29
Empuja mi silla de ruedas por el pasillo hasta un ascensor. Es un ascensor exprés que va en una sola dirección y que nos lleva varias decenas de metros bajo tierra. Las puertas se abren y salimos a un largo pasillo de paredes de bloques blancos. La doctora Pam me dice que estamos en el refugio antiaéreo, que es casi tan grande como la base de arriba y que se construyó para soportar una explosión nuclear de cincuenta megatones. Le respondo que ya me siento más seguro. Ella se ríe como si le pareciera gracioso. Paso rodando junto a túneles secundarios y puertas sin marcar. Aunque el suelo está nivelado, es como si bajara al fondo del mundo, al agujero en el que se sienta el diablo. Nos cruzamos con soldados que caminan a toda prisa de un lado a otro evitando mirarme y que dejan de hablar cuando pasamos junto a ellos.
«¿Quieres ver a uno?».
Sí. No, joder.
Se detiene ante una de las puertas sin marcar y pasa una tarjeta de acceso por encima del mecanismo de cierre. La luz roja se vuelve verde. Me mete en la habitación y detiene la silla frente a un largo espejo. Entonces abro mucho la boca, dejo caer la barbilla y cierro los ojos: sea lo que sea lo que está sentado en esa silla de ruedas, no soy yo, no puedo ser yo.
Cuando apareció la nave nodriza, yo pesaba ochenta y seis kilos, y era casi todo músculo. Dieciocho kilos de ese músculo han desaparecido. El desconocido del espejo me devuelve la mirada con los ojos de los muertos de hambre: enormes, hundidos, rodeados de bolsas hinchadas y negras. El virus me ha esculpido la cara con un cuchillo, se ha llevado mis mejillas, me ha afilado la barbilla y me ha afinado la nariz. Mi pelo parece enfermo, seco, y ha desaparecido en algunas zonas.
«Está zombi».
La doctora Pam mira el espejo.
—No te preocupes, no podrá vernos.
«¿Quién? ¿De quién habla?».
Pulsa un botón, y las luces de la habitación del otro lado del espejo se encienden. Mi imagen se convierte en fantasma. Veo a la persona del otro lado a través de mi imagen.
Es Chris.
Está atado con correas a una silla idéntica a la de la sala de El País de las Maravillas. De la cabeza le salen cables que se conectan al gran cuadro de control con luces rojas parpadeantes que tiene detrás. Le cuesta mantener la cabeza erguida, como un niño que se duerme en clase.
La doctora se da cuenta de que me he puesto rígido y pregunta:
—¿Qué? ¿Lo conoces?
—Se llama Chris. Es mi… Lo conocí en el campo de refugiados. Se ofreció a compartir su tienda de campaña y me ayudó cuando enfermé.
—¿Es amigo tuyo? —pregunta, sorprendida.
—Sí. No. Sí, es mi amigo.
—No es lo que tú crees.
Pulsa un botón, y el monitor cobra vida. Aparto la mirada de Chris, de su exterior a su interior, de lo aparente a lo oculto, porque en la pantalla veo su cerebro envuelto en hueso translúcido, y desprende un espeluznante brillo de un verde amarillento.
—¿Qué es eso? —susurro.
—La infestación —responde ella. Después aprieta un botón y agranda la imagen de la parte delantera del cerebro de Chris. El color vómito se intensifica y se convierte en neón—. Es la corteza prefrontal, la parte que piensa del cerebro, la parte que nos hace humanos.
Vuelve a agrandar una zona más o menos del tamaño de la cabeza de un alfiler, y entonces lo veo. El corazón me da un vuelco. Embutido en el tejido blando hay un tumor palpitante del tamaño de un huevo, anclado mediante miles de tentáculos similares a raíces que se extienden en todas direcciones y se introducen por todos los pliegues y las grietas del cerebro.
—No sé cómo lo hicieron —dice la doctora Pam—. Ni siquiera sabemos si los infestados son conscientes de su presencia o si llevan toda la vida siendo marionetas.
Había una cosa enredada en el cerebro de Chris, palpitando.
—Sáqueselo —digo, aunque apenas me salen las palabras.
—Lo hemos intentado. Medicamentos, radiación, electrochoque, cirugía… No funciona nada. La única forma de matarlos es matar al anfitrión.
Acto seguido, me pone el teclado delante y añade:
—No sentirá nada.
Perplejo, sacudo la cabeza. No lo entiendo.
—Se tarda menos de un segundo —me asegura la doctora Pam—. Y es completamente indoloro. Este botón de aquí.
Bajo la mirada hacia el botón y veo que pone: «EJECUTAR».
—No vas a matar a Chris, vas a destruir a la criatura que lleva dentro y que te mataría a ti.
—Tuvo oportunidad de matarme —le razono sacudiendo la cabeza. Es demasiado. No puedo aceptarlo—. Y no lo hizo. Me mantuvo con vida.
—Porque no había llegado el momento. Te abandonó antes del ataque, ¿no?
Asiento con la cabeza. Vuelvo a verlo a través del espejo espía, a través de la tenue silueta de mi reflejo transparente.
—Vas a matar a la criatura responsable de esto —añade, poniéndome algo en la mano.
Es el medallón de Sissy.
Su medallón, el botón y Chris. Y la criatura dentro de Chris.
Y yo. O lo que queda de mí. ¿Qué queda de mí? ¿Qué me queda? Los eslabones metálicos del collar de Sissy se me clavan en la palma de la mano.
—Así los detenemos —me anima la doctora Pam—. Antes de que no quede nadie para hacerlo.
Chris en el sillón. El medallón en mi mano. ¿Cuánto tiempo llevo huyendo? Huyendo, huyendo, huyendo. Dios, estoy harto de huir: debería haberme quedado, debería haber plantado cara. Si me hubiera enfrentado a ello entonces, no tendría que enfrentarme ahora; pero, tarde o temprano, hay que elegir entre huir y hacer frente a lo imposible.
Pulso el botón con todas mis fuerzas.