra eterna: durante el día, ventanas tapadas que no dejaban entrar la luz del sol; y, de noche, velas, aunque, como nos quedaban pocas, no podíamos permitirnos el lujo de gastar más de una por habitación, así que profundas sombras acechaban en los rincones que antes nos resultaban familiares.
—¿Qué pasa, Cassie? —me preguntó Sammy.
Cinco años. Adorable. Grandes ojos castaños de osito de peluche, agarrado al otro miembro de la familia que también tenía ojos castaños: el de trapo que ahora llevo metido en el fondo de la mochila.
—¿Por qué lloras? —quiso saber.
Verme llorar lo hacía llorar a él.
Pasé junto a Sammy sin pararme, derecha al dormitorio de la dinosauria humana de dieciséis años Cassiopeia Sullivanus extinctus. Después volví a por él, no podía dejarlo llorando de ese modo. Nos habíamos unido mucho desde el inicio de la enfermedad de mamá. Casi todas las noches, Sammy sufría pesadillas que lo obligaban a huir a mi cuarto, así que se metía conmigo en la cama, ocultaba la cara en mi pecho y, a veces, se le olvidaba y me llamaba mamá.
—¿Los has visto, Cassie? —me preguntó—. ¿Ya vienen?
—No, chaval, no viene nadie —respondí, secándole las lágrimas.
Todavía no.