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Alrededor de las doce del mediodía, todavía en plena misión de cumplir mi promesa, me detuve para beber agua y comerme un paquete de cecina Slim Jim. Cada vez que me como un Slim Jim, una lata de sardinas o cualquier cosa precocinada, pienso: «Bueno, uno menos en el mundo». Mordisco a mordisco van desapareciendo las pruebas de nuestro paso por la Tierra.
He decidido que uno de estos días reuniré el valor suficiente para atrapar un pollo y retorcerle el delicioso pescuezo. Mataría por una hamburguesa con queso. En serio. Si me tropezara con alguien que se estuviera comiendo una, lo mataría para quitársela.
Hay muchas vacas por aquí. Podría pegarle un tiro a una y trincharla con mi Bowie. Estoy bastante segura de que no me costaría matar a una vaca. Lo difícil sería cocinarla. Encender una fogata, aunque sea a plena luz del día, es la forma más segura de invitar a los Otros a la barbacoa.
Una sombra sale disparada por la hierba a unos once metros de mí. Echo la cabeza atrás y me la golpeo con fuerza contra el lateral del Honda Civic en el que me había apoyado para disfrutar del aperitivo. No ha sido un teledirigido, sino un pájaro, una gaviota, para más señas, que volaba bajo sin apenas batir las alas extendidas. Me estremezco de asco: odio los pájaros. No los odiaba antes de la Llegada, ni después de la primera ola, ni tampoco tras la segunda, que, en realidad, tampoco me afectó tanto.
Pero después de la tercera empecé a odiarlos. No era culpa de ellos, lo sabía. Es como si un hombre que está frente al pelotón de fusilamiento odiara las balas. De todos modos, no puedo evitarlo.
Los pájaros son una mierda.